Entrevista a Jorge Riechmann: ¿Hacia dónde vamos? Ecología y decrecimiento
Corsario Rojo, nro. 1, primavera austral 2022, sección Al Abordaje
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Verano boreal de 2022, en Cercedilla y el camping de La Nava (Pinares Llanos, cerca de Madrid)
Corsario Rojo (CR): Desde Argentina es difícil calibrar el alcance, la importancia y las consecuencias posibles del altercado policial/judicial en el que usted, junto a otras personas, se ha visto envuelto recientemente. Nos parece un tema en modo alguno menor…
Jorge Riechmann: En realidad se trata de dos acciones no violentas de desobediencia civil (contra la tragedia climática que va desplegándose en nuestro siglo, que yo llamo desde hace algunos años el Siglo de la Gran Prueba) que en mi caso han dado lugar a dos detenciones, estos últimos años. Por una parte, el 7 de octubre de 2019 unos trescientos activistas y militantes cortamos el tráfico rodado en una de las principales avenidas de Madrid (al lado de Nuevos Ministerios) y aguantamos la presión de la policía durante una hora y media aproximadamente. Ahí nos detuvieron a tres personas (hubo además 180 identificaciones), y nos enviaron después al juez de instrucción con acusaciones falsas.
Se nos acusa de resistencia grave a la autoridad (artículo 550 del Código Penal español), lo que contempla castigos con penas de prisión de uno a cuatro años y multa de tres a seis meses. Toda nuestra «resistencia» consistió en tratar de que no nos lesionaran al retirarnos del puente ocupado –algunos compañeros y compañeras sí que sufrieron daños, incluso con algún hueso roto–. No es para tomárselo a broma, desde luego, porque el juez de instrucción (siguiendo instrucción de Fiscalía) decidió dar curso a la acusación y ordenó la apertura de juicio oral. (Del que aún estamos pendientes: estos procedimientos son lentos, y la pandemia de covid-19 los ralentizó aún más). Tengo opción de acabar en la cárcel por esa protesta pacífica.
Sucede que tras el aumento de conflictividad social que suscitó la crisis económica que arrancó en 2008, muchos países (España entre ellos) endurecieron sus leyes para desalentar las protestas, mediante reformas de la legislación penal y/o introduciendo legislación específica (en España la llamada “ley Mordaza”: desde que entró en vigor el 1° de julio de 2015 y sólo hasta 2020, se impusieron un total de 1.155.727 sanciones que suman 815 millones de euros, y la cuenta sigue después: la ley está en vigor). Por otra parte, uno es bien consciente del privilegio que supone vivir dentro de un orden político que quiere ser un estado de derecho, aunque siempre le falte bastante para ello, si lo comparamos con el tipo de represión de las protestas que encontramos en sistemas más autoritarios. Nuestra represión es poca cosa comparada con los más de 1.700 ecologistas asesinados en un decenio en países del Sur global, con Brasil y Colombia a la cabeza (informe Global Witness 2022).
En realidad, el asunto tendría un aspecto un poco chusco. El mismo art. 550 de nuestro Código Penal estipula que “se considerarán actos de atentado los cometidos contra los funcionarios docentes o sanitarios que se hallen en el ejercicio de las funciones propias de su cargo, o con ocasión de ellas”. Ahora bien, yo soy un funcionario docente, y cabría argumentar que, como profesor universitario de ética y filosofía política, al protestar contra el ecocidio y genocidio climático que se está urdiendo me hallaba en el pleno ejercicio de las funciones propias de mi cargo (algunas de mis estudiantes participaron en la protesta, codo con codo y mostrando un coraje ejemplar). Así que el delito lo habrían cometido más bien los policías que me detuvieron, no yo… Aquí aparece un conflicto interesante, aunque me temo que no resultará sencillo convencer al juez o jueza de lo acertado de este punto de vista.
La segunda acción tuvo lugar el 6 de abril de 2022. Doy un recorte de prensa que explica el asunto: “Decenas de manifestantes –más de un centenar según la organización–, en su mayoría científicos, se han sentado frente a la fachada principal del Congreso gritando consignas como No hay planeta B o Sin planeta no hay futuro, mientras que otros concentrados portaban una pancarta que decía: Alerta roja.
Escuchad a la ciencia. Desde la entidad han explicado en un comunicado que ‘la sangre roja que se ha derramado simboliza el estado de trágica emergencia que establece el sexto informe del IPCC que, de no actuar, nos lleva a una senda suicida para la humanidad’. Ahora bien, ‘esta sangre falsa y biodegradable no ocasionará daño ni perjuicio material alguno, al contrario de la criminal inacción climática actual de los gobiernos’, han agregado. La acción transcurrió con el pleno del Congreso en marcha y cerca de la mitad de los miembros del Gobierno dentro del hemiciclo. El presidente del Ejecutivo, Pedro Sánchez, había salido del edificio pocos minutos antes y, tras lo ocurrido, en los pasillos de la Cámara baja se comentaba un posible fallo de seguridad. De hecho, el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, salió del hemiciclo para ser informado por la comisaria del Congreso de lo ocurrido en las afueras del edificio. Los policías que estaban en la escalinata también resultaron manchados de la pintura y comprobaron que se quitaba fácil sólo con agua”, según apuntaron los agentes a Servimedia” (La Vanguardia/Agencias: “Activistas contra la inacción climática arrojan pintura roja en la fachada del Congreso”, La Vanguardia, 6 de abril de 2022).
Como se ve, otra acción de desobediencia civil no violenta. En este caso nos detuvieron a una quincena de personas, de nuevo con acusaciones falsas, la más importante de las cuales remite al artículo 497 del Código Penal: perturbación grave de las sesiones del Congreso (pena de prisión de seis meses a un año). Esto irá a un juez o jueza de la Audiencia Nacional (es una cuestión de procedimiento –competencias sobre el delito contra Altas Instituciones). Lo normal sería que se archivase el procedimiento por no existir la comisión de delito alguno. Pero estamos muy lejos de encontrarnos en un mundo normal, y las estrategias de lawfare contra adversarios del (des)orden vigente (o personas que son percibidas como tales) resultan cada vez más rudas y desacomplejadas.
De manera que si las cosas fueran muy mal tengo opciones, entre el juicio anterior aún pendiente (aquella protesta climática del 7 de octubre de 2019) y lo que se siga de esto de ahora en 2022, a pasar varios meses (o algún año) en la cárcel. Ningún deseo de que eso suceda, pero al mismo tiempo ninguna preocupación.
