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Notícies :: corrupció i poder : amèrica llatina
“Mira como ha cambiado la cosa”
30 set 2019
Repaso crítico a través de los gobiernos petistas (Partido dos Trabalhadores), la lucha de clases y las movilizaciones del 2013, hasta el ascenso del ultraderechista Jair Bolsonaro.
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“Mira como ha cambiado la cosa”, decía un camarada el otro día. “Años atrás, si estabas en un café, en una parada de colectivo (autobús), y escuchabas a alguien quejándose del gobierno, eso te animaba. Nosotros que somos militantes ya veíamos ahí una apertura para hablar de política, un atisbo de conciencia de clase. Pero no hace mucho que esto viene cambiando. Hoy, cuando escucho a alguien quejándose, se me activa un alerta: “ese, bien puede ser bolsonarista…”

1. Según Lula, “este país no fue comprendido desde lo que pasó en junio de 2013”. Pocos meses antes de ir a la cárcel, declaró: “nos precipitamos en pensar que lo del 2013 fue una cosa democrática” (2). Por supuesto, su afirmación fue muy mal recibida entre los militantes que participaron en aquella ola de manifestaciones: ¡mira el PT atacando a junio nuevamente!

Pero, ¿se habrá equivocado Lula? ¿Es que junio de 2013 realmente fue una “cosa democrática”? En aquel fatídico mes, millares –y después millones– de personas cortaron avenidas y rutas por todo el país, enfrentaron a las policías, prendieron fuego a los colectivos, atacaron edificios públicos y saquearon tiendas. La reducción del precio de la tarifa del colectivo no era una demanda que debía ser debatida y negociada, era una exigencia que sería impuesta por la fuerza: “¡o bien el gobierno la baja, o la ciudad se paraliza!”. No suena exactamente “democrático”… Fue un movimiento disruptivo, una revuelta (3) que atentaba contra el orden establecido (4) –el arreglo apañado en el período de la redemocratización, fijado en la Constitución Ciudadana de 1988, que garantizó por dos décadas patrones socialmente aceptables de estabilidad y previsibilidad para la política brasileña.

Eso asustó. En medio de la más grande movilización popular de la historia del país, nos encontramos perplejos: si realmente rompemos con el orden democrático, ¿qué puede ocurrir? No había revolución en el horizonte. En aquél momento, la izquierda se descubrió íntimamente ligada al régimen. No sólo porque estaba en el gobierno, sino porque, desde finales de los años 1970, “construir la democracia” se había vuelto su objetivo máximo.

Desde 2013, la izquierda rehuyó la revuelta. Y lo hizo levantando la bandera de la democracia. Por un lado, podía decir que las protestas eran un peligro para el orden democrático y justificar así la represión (5); al mismo tiempo, podía elogiar las manifestaciones y encuadrarlas dentro de ese orden –al identificar en junio un movimiento por “más derechos” y “más democracia”, borraba el contenido concreto y contestatario de la protesta. La lucha contra el aumento de 20 centavos no solamente tocó un aspecto crucial de las condiciones materiales de la vida en la metrópolis, sino que también expuso los límites de los canales de participación que venían siendo perfeccionados por los últimos gobiernos. La violencia que tomó las calles dejó al discurso democrático fuera de lugar.

Y tanto es así que, desde entonces, la insistencia en la defensa del Estado Democrático de Derecho nos trajo sólo el derecho a perder derechos. Y las Operaciones de Garantía de la Ley y del Orden no tardaron en volverse contra el propio gobierno que aprobó la Ley Antiterrorista (6).

Dado que la izquierda se identificaba con el orden, la contestación pasó al campo opuesto. Fue la derecha quien llevó masas a las calles para derrumbar el gobierno (e invirtió símbolos y prácticas de junio, transfigurando, por ejemplo, el MPL en MBL (Movimento Passe Livre / Movimento Brasil Livre). No perdió tiempo con la “defensa de la democracia”: para lograr sus objetivos políticos, supo utilizar las instituciones y jugar tácticamente con sus límites (7). Coordinando la estrategia en el interior del Estado –en el parlamento, en el poder judicial y también en las fuerzas armadas– con las movilizaciones en las calles, llegó al poder arrinconándolo por arriba y por abajo, semejante al “movimiento de pinza” (8), utilizado por la izquierda anteriormente. En las palabras de Paulo Arantes, esta nueva derecha resucitó la política “como lucha, y no como gestión” (9).

