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Notícies :: globalització neoliberal
La conquista del estado: visión de Antonio Gramsci
04 ago 2003
El pensador italiano más influyente del marxismo del siglo XX, el sardo, hijo de campesinos, Antonio Gramsci, expresaba así su concepción de lo que debía ser una verdadera revolución. Es un texto breve y conciso, seguramente escrito en la cárcel en la que Mussolini le confinó, dictando la siguiente frase: "hay que obligar a este cerebro a dejar de pensar"...claro está que no lo consiguió, pues Gramsi escribió sus mejores textos sin bibliografía alguna y con la ayuda de un mísero lápiz y un poco de papel que le pasaban clandestinamente sus allegados. Sus ideas deben aportarnos luz en estos tiempos de confusión.
Texto sacado de la muy agradable y nada dogmática web del Partido Comunista Argentino.
LA CONQUISTA DEL ESTADO

La concentración capitalista, determinada por el modo de producción, provoca, a su vez, una corres­pondiente concentración de masas humanas trabaja­doras. En este hecho hay que buscar el origen de todas las tesis revolucionarias del marxismo; hay que buscar las condiciones de la nueva costumbre proletaria, del nuevo orden comunista encaminado a sustituir la costumbre burguesa y el desorden ca­pitalista engendrado por la libre competencia y por la lucha de clases.
En la esfera de la actividad general capitalista tam­bién el trabajador actúa en el plano de la libre competencia: es un individuo-ciudadano. Pero las con­diciones de partida para tal carrera, para tal lucha, no son iguales, en el mismo momento, para todos: la existencia de la propiedad privada coloca a la mi­noría social en una situación de privilegio, y hace, por ende, que dicha lucha sea desigual. El trabaja­dor está continuamente expuesto a los riesgos más nocivos: su misma vida elemental, su cultura, la vida y el porvenir de su familia están expuestos a las bruscas variaciones experimentadas por el mercado del trabajo. El trabajador trata entonces de salirse de la esfera de la competencia y del individualismo. El principio asociativo y solidario deviene esencial para la clase trabajadora; tal principio determina el cambio de la mentalidad y de las costumbres de los obreros y de los campesinos. Y en ese momento sur­gen instituciones y organismos que encarnan dicho principio, y sobre tal base se inicia el proceso del desarrollo histórico, que conduce al comunismo, de los medios de producción y de cambio.
El asociacionismo puede y debe ser considerado como el hecho esencial de la revolución proletaria. Consecuentemente con esa tendencia histórica, han aparecido --y se han desarrollado-- en el periodo precedente al actual (periodo que podríamos deno­minar de la I y II Internacionales o periodo de reclutamiento) los partidos socialistas y los sindicatos profesionales.
Mas el desarrollo de las instituciones proletarias, así como de todo el movimiento proletario en gene­ral, no fue un desarrollo autónomo ni obedeció a las leyes inherentes a la vida y a la experiencia his­tórica de la clase trabajadora explotada. Las leyes de la historia eran dictadas por las clases poseyentes organizadas en Estado. El Estado ha sido siem­pre el protagonista de la historia, porque en sus or­ganismos se centra la potencialidad de las clases poseyentes, que en el Estado se organizan y se ajus­tan a unidad, por encima de las discrepancias y de las luchas engendradas por la competencia, al objeto de mantener intacta su situación de privilegio en la fase suprema de aquella misma competencia. Los enfrentamientos de las clases poseyentes se redu­cen, pues, a una lucha de clase por el poder, por la preeminencia en la dirección y en la organización de la sociedad.
En dicho periodo el movimiento proletario estuvo reducido a una mera función de libre competencia capitalista. Las instituciones proletarias debieron adoptar esta forma, no por ley interna, sino externa y bajo la tremenda presión de los acontecimientos y de las coerciones inherentes a la competencia ca­pitalista. De ahí arrancan los conflictos internos, las desviaciones, las vacilaciones, los compromisos que caracterizan todo el periodo del movimiento proletario anterior al actual que han culminado en la ban­carrota de la II Internacional.