Por una parte, quienes hemos protestado en esas acciones estamos cumpliendo deberes básicos de ciudadanía. Para llegar a la cita previa a la acción del 6 de abril en el Congreso, tenía yo que atravesar caminando el Parque del Retiro. Iba valorando la situación, temiendo que hubiese quizá detenciones y acabásemos en los calabozos de la gran Comisaría de Moratalaz, pasando revista a lo que debíamos hacer y evitar en una acción de desobediencia civil como la que iba a tener lugar apenas una hora después… Y veía a gente haciendo deporte. Jubilados andando rápido o corriendo, un piragüista en el gran Estanque, un joven practicando artes marciales… Cuidar el cuerpo está bien, sí. Pero ¿cuidar el cuerpo para qué? Y sentía yo una gran serenidad al pensar que mi vida, como la de las y los otros activistas a cuyo encuentro iba, estaba justificada. En un mundo donde casi nada tiene sentido, nuestras vidas sí lo tienen. La desproporción entre lo que habría de lograrse y nuestras flacas fuerzas es enorme, pero al menos lo que hacemos se orienta bien. Sentimos quizá ecoangustia, pero al menos no la triste angustia del sinsentido existencial.
Por otro lado, ya Thoreau señaló que, en una sociedad injusta, el lugar para un ser humano que aspira a la justicia será en muchas ocasiones la cárcel. Uno intuye que quizá la prisión fuese un espacio de serenidad en un mundo cuyas dinámicas se aceleran para llevarnos hacia futuros infernales. Podría uno decirse a sí mismo: “bueno, hice casi todo lo que pude por evitar este horror”. En medio de las luchas de los años 1960, escribía el poeta gallego Uxío Novoneyra: “da vergüenza estar vivo”. En la cárcel ¿sentiría uno, quizá, menos vergüenza de estar vivo?
Aprovecho esta entrevista para agradecer públicamente el valiosísimo trabajo del colectivo de abogadas y abogados de Legal Sol (una de las buenas herencias del 15-M), que nos defienden con asistencia jurídica gratuita en estos casos de detenciones y juicios (y muchos otros similares).
CR: El primero de mayo de 2020, en medio de la gran encerrona planetaria impuesta para luchar contra el SARS-CoV-2, usted dio a conocer un manifiesto –La necesidad de luchar contra un mundo virtual– firmado junto a Adrián Almazán y trescientas personas más. ¿Podría contarnos los entretelones de la redacción de ese texto: ¿quiénes, cómo y por qué lo redactaron y dieron a conocer en ese momento, nada menos?
JR: La iniciativa venía de Francia, donde hay minorías más conscientes de los lados oscuros de la tecnociencia que en mi propio país. El colectivo francés Écran total redactó el texto; Adrián Almazán (un joven amigo y colaborador mío, cuya tesis doctoral tuve el gusto de dirigir hace algunos años) y yo mismo lo tradujimos, y junto con compañeras del Grupo de Investigación Transdisciplinar sobre Transiciones Socioecológicas (GinTRANS) introdujimos algunos pequeños matices.
Nos pronunciábamos en ese texto, efectivamente, contra la “doctrina del shock digital”, señalando el riesgo de que una parte de los buenos propósitos para el día después de la pandemia estuviesen siendo ya de facto neutralizados por la aceleración de los procesos de digitalización e informatización. Proponíamos, en esa primavera de 2020, un boicot explícito y masivo a las diferentes aplicaciones móviles que, bajo la premisa de la lucha contra la covid-19, apuntaban a la instalación efectiva de un seguimiento generalizado de la población: un “Gran Salto Adelante” en el “capitalismo de la vigilancia” contra el que vienen advirtiendo Shoshana Zuboff, Marta Peirano y otras investigadoras. En el texto mostrábamos cómo ese tipo de aplicaciones son el ejemplo paradigmático de nuestra fascinación ante la tecnología, que se va convirtiendo en dependencia total de ella.
El neurocientífico alemán Manfred Spitzer habla de demencia digital (su libro homónimo lo publicó en España Eds. B en 2013): así como los seres humanos podemos padecer, sobre todo cuando envejecemos, diversas formas de demencia incapacitante, el capitalismo senil nos inunda con tanta información que olvidamos lo esencial y perdemos la capacidad de priorizar de acuerdo con nuestros verdaderos intereses a largo plazo. El actor español José Sacristán ha evocado en varias ocasiones cómo el tío Tomás, un viejo sabio y analfabeto de su pueblo, solía decir: lo primero es antes. Pero nuestras sociedades, muy desorientadas, no son capaces de priorizar lo más importante… ¡No vemos que lo primero es antes!
La instantaneidad superficial de los continuos intercambios virtuales degrada nuestra capacidad de atención: cada vez nos cuesta más, por ejemplo, sumergirnos en un texto extenso (por importante que sea), comprenderlo de verdad, dialogar con él. Se impone la desinformación por sobreinformación y acabamos sepultados bajo un alud de nimiedades digitales. Una de las causas profundas de la incapacidad de nuestras sociedades para reaccionar adecuadamente frente a las amenazas existenciales que afrontamos (comenzando por la tragedia climática) se encuentra en esta generalizada demencia digital (véase Ellen Kositza, “Siete horas y catorce minutos: Manfred Spitzer sobre la demencia digital”, Rebelión, 18 de febrero de 2022).
Internet, la gran promesa de inteligencia colectiva, nos extravía en la trivialidad, la gresca y la desatención. Está funcionando en la superficie sobre todo como un multiplicador del ruido, mientras que en el trasfondo vemos afianzarse una red de dominación más tupida y compleja de lo que nunca pudieron soñar las tiranías del pasado (incluyendo las distopías orwellianas del siglo XX). Las NTIC (Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación) van traduciéndose en fetichismo tecnológico, consumismo ininterrumpido, aislamiento social y debilidad política. Y sumándoles el “internet de las cosas” aparece ese horizonte de tiranía integral que no vemos, cegados –como los niños en los cuentos– por la promesa de superpoderes. Se diría que Prometeo no ha sabido qué hacer consigo mismo…
CR: Poco después dio a conocer “Decrecer, desdigitalizar – 15 tesis”, un extenso y muy documentado texto (que reprodujimos en Kalewche) donde argumenta tanto contra la viabilidad energética de un mundo fuertemente «virtualizado» como contra su deseabilidad ética, política y social. La asociación “verde y digital”, hoy tan en boga, le parece a usted una contradicción flagrante. Para el común de los mortales, sin embargo, un celular parece consumir poca energía, y una reunión por Meet o por Zoom parecería más barato y menos costoso energéticamente que un viaje para un encuentro «presencial»: ¿dónde está la trampa?
JR: La dinámica más importante para nuestras sociedades, ya desde hace algunos decenios, es la extralimitación ecológica, que está poniendo en entredicho la habitabilidad del planeta Tierra para nuestra especie (y muchísimas otras especies, claro está). Lo más obvio es la tragedia climática, pero hay muchos otros aspectos de la degradación en curso. Por ejemplo, impresiona constatar que hoy el agua de lluvia no es en rigor ya potable en ningún lugar del mundo por contener altos niveles de PFA (SPP en castellano: Sustancias Perfluoroalquiladas y Polifluoroalquiladas, o Per- and Polyfluoroalkyl Substances en inglés), sustancias que son cancerígenas, hepatotóxicas, inmunotóxicas, y tóxicas para la reproducción, el desarrollo y el comportamiento (véase Ian T. Cousins y otros, “Outside the safe operating space of a new planetary boundary for Per- and Polyfluoroalkyl Substances”, Environmental Science and Technology, 2 de agosto de 2022).
