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Reforestar la imaginación (Anselm Jappé)
02 mai 2016
Text introductori al debat per a la primera sessió del Cicle de Crítica de l'Economia que començarà aquest dissabte a La Cinètika (Rambla Fabra i Puig, 32 <M> L1 Fabra i Puig)
(…)

    Creo que es verdaderamente un signo de los tiempos cuando personas que provienen de horizontes teóricos y existenciales distintos —aunque sin duda no opuestos— terminan por llegar a conclusiones bastante convergentes. Por otra parte, creo que esto es algo que ocurre cada vez más a menudo. Y es que no solo coincidimos en la crítica del capitalismo y de la sociedad de la mercancía, sino sobre todo en que estamos dispuestos a acabar con ciertas vacas sagradas de la historia de la oposición al capitalismo. Y una vez más salta a la vista que la crítica en profundidad de la sociedad basada en el fetichismo de la mercancía debe sin duda sus categorías fundamentales a Marx, pero no debe gran cosa a los autores que se hacen llamar marxistas. De todas las categorías que están en juego aquí —el trabajo abstracto, la mercancía, el valor, el dinero, el estado—, quizá la más importante sea precisamente la de trabajo abstracto. Por eso, para evitar malentendidos, quizá pueda ser útil detenerse un momento a explicar a qué se refiere el concepto de trabajo abstracto en Marx.

    El trabajo abstracto no tiene nada que ver con el trabajo inmaterial. Según la teoría marxiana, todo trabajo productor de mercancías tiene una dimensión abstracta: todo trabajo es al mismo tiempo concreto y abstracto. En realidad sería más adecuado hablar del lado abstracto del trabajo, como hace el propio Marx cuando habla de la doble naturaleza que el trabajo asume en el capitalismo y solo en el capitalismo. Toda actividad produce algo —ya sea material o inmaterial, un bien o un servicio—, y desde ese punto de vista es una actividad concreta. Al mismo tiempo, todo trabajo en el capitalismo tiene un lado abstracto, en el sentido de que es también un gasto de energía, un gasto que se mide en tiempo. Si se toma su dimensión concreta, cada actividad es diferente de las demás y produce algo distinto: el trabajo del carpintero que produce una mesa es distinto del trabajo de un mecánico que produce una máquina. En cambio, desde el punto de vista de su dimensión abstracta, se trata simplemente de dos gastos de cantidades distintas de energía humana, que como tal es siempre igual. Lo que caracteriza al capitalismo es que es la única sociedad en la historia en la que este lado abstracto ha llegado a ser más importante que el lado concreto. Esto no es un hecho natural, sino un hecho puramente histórico: en la sociedad de la mercancía, lo concreto existe únicamente como encarnación de lo abstracto. Desde el punto de vista de la economía capitalista, la diferencia entre una bomba y un juguete no es una diferencia esencial. Lo que importa son las diferentes cantidades de valor, y por tanto también de plusvalor, que representan, y que asumen la forma de una determinada cantidad de dinero. Si la producción de juguetes no genera suficiente plusvalor, simplemente se abandona, sin ninguna consideración por su contenido concreto. El motivo de ello no es una particular codicia de los operadores económicos: no se trata de un problema moral o psicológico. Se trata de la ley estructural de la sociedad capitalista, basada en la competencia de todos contra todos.
   
    En la economía capitalista, el único objetivo es transformar una cantidad inicial de valor en una cantidad mayor, y esto quiere decir transformar una suma de dinero en más dinero. Uno invierte Ioo€ con el objetivo de obtener al final 120€. Esto solo puede lograrse aumentando la cantidad de trabajo abstracto que se pone en juego. Que esto suceda mediante la producción de bombas o a través de la producción de juguetes es algo indiferente para esta lógica. Las bombas serían simplemente una especie de «daño colateral». Toda la materialidad del mundo, las necesidades y los deseos humanos, los recursos, la salud de los trabajadores, las consecuencias ecológicas, etc., todo esto se subordina al único objetivo de la economía capitalista: reproducir y aumentar el capital. Por ello la sociedad moderna es una sociedad basada en el continuo aumento del trabajo, en un aumento tautológico del mismo. No se trabaja para satisfacer una necesidad y después de eso vendrían el sosiego y la calma, sino que se trabaja para poder trabajar aún más. Como bien ha dicho José Manuel, prácticamente todos los pensadores modernos son apologetas del trabajo. En este sentido la posición de Marx es más bien ambigua: no hay duda de que en él hay un cierto elogio del trabajo, pero coexiste con una verdadera crítica categorial del trabajo. Al fin y al cabo, Marx ha escrito El Capital para criticar la existencia misma del trabajo abstracto, del capital, de la mercancía, del dinero y del valor. En Marx, estas categorías aparecen como categorías históricas, y no como categorías transhistóricas, eternas, consustanciales al género humano, como sí ocurre en la economía burguesa. Marx insiste en que estas categorías son exclusivas del capitalismo, e insiste también en su carácter destructivo.