Determinadas corrientes del movimiento socialis­ta y proletario presentaron explícitamente, como un hecho esencial de la revolución, la organización obre­ra a base de oficios, y sobre esta base fundamen­taron su propaganda y su acción. El movimiento sindicalista pareció, por un momento, ser el verda­dero intérprete del marxismo, el verdadero intér­prete de la verdad.
El error del sindicalismo estriba en considerar como hecho permanente, como forma perenne del asociacionismo el sindicato profesional en la forma y con las funciones actuales, impuestas y no propuestas, y que, por ende, no son susceptibles de poseer una línea de desarrollo constante y previsi­ble. El sindicalismo, que se presentó como el inicia­dor de una tradición libertaria “espontaneísta�, ha sido en verdad uno de los tantos camuflajes del es­píritu jacobino y abstracto.
De ahí los errores de la corriente sindicalista, corriente que no consiguió suplantar al Partido So­cialista en la tarea de educar, para la revolución, a la clase trabajadora. Los obreros y los campesinos comprendieron que, en el transcurso de todo el pe­riodo en que la clase poseyente y el Estado demo­crático-parlamentario sean quienes dicten las leyes de la historia, toda tentativa de evasión de la esfe­ra de tales leyes es completamente inoperante y está de antemano condenada al fracaso. Cierto que, en la configuración general adoptada por la sociedad con la producción industrial, todo individuo puede par­ticipar activamente en la vida y contribuir a modificar el ambiente únicamente si actúa como individuo-ciudadano, como miembro del Estado demo­crático-parlamentario. La experiencia liberal no es infructuosa y no puede ser superada más que des­pués de haber pasado por ella. El apoliticismo de los apolíticos fue sólo una degeneración de la política: negar y combatir el Estado es un hecho político por cuanto viene inserto en la actividad general histórica que se unifica en el Parlamento y en los municipios, instituciones, éstas, populares del Esta­do. Varía la calidad del hecho político: los sindi­calistas realizaban sus actividades fuera de la rea­lidad, y por consiguiente su política resultó ser fundamentalmente equivocada; los socialistas parla­mentaristas realizaban su trabajo en el seno mismo de las cosas, podían errar el camino (y, en efecto, cometieron muchos y muy graves errores), pero sus errores no fueron nunca cometidos en el sentido de su acción, y por eso triunfaron en la “compe­tencia�; las grandes masas --aquellas que con su intervención modifican objetivamente las relaciones sociales-- se organizaron en torno al Partido So­cialista. Pese a todos los errores y a todas las defi­ciencias, el Partido cumplió, en resumidas cuentas, su misión: la dé convertir al proletario en algo que antes no fue nada, en darle una conciencia, en dar al movimiento de liberación el sentido recto y vital que correspondía, en líneas generales, al proceso de desarrollo histórico de la sociedad humana.
El error más grave del movimiento socialista ha sido de naturaleza similar al de los sindicalistas. Participando en la actividad general de la sociedad humana encuadrada en el Estado, los socialistas ol­vidaron que su posición debía mantenerse esencial­mente dentro de una línea de crítica, de antítesis. Se dejaron absorber por la realidad, en vez de haberla dominado.