Así pues, debemos interrogar todos los desarrollos socioeconómicos y tecnológicos en relación a este enorme asunto de la crisis ecosocial y la extralimitación. A menudo nos cuesta hacerlo a las izquierdas, porque estamos acostumbrados a prestar atención, sobre todo, a las cuestiones de desigualdad social (que son importantísimas –pero ¡no agotan el campo de nuestros problemas!). Necesitamos ver con claridad lo que está en juego (y no a largo plazo): la habitabilidad de la Tierra, la misma extinción de la especie humana.
De manera que hemos de evaluar cada tecnología no en función de cómo encaja en el imaginario de progreso capitalista que hoy prevalece, sino a partir de criterios económico-ecológicos muy básicos: cuáles son sus requisitos metabólicos (uso de materia y energía), en qué medida contribuye o no a contrarrestar la extralimitación ecológica, cuál es el contexto sociotécnico de cada chisme en particular. Teniendo además en cuenta las trampas de la ecoeficiencia, la paradoja de Jevons y los ciclos de vida completos.
La eficiencia, en general, es una buena cosa. Es valioso ser más eficientes a igualdad de las demás circunstancias (esa importante cláusula limitativa que encontramos a menudo en ciencias sociales). Y la ecoeficiencia también es valiosa: el hacer más con menos es una buena idea. Pero si uno solamente apuesta por estrategias de eficiencia y ecoeficiencia dentro de la dinámica general de nuestras sociedades capitalistas, casi siempre lo que se gana con esa eficiencia se lo come el aumento de consumo que se produce dentro de esa misma dinámica. Eso es lo que los economistas, desde hace más de un siglo, conocen como “efecto rebote” o “paradoja de Jevons”. Podemos ser cada vez más eficientes y al mismo tiempo más insostenibles: y eso hace que una estrategia de eficiencia, sin más, en realidad no nos lleve muy lejos.
Si aplicamos esta clase de análisis a los procesos de digitalización, si nos preguntamos por la “mochila ecológica” oculta de cada cachivache electrónico y cada proceso informático, vemos que las NTIC (que están funcionando sobre todo como aceleradoras del capitalismo) no salen bien paradas… La economía digital, como ha señalado José Bellver, esconde tras de sí unas cargas ecológicas importantes que cabe encontrar en dos frentes: importantes requerimientos de energía y materiales para su fabricación y uso, y por otra parte residuos tóxicos “desde la cuna hasta la tumba” de su ciclo vital (remito a su artículo “Costes y restricciones ecológicas al capitalismo digital”, en PAPELES de relaciones ecosociales y cambio global n° 144, 2019).
Una fantasía básica de nuestra época es que el crecimiento exponencial de las tecnologías digitales sobrecompensará el descenso energético y los demás límites biofísicos… Y es pura fantasía –pese a que el orden existente se apoya en ella. Gustave Flaubert anotaba en su Sottisier las tonterías, tópicos, estupideces e irreflexiones que conformaban la parte peor del sentido común de la Francia de su época (esto desembocó, como se sabe, en la segunda parte de Bouvard et Pécuchet). La tesis de la digitalización imparable e irreversible, las “islas que pronto serán sepultadas por océanos digitales”, conviene anotarla en nuestro sottisier del siglo XXI.
CR: En las 15 tesis coloca usted ya en el propio título al decrecimiento, un concepto sobre el cual, en elpasado, había expuesto reparos (no un rechazo abierto, pero sí algunos reparos), prefiriendo hablar de lo que llamaba usted “ecosocialismo descalzo”. ¿Ha habido un cambio en su perspectiva, así sea de matiz, en relación al decrecimiento?
JR: Bueno, mi ecosocialismo descalzo significa básicamente ecosocialismo decrecentista. La tensión estaría más bien entre lo que cabría llamar “ecosocialismo clásico” (que era también el mío hacia 1990, por ejemplo) y decrecimiento. ¿Qué ha variado? Sobre todo, el rápido empeoramiento de nuestra situación ecológico-social. Dado que estamos más allá de los límites (overshoot), toca decrecer. Había ciertos márgenes de acción hace tres o cuatro decenios de los que ahora ya no disponemos.
Por otra parte, después de que una de las organizaciones a las que pertenezco y que más respeto y aprecio, Ecologistas en Acción, aprobase en su IV Congreso (Valencia, diciembre de 2008) una importante línea de trabajo sobre decrecimiento (con la fórmula de que decrecer es “producir valor, libertad y felicidad reduciendo significativamente la utilización de materia y energía”), yo depuse algunas reservas que aún abrigaba contra el concepto.
El ideario del decrecimiento ha sido impulsado en Francia desde hace dos decenios por autores como Serge Latouche, Vincent Cheynet, François Schneider, Paul Ariès; o Carlos Taibo en España. La parte absolutamente sensata e irrenunciable del decrecentismo es la disidencia de la huida hacia delante: resulta imposible el crecimiento ilimitado dentro de una biosfera finita. Una economía que crece al 3% (lo que nuestros productivistas consideran el mínimo deseable para que el sistema funcione medio bien), ¡se dobla en 23 años, y en apenas 78 años se multiplica por diez! El desarrollo capitalista es una revuelta contra el principio de realidad. Como sugería Joaquim Sempere (en “Decrecimiento y autocontención”, Ecología política nº 35, 2007), “la duda no está en si habrá o no decrecimiento, sino en si será deliberado y más o menos programado según pautas consensuadas (…) o si se impondrá al margen de la intervención consciente de la humanidad, caóticamente y en un contexto de lucha darwinista de todos contra todos”. Es lo que luego autores que escriben en inglés como Giorgos Kallis o Jason Hickel formulan como degrowth by disaster or by design (decrecimiento por desastre o por diseño).
Pero, si nos damos cuenta, esa denuncia de la locura de pensar que es posible el crecimiento indefinido dentro de una biosfera finita no la ha inventado el decrecentismo: forma parte de las tesis básicas de los movimientos ecologistas desde los años sesenta y setenta del siglo XX. Yo diría que lo mismo pasa con muchos otros temas del decrecimiento: son variaciones y reelaboraciones sobre asuntos que desarrolló el ecologismo mucho tiempo antes.
Un aspecto que puede resultar problemático en las propuestas de decrecimiento es que a veces se centran demasiado exclusivamente en la esfera del consumo; en la idea de reducción de los consumos. La posible trampa es el simple consumerism: una ideología ciudadanista de transformación a través del consumo responsable individual.
