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Anàlisi :: laboral |
Ilegalidad del poder, criminalización de la protesta y resistencia popular
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per Gerardo Pisarello · Jaume Asens · · · · |
14 abr 2012
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[Sin Permiso] |
Los exasperados ataques gubernamentales, mediáticos y judiciales contra los huelguistas del pasado 29-M y el anuncio de medidas criminalizadoras de la protesta reflejan una indudable deriva autoritaria de estos sectores. Pero también evidencian su inquietud ante la creciente resistencia social y popular a la eliminación de unos derechos y libertades arduamente ganados a la cultura política y jurídica franquista.
Conscientes de que las últimas movilizaciones reflejan un malestar social que irá en ascenso, el gobierno y sus aliados han desplegado una doble actitud frente a la jornada. Para no alterar a los mercados y a las instituciones europeas, han intentando minimizarla, resaltando la “normalidad” de la jornada y la escasa efectividad de la huelga en los ámbitos más precarizados de la economía. Al mismo tiempo, han exagerado y distorsionado los disturbios producidos, proyectando una imagen de caos y violencia que autorice una mayor dureza punitiva de cara al futuro. En una complicidad que evoca momentos turbios de la historia, el ministro del interior del Partido Popular, Jorge Fernández Díaz, y su homólogo en Catalunya, Felip Puig, denunciaron de consuno que el 29-M se había producido un “salto cualitativo”. Dicho salto no radicaba, obviamente, en las masivas y pacíficas manifestaciones de la tarde, sino en el “vandalismo callejero” a cargo de unos grupos “antisistema” integrados cada vez más por “extranjeros” y mirados con “simpatía” y “connivencia” por muchos intelectuales y políticos.
Esta construcción xenófoba de un enemigo ajeno al país, apoyado por críticos frívolos carentes de todo realismo, tiene desde luego su sentido. De entrada, sirve para desviar la atención sobre los nuevos recortes de derechos exigidos por el Directorio europeo y que tanto por el gobierno español como por el catalán están dispuestos a aplicar con obediencia, resignando blandamente toda flama patriótica. Pero sobre todo, contribuye a crear un clima de alarma social favorable al anuncio o la adopción de medidas de “mano dura” contra quienes se resistan a plegarse al curso de las cosas: desde la limitación de los piquetes informativos y del derecho de manifestación, hasta la exigencia de una mayor contundencia policial y judicial contra violentos reales o imaginarios, pasando por la asimilación de las protestas a conductas terroristas o proto-terroristas.
Como es usual, tanto el diagnóstico de los hechos como la terapia exigida parten de una descripción deliberadamente distorsionada del fenómeno de la violencia. Ante todo, porque pretende que la precarización, los desalojos, los recortes sanitarios, educativos y salariales, el aumento en los precios del transporte público, la asunción pública de la deuda privada de grandes empresas y entidades financieras, o los privilegios otorgados a los evasores fiscales, no sean vistos como un obsceno ejercicio de violencia pública y privada sobre gran parte de la población, sino como medidas técnicas, como la única alternativa para obtener financiamiento externo y evitar el rescate. Lo cierto, sin embargo, es que hasta los propios miembros del gobierno comienzan a reconocer que dichas medidas no han beneficiado a la mayoría de la población o a la recuperación económica ni lo harán en el futuro inmediato. Por el contrario, han ahondado el clima recesivo, han colocado a los más jóvenes en una situación inédita de vulnerabilidad (el desempleo juvenil superó en febrero el 50%) y han condenado a miles de personas a la exclusión, la depresión y a enfermedades físicas y mentales de diferente tipo. No es extraño, de hecho, que estas políticas se hayan impulsado de manera furtiva, bordeando el delito y en contra, a menudo, de la legalidad internacional y europea en materia de derechos humanos, así como de la propia Constitución española, modificada sin sonrojo para garantizar la “prioridad absoluta” del pago de deuda a los acreedores. En realidad, la reciente reforma laboral podía verse como el último capítulo, acaso uno de los más flagrantes, de una larga serie de ilegalidades denunciadas por la sociedad civil y constatadas, cada vez más, por diferentes órganos institucionales [1].
