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El compromiso principesco
07 nov 2003
No encaja en ninguna explicación más allá de la necesidad mediática permanente de eventos rosa, el revuelo percutido además por esas mismas fuerzas mediáticas que ha causado el "compromiso" principesco.
Pero ello no prueba otra cosa que la naturaleza humana y muy en especial la hispana (la dominante, claro está), está regulada y edulcorada por la contradicción revestida de lo que en otros ámbitos, por ejemplo el Arte, llamamos "contrastes".

Las objeciones a la protesta de los no monárquicos se reparten así y más o menos son del siguiente tenor:
Unos dirán que es una excepción (principio causal que lleva a tener que reconocer que la excepción es casi infinita, pues empieza en la Corona y termina en el último mono parlamentario y en el último funcionario de cualquier institución); otros, que la ley es igual para todos pero todos no somos iguales ante la ley (principio jurídico nacido de la lex romana y pendiente de urgente aclaración); otros, que la continuidad sucesoria que va unida a las monarquías aporta estabilidad (como si la república no cumpliese la mismísima función de estabilidad cuando se trata de sociedades maduras); otros que todos somos lo mismo pero no "igual" (principio castizo que confirma la facilidad con que las cosas graves están sometidas, más que las triviales, a los juegos de palabras). Y así sucesivamente. Y todo para obligarnos a engullir lo que nunca se consultó, ni en plebiscito ni en referéndum.

Y resulta que, encontrándonos en plena revolución en pos de la igualdad de sexos, de salidas de armario, de aversión a lo singular y rechazo de todo lo que se empeña en sobresalir sin mérito alguno, ¡zas! se nos aparece de nuevo la realeza con sus distintas caras, para recordarnos que la igualdad de sexos no rige en la cuestión sucesoria (pues para colmo Felipe es el hermano menor y debiera ser la hermana mayor, por ley natural+ley de equiparación de sexos, la sucesora de la Corona), que tenemos consagrada a la monarquía recién restaurada aquí hace poco más de 25 años, cuando los países europeos que la padecen o disfrutan se están cuestionando desmantelar la suya, y que, por último, la tenemos, en tiempos confusos pero marcadamente neoliberales, como símbolo máximo de la máxima desigualdad entre los hombres. No hay eslógan más acertado, acuñado en tiempos de la oprobiosa, que ese que reza: España es diferente. Pero el caso es que hay dos clases de diferencia: la que comporta la originalidad y la que es simple excentricidad. Y me temo que España, que alberga cerebros, inteligencias y sensibilidades probablemente de mayor peso y en mayor número que cualquier otro país, colectivamente está siempre mucho más cerca de la boutade que de la excelsitud, precisamente por la tenacidad de unos cuantos que a lo largo de la Historia se sienten magnetizados por la necedad y hacen de la necedad la principal institución del país.

Comentaris

Re: El compromiso principesco
07 nov 2003
Un noviazgo mediático
Lisandro Otero
Rebelión


El hijo de los reyes de España se ha comprometido con una plebeya, divorciada y periodista, lo cual ha conmovido a la prensa del corazón. El acto es estimado como un paso hacia la modernidad pues el vástago privilegiado no ha seleccionado a una de las numerosas aristócratas europeas que aún subsisten en Europa, como una demostración de que hay males que sí duran más de cien años.

La ceremonia del compromiso ha constituido un desenfreno mediático. La prensa española se desborda en comentarios y la muchacha común que llegó a palacio constituye el sueño realizado de modistillas, oficinistas, criaditas y adolescentes ociosas. Todas ven en este noviazgo la posibilidad dada a un ser humano de salir de sus miserias, de su mediocridad cotidiana o de su aburrimiento social mediante un golpe de azar que la haga encontrar el príncipe encantador. Es el cuento de la Cenicienta narrado de otra manera. Es la historia de la Bella Durmiente repetida. Evidentemente los adultos se resisten a serlo y abandonar la inocencia infantil donde disfrutaron de todas las inmunidades y prerrogativas de la ingenuidad.

En sus recuerdos el ex subdirector de la CIA Vernon Walters rememora que visitó a Franco por encargo de Nixon para indagar el grado de firmeza del régimen español que permitiría una transición sin sobresaltos tras la muerte de Franco. El dictador español le respondió que todo seguiría igual porque él había creado algo que no existía cuando tomó el poder. Walter pensó que iba a mencionar al ejército y la respuesta de Franco le sorprendió: la clase media española.

Efectivamente es esa clase media la que alienta la ficción monárquica porque le permite un plano de ensoñación con el mundo encumbrado de palacios y recepciones, espectaculares fines de semana en los paraderos de moda, regatas en yates y competencias hípicas, bodas de gran boato, o sea, el orbe de la frivolidad fastuosa, el regodeo frívolo del jet set, la brillante pompa de los encumbrados la cual la clase media no cesa de anhelar.

Según algunos teóricos el régimen monárquico garantiza el equilibrio, la estabilidad y el contrapeso de una nación. En el caso inglés la reina es la Jefa del Estado y tiene funciones meramente representativas y ceremoniales con un costo oneroso para el contribuyente al fisco. Pese a ello la plebe corre a verla desfilar en su carroza, por el mismo fenómeno que provoca que se le pidan autógrafos al cantante de turno o se coleccionen fotos de artistas de cine.

