Micheal Moore cuenta cómo su libro zafó de la censura
Enviado el Sábado, 11 octubre a las 21:02:31 por asamblea
Por Michael Moore: Esta edición de Estúpidos hombres blancos, a diferencia de la primera, no se publica para América del Norte, el continente donde vive la amplia mayorÃa de los hombres penosamente estúpidos, vergonzosamente blancos y asquerosamente ricos. El libro se escribió inicialmente para estadounidenses y canadienses (en realidad sólo para estadounidenses, pues los canadienses son gente lista y enrollada que está al corriente de los males estadounidenses y que compró el libro como simple deferencia hacia mÃ). Lo escribà en los meses anteriores al 11 de septiembre de 2001. Los primeros 50.000 ejemplares salieron de imprenta el 10 de septiembre de ese mismo año. Ni qué decir que, al dÃa siguiente, esos libros no se distribuyeron por las librerÃas de todo el paÃs tal como estaba previsto. Yo mismo le pedà a la editorial, ReganBooks (una filial de HarperCollins), que retrasara la salida a la venta unas semanas, ya que como residente de Manhattan no me sentÃa con ánimos para salir de gira de promoción en tales circunstancias. El editor de HarperCollins se mostró de acuerdo..., y acto seguido, una alarma de bomba se disparó en la sede empresarial: “Tengo que irmeâ€?, dijo. “Van a evacuar el edificio.â€? Sus últimas palabras fueron: “Te llamaré en unas semanasâ€?.
No hubo más avisos de bomba y las semanas fueron pasando. Al no recibir llamada alguna, decidà telefonear a la gente de ReganBooks/HarperCollins para preguntarles cuándo iban a salir a la venta mis 50.000 ejemplares (que estaban acumulando polvo en un almacén de Scranton, Pensilvania). La respuesta que me ofrecieron ponÃa muy en duda la presunta condición democrática de mi paÃs.
“No podemos sacar el libro a la venta tal como está escrito. El clima polÃtico del paÃs ha cambiado. Nos gustarÃa que pensaras en reescribir el 50 por ciento de tu trabajo, que omitieras las referencias más duras a Bush y que rebajaras el tono de tu disensión. También quisiéramos que nos entregaras 100.000 dólares para la reimpresión de los libros.â€? Sugirieron que eliminase el capÃtulo titulado “Querido Georgeâ€? y que cambiara el tÃtulo de “A matar blancosâ€?. (“Ahora mismo, el problema no son los blancosâ€?, adujeron. “Los blancos –respondÖ siempre son el problemaâ€?.) Añadieron que me agradecerÃan que no me refiriera a las elecciones de 2000 como un “golpeâ€? y que serÃa “intelectualmente deshonestoâ€? no admitir en el libro que, al menos desde el 11 de septiembre, el señor Bush habÃa hecho “un buen trabajoâ€?. La charla se cerró con estas palabras: “En ReganBooks ya somos conocidos como los ‘editores del 11-S’; tenemos un par de libros listos sobre los héroes de las Torres Gemelas, vamos a publicar la autobiografÃa del jefe de policÃa y preparamos un álbum fotográfico sobre la tragedia. Tu libro ya no encaja en nuestra nueva imagenâ€?.
Pregunté si dichas órdenes procedÃan de arriba, o sea, del propietario de News Corp., que posee a su vez HarperCollins, Rupert Murdoch. No hubo respuesta.
Yo sà respondÃ: “No pienso cambiar el 50 por ciento siquiera de una palabra. No puedo creer lo que me dicen. Este libro ya lo habÃan aceptado e impreso y ahora tienen miedo o simplemente tratan de censurarme para ajustarse al dictado de la filosofÃa polÃtica empresarial. En un momento en que se supone que tendrÃamos que estar luchando por nuestra libertad, ¿vamos a dedicarnos a limitar nuestros derechos? ¿No es éste el momento de decir que, independientemente de los ataques que suframos, lo último que vamos a hacer es convertirnos en uno de esos paÃses que suprimen la libertad de expresión y el derecho a discrepar?â€?.