A pesar de la evidencia, el establishment mediático no ha tenido el menor empacho en presentar la huelga como humus propicio para la proliferación de burócratas y vándalos. Es verdad que los secretarios generales de CCOO y UGT pudieron explicar sus razones en diferentes platós de televisión. Sin embargo, sus puntos de vista recibieron una cobertura marginal en relación con la que recibieron los partidarios de la reforma, y no hay por qué suponer que reflejaran los puntos de vista de todas las personas trabajadoras o de los cinco millones que ni siquiera tienen un empleo. Esta asimetría informativa y la diferente capacidad de expresión de unos y otros explican, en todo caso, que la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, se permitiera deslizar, sin contención alguna, que las huelgas constitucionalmente amparadas eran actos ilegales, o que el periodista Federico Jiménez Losantos pidiera directamente que la policía arrollara a los piquetes [2].
De la misma manera, el contexto de precariedad creado permitió a muchos empresarios exigir a sus trabajadores que declararan días antes, ante sus jefes y compañeros, si pretendían acogerse o no al derecho a la huelga. En un ordenamiento jurídico medianamente razonable, estos auténticos piquetes coactivos deberían haber sido objeto de las sanciones que el art. 315.1 del Código penal prevé para quienes “mediante engaño o abuso de situación de necesidad impidieren o limitaren el ejercicio de la libertad sindical o el derecho de huelga”. Lo que ocurrió, no obstante, fue lo contrario. El apartado 3 de dicho artículo, un precepto heredado de la legislación franquista y mantenido por el llamado Código de la democracia de 1995, se invocó contra los trabajadores y manifestantes, y sirvió, al igual que los delitos de desórdenes públicos y atentados contra la autoridad, para detenerlos y encarcelarlos de forma arbitraria [3].
Durante las primeras horas de huelga, un empresario hotelero de Torrelavega atacó con un puñal a una trabajadora de CC.OO que formaba parte de un piquete informativo. La agresión le produjo un golpe en la frente y dos cortes, uno en la mano derecha y otro en la nariz, por los que recibió trece puntos de sutura. El empresario, vitoreado en más de un medio de comunicación, fue detenido y liberado poco después, sin que la Fiscalía solicitara ninguna medida más. Muy diferente fue la suerte de tres jóvenes manifestantes detenidos y encarcelados esa misma mañana, acusados de cruzar contenedores en la calle, quemarlos y cortar el tráfico, delitos por los que ni siquiera hubieran tenido que entrar en prisión. Dos de ellos eran estudiantes y no tenían antecedentes penales. El tercero había participado en las protestas ante el Parlamento catalán del 15 de junio pero no había sido juzgado aún. Ninguno pudo participar en los incidentes más graves que se vivieron por la tarde en la ciudad y que acabaron con 80 heridos. A pesar de ello, la magistrada que instruía el caso decidió, a instancias del fiscal, dictarles prisión preventiva. Para justificar su decisión alegó que podían reincidir en otras citas de riesgo, como el día del Trabajador, la reunión del Banco Central Europeo prevista el 3 de mayo o el partido de fútbol entre el FC Barcelona y el R.D. Espanyol.