No es que no nos haga falta actuar sobre la esfera del consumo, y en toda esa dimensión cultural y simbólica que tiene un peso tan grande en las sociedades productivistas y consumistas contemporáneas. Nos hace falta, pero no basta con eso. Hay toda una dimensión de transformaciones institucionales y estructurales que solamente se pueden abordar, no desde las iniciativas individuales e individualizadas de cambios en los consumos y estilos de vida, sino desde la acción colectiva para transformar los parámetros básicos del sistema. Por decirlo de una manera clara: no nos hace falta solamente disminuir nuestro consumo individual de carne y de pescado (que nos hace falta; nos hace falta autolimitación en este terreno), sino que nos hace falta también socializar la banca.
Consumo y producción van de la mano. Productivismo-y-consumismo-y-extractivismo: producir más para consumir más para producir más para… Otra forma de verlo: producir por producir y consumir por consumir.
La rueda que mueve la máquina infernal está oculta detrás del vistoso primer plano: es la acumulación de capital. Nos oponemos al productivismo-consumismo-extractivismo (producción por la producción acoplada con el consumo por el consumo), y no puede obviarse la dimensión de los cambios estructurales que son necesarios. No podemos descuidar esos objetivos institucionales y estructurales para privilegiar sólo estrategias de modificación de los hábitos de consumo.
Ése es un riesgo de las propuestas de decrecimiento, y tenemos que ser conscientes de ello. De ahí que sigan estando a la orden del día las nociones de ecosocialismo (descalzo) y ecofeminismo (de subsistencia), que nunca han descuidado aquellas dimensiones estructurales.
Un texto breve e interesante para reflexionar sobre estas cuestiones es “Concretando el decrecimiento” de Luis González Reyes (en la revista Éxodo, 11 de julio de 2022). Remito también a la nueva edición del Manifiesto ecosocialista de 1990 que preparé junto con dos jóvenes colaboradoras, Irene Gómez-Olano y Amanda Subiela Mathiesen (publicado en Libros de la Catarata, Madrid, 2022), y que incluye algunos textos recientes básicos para el diálogo entre ecosocialismo y decrecimiento (textos de Joaquim Sempere, Facundo Nahuel Martín, Timothée Parrique, Giorgos Kallis, Michael Löwy y otros).
Lo queramos o no, por las buenas o por las malas, habrá decrecimiento material y energético –insiste por ejemplo Yayo Herrero–. Y entonces, o vamos a políticas de redistribución e igualdad social, o nos adentraremos aún más en un mundo caníbal, crecientemente fascistizado.
CR: Plantea usted que siempre que algo lo pensamos como irreversible, lo más probable es que nos equivoquemos, y que es un error pensar que la digitalización es irreversible. A la mayoría de las personas les cuesta pensar que ciertas cosas son reversibles (la agricultura, se podría decir, ha sido irreversible, al igual que el Estado). Más en concreto, cuesta pensar que la industria y la digitalización vayan a retroceder. ¿Qué podría decirnos sobre esto?
JR: Necesitamos pensarnos, no ya en la longue durée de algunos siglos que proponían historiadores como Fernand Braudel, sino en la Big History de una humanidad enmarcada en la historia de la Tierra (¡4.500 millones de años!) y el cosmos. ¿La desigualdad social es reversible? En términos de historia de la especie, es un fenómeno reciente. Homo sapiens sapiens existe desde hace más de 150.000 años. Hasta hace cinco mil años aproximadamente, vivimos primero en grupos de cazadores-recolectores, y luego en aldeas de agricultores y pastores, sin apenas desigualdades sociales. (Sólo algo de división sexual del trabajo; nada comparable al patriarcado que vendría después.) Lo podemos llamar “comunismo primitivo”, o de otra manera si se prefiere.
Luego, hace aproximadamente cinco mil años, aparece el fenómeno de la desigualdad: se desarrollan el patriarcado, las ciudades, las estructuras estatales, los ejércitos permanentes, las élites que se apoderan de los excedentes que producen los de abajo… Sirva como ejemplo cercano la cultura de El Argar, que se desarrolla entre 2.200 y 1.550 AEC (inicios de la Edad del Bronce en Europa), asentada en la actual región de Murcia, en España. Los arqueólogos coinciden en que se trata de la primera sociedad dividida en clases en la Península Ibérica, identificando tres estratos: la clase dominante, aproximadamente un 10% de la población; un 50% de individuos con ciertos derechos político-sociales; y un 40% de personas en régimen de servidumbre o esclavitud. Las ciudades amuralladas de El Argar desaparecieron sin dejar otros rastros que los arqueológicos o bien “por un agotamiento de los recursos naturales que la sustentaban (…) o por una gigantesca revolución popular que arrasó todas sus ciudades a causa del insoportable yugo de la clase dirigente, la tenedora del armamento, los recursos y las vidas” (escribe el periodista Vicente G. Olaya).
Bueno, no porque los fenómenos de esclavitud, servidumbre, trabajo asalariado y otras formas de dominación social tengan cierto recorrido histórico vamos a pensar que son irreversibles, ¿verdad? Con mayor razón todavía para los fenómenos de industrialización y digitalización. Si sus presupuestos materiales y energéticos flaquean, ¿cómo pensar que no van a retroceder? Como decimos muchas veces: con unapatronal o con un gobierno o con un Estado Mayor de las fuerzas armadas cabe negociar; pero el contenido en litio de la corteza terrestre, o la segunda ley de la termodinámica, no son negociables.
Hoy ya no podemos pensar en una sociedad industrial de alta tecnología para ocho o diez mil millones de seres humanos. Una economía de subsistencia modernizada poscapitalista está aún a nuestro alcance, y daría lo bastante para satisfacer las necesidades básicas de todas y todos, y posibilitar formas de plenitud vital con poca huella ecológica. Creo que, en Europa, debería inspirarnos la estupenda consigna de vivir sabroso (en la Colombia de Francia Márquez y Gustavo Petro) en ese sentido (ecosocialista decrecentista).
CR: Permítanos colocarnos en el rol de abogado del diablo. Hay al menos una objeción que se podría formular a lo que usted sostiene. Lo que el capitalismo demanda es el crecimiento de la economía en términos de valor, no necesariamente en términos de bienes materiales absolutos o de energía. De hecho, una paradoja de nuestros tiempos es que la economía global tiene dificultades para conseguir tasas de crecimiento (medido en valor) del 3%, pero las consecuencias de su crecimiento material son terribles. Ahora bien: ¿no se podría conseguir un crecimiento en valor junto a un decrecimientoeconómico material?
