La historia de la relación entre los delitos entre las transgresiones graves de las normas y las penas a lo largo de la historia judeocristiana es larga y compleja y además yo no la conozco, pero sí sé que ha tenido momentos más benévolos y humanistas y otros más severos y hasta decididamente crueles; tendría que consultar a algún jurista para que me aclarara algunos puntos de esa historia; pero ya he aventurado en alguna otra ocasión que, contra lo que pueda parecer, la llamada Ley de Talión, por ejemplo, fue un momento «humanista», como réplica a los castigos desmesurados, múltiples y varios, que se aplica- ban a agresiones únicas y simples. «Ojo por ojo» era una buena cosa ante tanta desmesura: ojo por ojo y no cien ojos por un ojo, o un ojo y una pierna y una rotura de cráneo y dos piernas quebradas a quien había quebrado tan solo y no es que sea poco eso una pierna de su víctima. Después Jesús vino a abolir esa ley del talión según la cual, a «tal» agresión correspondería justamente «tal» réplica la misma y no mayor ni menor, que eso es el «talión», con aquello de poner la otra mejilla ante las bofetadas, lo que ya fue el colmo de un humanismo que resultó casi inhumano (los extremos se tocan); y ahora, en nuestro tiempo, el Estado de Israel ha vuelto a la barbarie anterior a todos estos hechos, y así vemos cómo un atentado artesano y mortal para el militante mismo que lo realiza es replicado por el Ejército de Israel con bombardeos de barrios enteros pe- ro además, concretamente, de la pobre casa en la que vive la desventurada familia de la persona que ha realizado el atentado. No es nada nuevo, sin duda; porque desde hace muchos años es práctica común e infame el bombardeo de poblaciones civiles, aunque no haya sido con la precisión de intentar matar a la madre o a los hermanos del combatiente, terrorista o no.
En los últimos años se ha añadido algún dato a esta deshumanización de la justicia, y es una noción que sí me parece nueva: la de «entorno» de la delincuencia, que convierte en delincuentes a las personas que viven alrededor en los entornos de quienes son acusados de alguna transgresión, sobre todo si se trata del «terrorismo», asunto que ha empeorado grandemente desde aquella jornada memorable del 11 de septiembre por antonomasia.
En la cultura clásica ya se planteó esta cuestión de modo así mismo memorable, y hoy podemos recordar aquel legado bajo el signo quizás de «síndrome de Antígona», mito que Sófocles planteó, entre otras significaciones, como la cuestión de la lealtad de una persona con sus seres amados, hermanos, amantes o amigos, sin que esa fidelidad pueda ser abolida por el hecho de que esas personas amadas sean transgresoras de la ley y perseguidas por la policía o condenadas por los tribunales. Así, Antígona desobedece la ley y entierra a su hermano muerto, contra la orden del rey Creonte de que no sea enterrado, como castigo a su rebelión y en defensa del orden público, para restaurarlo. «Y a la verdad exclama Antígona en su escena clave con el rey, ¿cómo hubiera yo podido alcanzar gloria más célebre que dando sepultura a mi propio hermano?». Y a continuación: «Yo no he nacido para compartir odio sino amor». Se han hecho muchísimos tratamientos del mito, algunos modernos, y entre ellos me permito citar el mío, "Antígona 84", en el que se trata de la relación de amor de una mujer con un «terrorista» en la Alemania Federal; drama al que pertenecen estas muestras del diálogo entre Antígona y un jefe de la Seguridad del Estado (Creonte):
«Creonte.- ¿Es cierto que usted alojó en su domicilio a un terrorista?
Antígona.- No, señor. (...) Stefan Kratisch era mi hermano.
Creonte.- (se ríe) Se ha tomado muy en serio su papel de Antígona. Es de suponer que en el mejor de los casos, Stefan Kratisch fue su amante. En el otro, que usted forma parte de esa banda terrorista. ¿Es cierto entonces que usted alojó en su casa a Stefan Kratisch?
