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Historia siglo XX (Hobsbawm). 3: El fascismo (repe)
18 oct 2003
El repeteixo perquè ha quedat d'una manera horitzontalment extensible que no es pot llegir.
(Pasajes seleccionados)


En definitiva, esta era de las catástrofes conoció un claro retroceso del liberalismo político, que se aceleró notablemente cuando Adolf Hitler asumió el cargo de canciller en Alemania en 1933. Considerando el mundo en su conjunto, en 1920 había 35 o más gobiernos constitucionales y elegidos, en 1938, 17, y en 1944, aproximadamente una docena. La tendencia mundial era clara.

Tal vez convenga recordar que, en este período, la amenaza para las instituciones liberales procedía exclusivamente de la derecha, puesto que, entre 1945 y 1989 se daba por sentado que procedía esencialmente del comunismo. Hasta entonces, el término «totalitarismo», inventado como descripción, o autodescripción, del fascismo italiano, prácticamente sólo se aplicaba a ese tipo de regímenes. La Rusia soviética estaba aislada y no podía extender el comunismo (ni deseaba hacerlo, desde que Stalin accedió al poder). La revolución social de inspiración leninista dejó de propagarse cuando se acalló la primera oleada revolucionaria en el período de posguerra. Los movimientos socialdemócratas (marxistas) ya no eran fuerzas subversivas, sino partidos que sustentaban el Estado, y su compromiso con la democracia estaba más allá de toda duda. (...) Como lo demostró la segunda oleada revolucionaria, que se desencadenó durante y después de la Segunda Guerra Mundial, el temor a la revolución social y al papel que pudieran desempeñar en ella los comunistas estaba justificado, pero en los 20 años de retroceso del liberalismo ni un solo régimen democrático-liberal fue desalojado del poder desde la izquierda. (p 118-119)



Sin ningún género de dudas, el ascenso de la derecha radical después de la Primera Guerra Mundial fue una respuesta al peligro, o más bien a la realidad, de la revolución social y del fortalecimiento de la clase obrera en general, y a la Revolución de Octubre y al leninismo en particular. Sin ellos no habría existido el fascismo, pues aunque había habido demagogos derechistas políticamente activos y agresivos en diversos países europeos desde finales del siglo XIX, hasta 1914 habían estado siempre bajo control. Desde este punto de vista, los apologetas del fascismo tienen razón, probablemente, cuando sostienen que Lenin engendró a Mussolini y a Hitler. (...)

Es necesario, además, hacer dos importantes matizaciones a la tesis de que la reacción de la derecha fue en lo esencial una respuesta a la izquierda revolucionaria. En primer lugar, subestima el impacto que la Primera Guerra Mundial tuvo sobre un importante segmento de las capas medias y medias bajas, los soldados o los jóvenes nacionalistas que, después de noviembre de 1918, comenzaron a sentirse defraudados por haber perdido su oportunidad de acceder al heroísmo. El llamado «soldado del frente» —Hitler fue uno de ellos— ocuparía un destacado lugar en la mitología de los movimientos de la derecha radical, y sería un elemento importante en los primeros grupos armados ultranacionalistas (...) El 57 por 100 de los fascistas italianos de primera hora eran veteranos de guerra. Como hemos visto, la Primera Guerra Mundial fue una máquina que produjo la brutalización del mundo, y esos hombres se ufanaban liberando su brutalidad latente.
(...)

La segunda matización es que la reacción derechista no fue una respuesta al bolchevismo como tal, sino a todos los movimientos, sobre todo los de la clase obrera organizada, que amenazaban el orden vigente de la sociedad, o a los que se podía responsabilizar de su desmoronamiento. Lenin era el símbolo de esta amenaza, más que su plasmación real. Para la mayoría de los políticos, la verdadera amenaza no residía tanto en los partidos socialistas obreros, cuyos líderes eran moderados, sino en el fortalecimiento del poder, la confianza y el radicalismo de la clase obrera, que daba a los viejos partidos socialistas una nueva fuerza política y que, de hecho, los convirtió en el sostén indispensable de los estados liberales. No fue simple casualidad que, poco después de concluida la guerra, se aceptara en todos los países de Europa la exigencia fundamental de los agitadores socialistas desde 1889: la jornada laboral de ocho horas.
(...)

Es posible que la derecha tradicional considerara que la Rusia atea encarnaba todo cuanto de malo había en el mundo, pero el levantamiento de los generales españoles en 1936 no iba dirigido contra los comunistas, entre otras razones porque eran una pequeña minoría dentro del Frente Popular. Se dirigía contra un movimiento popular que, hasta el estallido de la guerra civil, daba apoyo a los socialistas y a los anarquistas. Ha sido una racionalización «a posteriori» la que ha hecho de Lenin y Stalin la excusa del fascismo.
(p 130-132)



Llegados a este punto, es necesario hacer una breve pausa para rechazar dos tesis igualmente incorrectas sobre el fascismo: la primera de ellas fascista, pero adoptada por muchos historiadores liberales, y la segunda sustentada por el marxismo soviético ortodoxo. No hubo una «revolución fascista», ni el fascismo fue la expresión del «capitalismo monopolista» o del gran capital.

Los movimientos fascistas tenían los elementos característicos de los movimientos revolucionarios, en la medida en que algunos de sus miembros preconizaban una transformación fundamental de la sociedad, frecuentemente con una marcada tendencia anticapitalista y antioligárquica. Sin embargo, el fascismo revolucionario no tuvo ningún predicamento. Hitler se apresuró a eliminar a quienes, a diferencia de él mismo, se tomaban en serio el componente «socialista» que contenía el nombre del Partido Nacionalsocialista Alemán del Trabajo. (...)
(...)

En cuanto a la tesis del «capitalismo monopolista de Estado», lo cierto es que el gran capital puede alcanzar un entendimiento con cualquier régimen que no pretenda expropiarlo, y que cualquier régimen debe alcanzar un entendimiento con él. El fascismo no era «la expresión de los intereses del capital monopolista» en mayor medida que el gobierno norteamericano del New Deal, el gobierno laborista británico o la República de Weimar. En los comienzos de la década de 1930, el gran capital no mostraba predilección por Hitler y habría preferido un conservadurismo más ortodoxo. Apenas colaboró con él hasta de Gran Depresión e, incluso entonces, su apoyo fue tardío y parcial. Sin embargo, cuando Hitler accedió al poder, el capital cooperó decididamente con él, hasta el punto de utilizar durante la Segunda Guerra Mundial mano de obra esclava y de los campos de exterminio. (p 133-135)



En estas circunstancias, la democracia parlamentaria era una débil planta que crecía en un suelo pedregoso, tanto en los estados que sucedieron a los viejos imperios como en la mayor parte del Mediterráneo y de América Latina. El más firme argumento a su favor —que, a pesar de ser malo, es un sistema mejor que cualquier otro— no tiene mucha fuerza y en el período de entreguerras pocas veces resultaba realista y convincente. Incluso sus defensores se expresaban con poca confianza. Su retroceso parecía inevitable, pues hasta en los Estados Unidos había observadores serios, pero innecesariamente pesimistas, que señalaban que «también puede ocurrir aquí». Nadie predijo, ni esperó, que la democracia se revitalizaría después de la guerra y mucho menos que, al principio de los años 90 sería, aunque por poco tiempo, la forma predominante de gobierno en todo el planeta. (p 146-147)
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