Muy diferente es el caso de España donde Juan Carlos y Sofía viven como burgueses acomodados, sin la excesiva ostentación inglesa. Los monarcas españoles tienen una mayor frecuentación social, cultivan una intimidad con el medio que les rodea y saben acercarse al ámbito de la meritocracia. Han rehusado mantener una corte y el Palacio de Oriente no es residencia privada sino un escenario para los fastos del gobierno.

El origen de la monarquía se debe a la fuerza bruta. Los más aptos para la guerra, los fieros y crueles, encabezaron la tribu en los tiempos en que el hombre era el lobo del hombre. El proceso que permitió que la República Romana, el período de los Escipiones y de los Gracos, diera paso a los Césares, se debe a la extensión de un imperio que necesitaba concentración de poder. De ahí a la absorción de las normas de la autocracia oriental, el derecho divino de los reyes, el despotismo ilustrado y la monarquía parlamentaria ocurrió un largo proceso.

En su momento la monarquía fue un paso progresista al centralizar las ciudades feudales y debilitar el yugo servil que imponían. Pero el principio básico no se alteró: el legado hereditario hacía depender de la suerte si se tenía un buen gobernante o no. Existieron Luis XIV, Catalina la Grande y Federico de Prusia, y también hubo idiotas tarados, lerdos, cretinos, analfabetos y zopencos a cargo de una nación por el mero hecho de haber nacido en determinada cuna.

El atractivo principal de las monarquías reside en su apelación a sentimientos paternalistas, a la cómoda irresponsabilidad de quien confía en un tutor que se halla por encima de todos. Las repúblicas descansan en la racionalidad y la consulta a las mayorías. Las monarquías confían en una oscura mansedumbre, en una supeditación a un símbolo, en un apego a las tradiciones, en un mito nacional que se nutren de la imagen del monarca.

El noviazgo del hijo de los Borbones de España viene a confirmar este remanente de la edad de piedra que todavía padecemos.
Re: El compromiso principesco
08 nov 2003
"Es el invierno"
Por Gabriel Albiac

Que alguien se case con una periodista, con una domadora de elefantes,
con una catedrática de física cuántica, o con una sargento de la Guardia
Civil me trae al fresco. Pagarle la boda, no. Ni mantener a la pareja y su

progenie. De por vida. Menos aún, aceptar que la jefatura del Estado sea
transmisible por conducto cromosómico.

Todo es tan anacrónico que debiera, supongo, darme risa. Me la daría,
seguro, si no pagara impuestos. Ni tuviera nacionalidad. Me la daría,
seguro, si no fuera yo tan maniático en eso de querer pensar la existencia

humana en términos racionales. Me la daría, si dispusiera del capital
necesario para retirarme de este país, para no tener que contemplar, a
diario, el feo rostro sonriente de la sumisión humana, la babosa faz de
los siervos que sólo gozan del placer de sus señores.

Pero no puedo reírme. Ni soy lo bastante rico para exiliarme en una isla
desierta, ni lo bastante pobre para no tributar a Hacienda. Así que cargo
con esta solemne horterada. Que pago. Y que me repugna.

Pocas convicciones políticas me quedan. Soy, a decir verdad, un cadáver en

ese campo de lo político, por el cual trato de evitar contaminarme. La
última convicción que preservo es ésta: que no hay decencia institucional
que pueda transmitirse por la sangre. Y es para mí el enigma más
insondable
de la sociedad española que alguien pueda aceptar algo así sin morirse del

bochorno.

La monarquía, cualquier monarquía, pero mucho más la que exhibe el
oxímoron de decirse parlamentaria, es una letal incitación a la
melancolía.
A la misantropía, sobre todo. Hace falta que el cerebro humano haya
descendido muy hondo en su carrera hacia el simio, para tragarse una cosa
así con la sonrisa puesta, como, sin duda, se la traga la mayoría de la
ciudadanía -¿ciudadanía?- española.

¿Qué lugar queda aquí para las raras gentes empecinadas, como yo, en
mantener la racionalidad a cualquier precio, en política como en cualquier

otra actividad humana?

Bien sé que es una pregunta retórica. No, no queda sitio. Es el invierno
de la inteligencia: paisaje gélido, del cual queda excluido todo espíritu.

Y, con él, toda moral, toda estética, toda vida que pueda ser vivida sin
avergonzarse. Quedará sólo el colorin de las revistas de esa obscena
casquería a la cual es convención llamar corazón. El sentimentalismo de
los
súbditos: la peor pornografía.

Quienes aún se empeñen en pensar quedan, quedamos, ya sólo en residuo
arqueológico. Es el tiempo del televisor y de las princesitas en plexiglás

policromo. Cualquier inteligencia sobra aquí. ¡Pobre país, perdido en su
patético onanismo!

¿Para qué esforzarse en pensar en tiempos como éstos? Para nada. Hace
frío. Es el invierno de la vida.
Sindicato Sindicat