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Notícies :: guerra
Juegos de guerra (y II)
19 mar 2004
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Y aun así –el aun así es una parte importante de todas las historias de Oriente Medio–, existe un sobrecogedor e inquietante paralelismo, casi un reflejo de nuestro andar infantil hacia la guerra, en el mismo pueblo que invadimos. Desde un punto de vista histórico, hemos provisto a Oriente Medio de la mayoría de sus dictadores y los hemos financiado, los hemos armado, los hemos respaldado o (cuando nacionalizaron el canal de Suez, atacaron a los estadounidenses en Berlín o invadieron Kuwait) los hemos bombardeado. Lo que jamás hemos podido explicar es su tenacidad; o, para ser más exactos, la capacidad de sus súbditos para permanecer con docilidad bajo su yugo. Antes nos preguntábamos: ¿por qué los iraquíes no se libran de Saddam? Y olvidábamos qué pocos fueron los alemanes que se arriesgaron a arrostrar la ferocidad de la venganza de Hitler. Con todo, tenemos que enfrentarnos a un hecho: que las sociedades árabes parecen más capaces que ninguna de asimilar estas dictaduras, de tragar con las victorias electorales presidenciales de un 99,9 por ciento, la policía secreta y las cámaras de tortura, las mentiras y las distorsiones... Son capaces incluso (y ésta es la parte difícil) de rendir verdadera lealtad a los monstruos que nosotros hemos decidido que los gobiernen.

Los franceses tienen una palabra muy apropiada para esto: “infantilismo�. De hecho, muchos pueblos árabes han sido “infantilizados� por sus líderes y sus regímenes. En privado, puede que entornen la mirada para demostrar su aborrecimiento hacia el régimen, pero cuando tienen público su entusiasmo podría ser casi real. Y sospecho que a menudo lo es. Recuerdo a una mujer siria muy inteligente que, en privado, siempre criticaba al difunto presidente Hafez El Assad. Me preguntaba si yo podía creer lo estúpido que era el régimen, lo poco que Assad entendía al mundo ni, de hecho, a Siria. Si me daba cuenta de lo feliz que sería el pueblo sirio con el fin de su régimen. Aun así, cuando me la encontré el día después de la muerte de Assad, esa misma mujer se acercó a mí con los ojos anegados en lágrimas. “Robert, no puedes entender cómo nos sentimos –gimoteaba–. Era un padre para nosotros, un verdadero padre.� Y creo que lo decía en serio. Porque la dictadura no utiliza sólo la brutalidad y el miedo en una sociedad. Los adultos se ven liberados del yugo de la culpa, de la carga de la responsabilidad. Pueden olvidar las responsabilidades de los adultos occidentales: a qué colegio enviar a los niños, a qué partido político votar, cómo dar con el mejor gestor, cómo solucionar los problemas de los derechos de la mujer, la igualdad, la delincuencia y la injusticia social. En una dictadura, el pueblo regresa a la infancia. Pueden vivir eternamente como niños, ser por siempre jóvenes, recibir cuidados y cariño del gran padre, el califa, el sultán, el elegido por Dios para protegerlos y guiarlos, un guía que no tiene más que escuchar su propio corazón para saber lo que piensa su pueblo.

La eterna juventud es lo que les ofrecen a cambio de su lealtad. Cierto, el precio de la infidelidad es demasiado terrible para ser contemplado –en realidad es demasiado terrible para ser soportado físicamente–, pero son tiempos difíciles. El gran padre tiene que promulgar leyes de emergencia por nosotros. Las elabora por nuestro bien. ¿Y quiénes somos nosotros para rechazar esta benevolencia cuando los extranjeros –estadounidenses como Rumsfeld, por ejemplo– aparecen para estrecharle la mano a nuestro líder y para ofrecernos las buenas relaciones con Occidente? En mi opinión, esto explica la sociedad patriarcal que existe en el mundo árabe. El padre que no desempeña un papel en su sociedad –a menos que sea miembro de la organización de un partido, caso en el que un nuevo conjunto de normas infantiles entran en juego– sólo puede mandar en su casa, un lugar en el que su palabra, su ley y sus deseos son sacrosantos. Incapaz de desempeñar un papel en una verdadera sociedad, emula esta función en su hogar. Se convierte en el dictador cuyo retrato cuelga en todas las casas, de hecho (pues esto era lo que ocurría en Iraq), a menudo cuelga en todas las habitaciones. El patriarca decide lo que deben hacer sus hijos, con quién deben casarse, lo que debe pensar su esposa. Una visita de un miembro de la policía secreta –suponiendo siempre que el mismo padre no sea miembro de la policía– es un acontecimiento de miedo y posible humillación. En ese momento, lo más importante es que el padre apacigüe al policía, sea amigable con él y que a continuación reafirme su poder en la casa.

