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Unidad y diferencias en las insurrecciones de Francia y Chile
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per Raoul Vaneigem |
16 feb 2020
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A principios del siglo XX se observó una primera ofensiva proletaria contra la sociedad capitalista mundial y una segunda ola de contestación alrededor de los 70, hoy estamos ante lo que parece ser la tercera. A propósito de esto, planteamos las siguientes preguntas al camarada Raoul Vaneigem: |
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Cada vez queda más claro que es el pueblo en sus propios territorios el que puede cambiar inmediatamente sus condiciones materiales y subjetivas, mejorándolas. Quienes seguimos encontrándonos a través del flujo y reflujo de la ola de contestación contra la normalidad capitalista compartimos la sensación de haber salido de nuestro aislamiento, de habernos encontrado a nosotrxs mismxs en un encuentro inesperado con todxs lxs otrxs.
La experiencia de reconocimiento colectivo de la creciente miseria en la que están sumidas nuestras vidas y la conciencia de que no tendría que ser así han catalizado un estallido de ira cuyo impacto amenaza con derribar los cimientos de la forma de organización social que nos empobrece. Tal como a principios del siglo XX se observó una primera ofensiva proletaria contra la sociedad capitalista mundial y una segunda ola de contestación alrededor de los 70, hoy estamos ante lo que parece ser la tercera. A propósito de esto, planteamos las siguientes preguntas al camarada Raoul Vaneigem:
¿Están las masas insurrectas en Chile y Francia, así como en todos los otros territorios insurgentes del planeta, más cerca de despojarse del lastre del viejo mundo y alcanzar la libertad de lo que estaban hacia el año 1968? Dicho de otra forma, ¿qué tan distintas o similares son las condiciones que anuncian la vida y que propagan la muerte, hoy y entonces, en estos territorios?
Como bien sabes, quienes prendieron la chispa de la insurrección en Chile son parte de una generación de jóvenes que perdió el miedo acumulado por los años de dictadura militar y “transición democrática”. A la luz de tu experiencia de vida, ¿qué puedes decirle a las jóvenes generaciones insurrectas de hoy?
Lo que sigue es su respuesta. Esperamos que su lectura pueda nutrir debates que nos impulsen a avanzar con más determinación en la creación de otros mundos de relaciones por fuera de los roles que impone el dinero. La nueva vida ya los está creando sin esperar ningún “Proceso Constituyente”: es la solidaridad inmediata contra el gobierno de la razón utilitaria, el derroche de creatividad anónimo y colectivo, aquí y ahora, en las calles, los barrios, las plazas, el metro, las tomas. Esto, que es lo que temen los funcionarios del Capital, nos da energía, cambia lo que hacemos, lo que sentimos, lo que pensamos.
Francia ha ocupado y sigue ocupando un lugar especial en el imaginario de las revoluciones. Es el país donde, por primera vez en la historia, una revolución ha roto el inmovilismo y el oscurantismo impuesto por el predominio de una economía basada esencialmente en la agricultura. Su victoria no significó el triunfo de la libertad, solamente marcó la victoria de una economía de librecambio que muy rápidamente sofocó las aspiraciones de la verdadera libertad.
La verdadera libertad es la libertad vivida. Los filósofos de la Ilustración se dieron cuenta de esto. Diderot, Holbach, Rousseau, Voltaire habían grabado la evidencia de esto en la memoria universal y antes que ellos los principales pensadores del renacimiento, Montaigne, La Boétie, Rabelais, Castellion (a quien le debemos las palabras “Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre”).
Si bien la lucha por la libertad está presente en muchos países europeos, es particularmente aguda en Francia. A partir de los siglos XI y XII, se multiplican e intensifican las insurrecciones comunalistas. Su objetivo es liberar a las ciudades de la autoridad tiránica de la clase aristocrática, cuyos ingresos provienen principalmente de los campesinos, los siervos que trabajan sus tierras. Los nobles no tienen intención de dejar que escapen de su control estas “comunas” que generan nuevas fuentes de ingresos. Artesanos, comerciantes, tejedores, pequeños productores son el fermento de un capitalismo emergente. Ellos se enfrentan a la nobleza y al régimen feudal que dificulta su expansión.
Un rumor riega su rastro de pólvora: “El aire de las ciudades te hace libre”. Este contribuirá a identificar a esta burguesía, cuyo nombre extrajo del burgo (ciudad) un ideal de libertad que, de hecho, es su ideología. Dado que pronto queda claro que esta burguesía, a su vez, ejerce una opresión sobre la clase de los trabajadores que explota despiadadamente, como lo atestigua La complainte des tisseuses de soie [Queja de las tejedoras de seda] de Chrétien de Troyes (1135-1190).