Los comunistas marxistas deben caracterizarse por una mentalidad que podríamos llamar “mayéutica�. Su actuación no es en manera alguna la de abandonarse al curso de los acontecimientos deter­minados por las leyes de la competencia burguesa, sino la de la expectación crítica. La historia es un continuo acontecer y, por esto, resulta imprevisible. Pero ello no quiere decir que “todo� sea imprevi­sible en el acontecer histórico, es decir, que la historia esté supeditada a la arbitrariedad y al capricho irresponsable. La historia es al mismo tiempo li­bertad y necesidad. Las instituciones en cuyo des­arrollo y en cuya actividad se encarna la historia han nacido y se mantienen en pie porque tienen una tarea y una misión que llevar a cabo. Han surgido y se han ido desarrollando determinadas condiciones objetivas de producción de bienes ma­teriales y de conciencia espiritual entre los hom­bres. Si tales condiciones objetivas --que, por su naturaleza mecánica, son casi matemáticamente con­mensurables-- varían, varía también la suma de las relaciones que regulan e informan la sociedad hu­mana, y varía el grado de conciencia de los hom­bres; la configuración social se transforma, las ins­tituciones tradicionales decaen, degeneran, dejan de adecuarse a los fines para que fueron creadas; devie­nen ineptas y aun nocivas. Si en el decurso de la historia la inteligencia fuese incapaz de coger un ritmo, de estabilizar un proceso, la vida de la civi­lización sería imposible: el genio político se carac­teriza precisamente por esa capacidad de apropiarse el mayor número posible de términos concretos ne­cesarios y suficientes para fijar un proceso de des­arrollo, y de aquí esa su capacidad de anticipar el futuro próximo y remoto y de iniciar, sobre la línea de esta intuición, la actividad de un Estado y arriesgar la suerte de un pueblo. En este sentido, Carlos Marx ha sido el más grande de los genios políticos contemporáneos.
Los socialistas han, con harta y supina frecuencia, aceptado la realidad histórica dimanante de la ini­ciativa capitalista; han caído en el error psicológico de los economistas liberales; han creído en la per­petuidad de las instituciones del Estado democrático, en su perfección fundamental. Según ellos, la forma de las instituciones democráticas puede ser corre­gida, es susceptible de ser retocada acá y allá, pero tiene que ser fundamentalmente respetada. Un ejem­plo de esa mentalidad estrechamente vanidosa nos viene dado por el juicio emitido por Filippo Turati, según el cual el Parlamento es al Soviet lo que la ciudad es a la horda bárbara.
De esa errada concepción del devenir histórico, de la añeja práctica del compromiso y de una táctica “cretinamente� parlamentarista, nace la fórmula ac­tual acerca de la “conquista del Estado�.
Tras las experiencias revolucionarias de Rusia, de Hungría y de Alemania, estamos persuadidos de que el Estado socialista no puede encarnarse en las ins­tituciones del Estado capitalista, sino que aquél es una creación fundamentalmente nueva con respecto a éste, aunque no con respecto a la historia del proletariado. Las instituciones del Estado capitalista están organizadas a los fines de la libre competen­cia: no basta con cambiar el personal para dirigir en otro sentido sus actividades. El Estado socialista no es aún el comunismo, es decir, la instauración de una práctica y de una costumbre económica soli­daria; es el Estado de transición que va a realizar la tarea de suprimir la competencia con la supresión de la propiedad privada, de las clases, de las economías nacionales: y esta tarea no puede ser reali­zada por la democracia parlamentaria. La fórmula “conquista del Estado� debe ser entendida en el siguiente sentido: creación de un nuevo tipo de Estado, engendrado por la experiencia asociativa de la clase proletaria.
Y aquí volvemos al punto de partida. Hemos dicho antes que las instituciones del movimiento socialista y proletario del periodo precedente al actual no se han desarrollado de una manera autónoma, sino co­mo resultado de la configuración general de la sociedad humana dominada por las leyes soberanas del capitalismo. La guerra ha trastocado la situación estratégica de la lucha de clases. Los capitalistas han perdido la preeminencia; su libertad es limi­tada; su poder ha sido anulado. La concentración capitalista ha alcanzado el máximo desarrollo tole­rable, realizando el monopolio mundial de la produc­ción y de los cambios. La correspondiente concen­tración de las masas trabajadoras ha dado una potencialidad inaudita a la clase proletaria revolu­cionaria.