Este doble rasero, claramente contrario a la presunción de inocencia y al propio ejercicio del derecho de huelga y de manifestación, refleja la escasa predisposición garantista de buena parte de los fiscales y jueces penales y su tendencia a tratar la violencia física sobre una huelguista o sobre un manifestante con mucho menos severidad que la ejercida sobre un contenedor o que un corte de calles. En todo caso, es evidente que este tipo de decisiones sería impensable sin el clima de alarma generado por unos medios que se centran sin pudor en los hechos violentos generados por los manifestantes, al tiempo que quitan toda responsabilidad a las brutales intervenciones policiales que los azuzan y que acaban afectando a quienes no intervienen en ellos. El 29-M, de hecho, la policía catalana recurrió a gases lacrimógenos, un arma que no se utilizaba hace 16 años. A resultas de la violencia policial, dos personas tuvieron que ser operadas de urgencia del bazo y otras dos recibieron impactos de balas de goma en un ojo, con altas probabilidades de pérdida de visión. En total, el servicio de emergencias médicas atendió a unas 80 personas, de las cuales 23 fueron derivadas a diversos hospitales [4].
Ninguno de estos hechos, sin embargo, impidió al ministro Fernández Díaz anunciar con afectado aire marcial que su prioridad era impulsar antes de junio una reforma del Código Penal que igualara las penas de la “kale borroka” con las de la “guerrilla urbana” aumentando de uno a dos los años de prisión. Esto permitiría a Fiscalía solicitar medidas de prisión provisional y a los jueces acordarlas. El consejero catalán Felip Puig, partidario de ir “más allá de la ley” si fuera necesario, no tardó en plegarse. Su instinto nacionalista le llevó a distanciarse de la equiparación del “vandalismo catalán” con el “terrorismo vasco”, pero no tuvo empacho en defender la aplicación de penas equivalentes. En la rueda de prensa posterior a la reunión del Consejo de Gobierno, Puig se envalentonó y propuso una andanada de medidas pensadas para afrontar la nueva hipótesis de conflicto: más unidades antidisturbios, cámaras de vídeovigililancia en los espacios públicos donde se convocan la mayoría de concentraciones, designación de un fiscal especializado en “guerrilla urbana”, apertura de un sitio web en el que los “ciudadanos” puedan delatar a los “antisistema”, reformas a la ley de enjuiciamiento criminal para que se puedan aplicar a los “radicales” órdenes de alejamiento y trabajos en beneficio de la comunidad, revisión de leyes como las de reunión y seguridad pública para tipificar la ocultación de la identidad o la posesión de elementos de riesgo cuando se participa en las protestas públicas.
Estos anuncios encierran una buena dosis de cinismo y populismo pour la galerie. Intensificar la vigilancia sobre manifestantes y exigirles ir a cara descubierta resulta una propuesta hipócrita en boca de un conseller que ha boicoteado de manera indisimulada los controles garantistas sobre las fuerzas de seguridad, desde la existencia de cámaras en las comisarías, hasta el deber de los antidisturbios ir debidamente identificados durante las manifestaciones. También queda por ver cómo piensa financiar estas políticas un gobierno que hace poco fue abucheado por los propios Mossos d’Esquadra, que llegaron a encerrarse en comisarías para protestar por sus recortes salariales. Lo cierto, en cualquier caso, es que las propuestas securitarias del PP y de CiU reflejan una deriva cada vez más autoritaria reñida con el ejercicio de libertades básicas y muy poco sensibles al malestar social que comienza a extenderse en la sociedad. Lo admita o no el gobierno, el 98,8 por ciento de las manifestaciones del 29-M transcurrieron de manera pacífica y exhibieron una paciencia social admirable si se consideran los datos objetivos de la situación económica. Es verdad que los actos de violencia, sobre todo en Barcelona, crecieron. Pero reducirlos a simple “vandalismo” es una perspectiva errónea, que explica muy poco lo sucedido. Como el propio gobierno ha reconocido, el grueso de estos actos consistió en pintadas contra las entidades financieras y en quemas de contenedores realizadas con el objeto de interrumpir el tráfico. No se trató, por tanto, de simple “gamberrismo” aislado e indiscriminado, sino de acciones limitadas que perseguían un objetivo claramente político: llamar la atención del resto de la población y lanzar un mensaje sobre los causantes reales de la vulneración masiva de derechos que se está produciendo.
