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Historia del siglo XX (Hobsbawm). 6: La inmediata posguerra
07 nov 2003
Cuando parecía que el mundo (por lo menos Europa) iba a mejor en todos los sentidos
(Pasajes seleccionados)


Tanto el Gobierno español como los comunistas, que adquirieron en él una posición cada vez más influyente, habían insistido en que su objetivo no era la revolución social y, provocando el estupor de los revolucionarios más entusiastas, habían hecho todo lo posible para controlarla e impedirla. Ambos habían insistido en que lo que estaba en juego no era la revolución sino la defensa de la democracia.

Lo importante es que esa actitud no era oportunista, ni suponía una traición a la revolución, como creían los puristas de la extrema izquierda. Reflejaba una evolución deliberada del método insurreccional y del enfrentamiento hacia el gradualismo, la negociación e incluso la vía parlamentaria de acceso al poder. (p 167)



En varios países de Europa central y oriental, el proceso llevó directamente del antifascismo a una «nueva democracia», dominada primero, y luego sofocada, por los comunistas, pero hasta el comienzo de la guerra fría los objetivos que perseguían estos regímenes de posguerra «no» eran ni la implantación inmediata de sistemas socialistas ni la abolición del pluralismo político y de la propiedad privada. En los países occidentales, las consecuencias sociales y económicas de la guerra y la liberación no fueron muy distintas, aunque sí lo era la coyuntura política. Se acometieron reformas sociales y económicas, no como consecuencia de la presión de masas y del miedo a la revolución, como había ocurrido tras la Primera Guerra Mundial, sino porque figuraban entre los principios que sustentaban los gobiernos, formados algunos de ellos por reformistas de viejo cuño, como los demócratas en los EEUU o el Partido Laborista, que ascendió al poder en Gran Bretaña, y otros por partidos reformistas o de reconstitución nacional surgidos directamente de los diferentes movimientos de resistencia antifascista. En definitiva, la lógica de la guerra antifascista conducía hacia la izquierda. (p 168)



La segunda observación acerca de los movimientos de resistencia es que, por razones obvias —aunque con una notable excepción en el caso de Polonia—, se orientaban políticamente hacia la izquierda. (...)

Esto explica, si es que necesita ser explicado, el considerable predominio de los comunistas en los movimientos de resistencia y el enorme avance político que consiguieron durante la guerra. Gracias a ello, los movimientos comunistas europeos alcanzaron su mayor influencia en 1945-1947. La excepción la constituye Alemania, donde los comunistas no se recuperaron de la brutal decapitación que habían sufrido en 1933 y de los heroicos pero suicidas intentos de resistencia que protagonizaron durante los tres años siguientes. Incluso en países como Bélgica, Dinamarca y los Países Bajos, alejados de cualquier perspectiva de revolución social, los partidos comunistas aglutinaban el 10-12 por 100 de los votos, mucho más de lo que nunca habían conseguido, lo que los convertía en el tercer o cuarto grupo más importante en los parlamentos nacionales. En Francia fueron el partido más votado en las elecciones de 1945, en las que por primera vez quedaron por delante de sus viejos rivales socialistas. Sus resultados fueron aún más sorprendentes en Italia. El Partido Comunista italiano, que antes de la guerra era un pequeño partido acosado, con poca implantación y clandestino (...), había pasado a ser, después de dos años de resistencia, un partido de masas con 800.000 afiliados, que muy poco después (1946) llegarían a ser casi dos millones. En los países donde el principal elemento de la guerra contra las potencias del Eje había sido la resistencia interna armada —Yugoslavia, Albania y Grecia—, las fuerzas partisanas estaban dominadas por los comunistas (...) (p 170-171)



Gracias al primero [el carácter internacionalista], pudieron [los comunistas] movilizar a los hombres y mujeres más inclinados a responder a un llamamiento antifascista que a una causa patriótica. Así ocurrió en Francia, donde los refugiados de la Guerra civil española fueron el núcleo mayoritario de la resistencia armada en el suroeste del país. (p 172)



Los comunistas no trataron de establecer regímenes revolucionarios, excepto en las zonas de los Balcanes dominadas por la guerrilla. (...) De hecho, las revoluciones comunistas que se llevaron a cabo (en Yugoslavia, Albania y luego China) se realizaron «contra» la opinión de Stalin. El punto de vista soviético era que, tanto a escala internacional como dentro de cada país, la política de la posguerra tenía que seguir desarrollándose en el marco de la alianza antifascista global (...) Esa hipótesis optimista no tardó en desvanecerse en la noche de la guerra fría (...) No hay duda de que Stalin era sincero cuando hacía esos planteamientos e intentó demostrarlo disolviendo la Comintern en 1943 y el Partido Comunista de EEUU en 1944. (p 172-173)



No obstante, el escenario bélico no europeo no brindó, como en Europa, grandes triunfos políticos a los comunistas, salvo donde coincidieron, al igual que en Europa, el antifascismo y la liberación nacional/social: en China y en Corea, donde los colonialistas eran los japoneses y en Indochina (Vietnam, Camboya y Laos), donde el enemigo inmediato de la libertad seguían siendo los franceses (...) (p 178-179)



Tanto el capitalismo constitucional occidental como los sistemas comunistas y el Tercer mundo defendían la igualdad de derechos para todas las razas y para ambos sexos, esto es, todos quedaron lejos de alcanzar el objetivo común, pero sin que existieran grandes diferencias entre ellos. (En particular, todos olvidaban el importante papel que había desempeñado la mujer en la guerra, la resistencia y la liberación.) Todos eran estados laicos y a partir de 1945 todos rechazaban deliberada y activamente la supremacía del mercado y eran partidarios de la gestión y la planificación de la economía por el Estado. Por extraño que pueda parecer en la era de la teología económica neoliberal, lo cierto es que, desde comienzos de los años 40 y hasta los años 70, los más prestigiosos y antes influyentes defensores de la libertad total del mercado, como Friedrich von Hayek, se sentían como profetas que clamaban en el desierto, advirtiendo en vano al capitalismo occidental que había perdido el rumbo y que se estaba precipitando «por el camino de la esclavitud». La verdad es que avanzaba hacia una era de milagros económicos. Los gobiernos capitalistas tenían la convicción de que sólo el intervencionismo económico podía impedir que se reprodujera la catástrofe económica del período de entreguerras y evitar el peligro político que podía entrañar que la población se radicalizara hasta el punto de abrazar el comunismo como un día había apoyado a Hitler. (p 180-181)
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