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per jose luis brea |
14 mar 2004
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Multitud e *intelección general*
José Luis Brea
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No cabe menospreciar la energÃa polÃtica de la multitud: la intensidad emocional de su movimiento traza un testimonio que en su propio aparecer ya produce historia, decide el sentido y la forma de inscripción de los acontecimientos. Esa escritura dice un sentimiento de humanidad, de solidaridad, de condolencia, que es y será por siempre difÃcil de obviar. Las calles de nuestras ciudades rebosaron ayer de esa extrema potencia afectiva que entrelaza y realiza la hermandad de todos y en ella escribe como compartida la vida, la ciudad, para decir en ella al mismo tiempo indignación y amor, inflexibilidad y tolerancia, solidaridad y justicia.
Pero es una energÃa demasiado libre y movediza, como un relámpago, demasiado capaz de serpentear en direcciones imprevisibles, rota a la deriva. Demasiado administrable desde agencias interesadas en instrumentarla y reconducirla a beneficio de sus propósitos otros, demasiado dúctil y falta de destino propio en la desmesura de su intensidad profunda e inabarcable.
Es por eso que resulta tan necesario asentar esa electricidad social que ha sacudido todos nuestros corazones desde las calles de la ciudad, convertidas en venas reventadas de un cuerpo único, para que su energÃa no se malverse, no quede malbaratada en un movimiento estéril, máquina soltera o tierra baldÃa. Es preciso llamar no a ninguna serenidad, que no hace al caso de lo tremendo absoluto de lo acontecido, pero sà a un ejercicio extremo de reflexión, de introspección profunda y colectiva, para activar la fulguración de un conocimiento compartido, nÃtido y crucial, acaso no ya de las causas, pero sà cuando menos de las condiciones que han puesto como real y efectivo aquello que nunca hubiera debido ocurrir ni como posible.
Y esas condiciones que han venido a hacer esto posible, se daban, en efecto: estaban ya ahà y escribÃan trágicamente -y ya un millón de veces, antes- lo ocurrido en la historia real de todos nosotros como destino y no sólo como eventualidad fortuita. Sin duda es legÃtima la indignación con los hechos, con lo acontecido. Pero la reflexión debe dirigirse hacia aquello que sentó sus condiciones de posibilidad. Para, y en la medida de nuestras capacidades, rederivar toda esa enorme energÃa polÃtica –vertida como lágrima en la lluvia, para la nada, para la muerte- hacia alguna actuación que, en lo que esté en nuestras manos, aunque sea pequeño y poco, venga a conseguir que ellas, esas condiciones que hicieron posible esta desmesurada barbarie, no continúen dándose ni un dÃa más.
Es desde ese punto de vista que resulta tan completamente inaceptable la manipulación informativa del gobierno sobre la causa eficiente, sobre la firma especÃfica y concreta de los autores del acto. Y no ya porque, y como resulta bien obvio, de ello pretenden todavÃa obtener un repugnante rédito electoralista que ahora deberÃa –desde la mera ingenierÃa de la opinión instrumentada, que ellos no han dudado en utilizar- volverse radicalmente en su contra. Sino porque en la equivaluación de todo terror, que pretenden, no sólo vienen a intentar exonerarse de una responsabilidad que bajo la hipótesis Al Qaeda les señala con dedo implacable, sino que incluso y en implÃcito pretenden avalar retrospectivamente la legitimidad de su guerra sistemática y preventiva “contra el terror, en todas sus formasâ€?, dirán. Pero es todo lo contrario.
Todo lo contrario, sÃ. Acaso el silencio de este lado –el silencio en que ha quedado congestionada una izquierda conmocionada y acallada en el pudor de su repugnancia a instrumentalizar ningún odio, ningún dolor- tenga su origen incómodo en no saber decirles que si esa homologación de todo terror tiene algo de cierta –y lo tiene: en lo que es por siempre y en todas sus formas injustificable- no les señala como la agencia solvente para protegernos de ello, sino al contrario como la que en su ejercicio sistemático de una negativa soberbia al reconocimiento de cualquier sentimiento identitario ajeno alimenta de modo sistemático la aparición y el crecimiento del discurso –y la práctica- del odio, y tanto dentro como fuera. No les señala, no, sino como quienes precisamente ponen las condiciones de posibilidad últimas para que ese discurso fatal se asiente y siembre las semillas de esta brutalidad, cuyos frutos pretenden recoger transfigurados en legitimación de sà mismos por la supuesta necesidad de una lucha de muerte contra todo aquello que ellos mismos, en su movimiento, inducen.