En las elecciones de 2018, Bolsonaro se enfrentó al mismo intendente al que nos enfrentamos en junio de 2013 (Fernando Haddad: alcalde de São Paulo en el período 2012-2016 y candidato del PT a las presidenciales de 2018). Y el presidente electo también atenta frecuentemente contra la mística democrática. Él es políticamente incorrecto: no se contiene en el decoro cultivado por los demás actores del juego político. Desde una webcam en sus dependencias, hace declaraciones contra los Derechos Humanos, el voto electrónico y la Constitución. Al hablar de lo que no se puede hablar, escracha el consenso constituido desde la redemocracitzación, exponiendo su fondo falso y movilizando justamente la revuelta en contra de ese consenso. Para los defensores del arreglo atacado por Bolsonaro, puede ser reconfortante creer que el nuevo presidente haya sido electo a base de mentiras (manipulando a los usuarios de WhatsApp con una industria de fake news); sin embargo, parece ser más acertado considerar lo contrario: fue sobretodo por asumir abiertamente verdades hasta entonces disimuladas que el capitán recaudó tan grande respaldo popular. Pero el reconocimiento de la violencia social, en este caso, no apunta para un horizonte de transformación –en lugar de eso, rebaja de una vez las expectativas. La hipocresía dio lugar al cinismo: el mundo es injusto, lo va a seguir siendo y, para el que se queje, va a quedar peor (10).

A lo largo de la campaña electoral, la izquierda compuso su discurso en contra de la dictadura. El problema es que, en la práctica, se hablaba “en contra de la dictadura para defender el orden actual: esta es una buena manera de que las personas consideren la dictadura como una posibilidad” (11). Cuando las fuerzas que critican la injusticia social se tornan las mismas que administran tal injusticia, tenemos un corto-circuito: el poder de contestación del orden pasa para el lado de quien denuncia la violencia y el sufrimiento, asumiéndolos cínicamente –no para cuestionarlos, sino para reafirmarlos. Así es como la misma percepción de la tortura cotidiana puede convertirse en justificación de la tortura: “Las personas tiradas a la suerte en las colas de los hospitales, ¡eso es tortura! 14 millones de desempleados, ¡eso es tortura!”, defendía un elector de Bolsonaro entrevistado en el extremo sur de São Paulo poco después de la segunda vuelta electoral (12).

La rebeldía canalizada por la derecha es paradójica: contesta al orden vigente valiéndose de él, y promete endurecerlo –lo que nos remite a la forma como João Bernardo define el fascismo: una revuelta dentro del orden. Si podemos hablar hoy de un movimiento fascista, no lo sería por el carácter autoritario de Bolsonaro o por sus discursos de odio, sino por el caldo popular revoltoso que lo alimenta (13).

2. Es cierto que en comparación con lo que fue el fascismo clásico, la revuelta conservadora que vemos desarrollarse en el Brasil actual parece todavía muy difusa. Sin embargo, decir que no se trata de un movimiento fascista no significa que el escenario sea más consolador. También el “modo petista de gobernar” (haciendo referencia al PT) estuvo bastante distante de la experiencia socialdemócrata del inicio del siglo pasado.

La socialdemocracia –que proponía, a cambio de una alianza con el capital, un programa de reformas estructurales y la expansión de derechos universales a todos los ciudadanos– apenas puede ser comparada con los gobiernos petistas, que se limitaron a combinar la expansión del mercado con políticas públicas basadas en beneficios focalizados a segmentos específicos. Aun así, constituyeron una ingeniería eficiente de gestión para los conflictos sociales, incorporando las organizaciones de trabajadores en los mecanismos de gobierno. La estrategia de “acumulación de fuerzas” asumida por la izquierda brasileña significó, en la práctica, la conversión de los movimientos de base que entraron en escena al final de la dictadura en fuerzas productivas del nuevo arreglo social.

