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Notícies :: criminalització i repressió
El averiado estado de Derecho
14 abr 2010
Estamos en el fin del espejismo. Ya solo le queda la violencia al régimen. Y alerta con los vientos que están por llegar con el Estatut "cepilado" por los de Alfonso Guerra.
La sentencia plenamente exculpatoria que acaban de firmar los tres magistrados de la Audiencia Nacional que han entendido en el cierre del diario «Egunkaria» conlleva necesariamente ciertas reflexiones sobre el estado de Derecho en España. Una serie de comentarios, ahora edulcorados, sobre esta decisión judicial sirven de escandaloso eco acerca de ese estado de Derecho. ¿Existe realmente en plenitud un estado de Derecho en España? De entrada, no. Rotundamente, no. No está en la conciencia de los gobernantes. No hay moral de estado de Derecho. La autocracia constituye aún el distintivo histórico de la gobernación de Madrid.
Por tanto, y aparte de felicitarnos por esta rotunda sentencia, que no repara en plenitud, ni mucho menos, los inmensos daños hechos, conviene aclarar ciertos puntos de la situación jurisdiccional en que vivimos y que ha sido cínicamente glorificada, una vez más, por políticos que manejan con infinita desenvoltura el control de la guillotina al politizar cotidianamente la administración de justicia.
Veamos tres ejemplos de esa torticera glorificación. Empecemos por don José Antonio Pastor. Dice el Sr. Pastor que «se cierra definitivamente un episodio que nunca debería haberse producido» y que demuestra que «la justicia en España funciona» y que estamos en «un Estado garantista«. En primer lugar, no se puede, en recta moral de justicia, afirmar que el caso «se cierra definitivamente». Ni mucho menos.
España, y el Sr. Pastor es un español muy representativo, es especialista en justificaciones a la vista de la autopsia. Jamás se plantea por qué el muerto está sobre la mesa. Lo que apareja que siga matándose física, moral o políticamente. Ante el muerto no se pueden decir ciertas cosas, como confesar el homicidio y declarar zanjado el asunto mediante el reconocimiento de una autoría equivocada. Conocí a un cazador gallego que disparó mortalmente contra un loro y que al escuchar la última queja del ave en lenguaje humano se limitó a disculparse con una frase ejemplar: «Perdón, creí que era un pájaro».
Cuando se tiene una escopeta entre las manos, que en eso consiste radicalmente el poder, hay que medir previamente las correspondientes responsabilidades. Y para redondear la liviana postura del Sr. Pastor, éste llega a una conclusión que suscita una amarga carcajada: la sentencia de que hablamos «demuestra que la justicia funciona en España» y que vivimos en «un Estado garantista». Sr. Pastor, eso no puede usted decirlo en público sin abofetear la conciencia pública y la razón moral. Las garantías, Sr. Pastor, han de funcionar previamente, han de prever con delicadeza y han de aplicarse con un elevado espíritu de equidad. Al muerto del que al principio hablábamos no le consuela nada que le reconozcan como asesinado.
O sea, que ni la justicia funciona en España -basta ya de reparar iniquidades en vez de evitarlas a su debido tiempo- ni el Estado facilita más garantías de las que quiera conceder la Guardia Civil o la policía de turno, que operan como la Reina Católica, que con una mano blandía la espada y con la otra hacía bodoques, según dicho popular de su tiempo. Sr. Pastor ¿para qué clase de imbéciles cree usted que habla?
Y ahora añadamos las perlas enhiladas en la situación por don Leopoldo Barreda, que se apunta con prontitud al espíritu electoral. Dice el Sr. Barreda -y Alá es más grande, como rezan los musulmanes cuando vienen tuertas- que en la resolución absolutoria «se puede apreciar» que «estamos ante un estado de Derecho», con un «régimen jurídico garantista». En la resolución pueden apreciarse muchas cosas importantes, pero como dice el mismo Sr. Barreda, no hagamos «interpretaciones sesgadas de la sentencia».