En los primeros momentos de su mandato, Saddam se presentaba de forma inesperada en la casa de una familia pobre de Bagdad o Tikrit para saber lo que pensaba el pueblo. Quería conocer sus miedos, sus preocupaciones y sus quejas, así como lo que los hacía felices. Hasta cierto punto se lo dijeron: las alcantarillas anegadas, las casas mal construidas, los hospitales que no aceptaban de inmediato a los pacientes. Y Saddam estaba interesado en escuchar con atención lo que su pueblo podía pensar antes de almacenarlo en su corazón. Era la versión de Saddam de la “gran conversación� de Tony Blair. Las cámaras de televisión iraquí estaban allí, la policía secreta desempeñaba el papel de manipuladora de la realidad por si las cosas se desmadraban.

Los árabes pueden pensar que todo esto es injusto. Una mezcla de tragedia histórica y casualidad cultural –la fe islámica, el califato, la invasión política y militar de Occidente en el mismo momento en que el mundo musulmán podría haber compartido un renacimiento con Europa– puede explicar las actuales dictaduras de Oriente Medio, junto con nuestra propia colonización despiadada. ¿Acaso los alemanes no se comportaron de forma bastante similar durante la dictadura de Hitler, los italianos con Mussolini y los españoles con Franco? Sin embargo, sigue siendo cierto que la sociedad iraquí fue “infantilizada� por Saddam. ¿De qué otra forma podemos explicar, si no, su obstinada lealtad durante la atroz guerra de ocho años contra Irán, cuando los musulmanes chiitas combatieron contra musulmanes chiitas con ataques de oleadas humanas y gas venenoso? Eran personas sin responsabilidades, a las que les indicaban qué debían decir, leer y pensar, y que se sentían –tal vez, de una forma un tanto peligrosa– más que felices por ello. Hoy, cuando los iraquíes me dicen que “estábamos mejor con Saddam�, quieren dar a entender que preferían la ley y el orden con la dictadura a la libertad y la anarquía (las dos bendiciones que les han traído Bush y Blair). Sin embargo, oscuramente, también me temo que vuelven la mirada hacia una época en la que no tenían ninguna responsabilidad, en la que podían dejar a un lado sus preocupaciones y sus capacidad de poner en duda las cosas, en la que las certezas eran de hierro fundido, en la que el amor era incondicional, si bien corrupto. No obstante, sospecho que esto es lo que compartimos ahora los iraquíes que vivieron durante todo el mandato de Saddam y nosotros, los que ahora vamos a la guerra tan alegremente, los que ahora ocupamos las tierras de otros pueblos con una certeza tan sublime.

Sentimos una necesidad –o, al menos, nuestros dirigentes la sienten– de tener una sociedad infantil en la que la disensión sea ridiculizada o desoída, en la que la sabiduría, la integridad y la verdad sean únicamente características de quienes nos gobiernan y de quienes respaldan a esos dirigentes. No, la Gran Bretaña de Blair y EE.UU. de Bush no son el Iraq de Saddam. Sin embargo, las sociedades requieren lo que Coleridge llamó “suspensión voluntaria de la incredulidad�. Debemos confiar. Debemos estar de acuerdo. Debemos aceptar. Debemos seguirle el juego a lo que nuestros líderes quieren, debemos –desafortunada frase de la época de Hitler– “ayudar a darle un empujón a la rueda�. Este es el legado de la guerra de Iraq, que cumple ahora un año y no da señales de acabar. Ahora todos somos niños.

Comentaris

Re: Juegos de guerra (y II)
16 ago 2004
man de juegos ke nose yn talen
Sindicato Sindicat