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Ad náuseam
11 nov 2003
Confieso que no me lo esperaba. El anuncio de la susodicha boda ha sido el golpe de efecto final, el carpetazo a todo lo que hasta ahora ha venido sacudiendo la conciencia colectiva.
Ad náuseam

Confieso que no me lo esperaba. El anuncio de la susodicha boda ha sido el golpe de efecto final, el carpetazo a todo lo que hasta ahora ha venido sacudiendo la conciencia colectiva. Prestige, huelga, guerra, yakovlev, muertos, compra de diputados y manipulación electoral, etcétera, etcétera etcétera, todas las noticias sin excepción, incluyendo los últimos muertos de segunda fila que han caído en el tenebroso paso del Estrecho (y de los que sólo se acordó el genial Carlos Boyero), todas esas informaciones palidecen, se esfuman, se difuminan, pierden realidad y se convierten en humo ante la oportunísima historia de la bella periodista de barrio que se casa con el apuesto príncipe de metro noventa, ese que antañazo portó la bandera en las olimpiadas de Barcelona, el que rechazó a la modelo de vida alegre y a la sobrina del comunista, del que ya decían las marujas desocupadas y los comentaristas couché que se quedaría para vestir santos, ese, sí.
Particularmente me importa tan poco esta estupidez que no planeaba emplear ni un minuto en pensar en ella, puesto que ya se van a ocupar en todos los medios de comunicación y en todos los ámbitos de esta descerebrada sociedad de debatirlo ad náuseam, de presentarnos, como ridículos y pestilentes trofeos, los testimonios de vecinos y familiares, el felpudo en forma de corazón de la casa de Vicálvaro en la que vivía la bella, las fotos de fin de curso de sus compañeros de facultad y colegio o las papeletas de las notas, qué se yo, todas esas memeces que sirven para distraer a las masas y que permiten ocultar los asuntos importantes. No hace ni 48 horas del anuncio oficial, y ya se ha puesto en marcha la formidable maquinaria mediática, la lavadora de cerebros, la apisonadora de inteligencias y voluntades, y ya los debates en televisiones y radios se centran en las cualidades de la futura reina, en si parecía o no parecía feliz, en si tiene talla de princesa y en sus capacidades como periodista, porque claro, es una mujer que ha trabajado desde siempre. No pensaba perder el tiempo en semejante idiotez, digo, pero no me queda más remedio, estoy rodeado, no se habla de otra cosa en todas partes, y poco a poco empiezo a echar humo por la cabeza, mi úlcera brama y mi estómago entra en ebullición como si me hubiese tragado una bala.
He dicho en muchas ocasiones que cada país tiene lo que se merece, que los políticos son un reflejo de la sociedad, y que la sociedad no es más que la suma de sus ciudadanos. Bueno, pues en el caso de España, empiezo a pensar que ni siquiera se llega a la categoría de ciudadanos. El término en el sentido que hoy se entiende se acuñó durante la revolución francesa, cuando los súbditos derrocaron a los monarcas absolutistas, cortaron la cabeza a la antigüedad e iniciaron la nueva época de modernidad y progreso. Liberté, egalité y fraternité, decían. A la mierda con todo eso. Cuando se trueca gustosamente la ciudadanía por el plato de lentejas del consumismo, cuando las ideas se reemplazan por los spots publicitarios, cuando la conciencia social se sustituye por la felicidad compartida del ascenso de una muchachita de barrio, cuando se opta voluntariamente por creer en los cuentos de hadas frente a los cadáveres que escupe el mar, cuando se prefiere danzar en un baile de máscaras mientras la muerte roja asuela los alrededores del castillo, quiere decir que poco queda de humanidad en esos supuestos ciudadanos. Ya sé que hablar de estos temas en momentos en los que todo el mundo está feliz no es políticamente correcto (otra de las gilipolleces yanquis con las que mantienen selladas las bocas de los súbditos), pero es que no entiendo qué ha pasado para que de repente sea más importante la historia de una boda que las historias de cien mil funerales, de un millón de mutilaciones, de un mar envenado, de un ejército de leprosos que se agolpa al otro lado de las murallas, poniéndose de puntillas quizá para contemplar con envidia la felicidad de la extraña pareja y acallar su ira. Se me argumentará que siempre ocurre lo mismo, que es el panen et circensem, o, a la española, el pan y toros, que el Hola! continúa siendo la revista que más vende y que no hay que buscarle más explicaciones, pero aún no me entra en la cabeza, sigo empeñado en que no puede ser. Claro que viendo estas cosas, se empieza a entender el progresivo deterioro de la enseñanza en España: con una masa inculta, zafia, ágrafa (Umbral dixit), sumida en la ataraxia y la oligofrenia, con una masa dispuesta a olvidarlo todo en cuanto un embaucador les muestra el futuro en papel couché, con ese rebaño de borregos que no leen, que no saben escribir sin cometer faltas de ortografía (sólo perdono a los mayores de 60 años), con esos yonquis de la moda, de los coches, de las rebajas, esos enganchados a la lobotomía y desembarcados del pensamiento, esos adictos al orgasmo de la inanidad, esos soldados de un ejército de zombis babeantes vestidos por Armani, con esos patéticos feligreses de la idiocia se puede mantener el actual estado de cosas, sin temor a que algún día empiecen a cambiar. Asistimos no ya a la conjura de los necios ni a la rebelión de los inexistentes, novelas ambas ya un poco demodé, sino más bien a la revolución torticera de los débiles mentales, el triunfo de los estultos, la entronización televisiva de los inútiles, mentecatos que se jactan del espectáculo de sorber sus propias babas ante el aplauso colectivo (programas como Gran Hermano han contribuido definitivamente al cambio social), y toda esa democracia de los manipulables, esa consentida plurisodomización a calzón quitado, encuentra su expresión máxima en el caramelo de esta boda, en la zanahoria a todo color que ahora muestran al asno para que continúe tirando del carro y procure no cagarse, que queda muy mal en tiempos de bodas reales.
La jugada ha sido, desde luego, maestra, y a partir de este momento cualquier cosa que se haga o se diga quedará no ya ensombrecida, sino ninguneada, frente a la importancia del evento. Las reivindicaciones, las protestas, las (pocas) corrientes de pensamiento social, han sido definitivamente ahogadas, ya no hay sitio para los disidentes, ya los que no participen en la algarabía serán considerados raros, bizarros, marginales, enemigos de la sociedad y por tanto condenados mediante edicto público que aparecerá en un rincón del Hola!, entre esas fotografías que suelen publicar de algún otro imbécil que ha conseguido su propósito de cascar cinco mil nueces con las nalgas. Así que preparémonos, porque, aunque parezca mentira, aunque nos digamos que no puede ser, la ley de Murphy se acabará cumpliendo, y esta situación, como todas, sólo podrá empeorar. ¿Qué será lo próximo? Se admiten apuestas...
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