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Historia siglo XX (Hobsbawm). 4: La alianza antifascista
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per (penjat per) Antoni Ferret |
24 oct 2003
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Cuando la derecha y la izquierda se aliaron contra lo peor. |
(Pasajes seleccionados)
Cuando en enero de 1939 se preguntó a los norteamericanos quién querrían que fuera el vencedor, si estallaba un enfrentamiento entre Alemania y la Unión Soviética, el 83 por 100 afirmó que prefería la victoria soviética, frente al 17 por 100, que mostró sus preferencias por Alemania. En un siglo dominado por el enfrentamiento entre el comunismo anticapitalista de la Revolución de Octubre, representado por la URSS, y el capitalismo anticomunista cuyo defensor y mejor exponente era EEUU, esa declaración de simpatía, o al menos de preferencia, hacia el centro neurálgico de la revolución mundial frente a un país fuertemente anticomunista, con una economía de corte capitalista, es una anomalía, tanto más cuanto que todo el mundo reconocía que en ese momento la tiranía estalinista impuesta en la URSS estaba en su peor momento.
Esa situación histórica era excepcional y fue relativamente efímera. Se prolongó, a lo sumo, desde 1933 (año en que EEUU reconoció oficialmente a la URSS) hasta 1947 (en que los dos bandos ideológicos se convirtieron en enemigos en la «guerra fría»), o, por una mayor precisión, desde 1935 hasta 1945. En otras palabras, estuvo condicionada por el ascenso y la caída de la Alemania de Hitler (1933-1945), frente a la cual los EEUU y la URSS hicieron causa común porque la consideraban un peligro más grave del que cada uno veía en el otro país. (p 149)
A medida que avanzaba la década de 1930 era cada vez más patente que lo que estaba en juego no era sólo el equilibrio de poder entre las naciones-estado que constituían el sistema internacional (principalmente el europeo), y que la política de Occidente —desde la URSS hasta el continente americano, pasando por Europa— había de interpretarse no tanto como un enfrentamiento entre estados, sino como una guerra civil ideológica internacional. (...) Y en esta guerra civil el enfrentamiento fundamental no era el del capitalismo con la revolución social comunista, sino el de diferentes familias ideológicas: por un lado los herederos de la Ilustración del siglo XVIII y de las grandes revoluciones, incluida, naturalmente, la Revolución Rusa; por el otro, sus oponentes. En resumen, la frontera no separaba el capitalismo y el comunismo, sino lo que el siglo XIX habría llamado «progreso» y «reacción», con la salvedad de que estos términos ya no eran apropiados. (p 150)
Cabe pensar que el llamamiento en pro de la unidad antifascista debería haber suscitado una respuesta inmediata, dado que el fascismo consideraba a todos los liberales, los socialistas y los comunistas, a cualquier tipo de régimen democrático y al régimen soviético, como enemigos a los que había que destruir. Todos ellos, pues, debían mantenerse unidos si no querían ser destruidos por separado. Los comunistas, hasta entonces la fuerza más discordante de la izquierda ilustrada, que concentraba sus ataques (lo cual suele ser un rasgo lamentable de los radicales políticos) no contra el enemigo más evidente sino contra el competidor más próximo, en especial contra los socialdemócratas, cambiaron su estrategia un año y medio después de la subida de Hitler al poder para convertirse en los defensores más sistemáticos y —como siempre— más eficaces de la unidad antifascista. Así se superó el principal obstáculo para la unidad de la izquierda, aunque no la desconfianza mutua, que estaba profundamente arraigada. (153)
El antifascismo, por tanto, organizó a los enemigos tradicionales de la derecha, pero no aumentó su número; movilizó a las minorías más fácilmente que a las mayorías. Los intelectuales y los artistas fueron los que se dejaron ganar más fácilmente por los sentimientos antifascistas (...), porque la hostilidad arrogante y agresiva del nacionalsocialismo hacia los valores de la civilización tal como se habían concebido hasta entonces se hizo inmediatamente patente en los ámbitos que les concernían. El racismo nazi se tradujo en forma inmediata en el éxodo en masa de los intelectuales judíos e izquierdistas, que se dispersaron por las zonas del mundo donde aún reinaba la tolerancia. (p 155)
Por consiguiente, los dos países [Francia y Gran Bretaña] se sabían demasiado débiles para defender el orden que había sido establecido en 1919 para su conveniencia. También sabían que ese orden era inestable e imposible de mantener. Ni el uno ni el otro tenían nada que ganar de una nueva guerra, y sí mucho que perder. La política más lógica era negociar con la revitalizada Alemania para alcanzar una situación más estable en Europa y para ello era necesario hacer concesiones al creciente poderío alemán. Lamentablemente, esa Alemania renacida era la de Adolf Hitler.
La llamada «política de apaciguamiento» ha tenido tan mala prensa desde 1839 que es necesario recordar cuán sensata la consideraban muchos políticos occidentales que no albergaban sentimientos viscerales antialemanes o que no eran antifascistas por principio. Eso era particularmente cierto en Gran Bretaña, donde los cambios en el mapa continental, sobre todo si ocurrían en «países distantes de los que sabemos muy poco» (Chamberlain sobre Checoslovaquia en 1938), no suscitaban una gran preocupación. (...) No era difícil prever que una segunda guerra mundial arruinaría la economía de Gran Bretaña y le haría perder una gran parte de su imperio. En efecto, eso fue lo que ocurrió. Aunque era un precio que los socialistas, los comunistas, los movimientos de liberación nacional y el presidente F. D. Roosevelt estaban dispuestos a pagar por la derrota del fascismo, resultaba excesivo, conviene no olvidarlo, para los nacionales imperialistas británicos.
Ahora bien, el compromiso y la negociación eran imposibles con la Alemania de Hitler, porque los objetivos políticos del nacionalsocialismo eran irracionales e ilimitados. La expansión y la agresión eran una parte consustancial del sistema, y salvo que se aceptara de entrada el dominio alemán, es decir, que se decidiera no resistir el avance nazi, la guerra era inevitable, antes o después. (p 159) |
Re: Historia siglo XX (Hobsbawm). 4: La alianza antifascista
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per Antoni Ferret |
24 oct 2003
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Atenció: en el penúltim paràgraf («La llamada...»), la data de 1839 és, naturalment, 1939.
Perdoneu. |