El proyecto de pacificación continuamente perfeccionado durante los gobiernos petistas representó, en realidad, una guerra permanente (14) –visible no sólo a través de los índices crecientes de desalojos, encarcelamiento, masacres, tortura y letalidad policial, pero también en el trabajo. Al lado de los dispositivos represivos de excepción, el motor de nuestra “economía emergente” fue un verdadero “estado de emergencia económico” (15) por medio del cual la calamidad social justificaba políticas dictadas por la urgencia. Bajo el discurso de la “ampliación de derechos”, proliferaron variadas formas de sub-empleo, rutinas grises y rendimientos dudosos, en fin, aquello que vulgarmente se conoce como “trabajos de mierda” o “laburo del orto descosido” (16).

El futuro prometido por los programas de acceso al microcrédito, a la casa propia o a la educación superior, así como por el aumento de empleos (formales e informales), se disipó en un presente perpetuo de trabajo redoblado, endeudamiento, competencia, inseguridad, cansancio, humillación en los colectivos, depresión y agotamiento mental. El precio de la euforia de los gobiernos Lula y Dilma fue, en suma, una movilización total para la supervivencia, traducida en porciones más grandes y más densas de la vida dedicadas al trabajo.

A través de una gama variada de instrumentos, este régimen gerencial sirvió para adensar la trama capitalista en Brasil y profundizar la proletarización en las más variadas capas y rincones del país. Tanto las llamadas políticas públicas de inclusión, como el vertiginoso proceso de “inclusión digital” que avanzó sobre masas hasta entonces desconectadas, o también las obras de infraestructura que abrieron nuevas vías de circulación para el capital, cumplieron el papel de incluir poblaciones y territorios en circuitos de explotación cada vez más intensos y disponer, así, de más leña para las calderas de la acumulación flexible. ¡Todo eso con altos índices de aprobación!

Los acontecimientos de 2013 rompieron el clima de paz producido por aquella euforia. La ola de manifestaciones que tomó las ciudades del país trajo la guerra a la superficie, señalando una crisis de aquél formato hasta entonces exitoso en la administración de los conflictos sociales. La revocación del aumento no fue suficiente para poner el parche en el agujero: ya no era posible disipar toda aquella animosidad popular y reconstituir la fórmula mágica del consenso. Los intentos de restaurar la armonía –como los “cinco pactos en favor de Brasil” que Dilma anunció en la televisión en el reflujo de las protestas– fueron todos en vano. La continuidad de la pacificación armada dependería, entonces, de un nuevo arreglo.

Una vez convocados para “neutralizar las fuerzas oponentes” que pusieron el cuerpo en junio, los agentes del orden que venían hace años acumulando know-how en Haiti y en las favelas cariocas ya no dejarían la escena política. Hoy queda claro que no eran mecanismos puntuales de represión. En la nueva estrategia de gestión que se viene dibujando frente a la amenaza de caos social que golpeó la puerta en 2013, las tácticas de guerra –junto con sus comandantes– asumen abiertamente un lugar central.

En este nuevo arreglo, “Jair Bolsonaro es un nombre inexacto”, pero potente, justamente porque fue capaz de combinar esa escalada represiva con la rebeldía social liberada en 2013. En él, confluyen dos marchas:

La primera, la garantía de la ley y del orden y la promesa de seguridad del imperio y de que cualquier latido cardíaco contrario será violentamente suprimido. La segunda marcha opera en la ilusión de ruptura y el secuestro de la revuelta: “todo va a ser diferente de como era antiguamente” o “hay que cambiarlo todo” (17).

Si las protestas emanaron de una revuelta contra el orden, la retoma del orden también dependía de la movilización de ese sentimiento. En ese proceso de recuperación, no sólo las fuerzas represivas se pusieron en marcha: la misma energía de contestación de los trabajadores fue dirigida contra ellos. Las perspectivas de retomar la paz, si entonces ya sonaban improbables políticamente, también encuentran trabas económicas –con la crisis, la eficiencia de los mecanismos de participación y de los programas sociales se ve comprometida. Es por ahí que la animosidad empieza a sonar funcional: como no hay más dinero, que todos se maten entre si en la carrera por las migajas. El enfrentamiento y la revuelta dejan de ser una amenaza al orden para tornarse un nuevo tipo de disciplina.