Aunque el poder de la burguesía no deja de crecer y continua oprimiendo a las clases trabajadoras, su lucha contra la arrogancia aristocrática mantiene –voluntaria e involuntariamente– un espíritu de subversión y de reivindicación que perfora con sendos golpes la coraza y los muros del régimen del derecho divino, haciendo que se tambalee la ciudadela del poder aristocrático. Esto explica el carácter contradictorio de la revolución francesa de 1789: por un lado, la tremenda expansión de una libertad que se revela como el verdadero devenir de la humanidad; por otro, la terrible mistificación que consiste en reducir la libertad a la libre circulación de los bienes y las personas tratadas indistintamente como unas mercancías.
Después de haber decapitado a la monarquía del derecho divino, el librecambio instaura una monarquía del lucro incluso más inhumana que el despotismo feudal. Los girondinos y los jacobinos preparan el camino para una forma de monarquismo desacralizado, un bonapartismo donde el progreso de la industrialización requiere la esclavitud del mayor número de personas. En esta línea se inscriben los dos regímenes que mejor ilustran la barbarie de nuestra historia: el nazismo, donde el Hombre se convierte en objeto puro; el bolchevismo, donde, en nombre de la emancipación del Hombre, el sueño comunista se convierte en una pesadilla.
Entre la fascinación de estos dos extremos, el ideal político occidental ha perpetuado una forma diluida de este jacobinismo que las conquistas de Napoleón habían implantado en toda Europa. Es una mezcla de burocracia tentacular y de teatro ciudadano donde el progresismo y el conservadurismo son objeto de una puesta en escena confeccionada según lo que dicta la moda. El pueblo insurgente debe saber que si perturba el espectáculo entrando en él, solo tendrá el lugar reservado a un cadáver.
Ni dictadura absoluta, ni expresión de la voluntad del pueblo, ¿qué otra cosa es este monstruo engendrado por la rapacidad financiera sino el totalitarismo democrático?
Con la excepción de un breve gobierno del pueblo por el pueblo que la Comuna de París había tratado de promover, el capitalismo jamás ha aflojado su control, solo lo ha modernizado. Las luchas sociales han sido suficientemente eficaces como para hacer que los administradores del lucro le arrojen unas cuantas limosnas a los indignados, pero insuficientes para que la amenaza de una erradicación total los haga temblar.
Al mismo tiempo que Robespierre hizo decapitar a Olympes de Gouges, que luchaba por los derechos de la mujer, la Revolución francesa promulgó en su famosa Declaración una versión formal de los Derechos del Hombre. El hecho de que estos derechos han sido y siguen siendo burlados por la mayoría de los gobiernos los engrandeció con un espíritu de subversión que el Estado se ha apresurado a diluir e institucionalizar.
En la guerra de guerrillas en Francia contra la ocupación nazi y sus numerosos colaboradores, se formó el Consejo de la Resistencia. Este es el organismo responsable de dirigir y coordinar los diversos movimientos insurreccionales, incluidas todas las tendencias políticas. El Consejo está compuesto por representantes de la prensa, por sindicatos y por miembros de partidos hostiles al gobierno de Vichy desde mediados de 1943. Su programa, adoptado en marzo de 1944, preveía un “plan de acción inmediata” (es decir, de acciones de resistencia), pero también incluía una lista de reformas sociales y económicas para aplicar en cuanto se liberara el territorio.
No hay que hacerse ilusiones. El objetivo de estas reformas es evitar una conflagración revolucionaria hecha posible por el armamento de las facciones sediciosas. El Partido Comunista francés trabajó para romper los impulsos revolucionarios del pueblo armado y le entregó, para apaciguarlo, un conjunto de ventajas que se inscriben en la línea de la res publica que surgió de la Primera República francesa. Esto es lo que constituirá para los franceses el “bien público”, destinado a mejorar la existencia del mayor número de personas.
La mayoría de los países europeos adoptaron rápidamente estas medidas en materia de salud, apoyo a la familia, prestaciones de desempleo, protección para los trabajadores, alimentación de calidad y educación para todos y todas. No existen ni en Chile ni en la mayor parte del mundo. Sin embargo, en el colmo de la absurdidad, es en esta ausencia, en este vacío humanitario, que el gobierno francés, obedeciendo las leyes mundiales del lucro, ve un modelo a imitar, un objetivo a alcanzar.