Antígona.- Vivíamos juntos en una casa que había sido mía y que después... fue nuestra casa.
Creonte.- ¿Tenía usted idea de esas actividades?
Antígona.- Sí, señor.
Creonte.- ¿Cuáles eran sus actividades, según usted?
Antígona.- El era un militante de los Comandos Rojos del Proletariado.
Creonte.- ¿De qué se trata? ¿Es quizás una sociedad benéfica, filantrópica?
Antígona.- Son una organización armada.
Creonte.- ¿Armada de qué? ¿De tirachinas?
Antígona.- Yo no entiendo de armas.»
Etcétera. Creo que aquí dejé planteada del modo más descarnado la reivindicación del amor personal y de la lealtad a quien se ama, sea o no un transgresor de la ley, y a quien su hermano acogerá en su casa cuando venga perseguido, sin que ello pueda comportar un castigo penal; siendo Antígona la cifra mítica de esta reivindicación; y detrás de todo esto hay la legitimación social y popular de las asociaciones de familiares de presos, políticos o no, cuya base lejana fueron las organizaciones del Socorro Rojo durante la dictadura, fenómeno que se sitúa en la acera de enfrente de la «colaboración ciudadana» entendida hoy como un departamento de la Policía y un aparato de confidentes y chivatos. (En Euskadi se dio no hace mucho un caso de Antígona muy espectacular: determinado ciudadano ocupó el lugar de su hermano en una prisión, aprovechando la circunstancia de una visita. Es de esperar que no prospere la idea de que él mismo debe ser condenado como perteneciente a la organización armada en cuestión. En realidad, es el tema que yo estoy planteando aquí el que estará en cuestión cuando este caso se someta a juicio).
Entretanto, y en esta fase de gran regresión intelectual y judicial, se ha ido imponiendo esa noción espuria y que daña el honor de la Judicatura, que es la de «entorno», según la cual la mancha de la culpa se extiende indiscriminadamente por extensas zonas de la vida social. Extraña situación, de índole kafkiana: pues decir que forman parte de ETA una serie de organizaciones populares y de instalaciones culturales como diarios y personas reconocidamente entregadas a labores de cultura y organización social (por ejemplo, al servicio de la legítima causa del euskara y su recuperación), es una mentira que comporta un daño social y personal incalculable , y que tendría que ser objeto de una crítica muy severa. La vida humana merece, efectivamente, como proclaman los apóstoles hipócritas de los derehos humanos (¡y es verdad!), un gran respeto, y en los últimos tiempos muchas vidas humanas están siendo gravemente dañadas por los dictámenes de jueces incompetentes o malintencionados o serviles a unos intereses políticos. Ellos tendrían que ser objeto de graves sanciones, en un proceso deseable de recuperación de respeto al aparato judicial.
Téngase en cuenta que hoy están en la cárcel o procesados y en libertad provisional con una amenazante espada de Damocles sobre sus cabezas de ciudadanos no transgresores de las leyes multitud de personas que simplemente son partidarios de determinada opción política, o han tratado de organizarse y lo han hecho para la mejora de la situación de los presos y de sus familiares o por la amnistía, o han puesto sus esfuerzos a favor de mejorar y activar la recuperación del euskara.