Cuando la nueva derecha transformó la Avenida Paulista en su pasarela, entre 2015 y 2016, la socióloga Silvia Viana (18) observó que las dimensiones de aquella indignación con la corrupción podían tener una conexión con la experiencia en el mercado de trabajo. ¿Qué era lo que el odio verde-amarillo veía en común, preguntaba ella, en blancos tan diferentes como el corrupto, los cupos sociales, el movimiento por la vivienda, el chorro, el mendigo y el becario? Se colaban en la fila. Se aprovechan de atajos y protecciones en la lucha por la supervivencia, utilizan ventajas competitivas que producen una competencia desleal en una arena donde cada uno debería correr por si mismo.

En un contexto de agotamiento económico, la nueva derecha ofreció una forma política a la intensificación de la competencia entre trabajadores. Al asumir sin pudores la ley del más fuerte, dibuja un programa de acción adecuado al nivel salvaje del mundo del trabajo gestado a lo largo de las últimas décadas. La supervivencia depende de la resiliencia y la fuerza de voluntad individual, y cualquier forma de asistencia es vista como “victimismo”. El apelo a la propuesta de liberar la tenencia de armas no debería espantar: es la chance de pegarle un tiro a su competencia –en el tipo que te hizo retrasarse en el tránsito, el que te serruchó el piso en la empresa, que se quedó con tu lugar en la facultad. Y, para la guerra de todos contra todos, ¿habría candidato más adecuado que el capitán?

Pero “Jair Bolsonaro es un nombre inexacto” justamente porque este fenómeno no se restringe a la derecha: la intensificación de la competencia entre trabajadores atraviesa todo el espectro político, puede asumir coloraciones diversas, hasta aparentemente opuestas. Basta con anotar, por ejemplo, como los linchamientos virtuales promovidos por grupos conservadores contra profesores supuestamente “comunistas” sigue una dinámica muy semejante al del “escrache” (19), práctica que ganó fuerza en la ola feminista de los últimos años. Además de destruir la reputación del denunciado, ambos tipos de linchamiento suelen tener el objetivo, a veces concretado, de hacerle perder el trabajo. En un ambiente social atravesado por la competencia, las identidades se presentan como trincheras para las “eliminatorias”. Por este ángulo, podemos entender tanto la aparición de estrategias de mercado como el “afroempreendedorismo”, como el crecimiento reciente de un movimiento negro que abandona el principio de autodeclaración y reivindica la creación de “comisiones evaluadoras de veracidad racial” y “criterios fenotípicos” para perseguir y expulsar compañeros aprobados en concursos y exámenes de ingreso universitario (20).

Los movimientos identitarios de hoy fueron en gran parte fomentados, es cierto, por las políticas focalizadas (todo tipo de cupos, financiamiento estatal para la cultura, secretarías especiales para minorías, etc.) sin embargo no son un resultado automático de ellas: constituyen un hecho nuevo. Sus trazos punitivos, autoritarios y excluyentes revelan una tendencia belicosa, que deshecha la convivencia tolerante y las expectativas de inclusión cultivadas por la política del consenso. Acelerando la disgregación social, la intensificación de la crisis estrechó las posibilidades de administración de los conflictos; al mismo tiempo, profundizó el confinamiento de la política a la dimensión de la urgencia y de lo inmediato. A la izquierda y a la derecha, los nuevísimos actores tienen en común la disposición para el enfrentamiento estéril, enmarcado por la desaparición de horizontes de transformación de la realidad social.

En la medida en que la política gana aires de guerra abierta, las técnicas de mediación social desarrolladas en los últimos años suenan obsoletas. A pesar de sus esfuerzos por mostrarse a la altura de las imposiciones de los tiempos de recesión, implementando medidas de austeridad, los gestores petistas terminaron por ser blancos del propio movimiento destructivo de la crisis. La ola de destrucción que sobrevino no sólo a su máquina de gobierno, sino también a algunas de las mayores empresas brasileñas, necesita ser comprendida en el marco de una “aniquilación forzada de toda una masa de fuerzas productivas” (21), movimiento típico de las crisis capitalistas, que siempre viene acompañado de una profundización de la explotación. La destrucción de fuerzas productivas, frecuentemente por medio de la guerra, siempre constituyó una salida de emergencia eficiente para el capital.

