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Aserejé con los de O.T.
03 set 2003
Con la llegada del verano se multiplica el bombardeo de música de dudosa calidad y rompepistas de corta vida que amenizan las noches estivales. Sin embargo, la mercantilización masiva de la industria discográfica y la estandarización de estilos son fenómenos característicos de los últimos años que impiden el desarrollo de la música como arte y la aparición espontánea de músicos.
Por una vez, y sin que sirva de precedente, me sumo a Coca-Cola en aquello de que sería terrible vivir sin música. De hecho, lo es. Porque tantear los programas musicales del momento o asomarse a una pista de baile por estas fechas, debatiéndose entre David Bisbal, Ricky Martin y las Papá Levante, es lo menos parecido a la música desde que Bernardo decidió ponerse manos a la obra con su aporreo de guitarra. Música: bonita palabra. Si no fuera por todo lo sucia y confundida que se encuentra, y por lo difícil que resulta de encontrar.

El calor del verano trae consigo olas de canciones clónicas que quieren hacernos mover las caderas y dar pasitos adelante y atrás, interpretadas por personajes en su mayoría efímeros que, para más inri, acostumbran a no ser los autores de sus propios temas. La avalancha de los omnipresentes triunfitos contribuye a enriquecer esta amplia variedad musical: ya son nada menos que una treintena de nuevas voces las que se han agregado al negocio en poco más de un año. Entre unos y otros, parece que la producción musical de este país no sale de la salsa barata, las letras facilonas y los rompepistas de corta vida.

¿Qué está pasando con la música? O mejor dicho: ¿dónde está escondida? Salvo honrosísimas y muy escasas excepciones, sólo los cantantes fabricados como productos de marketing logran llegar al gran público con sus canciones. La música, vehículo de expresión, de arte y también, por qué no, de diversión y esparcimiento, ha caído en el feroz proceso de mercantilización del que ya pocos ámbitos de la vida alcanzan a escapar (pero, ¿alguno escapa?). La música que nos envuelve, ampliamente difundida y promocionada por los grandes medios de comunicación, resulta ser poco más que un producto fabricado en serie, a medida del gran mercado, teniendo la calculadora siempre presta en la mano pero nunca el corazón. Las canciones más capaces de producir dinero serán aquellas elegidas para elevarse a los altares de la fama. A su caída, casi siempre rápida, otras tantas cantinelas ocuparán su lugar, hinchando, tanto unas como otras, los bolsillos de las mismas chaquetas. La música es un tremendo negocio, y la industria discográfica un pulpo de innumerables tentáculos que van señalando a los elegidos para componer sus filas, marcando la moda en cuanto a los gustos del momento.

Por suerte, aún queda quien ama la música a pesar del mercado y se entrega a ella por pura devoción, merced a una aspiración artística o expresiva y no para, sencillamente, lucrarse. Lo que para muchos es una gallina que escupe huevos de oro, para algunos otros sigue siendo un modo de contar cosas y tratar de deleitar al público con sus vivencias, sus ideas o sus sensaciones. Una vía de escape, una afición, un modo de entender la vida a través del pentagrama. El público de este tipo de iniciativas acostumbra a ser pequeño dado que pocas de las tentativas ajenas al circuito comercial logran salir de un ámbito reducido y, a veces, incluso marginal. Mientras tanto, seguimos inmersos en una dinámica empresarial en que la cantidad (de dinero) prevalece sobre la calidad (musical). Parafraseando a Groucho Marx: "Paren el mundo, que yo me bajo".
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