Pero acaso, sÃ, no quepa menospreciar la energÃa polÃtica de la multitud. Ni tampoco su potencial de *intelección general*, su capacidad de, en esa dolorida comunión efervescente de la calle estallada, que hace correr de cuerpo a cuerpo la energÃa de una vida psÃquica que sólo lo es en cuanto ocurriendo en común, hacer aflorar la profana iluminación que atravesando la oscura maraña de los datos equÃvocos, las cifras calculadas y todas las turbias algarabÃas mediáticas, sea capaz de desembocar en una implacable y epidémica sabidurÃa muda y pulcra, que acierte a convertirse en el pequeño pero inequÃvoco actuar consecuente en la mejor ocasión que de traducir a una decisiva acción polÃtica tiene toda esa energÃa ciudadana vivificada.
En algo tan simple y pequeño como un voto también multitudinario: aquél que defenestre de los lugares de responsabilidad en la conducción polÃtica de nuestros destinos conciliados a quienes en su brutal negativa a dialogar con el sentimiento de la diferencia o reconocerle derecho a una propia existencia no amenazada, abonan la tierra en que crece este discurso del odio y las tristes flores que él, de la tierra y la vida, entre lágrimas, arranca.
Multitud e *intelección general*
José Luis Brea
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No cabe menospreciar la energÃa polÃtica de la multitud: la intensidad emocional de su movimiento traza un testimonio que en su propio aparecer ya produce historia, decide el sentido y la forma de inscripción de los acontecimientos. Esa escritura dice un sentimiento de humanidad, de solidaridad, de condolencia, que es y será por siempre difÃcil de obviar. Las calles de nuestras ciudades rebosaron ayer de esa extrema potencia afectiva que entrelaza y realiza la hermandad de todos y en ella escribe como compartida la vida, la ciudad, para decir en ella al mismo tiempo indignación y amor, inflexibilidad y tolerancia, solidaridad y justicia.
Pero es una energÃa demasiado libre y movediza, como un relámpago, demasiado capaz de serpentear en direcciones imprevisibles, rota a la deriva. Demasiado administrable desde agencias interesadas en instrumentarla y reconducirla a beneficio de sus propósitos otros, demasiado dúctil y falta de destino propio en la desmesura de su intensidad profunda e inabarcable.
Es por eso que resulta tan necesario asentar esa electricidad social que ha sacudido todos nuestros corazones desde las calles de la ciudad, convertidas en venas reventadas de un cuerpo único, para que su energÃa no se malverse, no quede malbaratada en un movimiento estéril, máquina soltera o tierra baldÃa. Es preciso llamar no a ninguna serenidad, que no hace al caso de lo tremendo absoluto de lo acontecido, pero sà a un ejercicio extremo de reflexión, de introspección profunda y colectiva, para activar la fulguración de un conocimiento compartido, nÃtido y crucial, acaso no ya de las causas, pero sà cuando menos de las condiciones que han puesto como real y efectivo aquello que nunca hubiera debido ocurrir ni como posible.
Y esas condiciones que han venido a hacer esto posible, se daban, en efecto: estaban ya ahà y escribÃan trágicamente -y ya un millón de veces, antes- lo ocurrido en la historia real de todos nosotros como destino y no sólo como eventualidad fortuita. Sin duda es legÃtima la indignación con los hechos, con lo acontecido. Pero la reflexión debe dirigirse hacia aquello que sentó sus condiciones de posibilidad. Para, y en la medida de nuestras capacidades, rederivar toda esa enorme energÃa polÃtica –vertida como lágrima en la lluvia, para la nada, para la muerte- hacia alguna actuación que, en lo que esté en nuestras manos, aunque sea pequeño y poco, venga a conseguir que ellas, esas condiciones que hicieron posible esta desmesurada barbarie, no continúen dándose ni un dÃa más.