3. Del lado de acá de la lucha de clases, los caminos conocidos llevaron a callejones sin salida.

En los años de éxito de los gobiernos de izquierda, el crecimiento económico se combinó con la integración de los movimientos populares al régimen capitalista, en una compleja ingeniería de participación y pacificación que limitaba con eficiencia cualquier horizonte de contestación. En aquél contexto, el surgimiento de revueltas de jóvenes trabajadores que paralizaban ciudades, enfrentaban a las policías y forzaban intendencias de diferentes partidos a bajar la tarifa del colectivo tenía algo de inusitado. Pululando por el país desde la Revolta do Buzú –que impactó Salvador ya en 2003, primer año de la presidencia de Lula–, estos levantes apuntaban posibles brechas en la “parálisis monótona” del período: Para los pequeños grupos que se mantenían en la izquierda al margen del gobierno, disparar el desgobierno de la revuelta era la posibilidad de hacer frente a aquella gigantesca estructura de gestión de la lucha de clases. La explosión violenta de las calles rechaza los mecanismos de participación y reacciona a la represión armada. (…) la revuelta aparece justamente como crítica destructiva, como negación del consenso inmovilista (22).

Solamente mediante la ruptura del consenso los conflictos sociales podrían ultrapasar los límites estrechos de la rutina administrada y explotar abiertamente como lucha de clases. Desde este punto de vista, la posibilidad de contestación estaba en los movimientos de carácter disruptivo que, al traer la guerra a la superficie, realizaban en la práctica la crítica de la pacificación. Además de las revueltas vinculadas al transporte público, eso aparecía en las paralizaciones salvajes de las mega-obras del PAC (Programa de Aceleración del Crecimiento, del gobierno federal), línea de frente de la expansión del capitalismo nacional (“huelga no, terrorismo”, explicó un obrero de Jirau) (23); en la disidencia de sin-tierras que, sin la aprobación del MST, ocuparon el Instituto Lula (24); en la ola espontánea de tomas de tierra urbana que se esparcieron por las periferias de São Paulo bajo la alcaldía de Fernando Haddad en la secuencia de las protestas de junio (25); en el aumento vertiginoso del índice de huelgas desde 2011 –llegando, entre 2013 y 2016, al mayor número histórico registrado hasta entonces (26)– y en la rebeldía creciente de estos trabajadores en huelga contra sus sindicatos; y en el rechazo colectivo de los estudiantes de secundaria a las medidas de austeridad, negando la mediación de las entidades estudiantiles y tomando las escuelas para forzar el gobierno a retroceder en sus medidas.

En la medida en que las fisuras del consenso se transformaron en un agujero grande, empero, el sentido de estas luchas se desplazó y ellas perdieron su poder contestatario. Los conflictos pasaron a estar en el orden del día y la revuelta se conformó como un dispositivo del nuevo arreglo político. Nuestra apuesta en la ruptura del consenso se agotó junto con él, desorientando las formulaciones que partían de ella. Desde entonces, la violencia social que vino a la superficie apunta mucho más para el caos y la competencia, más que cualquier otra cosa. Al final, era eso lo que había bajo las estructuras de pacificación: una trama social en disgregación, sin horizontes de acción colectiva.

Muchas voces reaccionaron a las huellas de destrucción de 2013 pregonando, en coro, la necesidad de un regreso a la construcción “en las bases”. Los límites de la revuelta se explicarían por la falta de organizaciones de masas estructuradas en los barrios, locales de trabajo y estudio. Pues, ¡tales organizaciones existían! Y eran parte de la máquina gubernamental contra la cual las protestas se levantaron: el partido de izquierda que estaba en la presidencia contabilizaba directorios en todos los 5570 municipios de Brasil; las dos principales centrales sindicales del país apoyaban al gobierno; el más grande movimiento de trabajadores rurales del mundo y una serie de movimientos por la vivienda se tornaron operadores de programas sociales y agenciaban emprendimientos; una masa ambigua de asociaciones, ONGs, colectivos de cultura y grupos de periferia tenían su producción vinculada a financiamientos estatales de diferentes tipos y montos (27). Y todos alimentaban una infinitud de registros, bancos de datos y mapas realizados por los más variados órganos estatales y privados –incluido, por supuesto, las instituciones policiales (28).