SÃ, sonaba tajante, pero la verdad es que estaba asustado. Mucha gente me habÃa recomendado que me tranquilizara, que diese mi brazo a torcer un poco o jamás verÃa el libro en un estante. De modo que escribà al editor y traté de llegar a una solución de compromiso, ofreciéndome a escribir material nuevo y a revisar la obra para asegurarme de que no quedase una sola lÃnea que pudiera resultar ofensiva para quienes perdieron a algún ser querido el 11 de septiembre. Intenté apelar a su sentido de lo quedeberÃa ser el verdadero patriotismo –dejar que todo aquel que desee expresar su punto de vista haga oÃr su voz– y les dije que confiaba en que fueran ellos quienes lo publicaran, pues presumÃa que no iban a echarse atrás ante tales riesgos.
La respuesta que obtuve es el equivalente editorial de “vete a la mierda�.
Me exigÃan una reescritura sustancial, seguÃan insistiendo en que metiese tijera a buena parte del libro y, efectivamente, querÃan que mandara un cheque por valor de 100.000 dólares a la empresa del señor Murdoch.
El toma y daca se prolongó dos meses. Traté de hablar con la presidenta de ReganBooks, Judit Regan, pero no se dignó devolverme las llamadas. Sus allegados me dijeron que, desde el 11 de septiembre, Regan pasaba buena parte de su tiempo en el canal de Fox News, presentando un programa de debates y entrevistas de última hora, quizás uno de los peores de la televisión americana (en vista de que habÃa integrado su editorial en el imperio mediático de Murdoch, éste la habÃa recompensado con un espacio propio en su canal de noticias).
Hacia las ocho de la noche del 30 de noviembre de 2001, recibà una llamada de HarperCollins.
–Parece que nadie se baja del burro –se lamentó mi editor, apesadumbrado–. Tú no te bajas, ellos tampoco. Punto muerto. El libro no va a salir en sus condiciones actuales.
Le dije que podÃa llevarlo a otra editorial.
–No puedes –repuso–. Lee tu contrato. Tenemos los derechos por un año.
–Y si el libro no sale, ¿qué vais a hacer con las 50.000 copias que tenéis muertas de asco en un almacén?
–Pues supongo que las van a triturar para reciclar el papel.
¿Triturar? ¿Destruir? Me entraron náuseas. Esa noche no pegué ojo. ¿En qué punto me hallaba? Traté de animarme ponderando las últimas palabras que acababan de decirme. “MÃralo desde el lado bueno –le dije a mi esposa–; esto demuestra la enorme influencia que tenemos en el panorama polÃtico; ¡hasta el opresor se dedica ahora a reciclar!â€?
Era un último intento para no comerme la cabeza con la sospecha de que mi paÃs estaba dejando de ser tierra de libertad. Todos sabemos algo que somos incapaces de confesarnos: estamos ante un estado policial en ciernes que se acerca a la pesadilla orwelliana de la mano de una fuerza mucho más eficaz que la PolicÃa del Pensamiento: la policÃa empresarial. Mientras el gobierno hace redadas de ciudadanos con aspecto de árabes y los encierra sin cargos, la elite empresarial se entretiene idiotizando al pueblo.
Pensé que ya no habÃa nada que hacer, pero entonces llegó la mañana del 1º de diciembre de 2001. Esa fecha deberÃa ser una fiesta nacional en el paÃs, pues tal dÃa como ése del año 1955 una costurera negra rehusó ceder su asiento a un blanco en un autobús público de Montgomery, Alabama. Según la ley, el color de su piel la obligaba a ello. Su callado gesto de coraje sacudió los cimientos de la nación y desencadenó una revuelta. Rosa Parks, que ahora reside en mi estado natal de Michigan, es un importante recordatorio de que pueden darse grandes cambios en una sociedad cuando una o dos personas de conciencia limpia y firme deciden actuar.
Y asà sucedió el 1º de diciembre de 2001. Acudà a algún lugar de Nueva Jersey para hablar ante un centenar de personas de un consejo de acción ciudadana en cuya reunión anual me habÃa comprometido a participar. Plantado en la tarima, les confesé a los concentrados que no me sentÃa con ganas de pronunciar el discurso que habÃa planeado. En su lugar, les conté lo que me habÃa impedido dormir la noche anterior. Les dije que ya no creÃa que nadie pudiera llegar a leer las palabras que habÃa escrito y les pregunté si les importaba que les leyera un par de capÃtulos de mi Estúpidos hombres blancos. La sala asintió, tal como uno espera que haga la clase trabajadora de Jersey cuando se les ofrece algo que el poder no desea que sepa. Asà que me puse a leer los amenazadores capÃtulos conocidos como “Querido Georgeâ€? y “A matar blancosâ€?. Al cabo, la sala prorrumpió en cálidos aplausos y varias personas me pidieron que les firmase algunos ejemplares.