Es desde ese punto de vista que resulta tan completamente inaceptable la manipulación informativa del gobierno sobre la causa eficiente, sobre la firma especÃfica y concreta de los autores del acto. Y no ya porque, y como resulta bien obvio, de ello pretenden todavÃa obtener un repugnante rédito electoralista que ahora deberÃa –desde la mera ingenierÃa de la opinión instrumentada, que ellos no han dudado en utilizar- volverse radicalmente en su contra. Sino porque en la equivaluación de todo terror, que pretenden, no sólo vienen a intentar exonerarse de una responsabilidad que bajo la hipótesis Al Qaeda les señala con dedo implacable, sino que incluso y en implÃcito pretenden avalar retrospectivamente la legitimidad de su guerra sistemática y preventiva “contra el terror, en todas sus formasâ€?, dirán. Pero es todo lo contrario.
Todo lo contrario, sÃ. Acaso el silencio de este lado –el silencio en que ha quedado congestionada una izquierda conmocionada y acallada en el pudor de su repugnancia a instrumentalizar ningún odio, ningún dolor- tenga su origen incómodo en no saber decirles que si esa homologación de todo terror tiene algo de cierta –y lo tiene: en lo que es por siempre y en todas sus formas injustificable- no les señala como la agencia solvente para protegernos de ello, sino al contrario como la que en su ejercicio sistemático de una negativa soberbia al reconocimiento de cualquier sentimiento identitario ajeno alimenta de modo sistemático la aparición y el crecimiento del discurso –y la práctica- del odio, y tanto dentro como fuera. No les señala, no, sino como quienes precisamente ponen las condiciones de posibilidad últimas para que ese discurso fatal se asiente y siembre las semillas de esta brutalidad, cuyos frutos pretenden recoger transfigurados en legitimación de sà mismos por la supuesta necesidad de una lucha de muerte contra todo aquello que ellos mismos, en su movimiento, inducen.
Pero acaso, sÃ, no quepa menospreciar la energÃa polÃtica de la multitud. Ni tampoco su potencial de *intelección general*, su capacidad de, en esa dolorida comunión efervescente de la calle estallada, que hace correr de cuerpo a cuerpo la energÃa de una vida psÃquica que sólo lo es en cuanto ocurriendo en común, hacer aflorar la profana iluminación que atravesando la oscura maraña de los datos equÃvocos, las cifras calculadas y todas las turbias algarabÃas mediáticas, sea capaz de desembocar en una implacable y epidémica sabidurÃa muda y pulcra, que acierte a convertirse en el pequeño pero inequÃvoco actuar consecuente en la mejor ocasión que de traducir a una decisiva acción polÃtica tiene toda esa energÃa ciudadana vivificada.
En algo tan simple y pequeño como un voto también multitudinario: aquél que defenestre de los lugares de responsabilidad en la conducción polÃtica de nuestros destinos conciliados a quienes en su brutal negativa a dialogar con el sentimiento de la diferencia o reconocerle derecho a una propia existencia no amenazada, abonan la tierra en que crece este discurso del odio y las tristes flores que él, de la tierra y la vida, entre lágrimas, arranca. |
Multitud e *intelección general*
José Luis Brea
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No cabe menospreciar la energÃa polÃtica de la multitud: la intensidad emocional de su movimiento traza un testimonio que en su propio aparecer ya produce historia, decide el sentido y la forma de inscripción de los acontecimientos. Esa escritura dice un sentimiento de humanidad, de solidaridad, de condolencia, que es y será por siempre difÃcil de obviar. Las calles de nuestras ciudades rebosaron ayer de esa extrema potencia afectiva que entrelaza y realiza la hermandad de todos y en ella escribe como compartida la vida, la ciudad, para decir en ella al mismo tiempo indignación y amor, inflexibilidad y tolerancia, solidaridad y justicia.
Pero es una energÃa demasiado libre y movediza, como un relámpago, demasiado capaz de serpentear en direcciones imprevisibles, rota a la deriva. Demasiado administrable desde agencias interesadas en instrumentarla y reconducirla a beneficio de sus propósitos otros, demasiado dúctil y falta de destino propio en la desmesura de su intensidad profunda e inabarcable.
Es por eso que resulta tan necesario asentar esa electricidad social que ha sacudido todos nuestros corazones desde las calles de la ciudad, convertidas en venas reventadas de un cuerpo único, para que su energÃa no se malverse, no quede malbaratada en un movimiento estéril, máquina soltera o tierra baldÃa. Es preciso llamar no a ninguna serenidad, que no hace al caso de lo tremendo absoluto de lo acontecido, pero sà a un ejercicio extremo de reflexión, de introspección profunda y colectiva, para activar la fulguración de un conocimiento compartido, nÃtido y crucial, acaso no ya de las causas, pero sà cuando menos de las condiciones que han puesto como real y efectivo aquello que nunca hubiera debido ocurrir ni como posible.