Éste liquida las conquistas sociales para venderlas a los intereses privados, arruina los hospitales públicos, suprime los trenes y las escuelas, apoya la industria agro-alimentaria que envenena los alimentos, implanta en el desprecio de los ciudadanos sus problemas energéticos y burocráticos, incita a consumir más y más mientras aumenta el empobrecimiento. Sobre todo, aplasta la alegría de vivir bajo la presión de una lúgubre desesperanza. En todas partes el lucro marca el ritmo de la danza macabra de una muerte rentabilizada.
Una respuesta inesperada ha llegado espontáneamente tanto de Chile como de Francia. Ahora es un mismo pueblo que, más allá de las especificidades de la evolución histórica, se encuentra enfrentando los mismos problemas, las mismas preguntas. Además, ¿no escuchamos propagarse por todo el mundo estas preguntas planteadas por la resistencia y la auto-organización insurreccional e interesar a los países más diversos?
¿Acaso no en todas partes el pueblo está tomando conciencia de la vida que lleva en su interior y de la muerte a la que el Estado lo condena, “el más frío de los monstruos fríos”?
Mi percepción del movimiento de los chalecos amarillos en Francia es mi opinión personal. No es más que un testimonio que se ha apoderado de mi entusiasmo personal. ¿Por qué? Porque desde mi adolescencia no hay día que pase en que no haya aspirado a tal inversión del orden de las cosas. Cada quien es libre de extraer del revoltijo de mis ideas lo que le parezca pertinente y rechazar lo que no le sirve.
La aparición del movimiento informal y espontáneo de los chalecos amarillos marcó el despertar de una conciencia a la vez social y existencial que no había salido de su letargo desde el disparo de advertencia de mayo de 1968.
Aunque no logró poner en práctica el proyecto de una autogestión de la vida cotidiana, la tendencia más radical del movimiento de las ocupaciones de mayo de 1968 podría presumir, sin embargo, de haber contribuido a un auténtico cambio de las mentalidades y los comportamientos. Una toma de conciencia, cuyos efectos apenas comienzan a concretarse hoy en día, marcó un punto de no retorno en la historia de la humanidad. Creó una situación que, por muy expuesta que esté a regresiones episódicas, nunca volverá atrás; los hombres todavía tardan en ponerse de acuerdo sobre esto, pero no hay una sola mujer que no esté convencida de ello en su carne.
La espesura del silencio mantenido deliberadamente exige repetir incansablemente una verdad que el martilleo de las mentiras no consigue romper. La denuncia de los situacionistas del Welfare State –del estado del bienestar consumista, de la felicidad vendida en cuotas– asestó un golpe mortal a las virtudes y los comportamientos impuestos durante milenios y tenidos por verdades inquebrantables: el poder jerárquico, el respeto a la autoridad, el patriarcado, el miedo y el desprecio a las mujeres y a la naturaleza, la veneración al ejército, la obediencia religiosa e ideológica, la rivalidad, la competencia, la depredación, el sacrificio, la necesidad del trabajo. Surgió entonces la idea de que la vida real no podía confundirse con esta supervivencia que rebaja el destino de las mujeres y de los hombres al de una bestia de carga y una bestia de presa.
Se creía que esta radicalidad había desaparecido, arrastrada por las rivalidades internas, las luchas de poder y el sectarismo contestatario; la vimos sofocada por el gobierno y por el Partido Comunista, en lo que fue su última victoria. Sobre todo, esta fue devorada, es cierto, por la impresionante ola de un consumismo triunfante, la misma ola que el creciente empobrecimiento ahora está secando de manera lenta pero segura.
Debe hacerse justicia a la colonización consumista: popularizó la desacralización de los viejos valores más rápido que décadas de libre pensamiento. La impostura de la liberación, propugnada por el hedonismo de supermercado, propagaba una abundancia y diversidad de productos y opciones que solo tenían un inconveniente, el de pagarse a la salida. Esto dio lugar a un modelo de democracia en el que las ideologías se suprimen en favor de los candidatos, cuyas campañas promocionales se llevaron a cabo utilizando las técnicas publicitarias más eficaces. El clientelismo y la mórbida atracción del poder acabaron arruinando un pensamiento que los últimos gobiernos no temen exhibir en su espantoso deterioro.