En definitiva, se ha llegado a una situación en la que el llamado «entorno» esa noción indeterminada y acientífica se ha llegado a confundir con la existencia de las organizaciones y particularmente de una organización, ETA, a la que todo el mundo puede pertenecer sin haber pertenecido nunca a ella. Es de ver que según el juez llamado Garzón, de infausta notoriedad y ridícula traza, una gran parte de la población vasca pertenece a ETA, lo que magnifica enormemente a esta organización, y hoy es tal la regresión cultural y política en la que vivimos que se ha procedido a la policificación de la sociedad. Toda detención, con gran frecuencia arbitraria, es ya una condena en sí, la aplicación de cuyo castigo empieza en el momento mismo de la detención (la tortura), habiéndose abolido aquella respira- ción civil de la «presunción de inocencia»; y una vez en la cárcel el porvenir es un sufrimiento sin límites, con la prohibición de que los presos dediquen su tiempo a algunos estudios o tareas, y sin posibilidad de redención alguna. Algunos dirigentes de este nuevo humanismo cristiano lo han dicho: ¡Qué se pudran ahí dentro! Evidentemente se trata de un salto atrás en la marcha del mundo. (Casos como el de Guantánamo hace unos años hubieran sido difícilmente creíbles, a pesar de toda la sucia historia del imperialismo norteamericano).
Se puede recordar con nostalgia el curso de la historia de los delitos y las penas que, durante los siglos XVIII y XIX, tuvo altos momentos de progreso, hoy en una fase francamente regresiva. En el Siglo XVIII, con las Luces, hubo trabajos tan lúcidos y tan influyentes como el de Cesare Beccaria y verdaderas luces como los testimonios teóricos de escritores tales que Pietro Verri contra la pena de muerte y contra la tortura, y por una superación de las legislaciones monstruosas de los tiempos bárbaros. Se ha dado un salto hacia atrás a nuestros días después de haber transitado, hace ya tantos años, durante el siglo XIX y más adelante por escuelas sociológicas y marxistas que postulaban tener en la cuenta de la penalidad la complejidad de los hechos delictivos, con la consiguiente humanización de las penas. Floreció entonces el bello mundo de la estimación de las circunstancias endógenas (como la locura) y exógenas (como la pobreza), concurrentes en los hechos, con particular estimación de la importancia de las relaciones afectivas entre las personas. Se había dejado atrás el gesto paleolítico del castigo infame, hoy recuperado bajo esa reclamación de que los presos deben ser hundidos en el infierno y que allí se pudran.
En el amplio campo de la regresión intelectual que estamos viviendo, se puede situar el caso de la reciente detención, en términos inaceptables, del profesor Alfonso Martínez Lizarduikoa, que creo poder asociar, por los pocos datos que poseo, con el síndrome de Antígona tal como he ido exponiéndolo en las líneas anteriores. ¿Un presunto delito de solidaridad humana? La noticia reciente de su libertad provisional bajo fianza no nos tranquiliza nada al respecto.
Ante el conjunto de estos hechos regresivos, yo creo que lo menos que podremos hacer quienes no podemos hacer nada es postular un asalto teórico a esta regresión y reclamar con nuestras voces, que es lo único que tenemos y a duras penas, la reincorporación del Derecho a la corriente progresista de la historia; en un debate por la rehumanización de las leyes penales. Yo tengo muy presente que en el otro lado en la acera de enfrente del orden público, en la de la subversión tenemos la actividad armada no convencional («terrorismo») en términos también severamente duros, sin piedad, y sé que es este círculo vicioso el que se trataría de romper. Círculo que sólo se podrá resolver en términos de instauración de estructuras de justicia y no mediante el mundo de los grandes ejércitos y de las poderosas policías. En definitiva está pendiente nada menos que el final de la prehistoria, y en el día de hoy apenas podemos conformarnos con otra cosa que exigir vehementemente, como signo de un cambio de rumbo necesario, interpelaciones al Sistema como, hoy mismo, la libertad inmediata del profesor Alfonso Martínez Lizarduikoa, en la línea de una lucha por una sociedad no penal, no carcelaria, en la que se recuperen tesoros espirituales como lo fueron la noción de presunción de inocencia, hoy perdida.
Pensando en estas cuestiones yo he de plantear hoy que la diferencia entre democracia y tiranía puede establecerse así: allí donde Antígona es detenida por las fuerzas del orden público, eso es una tiranía. Tan sencillo como eso. -
Alfonso Sastre - Dramaturgo |