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Notícies :: @rtivisme : educació i societat : immigració
Conte de frontera
28 gen 2004
UN PUENTE DE MAR AZUL

"Por el reflejo de un futuro que soñamos
sinuoso y bello de claridades,
el gesto puebla el vacío que el olvido ha dejado
y de a poco retoma su ritmo vivo.
Tenderemos las manos encima del mar
de cara a aquel futuro
que en los sueños forjamos".

Tanta llum de mar. Lluis Llach


Relato imaginado de una realidad cotidiana

Nota previa: aqui cuelgo un cuento que escribi hace varios años. Es largo y si estais interesadas en leerlo recomiendo la opción imprimir y disfrutar de su lectura en algun sitio más cómodo que el que en este momento ocupas (tus ojos también lo agradeceran).
Quiero aprovechar su publicación, primera, para animaros lectoras a que asistais el próximo sábado 31 a la acción contra los centros de internamiento de inmigrantes que tendrá lugar en la plaza de capuchinos del centro de málaga. Hay info de sobra en la pagina central y en la de málaga.
También animo a que esta herramienta de publicación abierta arranque en Graná y que seamos más gente la que la utilicemos para difundir nuestras pequeñas aportaciones.
Saludos y crea-acciones a granel!!!
¿Que esperais compas?.

P.D: Paulino agradecerá las criticas y que se le mencione en las sucesivas reproducciones de la historia del hermano de Said y nuestro.
Mi hermano Said dejó de ser mi mejor amigo un día de verano. No nos peleamos ni nos dejamos de hablar, tampoco murió en un accidente o de una enfermedad, simplemente una tarde de junio se marchó lejos al otro lado del mar y no volví a verlo hasta cinco años más tarde. Ese fue el tiempo que tardó en ganar el dinero suficiente para poder hacernos una breve visita a la familia y regresar a Benimakada, nuestro humilde barrio de Tánger. Llegó cargado de regalos. En torno a la mesa de la cocina nos contó que, allá en Francia, iba a casarse con una buena chica musulmana de origen argelino y que trabajaba de aprendiz en un taller mecánico en las afueras de Avignón.

Yo no me separé de él ni por un instante durante las dos semanas que estuvo en el barrio. Juntos recorrimos las plazas, los mercados y los cafés, saludando a toda la gente que yo veía cada día, pero que mi hermano no había visto desde hacía cinco años. Con todos se paraba mi hermano a hablar y todos le decían que había hecho muy bien en marcharse y que ojalá algún día, con la ayuda de Alá, no hiciera falta que nadie tuviera que partir hacia el norte. Said siempre sonreía y se esforzaba en no perder ninguna oportunidad de disfrutar del ambiente de nuestro barrio, siempre envuelto por el murmullo interminable de la lengua que nuestro padre nos enseñó. Cada tarde finalmente, contemplábamos como el sol se ponía al otro lado de la manta azul que nos separa de Europa y Said me contaba mil historias sobre Francia y las francesas, historias de esas que no se podían contar cuando estaba mi madre delante y que a mi me hacían llorar de la risa.

En uno de aquellos atardeceres, cuando Said estaba apunto de regresar, me dijo aquello que yo había estado esperando desde que supe que iba a venir:
- Cuando tenga más dinero y una casa un poco más grande, vendrás a vivir conmigo.
Yo hubiera deseado que me llevara con él en ese momento, pero me conformé con lo que había y la mañana en que se iba, mientras mi madre lloraba desconsolada y mi padre lo abrazaba con fuerza cubriéndole de consejos, yo tan solo le mire fijamente desde la ventana y cuando ya desaparecía al doblar la ultima esquina de la calle, grité bien alto para que toda la ciudad me oyera, "¡Hasta pronto hermano!".

Esas palabras guiaron mis pasos durante los siguientes dos años. Fue la época en la que aprendí a conjurar el futuro lanzando piedras hacia el horizonte, aquellas tardes sobre el muelle junto a Hassan y los demás. Tanta claridad de sol y luz de agua nos impedían ver el lugar donde nuestras piedras atravesaban la piel antigua del mar, pero siempre sospechamos que el viento y nuestra fuerza prodigiosa las habian arrastrado hasta las playas del otro lado y que un día iríamos todos a recogerlas. Por eso pasábamos muchas horas sentados en la playa pintando piedras y contando historias, cuando todos nos creían en la escuela, para luego poder reconocerlas de inmediato el día que desembarcáramos. Eramos unos niños.

Por aquel entonces todos sin excepción soñábamos con ir a trabajar al otro lado, poder vivir como nos contaban por la televisión del Café las series de las cadenas españolas, los concursos donde se repartían miles de millones, los anuncios con mujeres casi desnudas. Es cierto que nunca llegamos a ser tan ingenuos como las gentes del campo. De alguna manera presentíamos que el paraíso del norte escondía mil y una trampas pero, aún así, no había comparación posible con el barrio y eso era lo que hacía ese mundo tan atractivo.