JR: Lo que ustedes están evocando es el debate en torno a la desmaterialización de la economía capitalista, que lleva varios decenios en curso. Es ciertamente una posibilidad teórica que se ha plasmado en algunas propuestas interesantes: “factor 4” y “factor 10” (aquí podemos remitir a los trabajos del Instituto Wuppertal en Alemania, entre otros), vender servicios en lugar de productos, etc. Pero a ese capitalismo ideal, que emprendería una senda de desmaterialización, nunca nos hemos acercado y todo indica que tampoco lo haremos en el futuro. Es una cuestión empírica: no sólo no hay evidencias que apoyen la existencia de una economía de crecimiento desacoplada de las presiones medioambientales que se acerque a lo que se necesitaría para lidiar con la crisis ecosocial (incluyendo la crisis climática), sino que parece inverosímil que ese desacoplamiento se pueda dar en un futuro.
El informe de 2019 Decoupling Debunked es muy convincente a ese respecto (https://eeb.org/wp-content/uploads/2019/07/Decoupling-Debunked.pdf). En España, uno de nuestros mejores economistas ecológicos, el profesor Óscar Carpintero (Universidad de Valladolid), ha argumentado poderosamente contra la tesis de la desmaterialización: recomiendo sus trabajos al respecto.
Es el mundo del «como si»: el capitalismo verde no llegará a existir, pero hagamos como si fuese posible. No habrá desacoplamiento entre crecimiento económico e impactos ambientales, pero obremos como si lo contrario fuese cierto. La transición energética implica usar menos energía, pero finjamos que la sobreabundancia energética va a prolongarse. Las ilusiones del neoliberalismo progresista… con las que comulga también casi toda la izquierda.
CR: Atrapada entre el descenso/agotamiento de los combustibles fósiles, por un lado, y el cambio climático, por el otro, la humanidad afronta desafíos inéditos. Muchos creen que estamos al borde de un colapso civilizatorio, e incluso que el colapso ya ha llegado. Usted considera que estamos en el “Siglo de la Gran Prueba”. ¿Es adecuado pensar en términos de colapso? Y en tal caso, ¿cómo deberíamos definirlo?
JR: En España, recientemente, se ha levantado cierta polémica por un artículo de Clemente Álvarez sobre «colapsismo» (“El discurso del colapso divide a los ambientalistas”, El País, 9 de agosto de 2022). Intervinieron con largos hilos en Twitter Antonio Turiel, Emilio Santiago Muíño, Héctor Tejero, Luis González Reyes y otras personas.
Yo mantengo desde hace varios años mi personal debate sobre este asunto, sobre todo con Emilio Santiago Muíño, un joven amigo que se considera en cierta forma discípulo mío, pero cuyas posiciones divergen bastante de las que yo mantengo (desde hace algunos años, cuando él dio un giro que le ha hecho privilegiar la política institucional y sostener las bondades políticas de un Green New Deal).
Con ocasión de este intercambio reciente a raíz del artículo de Clemente Álvarez pregunté a Emilio: un mundo de apartheid con genocidio –digamos, eliminar a cinco o seis mil millones de personas en unos pocos decenios–, donde la mayor parte del planeta Tierra fuese ya inhabitable, ¿no lo llamarías colapso? Y me contestó que no. Que eso sería una pesadilla moral inenarrable, pero semejante mundo de apartheid ecológico y ecofascismo no sería el colapso, aunque fuese horrible (y que tal desenlace, por otra parte, le parecía más probable que un derrumbe).
Es curioso. Situado ante uno de los famosos escenarios del informe The Limits to Growth de 1972, que Emilio conoce muy bien y cuya dinámica básica siempre hemos descrito como extralimitación seguida de colapso, uno tiene la impresión de que hoy, para él, mientras siga habiendo ejércitos regulares capaces de combatir, ¡prohibido hablar de colapso! Todo se subordina a (tratar de) alcanzar el gobierno del Estado…
Bueno, lo menos que podemos decir es que el concepto de colapso que maneja Emilio es muy sui generis.
CR: Sin duda, sin duda. Pero cuando se hacen esas previsiones catastróficas (permítame usar la palabra) ¿no hay un margen de error importante? En un reciente escrito incluido en su libro Las ilusiones renovables, José Ardillo realiza un ejercicio de especulación histórica en el que analiza, entre otras cosas, lo inverosímil que le hubiera parecido a un militante ecologista de los años setenta enterarse que el mundo actual contiene ocho mil millones de seres humanos. Imaginar el peor escenario no siempre es lo más sensato, aunque claro, descartar escenarios muy malos puede ser incluso peor. ¿Podemos hallar un equilibrio?
JR: Expliqué con cierto detalle (en mi libro Otro fin del mundo es posible) que el futuro está abierto enmuchos sentidos, y que no tenemos ni tendremos bola de cristal para adivinar la evolución de sistemas complejos como las sociedades humanas. Pero eso no implica que todas las trayectorias sean posibles a partir de cierto momento de cierto desarrollo: y por desgracia tenemos, creo, buenas razones para pensar que, estando donde estamos en 2022, no lograremos evitar desenlaces catastróficos.
El dramaturgo español Juan Mayorga decía, en una entrevista reciente, que no era pesimista porque “cuando el pesimismo nos lleva al fatalismo y, finalmente, a la resignación deviene reaccionario, porque parece que no hay nada que hacer”. Pero no vayamos tan deprisa: el pesimismo no tiene por qué conducir a ningún fatalismo. El pesimismo activo sabe que siempre tenemos margen de acción (y que éste suele ser mayor que el que muchas veces nos permitimos percibir). No obstante, hoy –en nuestro tiempo de Gran Desproporción– la cuestión difícil es: lo que deberíamos hacer, ¿podemos hacerlo? Es decir, por ejemplo, somos capaces – desde Ecologistas en Acción Sierras– de bloquear la urbanización de una parcela en la ladera de La Peñota (en Los Molinos, en la zona de influencia del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama): se trata de una pequeña victoria que hemos logrado recientemente. Pero reducir de forma drástica las emisiones de GEI (Gases de Efecto Invernadero) de la sociedad española en un lustro o dos ¿está a nuestro alcance?
Siempre tenemos margen para actuar (lejos de mí ningún fatalismo): pero esa capacidad de acción ¿es conmensurable con los cambios de la magnitud necesaria, en los plazos temporales disponibles?
Probablemente se nos agotó el tiempo. Si pensamos en términos de transiciones ecosociales, sabemos que los cambios infraestructurales requieren décadas (transformar la matriz energética en primer lugar), y sabemos que los cambios culturales, “superestructurales” si se quiere, requieren décadas (transformar la cultura productivista, extractivista y consumista en primer lugar). Y no sólo eso: no es que la sociedad se halle convencida de la necesidad de esa metamorfosis y el camino esté expedito para avanzar, sino que nuestras sociedades están muy desorientadas y enfrente tenemos un capitalismo senescente y caníbal que defiende sus posiciones con uñas y dientes.
