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Poética del Semáforo
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per Dr. Fernando Buen Abad Domínguez Correu-e: fbuenabad ARROBA caece.edu.ar (no verificat!) |
26 mai 2004
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Un luz en el camino |
POETICA DEL SEMAFORO
Fernando Buen Abad Domínguez
Hijos predilectos del ensayo y el error señaléticos, los semáforos han salvado tantas vidas como la penicilina. Son artefactos paradigmáticos del desarrollo urbano, que en su historia como en su funcionalidad, condensan los modos sanguíneos de cierto fluir cotidiano. Con las pautas cronometradas de sus parpadeos casi incansables son esa "luz en el camino" que fronteriza vida y muerte. Sí o sí.
De las redes ferroviarias a las calles, pasando por todos los usos sucedáneos y conexos que hemos dado al semáforo, nutrimos una relación fetichista intensamente enraizada en los valores más profundos de la existencia. Toda la obediencia y crédito que depositamos en la conducta mecánica de los semáforos se parecen muy poco a las que le otorgamos a otros artefactos o conceptos. Confiamos nuestras vidas al semáforo con una certidumbre verdaderamente religiosa, bajo el supuesto de una infalibilidad casi teológica. Entonces cruzamos calles y avenidas protegidos por el manto magnético de una luz verde, amarilla o roja que se volvió depositaria de convenciones culturales complejísimas. Magia cotidiana virtualmente iluminada.
Los semáforos son portadores públicos de convenios colectivos respetados a precios altísimos. El estallido cultural que produjo la revolución urbana contemporánea (y viceversa dialéctica) hizo necesario inventar un sistema de mandato callejero y permanente que moderara los flujos y reflujos humanos en todos los sentidos. Se hizo necesaria una suerte de acuerdo común que, a gusto o a disgusto, impusiera ritmos al devenir cotidiano. A pie o en auto. Se hizo irrenunciable la adopción de imperativos categóricos que ni el propio Kant sospechó, para moldear las conductas de los pueblos con una nueva tabla de mandamientos sintetizada. ¡Pare!. ¡Prevenga!. ¡Avance!. Pero sobre todo se creó un artefacto especialmente estrambótico y delirante que mañana, tarde y noche repite ciclos abrumadores de poesía lírica y épica abstractas. El tema que obsesiona al soliloquio de los semáforos es la vida o la muerte y todos hemos testimoniado o protagonizado algún drama, menor o mayor, sobre el escenario de la locura urbana.
Con la presencia y proliferación de los semáforos en las vías públicas sobrevino también una estética inédita en la historia de la cultura. Diseños, tamaños, colores, posiciones, texturas y recursos de todo orden comunicacional han evolucionado dialécticamente para perfeccionar, sin lograrlo del todo, el protagonismo semaforero. Las calles se infestaron con postes esquineros que priorizaron su estar sobre el transitar de la gente. Las calles se vistieron de luces en una fiesta taurina nueva que dejó atrás la mitología del toro para inaugurar el toreo de automóviles y personas alternadamente. Se plagó el espacio con colores convencionalizados que uniformaron a su modo, lo colectivo como insignia inequívoca de progreso. Emergió una estética del semáforo que a fuerza de convenios, discursos, presupuestos, impuestos y tragedias se ha estandarizado internacionalmente, hasta las saturaciones más descabelladas. Oriente y occidente, norte y sur presumen como logro de modernidad la decoración callejera que su explosión demográfica ha forzado. La bandera de la "aldea global" tendrá seguramente los colores del semáforo.
Toda la cultura se sintetiza en un semáforo. De la histora urbana al devenir de las ideas políticas pasando por tecnologías, ciencias, artes y filosofías. En un semáforo caben además infinidad de reflecciones existenciales que se suscitan como sueño diurno en la vigilia de quien espera la luz para continuar con su camino. Hay semáforos que transformaron vidas enteras.
Es posible incluso desarrollar una "Psicología del semáforo". Lo que cada pueblo hace mientras aguarda el cambio inexorable de las luces es inabarcable. Depende de horarios y de zonas, de educaciones y cosmovisiones. A pie, en automóvil, colectivo o camión, unos se sacan los mocos, otros otean cuerpos, rostros y vestuarios. Algunos miran los diarios, sintonizan la radio o hablan por teléfono. Hay quienes se sumergen en cavilaciones preconscientes mientras otros buscan en sus carteras monedas sueltas para obsequiarlas a alguien que pide. Por una calamidad u otra.
Existe incluso un cierto morbo suicida que seducido por tentaciones trasgresoras momentáneamente desatiende los mandatos semaforiles. El catálogo de los resultados acarreados por semejantes tentaciones podría llegar a ser macabro. Y es que lo que tiene de autoridad y de autoritario un semáforo como representante de poderes inconmovibles suscita agresiones que ninguna sociología ha terminado por explicar. Pero ocurren
Como en una religión sincretista los rituales cotidianos a que nos acostumbra el semáforo piden que dasarrollemos movimientos corporales muy diversos asociados íntimamente con nuestros estados de ánimo siempre cambiantes, semáforo tras semáforo. Se inauguraron emociones que otros períodos históricos no conocieron. La combinación producida cuando se mezclan un mediodía caluroso, una necesidad fisiológica increscendo, algunas preocupaciones económicas, ciertas penas amorosas, ese principio de úlcera y un semáforo largo puede tener pronósticos incalculables. No hay diván que lo soporte.
En medio de lo aparentemente funcionalista, pragmático y racionalista que supone todo el operativo que diseña, instala y controla semáforos, vive una tendencia inteligente que no deja de ser alimentada por cierto estímulo del pensamiento mágico. Actualizado, potenciado y vivificado por los alientos de los tiempos cambiantes. Lo mismo nos pasó con el rayo.
Todas las relaciones que instauramos cotidianamente con los semáforos, a sabiendas o no, han quedado insertas en la estructura cultural de las sociedades contempóraneas y en los modelos estéticos colectivos. Alguien decidió por nosotros sin consultarnos y los integramos al regodeo fantástico de nuestros atavismos. Nos gusten o no los semáforos se implantan y trasplantan como fetiche que aceptamos incuestionablemente sin saber si curará algún mal, remediará algún conflicto especifico o llenará el requisito presupuestal que obliga a gastar en semáforos porque así lo impone un contrato.
Los semáforos llegan a constituir bosques de luz alineados contra los horizontes naturales y artificiales de las urbes. Bosques habitados por duendes culturales invisibles cuya voz cromática pasa del verde al amarillo y al rojo como en un canto de espíritus ahogados bajo el ruido del tráfico.
Los semáforos poseen una fuerza compleja y atemorizante, guardan en su ser y modo de ser la sustancias arquetípicas más profundas y los arcanos mayores de la sobrevivencia urbana. Son como dioses cuya voz obedecemos mansamente y cuya luz nos guía diariamente para que a salvo, con nuestros sueños y futuro, bien puestos sobre la fe cotidiana., crucemos los caminos. |
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