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Las flores del bien, la iglesia concede el perdón...
04 abr 2004
Carta del Arzobispo
Las flores del bien
Conforme avanzan los días, y ya van tres semanas, desde la enorme tragedia del 11 de marzo, con el saldo infame de los ciento noventa muertos y mil quinientos heridos, por la macabra explosión de unas mochilas malditas en las estaciones ferroviarias de Atocha, Santa Eugenia y el Pozo del tío Raimundo de Madrid, lo que hasta ahora han sido secuencias espeluznantes de sangre, dolor y lágrimas, va dando paso en el alma colectiva de millones de gente de bien, a una desazón inquietante y a una terrible perplejidad: ¿hasta dónde, Señor, puede llegar el rencor y la ceguera de unas personas de nuestra especie? ¿A qué destino nos llevan las oleadas terroristas, de dentro y de fuera, con matanzas a granel, cebándose en los ciudadanos más inocuos e indefensos?

La rabia instintiva se ve acompañada por la indignación, ésta por la impotencia, y las tres, ¿por qué no decirlo?, por un miedo espeso y frío que sacude los hondones del alma, que estremece la columna vertebral, que paraliza cualquier respuesta operativa y esperanzada. Al menos a corto plazo los que quedan atrapados por el retraimiento y el fatalismo estéril, y peor, los que abren las espitas del corazón al odio y al resentimiento, al rencor de por vida, se meten en un callejón sin salida.

Odiosa ley del Talión

Mal está lo que mal acaba. Y lo más sabio en estos casos es vacunar contra el virus del odio y del rencor a todos los presuntos afectables por el furor terrorista, aunque algún día pueda haber nuevas víctimas inocentes, pero nunca un terrorista más. Imagínense que en Israel o Palestina, en lugar de anclarse en la aparentemente justísima, pero funesta Ley de Talión, hubieran secundado algunas de las vías de encuentro que les han sido propuestas; haciendo uso juntos por una sola vez de las incontables vías de encuentro que el mundo les ha brindado, en lugar de blindarse (con l, por favor) ellos con el diabólico chaleco de trilita o desde el helicóptero paisajístico, adaptado con visor de precisión para el proyectil directo del asesinato selectivo.

No pretendo, en este lugar, simplificar el problema del terrorismo criminal y organizado, y entiendo que los estados democráticos, asentados en el estado de derecho, tienen que combatirlo sin cuartel hasta lograr su rendición sin condiciones, respetando aún en estos casos todas las garantías de los derechos humanos, incluso con quienes no respetan los nuestros. Ese parecería, en una visión miope, nuestro punto flaco o telón de Aquiles. Pero se equivocan de medio a medio. Siempre habrá que implantar en todo caso la fuerza de la razón y no la razón de la fuerza.

Mientras, los poderes públicos cumpliendo con su deber, a escala nacional o supranacional, han de arrancar de sus madrigueras las camadas de estos lobeznos, en tanto que todos a una seguimos construyendo palmo a palmo, ladrillo a ladrillo, el edificio de la paz personal y mundial sobre los cuatro pilares que estableciera el beato Juan XXIII en su encíclica Pacem in terris: la verdad, la justicia, la libertad y el amor.

- Pero en eso se tardaría mucho tiempo.

- No; en eso hay que emplear toda la vida, trabajar todos los días y no terminaremos nunca.

Constructores de paz

Mas, puedo asegurar que para alcanzar unos niveles aceptables de convivencia social, respeto mutuo, progreso económico y cohabitación llevadera; entre clases sociales, tendencias ideológicas, partidos políticos, pueblos y etnias, bastarían unos años de buen gobierno y educación paralela de la ciudadanía. Este sueño, entre utópico y viable, habría de ser continuado con posteriores y mejores experiencias. Situándose en el polo diametralmente opuesto al vivero donde germinan y crecen los alevines del terrorismo, para evitar a toda costa la forja de un rebelde.

Pero aún queda algo, a mi parecer, muy importante. He intentado decir que, para anular en nuestras vidas el impacto más profundo del terrorismo, no es conveniente hablar en su mismo idioma o jugar en su propio campo. Escribía en el siglo de oro el padre jesuita Alonso Rodríguez, prosista de gracia inimitable, que, para defenderse de las bombardas de la rudimentaria artillería de su época, era más aconsejable que un muro de piedra un montón de colchones, cual ocurre hoy en los saltos más audaces de los plusmarquistas de atletismo. Contraria contrariis curantur (lo contrario se cura con su contrario) sentenciaba el adagio latino. Viene aquí muy a pelo el consejo del apóstol Pablo a los cristianos de Roma: "No te dejes vencer por el mal, antes bien, vence al mal con el bien".

Mas la renuncia al rencor y al resentimiento frente al impacto terrorista, el más horrendo crimen organizado que ha inventado la humanidad (o sea, la inhumanidad), puede parecer un piadoso consejo porque a muchos les parezca imposible de cumplir: ¿quién manda en sus sentimientos, y menos aún si son de tantas calorías, que hoy llamarían megatones los atómicos? Tal vez ayude a entenderlo, y de ahí a practicarlo, un toque explicativo sobre la palabra más evangélica del diccionario cristiano, el perdón. Trátase de una prerrogativa de Dios soberano y, en su medida, de la grandeza del hombre. Actúan algunos a veces con estúpida imprudencia preguntando en sus narices y a quemarropa a la madre o al hijo de una víctima del terrorismo: - ¿ Perdonaría usted a los asesinos?

Hay gente tan buena que, temerosa del no a secas, contesta sabiamente: - Sí, pero no quiero ver al asesino y exijo que pague su crimen. Atinada respuesta a mí juicio, aunque escueta y elemental.

¿Quién perdona de verdad?

Perdonar es un verbo con amplios registros, que no cabe desplegar aquí. En su etimología perdonar es obsequiar dos veces, es hacer dos veces un mismo regalo; primero ofreces un don y luego repites la dádiva; el "per" equivale a intensificar, dando por sobreentendido que el primero se ha ido a pique o se ha tirado a la cara del bienhechor. "¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?" le preguntaron a Jesús, y Él contestó perdonando a renglón seguido al paralítico presente, acreditando así su divinidad, esto es, su grandeza, su misericordia y su inmenso poder.

El perdón de Dios no es sólo un cambio de talante favorable a nosotros; es, sobre todo, arrancarnos de cuajo el mal del corazón humano y dejarlo bruñido como el oro de ley. "Arrancarás de cuajo el corazón soberbio y harás un hombre humilde de corazón sincero" (himno litúrgico de laudes). Nosotros nunca llegaremos a tanto. Nuestro perdón es ante todo una renuncia a la venganza: "Si lo tuviera delante, no le haría nada". Podría prestarle una ayuda importante si la necesitara, una medicina, una mano para evitar su caída, una aclaración si le levantaran una calumnia. ¿Cultivar su amistad?, ¿fiarse de él para un asunto propio?, ¿poner la otra mejilla? Pienso que Cristo no nos obliga a tanto, pero Él sí hace eso con nosotros. Vean, si no "La Pasión" de Mel Gibson, que ahora levanta revuelos en las salas del mundo.

+ Antonio Montero Moreno
Arzobispo de Mérida-Badajoz



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