Y esas condiciones que han venido a hacer esto posible, se daban, en efecto: estaban ya ahà y escribÃan trágicamente -y ya un millón de veces, antes- lo ocurrido en la historia real de todos nosotros como destino y no sólo como eventualidad fortuita. Sin duda es legÃtima la indignación con los hechos, con lo acontecido. Pero la reflexión debe dirigirse hacia aquello que sentó sus condiciones de posibilidad. Para, y en la medida de nuestras capacidades, rederivar toda esa enorme energÃa polÃtica –vertida como lágrima en la lluvia, para la nada, para la muerte- hacia alguna actuación que, en lo que esté en nuestras manos, aunque sea pequeño y poco, venga a conseguir que ellas, esas condiciones que hicieron posible esta desmesurada barbarie, no continúen dándose ni un dÃa más.
Es desde ese punto de vista que resulta tan completamente inaceptable la manipulación informativa del gobierno sobre la causa eficiente, sobre la firma especÃfica y concreta de los autores del acto. Y no ya porque, y como resulta bien obvio, de ello pretenden todavÃa obtener un repugnante rédito electoralista que ahora deberÃa –desde la mera ingenierÃa de la opinión instrumentada, que ellos no han dudado en utilizar- volverse radicalmente en su contra. Sino porque en la equivaluación de todo terror, que pretenden, no sólo vienen a intentar exonerarse de una responsabilidad que bajo la hipótesis Al Qaeda les señala con dedo implacable, sino que incluso y en implÃcito pretenden avalar retrospectivamente la legitimidad de su guerra sistemática y preventiva “contra el terror, en todas sus formasâ€?, dirán. Pero es todo lo contrario.
Todo lo contrario, sÃ. Acaso el silencio de este lado –el silencio en que ha quedado congestionada una izquierda conmocionada y acallada en el pudor de su repugnancia a instrumentalizar ningún odio, ningún dolor- tenga su origen incómodo en no saber decirles que si esa homologación de todo terror tiene algo de cierta –y lo tiene: en lo que es por siempre y en todas sus formas injustificable- no les señala como la agencia solvente para protegernos de ello, sino al contrario como la que en su ejercicio sistemático de una negativa soberbia al reconocimiento de cualquier sentimiento identitario ajeno alimenta de modo sistemático la aparición y el crecimiento del discurso –y la práctica- del odio, y tanto dentro como fuera. No les señala, no, sino como quienes precisamente ponen las condiciones de posibilidad últimas para que ese discurso fatal se asiente y siembre las semillas de esta brutalidad, cuyos frutos pretenden recoger transfigurados en legitimación de sà mismos por la supuesta necesidad de una lucha de muerte contra todo aquello que ellos mismos, en su movimiento, inducen.
Pero acaso, sÃ, no quepa menospreciar la energÃa polÃtica de la multitud. Ni tampoco su potencial de *intelección general*, su capacidad de, en esa dolorida comunión efervescente de la calle estallada, que hace correr de cuerpo a cuerpo la energÃa de una vida psÃquica que sólo lo es en cuanto ocurriendo en común, hacer aflorar la profana iluminación que atravesando la oscura maraña de los datos equÃvocos, las cifras calculadas y todas las turbias algarabÃas mediáticas, sea capaz de desembocar en una implacable y epidémica sabidurÃa muda y pulcra, que acierte a convertirse en el pequeño pero inequÃvoco actuar consecuente en la mejor ocasión que de traducir a una decisiva acción polÃtica tiene toda esa energÃa ciudadana vivificada.
En algo tan simple y pequeño como un voto también multitudinario: aquél que defenestre de los lugares de responsabilidad en la conducción polÃtica de nuestros destinos conciliados a quienes en su brutal negativa a dialogar con el sentimiento de la diferencia o reconocerle derecho a una propia existencia no amenazada, abonan la tierra en que crece este discurso del odio y las tristes flores que él, de la tierra y la vida, entre lágrimas, arranca. |
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