¿De cuánto tiempo disponemos todavía? “Nunca es tarde para evitar el colapso”, dice Antonio Turiel tratando de animar al personal, “pero el primer paso es asumir que tienes un problema”. Pero, por supuesto que a partir de ciertos puntos críticos, en una trayectoria de colapso, resulta imposible evitar el desenlace.
Dicho lo cual: cuando discuto con amigos como Emilio en los términos que antes evocaba, siempre comienzo y termino diciendo que ojalá sea yo quien se equivoque con esa clase de previsiones sombrías.
En todo caso, hablar de “catastrofismo” como si fuese una especie de subgénero literario, en vez de atender en detalle a qué está pasando con el clima, la energía, la trama de la vida en el planeta Tierra, es de una frivolidad que corta el aliento; pero así está funcionando la vida cultural de esta sociedad.
Ya he contado alguna vez aquel encuentro en un pasillo de la Universidad de Barcelona, hacia 1991. Dos de mis estudiantes charlaban animados entre sí, sin darse cuenta de que yo estaba al lado, y al final se despidieron: “Bueno, vamos a la clase de catastrofismo del profesor Riechmann”. “Catastrofismo” era entonces –entonces, cuando aún era posible, quizá, evitar la catástrofe– explicarles The Limits to Growth (1972) y darles algunas herramientas para entender el mundo en que vivían (incluyendo historia del feminismo, en aquel curso sobre crisis de civilización).
Nuestra reacción como sociedad ante las malas noticias que transmiten los movimientos ecologistas era, entonces como hoy, ponernos una buena venda delante de los ojos. Y cuando las cosas empeoran, una segunda venda más tupida, o una tercera si hace falta…
Por no ser capaces del movimiento del “menos” (decrecimiento) es por lo que estamos destruyendo las perspectivas de vida civilizada (quizá de vida humana a secas), dañando a las demás formas de vida y degradando de forma radical la biosfera. Es el tremendo proceso donde nos hallamos. Los procesos destructivos globales (el “cambio global”) son de tal magnitud, y tienen tanta inercia, que lo que hagamos a partir de ahora probablemente ya no podrá evitar un planeta Tierra convertido parcial o totalmente en infierno (para los seres humanos y para muchos seres no humanos: la perspectiva cambia mucho no sólo cuando salimos del cortoplacismo, sino cuando cuestionamos el marco antropocéntrico). Estamos hablando del calentamiento global, la acidificación de los océanos, el desmoronamiento de los ecosistemas, la Sexta Gran Extinción… Ay. ¿A qué cabe llamar colapso social? Creo que lo plantea bien Luis González Reyes: una pérdida de la complejidad social rápida en términos históricos (aunque lenta en plazos vitales). Y esta complejidad se puede medir mediante cuatro indicadores: población (número de personas), interconexión entre las personas, nivel de especialización social e información que fluye por la sociedad.
En fin, diría que sí, que afrontamos perspectivas de colapso, que ya perdimos las opciones de “buenas” transiciones ecosociales y que la perspectiva debería ser ahora colapsar mejor.
CR: Es muy interesante este planteo. Permítame que le pida precisiones. Sé que hacer previsiones de futuro es arriesgado, pero quizá podamos tomar una vía alternativa. Me explico: si parece francamente absurdo negarse a hablar de colapso ante “un mundo de apartheid con genocidio donde la mayor parte del planeta Tierra fuese ya inhabitable”, ¿no sería también exagerado hablar de colapso ante situaciones menos dramáticas? Por ejemplo, Carlos Taibo ha dicho que sería absurdo hablar de colapso en Gaza: ellos viven ya en el colapso. Supongamos un proceso lento en el que muchas poblaciones antaño “prósperas” van pasando a vivir en una situación semejante a la actual en Gaza: ¿debería hablarse de colapso o de decadencia? ¿Y qué cabría a su juicio esperar más probablemente: una situación de genocidio y amplias zonas inhabitables, o más bien algo parecido a la actual Gaza? Y en cualquier caso: ¿en todo el mundo, o en algunas regiones?
JR: Con franqueza: diría que lo más probable (mucho más probable) es el ecocidio con genocidio (y no tanto una situación semejante a la de Gaza). Pero intuir esa clase de desenlaces no debe desanimarnos, sino fortalecer nuestra resolución de hacer cuanto esté en nuestra mano para evitarlos.
Vuelvo sobre una cuestión central: hoy, en un solo día, consumimos unos 7.000 años de la acumulación fotosintética que llevó a la formación de los combustibles fósiles. A medida que va agotándose el inmenso tesoro fósil que ha posibilitado dos siglos de crecimiento económico acelerado (en los países centrales del sistema), las ilusiones se disipan. Al mismo tiempo que los efectos climáticos de esa desacumulación de carbono fósil amenazan con llevarse por delante a la especie humana y tornar el planeta inhabitable para la mayor parte de las otras especies con las que hoy lo compartimos. Cualquier política seria para hacer frente al calentamiento global implica cierta clase de empobrecimiento, por dos vías: dejar bajo tierra la mayor parte de los combustibles fósiles hoy aún existentes, y desviar recursos enormes de inversión hacia la nueva infraestructura energética renovable, que no puede permitirnos usar demasiada energía.
Así que nos empobreceremos colectivamente, o por las buenas o por las malas. Mi propuesta de ecosocialismo descalzo trata de ayudar a que tomemos el camino de “por las buenas”, deshaciéndonos de ilusiones (la abundancia material fue presupuesta para pensar el socialismo de los siglos XIX y XX) e impulsando dinámicas de decrecimiento material y energético, redistribución masiva, educación en la “igualibertad”, relocalización productiva, tecnologías sencillas, agroecología, recampesinización de nuestras sociedades, renaturalización de zonas extensas de la biosfera, cultivo de una Nueva Cultura de la Tierra…
CR: En varias ocasiones se refirió usted elogiosamente al libro Colapso, de Jared Diamond. Tengo el mismo aprecio por esa obra. Sin embargo, la misma ha sido objeto de críticas –de intencionalidad científica– provenientes de investigadores e investigadoras políticamente identificados con la izquierda. Pienso en la obra de Patricia McAnany y Norman Yoffe, Questioning Collapse. ¿Tiene alguna opinión al respecto?
JR: Creo que, con el conjunto de su trabajo (recordemos también El tercer chimpancé, El mundo hasta ayer o Armas, gérmenes y acero), Jared Diamond ha prestado un valioso servicio a la humanidad. Lo cual no excluye, claro, que puedan señalarse errores: merced a esa clase de diálogo avanzamos en el conocimiento…
Por ejemplo, resulta fascinante cómo en los últimos dos decenios se ha dado la vuelta al relato convencional sobre la catástrofe ecológico-social de la Isla de Pascua: la verdad de lo que sucedió parece hoy más cerca de tropelías coloniales que de extralimitación ecológica. A falta de que los científicos terminen de afinar sobre el asunto, recomiendo el capítulo 6 del libro de Rutger Bregman Dignos de ser humanos. Una nueva perspectiva histórica sobre la humanidad (si nuestro lector o lectora está cansada de las sandeces cínicas que constantemente se vierten sobre el “buenismo”, éste es su libro).