–¿Qué ejemplares? –pregunté.
–Ejemplares de su primer libro –respondió una mujer.
–Claro –dije, y me senté para disponerme a firmar, no mi libro más reciente, sino el que habÃa pergeñado cinco años antes. Mientras autografiaba un ejemplar tras otro, pensé que podrÃa estar firmando mi nueva obra si al menos hubiese cedido, cedido un poco... o mucho. Si al menos hubiese renunciado por completo a mis principios.
Cuando terminé, salà precipitadamente del edificio porque no querÃa que toda esa gente me viera llorar. ¡El grande y corajudo Michael Moore! Regresé a Manhattan, convencido de que mi carrera de escritor habÃa terminado y que vivÃa en un lugar que me habÃa desecado el alma. Enjugué mis lágrimas al divisar ante mà el cercenado perfil de la ciudad. Bien, pensé, al menos todavÃa seguÃa allÃ, a diferencia de los bomberos de mi manzana o el productor con quien habÃa trabajado en abril y que, en aquel infausto dÃa de septiembre, viajaba en el avión que impactó contra la torre sur del World Trade Center. SÃ; estaba vivito y coleando.
Entonces, sucedió algo milagroso. Sin saberlo yo, entre el público al que me habÃa dirigido el 1º de diciembre en Jersey, se hallaba una mujer que, después de escuchar mis penas, decidió hacer algo al respecto. Era una bibliotecaria de Englewood, Nueva Jersey, llamada Ann Sparanese. Aquella noche se fue a casa y se conectó a Internet para escribir una carta a sus amigos bibliotecarios, que colgó en un par de páginas dedicadas a temas literarios progresistas, en la que les contaba lo que HarperCollins planeaba hacer. Me riñó (al más puro estilo de las bibliotecarias) por no hacer público mi caso, pues no tenÃa derecho a callar en el creciente clima de censura que empezaba a respirarse en el paÃs y que afectaba a todo el mundo. Cabe recordar que la nueva ley antiterrorista USA Patriot Act prohibÃa a los bibliotecarios denegar a la policÃa información sobre quién está leyendo qué. ¡Incluso podÃan acabar en la cárcel si contactaban un abogado! Pese a esta atmósfera opresiva, Ann Sparanese pidió a todo el mundo que escribiera a HarperCollins y exigiera que pusiera a la venta el libro de Michael Moore. Y eso es lo que cientos y luego miles de ciudadanos hicieron.
Yo no tenÃa la menor idea de que esto se estaba cociendo hasta que recibà una llamada de HarperCollins.
–¿Qué les dijiste a los bibliotecarios? –inquirió la voz al otro extremo de la lÃnea.
–¿De qué hablas? –le pregunté, desconcertado.
–Estuviste en Nueva Jersey y contaste todo a los bibliotecarios.
–No habÃa bibliotecarios en Nueva Jersey y... ¿Cómo sabes lo que dije?
–Está en Internet. Algún bibliotecario se ha empeñado en difundir la historia, ¡y ahora estamos recibiendo un montón de correo hostil por parte de bibliotecarios!
Vaya, me dije. Los bibliotecarios son, sin duda, un grupo terrorista con el que uno no desearÃa enzarzarse.
–Lo siento –dije, apocado–. Pero te juro que comprobé que no hubiera prensa en la sala.
–Pues ahora ha salido a la luz, y no hago más que recibir llamadas de Publisher’s Weekly.
Pocos dÃas después, PW citó una supuesta declaración de mi editor en la que afirmaba que yo reescribirÃa el libro (más tarde, éste la desmintió rotundamente). Después de guardar silencio ante la prensa durante meses, esperando poder arreglar las cosas pacÃficamente, le conté a PW todo el vÃa crucis por el que habÃa pasado, asà como que habÃa 50.000 copias de milibro retenidas como rehenes en Scranton. Entonces, el periodista me habló de la bibliotecaria de Nueva Jersey que habÃa alborotado el avispero.