Desde los diez años no había vuelto a pisar la escuela. Se aprendía más en la calle, sin duda. Por eso todo el tiempo que pudiera pasar fuera de casa me parecía poco, sobretodo cuando mi madre me gritaba que jamas había conocido un chico más desobediente que yo, aunque en el fondo ella fuera incapaz de descubrir rasgos en mí que pudieran distinguirme, en ese aspecto, del resto de mis amigos o de los chicos que conocía. Todos vivíamos nuestras vidas de un modo similar, que era prácticamente el único modo en que podíamos vivirlas y nadie, mucho menos mi madre, podía ignorar esa realidad o aún más tratar de enfrentarla a base de castigos o amenazas inútiles.

A mi padre casi nunca lo veía. A veces solía preguntarme si había ido a la escuela, después de haberme sorprendido con los muchachos jugando al futbol en la plaza o merodeando los hoteles de los turistas, en busca de un paseo por la Medina que ofrecer o de alguna maleta despistada. También el se veía superado por la desesperanza, al igual que el resto de los padres del barrio. Precisamente esa falta de orientación por su parte era una de las fuentes de las que bebía nuestra fuerza, nuestra intima convicción de que saldríamos adelante como fuera. Nuestros mayores por su parte se conformaban con saber que, a pesar de ellos, la iniciativa que desparramábamos por las calles de Tánger algún día daría sus frutos, o al menos nos mantendría vivos y a su manera nos apoyaban en nuestra lucha cotidiana contra la miserable apatía. Nosotros jamas les exigimos nada.

Que no había futuro era algo que ya habíamos interiorizado todos desde el día en que los parientes emigrados comenzaron a regresar de visita, como mi hermano, mostrándonos a los que seguíamos en el barrio la vida que se nos estaba negada y a la que nunca podríamos aspirar desde este lado del Estrecho. Pasaban entre nosotros una semana, dos, tres o por lo general un mes, exhibiendo orgullosos todos los símbolos de poder que el norte les había obsequiado, a cambio de reventar trabajando en sus calles, sus garajes, sus campos y sus invernaderos.

Durante sus visitas la vida del barrio se transformaba. Alegre y vital, la energía sometida de los que allá arriba vivían desarraigados explotaba de mil formas y todos nos empapábamos de sus ganas de retenerlo todo en la retina, para luego conservarlo durante el resto del año. Las gentes del barrio asistíamos aletargados a la descarga de los regresados y les cedíamos nuestro espacio cotidiano por un tiempo. Pero jamas dejamos de tomar nota sobre todo lo que ellos tenían y nosotros no.

Cuando volvían de vacío en sus coches y furgonetas a finales de julio o agosto, nosotros los veíamos embarcar desde el puerto en grandes barcos de inmensas fauces, que se los tragaban para luego vomitarlos en una tierra extraña. Ni por asomo hubiéramos podido burlar los controles de seguridad que trataban de evitar que nos mezcláramos con nuestros hermanos, tíos y primos. Al contrario, los que eran repatriados tras haber sido descubiertos en los bajos de algún camión o escondidos bajo mantas, esos a los que llaman mofetas allá en el norte, llegaban desfigurados por las palizas de la policía española y marroquí.

Pero a mi me pertenecía un futuro y Said no había dejado de repetírmelo ni un solo día de los que estuvo aquí con nosotros. Ese futuro mío también se encontraba lejos, junto a él, limpiando calles o arreglando coches daba igual. El caso es que un día yo también regresaría al barrio cargado de regalos y también les contaría a todos como me había tenido que ganar la vida hasta conseguir la estabilidad que, tarde o temprano, tendría que llegarme pues pensaba trabajar mucho y conseguir mis papeles. No pensaba en otra cosa.

Pasó el tiempo hasta que hace un mes llegó una carta de mi hermano. En ella nos mandaba una foto de su nueva esposa y nos decía que estaba preparando el terreno para que yo pudiera instalarme allí con todos los papeles en regla. Yo sabía que nos estaba mintiendo. Lo supe dos semanas antes, cuando el primo de Karim, que tuvo que regresar por culpa de un accidente que lo dejo sin una mano, me dijo que Said no pudo llegar a la frontera francesa y que vivía junto a otros compañeros en Cataluña, trabajando en las temporadas de la manzana, la pera y el melocotón. Mis padres nunca supieron nada de esto porque yo no se lo dije. Callé y para mis adentros decidí que tenía que subir a recoger a mi hermano y llevarlo a Francia, para que pudiéramos trabajar los dos y ahorrar muchos francos. Mi planteamiento era sencillo, en Francia había muchos más marroquíes y argelinos que en España y allí estaríamos más seguros.