¿Dónde estamos hoy? Nunca antes Francia había experimentado un movimiento insurreccional tan persistente, tan innovador, tan festivo. Nunca antes habíamos visto a tantos individuos deshacerse de su individualismo, hacer caso omiso de sus opciones religiosas, ideológicas, caracteriales, rechazar a los jefes y líderes autoproclamados, rechazar la influencia de los aparatos sindicales y políticos. Qué placer escuchar al Estado deplorar que los chalecos amarillos no tienen líderes que puedan ser agarrados por las orejas como los conejos. El pueblo no ha olvidado: cada vez que una organización ha pretendido gestionar sus intereses, lo ha atrapado, abusado de él y destruido.
Las reivindicaciones corporativistas han generado una rabia que se ha generalizado, pues más allá de la barbarie represiva, del desprecio, de la provocación de un gobierno de ladrones, lo que se señala no es otra cosa que el sistema mundial que en nombre del lucro está saqueando la vida y el planeta.
En las calles se encuentran, uno al lado del otro, los conductores de trenes, autobuses y metro, los abogados, los recolectores de basura, los bailarines de la ópera, los trabajadores del alcantarillado, los escolares, los estudiantes, los profesores, los investigadores, la policía científica –una pequeña facción de policías que se niegan a la función de asesinos que sus jefes les asignan–, los trabajadores de los sectores del “gas y la electricidad”, los funcionarios gubernamentales encargados de los impuestos y las tasas, las pequeñas y medianas empresas prisioneras de la rapacidad del fisco, los bomberos –muy a menudo en primera línea de los enfrentamientos con los pacos [flics]–, los empleados de Radio-France, el personal de los hospitales, donde los ahorros presupuestarios indiscutiblemente matan a los pacientes demasiado pobres para pagarse el hospital privado.
Unos vecinos que nunca se habían hablado se descubren redescubriendo la solidaridad. Al igual que en las operaciones de resistencia contra el nazismo, existe un acoso sistemático a los “colaboradores”. Los ministros, los notables y sus sirvientes ya no abandonan sus guaridas sin arriesgarse a sucumbir no bajo el fuego de armas mortales, sino bajo los tomates del ridículo, de la burla y del humor corrosivo.
Se está produciendo una mutación en el seno de las insurrecciones nacionales e internacionales. A la fase de rabia ciega, que se enfrenta cara a cara con la intransigencia del poder y de sus fuerzas armadas, debe seguir ahora una fase de rabia lúcida capaz de socavar el Estado desde la base. Ahora se trata de que la legitimidad de una voluntad popular reemplace la autoridad que el Estado ha usurpado mediante una farsa electoral. Un Estado que hoy no es más que el instrumento de los intereses privados gestionados por las multinacionales.
Estamos siendo testigos de una impresionante inversión de perspectiva. La libertad, finalmente devuelta a su autenticidad, está decidida a destruir la economía del librecambio que una vez la inspiró de manera involuntaria y formal, antes de sofocarla bajo el creciente peso de su tiranía. Esta es la revancha de la libertad vivida contra las libertades del lucro.
La tierra, cuyo libre goce reivindicamos, no es una abstracción, no es una representación mítica. Es el lugar de nuestra existencia, es el pueblo, el barrio, la ciudad, la región donde luchamos contra un sistema económico y social que nos impide vivir allí. Dado que solo podemos esperar la mentira y el garrote de las instancias estatales, ahora nos toca a nosotros “hacer nuestros negocios” deshaciéndonos del mundo de los negocios.
Depende de nosotros sentar las bases sociales y existenciales de una sociedad que rompa el yugo de la destrucción rentabilizada. Depende de nosotros atrevernos a invertir nuestra rabia y nuestra creatividad en Comunas donde nuestra existencia se reinvente al calor de la generosidad y la solidaridad humanas. ¡Qué importan los errores y los tanteos! Es una tarea de largo aliento federar internacionalmente un gran número de pequeñas colectividades que tienen la incomparable ventaja de actuar directamente sobre el entorno en el que se encuentran.
Dejemos de abordar los problemas desde arriba. Desde las alturas de la abstracción solo se vierten las cifras que nos deshumanizan, nos convierten en objetos, nos reducen al estado de mercancía. La política de la gran mayoría siempre crea un caos que exige la Orden Negra de la muerte. El cielo de las ideas ya no debe ser la negación de nuestras realidades vividas.
La verdad hace que la canción de la vida se escuche en todas partes. La dimensión humana es una cualidad, no una cantidad. El individuo se convierte en colectivo cuando la poesía de uno irradia para todos.
Nuestro bien público es la tierra. Es nuestra verdadera patria y estamos decididos a expulsar a los invasores mercantiles que la mutilan descuartizándola en cuotas de mercado. Nuestra libertad es una e indivisible.
Raoul Vaneigem
31 de enero de 2020 |
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