Estas acciones pueden criticarse desde muchos puntos de vista. Pero es inadmisible hacerlo sin tener en cuenta algunos aspectos básicos. Ante todo, que la huelga es un derecho fundamental con un componente intrínsecamente conflictivo, que no por casualidad recibe en el sistema constitucional una protección prevalente a la de otros como la libertad de empresa o como el derecho a circular durante un lapso de tiempo razonable (ver, por ejemplo, la Sentencia 80/2005 del tribunal constitucional). Esto quiere decir que dentro del respeto al principio de intervención mínima y para evitar la punición de ilícitos de bagatela, solubles en el marco de la legislación laboral, ha de evitarse, ya en sede legislativa, la tentación de reprimir penalmente los supuestos de intimidación moral sobre quienes no quieren iniciar o continuar la huelga, como también advertía el tribunal constitucional en su sentencia 254/1988. Por otro lado, el juicio sobre el tipo de conflictividad y los desórdenes que la huelga o la protesta puedan generar no puede deslindarse de la violencia provocada por otros agentes con una mayor posición de fuerza, como los propios empresarios o como la policía, proclive a utilizar técnicas de infiltración que no pocas veces tienen por objeto azuzar a los propios manifestantes. Finalmente, es obvio que muchos de los disturbios producidos el 29-M están estrechamente vinculados a un escenario feroz de precarización y de recortes de derechos, en el que acceso a los medios masivos de comunicación de los grupos más perjudicados, como los jóvenes, es notablemente restringido. Una visión garantista de la libertad de expresión y de la doctrina del foro público, con un fuerte arraigo, por ejemplo, en la jurisprudencia norteamericana, obligaría a tener en cuenta estos elementos a la hora de abordar estos desórdenes, sobre todo en el ámbito penal [6].
Nada de esto supone, obviamente, justificar lo injustificable u otorgar una carta blanca a cualquier acto violento. Por el contrario, son múltiples las razones que existen, en un contexto como el actual, para defender formas de protesta creativas y no violentas: desde su carácter más respetuoso con los derechos y puntos de vista de los demás, sean críticos o no, hasta su capacidad para generar masividad y atraer a grupos de edad variados y plurales, pasando por su mayor efectividad para dejar en evidencia la violencia arbitraria del poder. En todo caso, esta defensa de la no violencia no puede hacerse desde un limbo, desconociendo, como ya está ocurriendo en Grecia, la existencia de situaciones extremas que empujan a los más vulnerables a formas desesperadas de protesta y de expresión del malestar [6].
En un intento torpe de exhumar las conspirativas teorías del terrorismo y su entorno, el ministro Fernández Díaz y el conseller Felip Puig pretenden reducir el enorme drama social producido por las políticas en curso a un simple capricho de jovencitos “antisistema” que actúan con “impunidad” gracias a una “mal entendida cultura de la permisividad y la tolerancia” y a la “connivencia” de muchos “intelectuales y políticos”. Lo cierto, sin embargo, es que son los propios poderes públicos y los poderes privados a los que amparan los que, de manera impune, han decidido desconocer de manera abierta el sistema de derechos y garantías con los que en teoría se han comprometido y a los que no dudan en apelar para atribuirse legitimidad. Cuando esta auténtica actitud “antisistema” se convierte en regla, y cuando los propios responsables insisten en que no se moverán un ápice de su posición porque las políticas que aplican les vienen dadas de espacios que ni siquiera cuentan con legitimidad electoral, la protesta en la calle y en las plazas se convierte en la última trinchera de defensa de una legalidad garantista constantemente atacada [7]. Tras las elecciones en Andalucía y Asturias, y sobre todo después de la jornada del 29-M, esta línea defensiva, democrática, se ha ampliado y se ha vuelto más plural. Protegerla contra la fragmentación y la criminalización, y darle dimensión europea, sigue siendo una de las tareas vitales del momento. |
Mira també:
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