Lo que yo no sabía era que mi padre también había estado esperando este momento y que lo tenía todo preparado. Una mañana cuando yo dormía, noté su mano dura en mi hombro y su gesto de solemnidad me hizo incorporarme con una rapidez inusual en mi. Encima de la mesa de la cocina había una pequeña caja. Cuando la vi abierta descubrí que nosotros éramos un poco más ricos de lo que yo siempre pensé.
- Te llevaras todo lo que esta familia posee de valor- dijo mi padre mientras pesaba con el pulso una bolsita que susurraba dinero. Luego añadió.
- Cuando todo vaya bien iremos nosotros.
Mi madre nos miraba apoyada en la puerta. Su rostro arrugado no dijo nada, tan solo comenzó a llorar un llanto silencioso pero desgarrador.
- Cuando lo envío a comprar al mercado nunca estoy segura de si va a volver y ahora se va a Europa con todo lo que poseemos, ¡Míralo!.
Yo no tenía nada que decir porque sabía que ella tenía razón, solo que esta vez era distinto para mi. Para demostrárselo fui a abrazarla y a convencerla de que no les iba a fallar, pero ella me rechazó en su amargura y entonces fue cuando mi padre se incorporó y dijo algo que sentenció mi rumbo.
- Fátima, si tu y yo hemos criado a nuestro hijo de forma que él ahora pueda fallar a su familia, entonces merecemos hundirnos.

A partir de ahí las cosas se sucedieron con rapidez. Teniendo dinero no era difícil encontrar sitio en alguna de las muchas pateras que cada noche de calma salían para alcanzar las costas de enfrente, sin pasar por aduanas ni controles de personas.
La víspera antes de partir mi madre me dio un abrigo viejo en cuyo forro había cosido el dinero que sobró del pasaje. En otro bolsillo llevaba el teléfono de contacto que Said mandó en su carta.
- No te quites el abrigo nunca y duerme con un ojo abierto- fue el ultimo consejo que me dieron mis padres antes de despedirse de mi. Luego salí a pasear por el barrio para que la gente pudiera desearme suerte. Hacía la medianoche fui a la Playa del Este, donde nos esperaban las barcas grandes.

El frío de principios de febrero me hizo caer en la cuenta, al poco rato de adentrarnos por los senderos indefinidos de las fugas hacia el norte, que viajaba rumbo a una tierra que no me esperaba con los brazos abiertos. Viajaría todo lo hacia el norte que me lo permitieran los dueños de aquel lugar donde pensaba pasar el resto de mi vida, pensaba para mis adentros.

Silencio, es lo que recuerdo de mis compañeros de viaje. Quizás tuviera algo que ver el hecho de que la noche era negra como el tizón y que ninguno sabíamos nadar. Eramos casi todos hombres, también había mujeres y hasta algunos niños mucho más pequeños que yo. Supongo que cada cual tenía su plan preparado cuando llegarán a tierra. Yo por mi parte sabía bien lo que haría, a pesar de los consejos que el patrón de la patera escupía sin misericordia, sin pararse a pensar ni por un instante que en esos momentos invocar al futuro, aunque fuera el inmediato, era tentar a los espíritus del mar y del océano. Los mismos espíritus sobre cuyas espaldas nos deslizábamos arropados por el ronco rumor de los dos motores fueraborda.

Para mi lo prioritario era comprobar que mis piedras habían alcanzado las playas del otro lado y cuando tuviera esa confirmación podría ponerme en camino.

Confieso que estaba dispuesto a aceptar todo tipo de piedras como válidas, cuando llegó el primer golpe de mar y todos comenzamos a chillar de puro terror.

Piedras eran tierra y tierra era seguridad.

Pero con el segundo golpe de mar apenas podía contener las ganas de llorar y era incapaz de recordar siquiera una oración, una canción, algo que mantuviera mi boca ocupada y frenara el temblor de mis mandíbulas.

El tercer golpe de mar. Silencio.

Vi el helicóptero alejarse de nosotros. Tumbados boca arriba sobre la arena, ellos hablaban en circulo cerca de mi, con sus cruces rojas a la espalda. Más allá algunos hombres de verde fumaban y uno de ellos escribía sobre un papel, apoyado en el capó de un todoterreno. Si alguien hubiera mirado mis ojos, pues nadie se tomó la molestia de cerrarlos, hubiese afirmado que aún mantenían ese aire siempre a punto de huir que tanto gustaba y desesperaba a mi madre.

Pero yo no miraba nada, únicamente buscaba con el alma las piedras que me estaban esperando y que no conseguía encontrar. A mi alrededor no había piedras por ningún lado, tan solo arena que se resbalaba silenciosa entre mis dedos húmedos.

Paulino Elvira.

*Dedicado a las diez personas que murieron ahogadas en la madrugada del 5 de febrero del 2001, cuando naufragó la patera con la que trataban de alcanzar la costa de Tarifa. Y a todas las que han seguido y seguiran mientras no consigamos destruir la frontera.

Comentaris

Re: Conte de frontera
28 gen 2004
Escrius molt bé Paulino.Tés sensibilitat i capacitat per a descriure una realitat que a ningú l'importa...per aixó tés que continuar .

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