No se trata de un desvío: “las ‘bases”, ahora, sólo pueden existir como contingentes cosificados, debidamente domesticados y representados, de trabajadores –manejadas como moneda de cambio de las burocracias” (29). Dándose cuenta de esta dinámica ya en los años 1990, un dirigente sin-tierra lo sintetizó en un dicho: “povo na rua, dinheiro a juros (pueblo en la calle, dinero con interés)”. Tener una base organizada significa, efectivamente, gestionar poblaciones. El “trabajo de base” de estos movimientos no fue abandonado, sino llevado a sus últimas consecuencias, conformado como una técnica gerencial: Sin eso la gestión se tornaría impracticable. (…) De ahí las concesiones materiales en cuanto lastro económico que garantiza la operatividad y la cristalización de los movimientos sociales, su conversión en brazos del Estado encargados de registrar la base social y gestionar los recursos pobres de las políticas públicas, por lo tanto, órganos que cumplen tareas esenciales para el éxito de la contra-revolución permanente en su modelo democrático-popular (30).

Desde este punto de vista, el apelo de la izquierda por la “organización en los barrios” en el post-junio tenía aires de un intento tramposo de una nueva puesta en escena de la historia, como si fuese posible recuperar una supuesta pureza perdida de aquella organización comunitaria de patio de iglesia de las décadas de 1970 y 80. Por otro lado, servía como una manera de rehuir el problema puesto por las calles en 2013: anónima y explosiva, aquella revuelta era la expresión de un proletariado urbano cuya fuerza de trabajo se formó en el cuadro de las más diversas políticas públicas, conectado a las tecnologías de la información, trabajando en regímenes precarios y en constante rotativa (en este sentido, la centralidad del transporte entre sus reivindicaciones no es azaroso).

Hoy, sin embargo, es la misma revuelta la que parece combinarse con el orden. Cuando un movimiento descentralizado de camioneros paralizó la economía de Brasil en el 2018, con cortes de ruta de norte al sur, los intereses y la organización de los trabajadores aparecieron mezclados con los del sector empresarial. La misma rebelión que puso el país al borde del colapso veía en su horizonte un refuerzo del orden, llamando a una “intervención militar”. La paralización de los camioneros logró un amplio apoyo de la población, y influyó en sectores de trabajadores urbanos (de cadetes a docentes) (31), y selló el ataúd del “gran acuerdo nacional” (32) ensayado por el gobierno Temer –intento, desde pronto rebajado, de garantizar la supervivencia del viejo arreglo político alrededor de un programa de austeridad.

Finalmente, la victoria de Bolsonaro ata la línea de continuidad que vincula 2013 a 2018: la conformación de la revuelta al orden. Y, delante de eso, lo que la mayor parte de la izquierda ha hecho es crear frentes antifascistas y frentes amplios y democráticos en varios locales y con diferentes formatos, para justamente afirmar los valores de la izquierda, contra el crecimiento de los valores de la extrema-derecha –el rojo y negro y el multicolor contra el verde y amarillo de la bandera nacional, la Democracia contra la Dictadura. (…) esas posiciones se mantienen en el campo abstracto y discursivo: ¿qué significa combatir el fascismo hoy bajo la mira del fusil? ¿Quiénes son los fascistas, nuestros compañeros de trabajo que le votaron a Bolsonaro? (33)

El nuevo escenario arrincona las posibilidades de formular un punto de vista crítico. De un costado, se renueva el apelo por una rehabilitación del arreglo democrático caduco de pacificación, cuyas fuerzas se muestran cada vez menos productivas –un intento impotente por eso mismo, que tiende a limitarse a la defensa de símbolos. Del otro, la simple insistencia en la revuelta pierde poder de contestación, dado que es el propio régimen que ahora asume abiertamente la violencia social. Aplastada entre estas dos formas de defensa del orden, ¿por dónde camina la lucha de clases?

18 de junio del 2019
Mira també:
https://passapalavra.info/2019/06/126892/
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