El cuestionamiento excesivo de Colapso desde sectores de izquierda me recuerda otra polémica anterior con un esquema similar: los ataques contra Edward O. Wilson en los setenta a propósito de sus tesis sociobiológicas. Tesis que eran excesivas, igual que lo era el exagerado constructivismo social de algunos de sus detractores; pero en la polémica se jugó sucio contra este gran mirmecólogo. Para mal, diría yo, de la cultura de izquierdas, que con esa “cancelación” de Wilson se dificultó a sí misma seguir de cerca sus valiosas aportaciones sobre biodiversidad, biofilia o teoría de la evolución (por ejemplo, sobre selección de grupo, ¡un asunto que debería ser de mucho interés para los biólogos de izquierdas!).
Digámoslo así: cuando Peter Singer reivindicaba, hace ya años, una “izquierda darwiniana” (en el sentido de una izquierda competente y al día en lo que vamos sabiendo a través de las ciencias naturales), básicamente tenía razón. Entre nosotros Manuel Sacristán defendía tesis parecidas, abogando por cierta naturalización de las ciencias sociales, que deberían “asimilar facticidad cosmológica”; es la expresión que empleó en su comunicación al Congreso Mexicano de Filosofía en Guanajuato (México) en 1981. (Aprovecho para recomendar la edición de sus textos sobre ecología y ecologismo que ha preparado Miguel Manzanera: Manuel Sacristán, Ecología y ciencia social, Eds. Irrecuperables, 2021.)
CR: Fin de los combustibles fósiles/cambio climático: es difícil determinar cuál de estas cosas implica desafíos mayores. Sin embargo, aunque de momento las autoridades políticas y las grandes corporaciones privadas siguen haciendo poco o actuando cosméticamente al respecto, uno tiene la impresión de que al menos en el discurso público el cambio climático es ya un tema instalado, no así el agotamiento de los combustibles fósiles. ¿Coincide con esta percepción? Y en caso afirmativo, ¿cómo lo explicaría?
JR: Hay dos verdades que, más que incómodas (Al Gore acuñó aquella expresión de an inconvenient truth), son inaceptables desde la visión del mundo que prevalece. Pero si no nos hacemos cargo de la realidad estamos perdidos.
La primera es que el calentamiento global (más bien hay que hablar de tragedia climática) no significa algunas molestias más para nuestra vida cotidiana (un poco más de calor en verano, disponer de algo menos de agua de lo que solíamos): lo que está en juego son sociedades inviables en una Tierra inhabitable.
Y la segunda es que la crisis energética no tiene ninguna solución que no implique vivir usando mucha menos energía –lo que significa empobrecimiento de algún tipo. No aceptamos que buena parte de lo que hemos llamado «progreso» y «desarrollo» a lo largo de los dos últimos siglos se debe en buena medida a la excepcionalidad histórica de los combustibles fósiles y a la estupefaciente sobreabundancia energética que nos proporcionaron.
No cabe seguir pensando en una «buena» transición a una sociedad industrial ecosocialista que pudiera, por ejemplo, conservar (no digamos ya ampliar) los enormes consumos de energía del capitalismo actual. Mal que les pese a Mark Z. Jacobson o David Schwartzman. Por no hablar de las tonterías del “comunismo de lujo totalmente automatizado” a lo Aaron Bastani.
Ni siquiera quienes están metidos desde hace años en los debates ecosociales lo ven casi nunca. Se trata de nuestra ceguera mayor, anclada en nuestra ignorancia termodinámica. Así, en el Manifiesto ecosocialista de 1990 (cuya segunda edición acabamos de publicar) hallamos la referencia a “un parque de máquinas que equivaldría [dentro de una o dos generaciones] a 40.000, 50.000, 60.000 millones de esclavos”… No, señores: ¡la estimación es falsa en un orden de magnitud! No 50.000 millones de esclavos energéticos sino 500.000 millones. Inimaginable, ¿verdad?
Doy la palabra a uno de los estudiosos de este asunto, Nate Hagens: “En 2018 la economía mundial funcionaba a base de una energía constante de 17 billones de watios, suficiente para alimentar continuamente más de 170.000 millones de bombillas de 100 W. Más del 80% de esta energía (…) procedía de los 110.000 millones de barriles de petróleo equivalentes en forma de hidrocarburos fósiles que alimentan (y están embebidos en) nuestras máquinas, transporte e infraestructura. A razón de 4’5 años/ barril, es el equivalente al trabajo de más de 500.000 millones de trabajadores (frente a los cerca de 4.000 millones que existen realmente en la actualidad). La historia económica del siglo XX fue la historia del aporte de la productividad solar prehistórica procedente del subsuelo a la productividad agrícola de la tierra. Estos ‘ejércitos’ fósiles constituyen los cimientos de la economía mundial moderna y realizan su trabajo incansablemente en miles de procesos industriales y vectores de transporte” (Hagens, “Una economía para el futuro: más allá del superorganismo”, PAPELES de relaciones ecosociales y cambio global n° 151, 2020).
Pero estamos ciegos ante la energía, porque no estudiamos la termodinámica básica (igual que estamos ciegos ante nuestra ecodependencia, porque no estudiamos ecología y teoría Gaia). Semejante ceguera, casi huelga decirlo, no es un fenómeno social casual: viene condicionada por la enorme propaganda que constituye la mayor parte de la información que recibimos, orquestada por los principales beneficiados del capitalismo neoliberal.
CR: Parece indudable que los enormes desafíos ecosociales ante los que nos enfrentamos requerirán de mucha y buena ciencia, mucha y buena técnica. Pero no parece menos indudable que también es necesario un sentido (o unos sentidos) de la vida, de la vida buena, para lo cual quizá la filosofía, la literatura o la poesía sean incluso más importantes que la ciencia, la técnica y acaso la razón. ¿Está de acuerdo? ¿Cómo deberíamos pensar y vivir una vida buena según Jorge Riechman?
JR: “La forma del progreso contemporáneo: la implacable apropiación y dominio del tiempo y la experiencia”, escribe Jonathan Crary. Cada vez más vivencias en cada vez menos tiempo… Es una aspiración coherente con la sociedad de la mercantilización total (y está impulsada por la desaparición de la esperanza en una second life ultraterrena después de la muerte, en nuestra sociedad secularizada), pero se frustra a sí misma.
La otra gran opción es la buena: buscar la calidad de las experiencias en vez de la cantidad de las vivencias, bailar sobre una baldosa, estar ahí. Es cierto que los seres humanos podemos sacarle algún gusto ocasional a la velocidad –ahí están para demostrarlo las montañas rusas de los parques de atracciones o todo ese loco mundo de las carreras de motos GP–, pero la vida buena queda del lado de la lentitud. Por eso resulta tan destructivo el proceso de aceleración social que analiza Hartmut Rosa.