La resolución demuestra que el poder puede en España barrer con vidas y haciendas y luego dar unas explicaciones históricas hirientemente democráticas, como intentan ahora facilitar esos políticos, parte de los cuales parecen preparar por fin un aterrizaje de emergencia ante la cita electoral, frente a la que miles de vascos estarán impedidos para votar, si la situación sigue como ahora, por esa cinta habitual en los escenarios conflictivos: «No pasar. Policía o Guardia Civil». Finalmente el Sr. Barreda cree que este inmenso entuerto se debe a «la actitud errática» de la Fiscalía, que realmente ha sostenido una postura de no incriminación desde la apertura del juicio oral, si mi memoria no me traiciona.
Y por último, Lakua. Lakua no podía permanecer callada con el saco de «Egunkaria» sobre sus espaldas. Pero ¿qué podía decir Lakua? Pues quedarse en los alrededores del asunto, en lo que ligado a otras situaciones conocidas llaman el entorno. Lakua se ha felicitado por la absolución, pero ha advertido que «la protección eficaz de los derechos fundamentales y las libertades públicas exige una respuesta de los tribunales más ágil y pronta». ¡Muy bien dicho! Pero lo que verdaderamente exigen los derechos fundamentales es que no se conculquen con esa prisa que luego cesa como la sed satisfecha. El cinismo de la retórica gubernamental, sea en el Madrid sempiterno o en la actual Gasteiz, resulta, además de descarado e hiriente, de un infantilismo que nos estremece, ya que uno cavila cotidianamente en qué clase de manos estamos.
Celebremos, pues, la sentencia, pero ahí queda instalado sin corrección alguna, y agazapado tras su postura comprometida con los fascistas acusadores, todo ese cortejo reaccionario que impide a España dar en cualquier tiempo un solo paso derecho hacia un inmediato futuro simplemente normal. Renunciemos a esa frase falsamente atribuida a don Luis Mejía en el «Tenorio» de «que los muertos que vos matáis gozan de buena salud». Aquí los muertos, en toda la validez metafórica de la palabra, son muertos verdaderos y no gozan, según se pretende, de más paisaje que el de su buscada impotencia o resignación. Presunta impotencia, presunta resignación. Porque ¿creen los autores del dislate monumental que existe tal impotencia o resignación? Asómense los segadores de derechos al balcón y verán abajo una multitud vasca que mantiene altas sus banderas. ¿Y acaso esa multitud va a resignarse a que la hieran una y otra vez?
No se puede pasar página con tanto desparpajo. Ante todo, porque cuando se declara injusto todo un proceso de suspensiones y cárcel hay que reponer, material y moralmente, en sus derechos a quienes han sufrido el agravio, entre los que se encuentran no sólo los afectados, algunos con denuncia de tortura, sino todos los vascos que leían el periódico destruido y que comulgaban con su honrada y espléndida línea editorial. Ante los hechos acontecidos se puede reclamar la frase del Sr. Fraga «la calle es mía», para esos vascos que bien pueden decir cosa tal, sin rubor, apoyados por la realidad de la soberanía que poseen en propiedad y que ha sido conculcada con violencia tan inaudita.
No se trata, sin embargo, de hablar de violencia alguna más -basta ya de violencias- sino de rebobinar la historia, en este caso tan próxima, para que la política sea restablecida en toda su extensión de libertad y creación. El reconocimiento del atropello cometido con «Egunkaria» abre la puerta para reclamar ante muchas otras injusticias que se han añadido a la historia vasca en los últimos tiempos. Pacificar, normalizar...
Pero esto no puede hacerse si los corifeos del atropello insisten en presentar la sentencia como una manifestación de la normalidad que caracteriza a la vida pública vasca. La vida vasca no es normal. Quizá necesite jueces con la voluntad de razonar serena y justamente, quizá; pero lo que precisa

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