Las instituciones tradicionales del movimiento son ya incapaces de dar cabida a tanta plétora de vida revolucionaria. Su forma resulta ya inadecuada para el debido encuadramiento de las fuerzas presentes en el proceso histórico consciente. Esas instituciones no están muertas. Nacidas en función de la libre competencia, deben continuar existiendo hasta la supresión de todo residuo de competencia, hasta la completa supresión de las clases y de los partidos, hasta la fusión de las dictaduras proletarias nacio­nales en la Internacional comunista. Pero al lado de dichas instituciones deben surgir y desarrollarse instituciones de nuevo tipo, de tipo estatal, que ven­gan precisamente a sustituir las instituciones pri­vadas y públicas del Estado democrático parlamen­tario. Instituciones que sustituyan la persona del capitalista en las funciones administrativas y en el poder industrial y realicen la autonomía del pro­ductor en la fábrica; instituciones capaces de asumir el poder directivo de todas las funciones inherentes al complejo sistema de las relaciones de producción y de cambio que articulan unas con otras las sec­ciones de una fábrica, constituyendo la unidad eco­nómica elemental, que articulan las diversas activi­dades de la industria agrícola, que, por planos hori­zontales y verticales, deben constituir el armonioso edificio de la economía nacional e internacional, liberado de la entorpecedora y parasitaria tiranía de los propietarios privados.
Nunca fueron tan grandes ni tan fervorosos como en la actualidad el empuje y el entusiasmo revolucionario del proletariado de la Europa occidental. Mas parece ser que a la lúcida y precisa conciencia de los fines no le acompaña una conciencia igual­mente lúcida y precisa de los medios idóneos para alcanzar, en los momentos actuales, esos mismos fines. Se halla ya enraizada en las masas la con­vicción de que el Estado proletario está encarnado en un sistema de Consejos obreros, campesinos y de soldados. Pero todavía no se ha formado una con­cepción táctica que asegure objetivamente la crea­ción de tal Estado. Por eso es necesario crear ya desde ahora una red de instituciones proletarias, enraizadas en la conciencia de las amplias masas, garantes de la disciplina y de la fidelidad perma­nente de esas amplias masas, en las que la clase de los obreros y de los campesinos, en su totalidad, adopte una forma pletórica de dinamismo y de posibilidades de desarrollo. Cierto que si hoy, en las actuales condiciones de la organización proletaria, se produjese un movimiento de masas con carácter revolucionario, los resultados de tal movimiento se consolidarían en una mera corrección formal del Estado democrático, se resolverían en un aumento del poder de la Cámara de Diputados (a través de una asamblea constituyente) y en el acceso al poder de los socialistas chapuceros y anticomunistas. La experiencia alemana y austríaca debe servirnos de algo. Las fuerzas del Estado democrático y de la cla­se capitalista son todavía inmensas: no hay por qué disimular que el capitalismo se halla sostenido por la actuación de sus sicofantes y de sus lacayos, y la simiente de tal ralea no ha ciertamente des­aparecido.
La creación del Estado proletario no es, en suma, un acto taumatúrgico: es también un devenir, un proceso de desarrollo. Presupone una labor prepa­ratoria de sistematización y de propaganda. Es pre­ciso imprimir un mayor desarrollo y conferir ma­yores poderes a las instituciones proletarias de fábrica ya existentes, y estimular la aparición de ins­tituciones análogas en los pueblos, conseguir que los hombres que las integran sean comunistas conscien­tes de la misión revolucionaria que tales organiza­ciones deben cumplir. De lo contrario, todo nuestro entusiasmo, toda la fe de las masas trabajadoras no logrará impedir que la revolución degenere mi­serablemente en un nuevo Parlamento de embrollo­nes, de fulleros, necios e irresponsables, y que sean por tanto necesarios nuevos y más espantosos sacri­ficios para el advenimiento del Estado de los pro­letarios.
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