Si pudiéramos parar –detenernos a reflexionar, conversar, disfrutar, amar, contemplar… Uno de los rasgos más detestables del capitalismo es que imposibilita esa pausa necesaria. Por ejemplo, nos dice Doña Demoscopia que a siete de cada diez españoles y españolas les gusta cocinar, pero sólo una de cada diez personas tiene tiempo para hacerlo… Así nos expropia el capitalismo del tiempo de nuestra existencia.
En los años 1980, un psicópata dijo aquello de greed is good (la codicia es buena). Y en lugar de reenviarlo a un centro de reeducación lo pusieron al mando de la nave. Nuestro naufragio actual es, en buena medida, consecuencia de aquella espantosa decisión.
CR: La crisis ecológica parece ser hoy en día el callejón sin salida de la sociedad capitalista, con su desmesurada pulsión productivista/consumista. Sin embargo, no parece menos cierto que una alternativa societaria parece, al menos para las grandes mayorías, prácticamente impensable. ¿Tenemos un déficit de imaginación? ¿O el problema está en otro lado?
JR: ¿Capitalismo “con rostro humano”? ¿Poscapitalismo keynesiano? No resolveríamos el principal de nuestros problemas económicos hoy (o si se quiere uno de los tres principales, puedo transigir ahí): la dinámica sistémica de autoexpansión. Lo que necesitamos es un “más allá del capitalismo” que se plantee en serio la igualdad social y el decrecimiento… (Un buen texto al respecto, penetrado de las experiencias neozapatistas en Chiapas: Jérôme Baschet, Adiós al capitalismo. Autonomía, sociedad del buen vivir y multiplicidad de mundos, NED eds., Barcelona, 2015). Yo lo llamo ecosocialismo descalzo.
Nuestras propuestas socialistas/comunistas ¿pueden hacerse cargo de lo que hoy sabemos en física, en biología, en modelización de sistemas complejos? ¿Pueden asumir de verdad el hecho epocal de la extralimitación ecológica? ¿Pueden tomar nota de la excepcionalidad histórica de los combustibles fósiles?
¿Pueden retomar el ávido interés de Marx y Engels por las ciencias naturales sin prejuicios industrialistas y sin extravíos prometeicos? ¿Pueden asimilar la termodinámica, la ecología, la teoría Gaia?
CR: En distintas oportunidades ha recomendado la obra de Carl Amery, Auschwitz: ¿comienza el siglo XXI? ¿Cuán seria es la amenaza de ecofascismo (o de ecofascismos)?
JR: Diría que es muy seria la amenaza de fascismos en general, y de ecofascismos en particular. Necesitamos autolimitación e igualdad social: pero el funesto BAU (business as usual) conduce a la geoingeniería y el canibalismo.
A partir de 2030, según cierta prospectiva científica razonable (Ugo Bardi), la población humana puede estar reduciéndose en quinientos millones de personas por decenio –básicamente muertes por hambre–. Si estoy vivo entonces, yo seré septuagenario. Y ése será el mundo que habremos creado, básicamente en el Norte global, las dos o tres últimas generaciones de seres humanos –con nuestra acción y nuestra inacción… No se trata de “salvar el planeta”: la cosa va de no convertirnos en asesinos de nuestros hijos e hijas, nietas y nietos.
Las clases medias urbanas (venidas a menos) que se creen la propaganda del “no te conformes con menos”, the sky is the limit (el cielo es el límite) y “lo mejor está por venir”, en un mundo de recursos escasos que se precipita al colapso ecológico-social, ¿podrán evitar convertirse en nazis? Es la tragedia política del Siglo de la Gran Prueba.
CR: En los últimos años parecen haber aumentado las propuestas y las discusiones en torno a la crisis ecológica y cómo afrontarla: Green New Deal, economía de estado estacionario, diferentes versiones de decrecentismo, geoingeniería, etc. Paralelamente, la inmensa mayoría de las propuestas ofrecidas dan por descontada la insuperabilidad del capitalismo: asumen que nos queda poco tiempo y, en consecuencia, que no se puede más que contar con los agentes hoy existentes. Incluso quienes consideran que no sería posible afrontar los desafíos ecológicos sin salir del capitalismo tienen dificultades para hallar un agente estratégico capaz de emprender esa tarea. Ahora bien, ¿es posible un capitalismo que no sea autodestructivo a largo plazo? La sensación de catástrofe inminente, ¿no favorece soluciones paradójicamente conservadoras? ¿Tenemos alternativas?
JR: Tenemos alternativas, sí, pero ¿están a nuestro alcance? Ésa es la pregunta difícil. Para que la Tierra siga siendo habitable, hemos de cuestionar el capitalismo. Y sin embargo, la incuestionabilidad del capitalismo sigue siendo el axioma central de la cultura política dominante. “Pero nuestro mayor problema ¿no es el calentamiento global?” Éste es sólo un síntoma… Nuestro mayor problema es más bien la naturalización del capitalismo.
No puede servirnos como marco general el desarrollo sostenible, ahora concretado en los ODS de NN.UU.; hay que marcar distancias decididamente con el antropocentrismo y las propuestas de “capitalismo verde”; el paradigma del crecimiento económico ha de ser superado; la sedicente transición “verde y digital” que ahora impulsan tantas instituciones en los países centrales de nuestro sistema-mundo nos parece espuria; y el tiempo se nos está agotando (como evidencia ese mega síntoma de mucho de lo que va mal en las sociedades industriales que es el calentamiento global).
Queremos resultados políticos rápidos porque hemos interiorizado una cultura de la gratificación inmediata… y no hay atajos. Y necesitamos resultados rápidos porque el mundo se cuartea y empobrece y desmorona (crisis ecológico-social)… pero no hay atajos.
Hemos caminado a través de la historia como sonámbulos (sleepwalkers – Langdon Winner).
¿Llegaremos a alguna clase de despertar colectivo? Buda –y todas las demás sabidurías de la “Era Axial”– nos intima a despertar… Lo mismo Kant –y todas las demás Ilustraciones en todos los continentes–: madurar, llegar a la edad adulta. ¿Seremos, como sociedad, capaces de ello?
Ecosocialismo o barbarie. Barbarie que hoy quiere decir, sobre todo: el giro enloquecido de los engranajes de la Megamáquina. El ambientalismo de suplemento dominical no sirve ante la dureza de las situaciones que vamos a afrontar… Necesitamos ecosocialismo y ecofeminismo.
fuente: http://kalewche.com/wp-content/uploads/2022/11/8-Entrevista-a-Riechmann.
enlace relacionado: https://es.wikipedia.org/wiki/Jorge_Riechmann
también editado en https://redlatinasinfronteras.wordpress.com/2023/05/06/entrevista-a-jorg/
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