–No conozco a esa mujer –dije–, pero sea quien sea me gustarÃa agradecérselo.
La semana siguiente, después de que me convocaran a un encuentro con el alto mando en HarperCollins –en el que se me amenazó nuevamente con que mi libro “simplemente no puede salir al mercado con esa portada y ese tÃtuloâ€?–, recibà una llamada de mi agente para comunicarme que el libro se pondrÃa a la venta tal como estaba, sin un solo retoque.
La editorial estaba mosqueada porque todo habÃa salido a la luz pública y ellos quedaban como unos censores (que es lo que eran). “¡Malditos bibliotecarios!â€? Dios los bendiga. No deberÃa sorprender a nadie que los bibliotecarios fueran la vanguardia de la ofensiva. Mucha gente los ve como ratoncitos maniáticos obsesionados con imponer silencio a todo el mundo, pero en realidad lo hacen porque están concentrados tramando la revolución a la chita callando. Se les paga una mierda, se les recortan su jornada y sus subsidios y se pasan el dÃa recomponiendo los viejos libros maltrechos que rellenan sus estantes. ¡Claro que fue una bibliotecaria quien acudió en mi ayuda! Fue una prueba más del revuelo que puede provocar una sola persona.
Sin embargo, la airada editorial habÃa decidido que este libro debÃa morir de un modo u otro, con o sin bibliotecarios. Ordenaron que no se imprimieran más ejemplares y me notificaron que no habrÃa promoción en los periódicos y que mi gira de presentación se limitarÃa a tres ciudades (“tres y media si quieres contar la ciudad en la que vivesâ€?): Ridgewood, Nueva Jersey (donde reside el congresista republicano que en las elecciones de 2000 compitió contra el ficus que nuestro programa de televisión habÃa designado como candidato); Arlington, Virginia (sede del Pentágono) y Denver. Pregunté si habÃan extraÃdo tan brillante idea del manual Cómo acabar con un libro. El dÃa de la presentación se acercaba peligrosamente, y HarperCollins habÃa acordado con las emisoras un total de cero apariciones televisivas. El libro no se mencionó ni en la radio ni en la televisión públicas y se me informó que una cadena de librerÃas vetaba mi aparición en sus dependencias “por razones de seguridadâ€?.
Asà pues, el libro parecÃa listo para un entierro inmediato cuando decidà publicar una carta en Internet en la que referÃa todo por lo que habÃa pasado. Denunciaba que en esta nueva era de represión, las palabras se antojaban tan peligrosas como terroristas y pedÃa a los lectores que compraran el libro para no dejar que quedaran sepultadas.
En pocas horas se vendieron los 50.000 ejemplares. Al dÃa siguiente, Estúpidos hombres blancos era número uno en la lista de Amazon.com. HarperCollins se hallaba en estado de choque. ¿Cómo era posible? Me habÃan dicho que la obra jamás llegarÃa a conectar con el pueblo norteamericano.
Al quinto dÃa, el libro ya iba por su novena reimpresión. La editorial no daba abasto. Se colocó en el primer puesto de la lista de libros más vendidos del New York Times y de las del resto del paÃs. Durante meses no fue posible encontrar un ejemplar en las librerÃas.
Mientras escribo esto, Estúpidos hombres blancos se halla en su quinto mes como lÃder de todas las listas. Sigue sin haber recibido publicidad alguna en los periódicos, y yo sólo he aparecido en dos programas de televisión: uno que se emite hacia la una de la madrugada y otro que empieza a las siete de la mañana.
El ostracismo mediático no ha surtido el menor efecto. El público estadounidense, al que los medios pintan más burro que un canasto, ha demostrado que sabe estar a la altura de las circunstancias, y no hay más que agradecérselo a George W. Bush. Sus acciones desde aquel mes de septiembre han estremecido a todo americano pensante. Este libro ha vendido más ejemplares que ningún otro tÃtulo de no ficción en Estados Unidos este año. La última noticia que tuve es que iba camino de su 25ªimpresión. Animo, ciudadanos de este hermoso planeta: puede que, después de todo, haya todavÃa esperanza para nosotros, los americanos.
Este fragmento pertenece a la “Introducción a la edición inglesaâ€? de Estúpidos hombres blancos, el libro de Michael Moore que Ediciones B distribuye en estos dÃas en Buenos Aires. |