    Una sociedad en la que el trabajo concreto está subordinado al trabajo abstracto es una sociedad condenada a la crisis permanente y a la catástrofe final. Pero casi ningún marxista ha retomado este aspecto de la crítica marxiana. El movimiento obrero, como bien dice su propio nombre, estaba integrado por personas que estaban orgullosas de ser obreras, y lo que demandaba era una distribución más justa de los beneficios y del plusvalor. Todo el marxismo tradicional y todo el movimiento obrero han sido fundamentalmente una lucha por la distribución de estas categorías, que se consideraban de suyo evidentes. Dinero, mercancía, valor y trabajo se aceptaban como elementos indispensables de la vida humana; o a lo sumo se prometía su abolición en un futuro lejano, el día en que llegara el comunismo perfecto. Todas las propuestas teóricas, y también las prácticas, del movimiento obrero tenían como objetivo una justicia distributiva. No quiero dar la impresión de mirar estas luchas por encima del hombro: se trataba de luchas necesarias, absolutamente necesarias, y a menudo incluso grandiosas. Pero hoy también hay que tener el valor de reconocer que estas luchas no rebasaban la inmanencia del sistema capitalista. Eran intentos de gestionar mejor la sociedad capitalista industrial sin abolir sus categorías básicas. El capitalismo no se identificaba con el trabajo abstracto, la mercancía, etc., sino únicamente con la propiedad privada de los medios de producción, y por eso la abolición de esa propiedad privada parecía implicar ya la superación del capitalismo. Toda la historia del movimiento obrero está atravesada por la gran división entre reformadores y revolucionarios, entre radicales y moderados. Pero, visto retrospectivamente, la diferencia parece referirse más bien a los métodos que al contenido. Los movimientos revolucionarios querían alcanzar con medios más violentos y más directos la misma justicia distributiva.

    Hoy resulta bastante fácil criticar la tradición leninista y estalinista del movimiento obrero —aunque en los últimos años esta tradición está viviendo una preocupante revalorización; basta pensar en teóricos tan influyentes como Alain Badiou o Slavoj Zizek. Pero lo que es más importante, como bien ha dicho José Manuel, y lo que quizá nos resulte más doloroso, es tener que admitir que muchos teóricos libertarios, comunistas de izquierda, consejistas, etc., tampoco lograron rebasar el horizonte de la producción de valor, como han demostrado los trabajos de Seidmann[1] y otros análisis similares. Incluso el que fue sin duda el mejor episodio de todo el movimiento obrero clásico, es decir, el anarquismo español de los años treinta, acabó sumándose a una especie de ideología del trabajo. Por no hablar de autores como Lenin o Gramsci —al que hoy se valora tanto—, que consideraban explícitamente el taylorismo de la cadena de montaje como un modelo a seguir. Al parecer el propio término «fordismo» fue acuñado por Gramsci, pero en un sentido elogioso. Para él no se trataba únicamente de aumentar la producción, sino que también se entusiasmaba porque el régimen taylorista podía liberar a los obreros de sus peligrosas inclinaciones al alcohol y al sexo. En realidad, si queremos encontrar voces críticas con el culto del trabajo y la productividad, las encontraremos más bien en ambientes artísticos. Fue sobre todo la tradición poética francesa a partir de Baudelaire, y más tarde los dadaístas, los surrealistas y otros, la que se opuso a la sociedad del trabajo, también a nivel práctico. La otra gran excepción fue William Morris, al que se puede considerar marxista, y que también llevó a cabo una hermosa polémica contra el trabajo[2] Con todo, aún en estos casos se trata de una especie de elogio del ocio que más tarde, en algunos casos, se convertiría en un elogio de la automatización de la producción. Por tanto la categoría teórica del trabajo abstracto fue una especie de tesoro escondido durante casi cien años: desde la publicación de El Capital en 1867 hasta finales de los años sesenta del pasado siglo, prácticamente nadie ha retomado esta categoría crítica.

    Pero, ciertamente, lo que cambia el mundo no son solo las teorías o las discusiones sobre algunas categorías, sino sobre todo factores mucho más materiales. Desde los años sesenta asistimos a una especie de agotamiento del trabajo mismo: la sociedad del trabajo ya no necesita el trabajo. Este es claramente el fundanmento de la crisis que vivimos hoy. Creo que conocéis el análisis de la crítica del valor sobre este problema, que no es más que una profundización de las ideas del propio Marx. Únicamente el trabajo vivo, es decir, el trabajo en el momento de su ejecución, crea valor. Las tecnologías no crean valor, no añaden nuevo valor; sin embargo se las moviliza con el propósito de ahorrar trabajo. Desde los comienzos de la revolución industrial, todas las invenciones tecnológicas tienden a disminuir el trabajo necesario para producir las distintas mercancías. Se trata de una contradicción que se produce desde el principio del capitalismo y que afecta a su propia base como sistema: la crisis actual no se ha producido a causa de factores externos. La producción de mercancías contiene desde el principio una bomba de relojería en su propio funcionamiento; durante mucho tiempo se ha podido retrasar su explosión, pero nunca se han podido eliminar sus causas. Cuanto menos tiempo se requiere para producir una mercancía determinada, menos vale esa mercancía en términos económicos y, sobre todo, menos plusvalor y menos beneficio contiene. Durante casi dos siglos se ha podido compensar —o incluso sobrecompensar— este proceso gracias a un continuo aumento de la producción. Si es posible hacer una camisa en diez minutos en lugar de una hora, esta camisa contiene mucho menos valor y plusvalor. Pero si se producen y se logran vender seis camisas, o incluso siete, en lugar de una, acabo teniendo el mismo valor que tenía antes, o incluso más. Este es el motivo por el que el capitalismo está desde sus comienzos condenado a crecer y a intentar correr más deprisa que su tendencia inmanente a agotar la producción de valor. Esto significa, por una parte, que antes o después este proceso tenía que llegar a un límite irrebasable; esto era algo previsible en términos teóricos, y ya lo habían anunciado el propio Marx y, más tarde —y de modo algo más incierto—, otros teóricos como Rosa Luxemburgo o Henryk Grossman.

    En líneas generales se puede decir que dicho límite interno se alcanzó en torno a los años sesenta o setenta del pasado siglo. La revolución microelectrónica e informática ha permitido ahorrar tanto trabajo que los mecanismos de compensación ya no funcionaban. A partir de los años setenta, el capitalismo ya solo puede seguir funcionando en la medida en que recurre constantemente al crédito y, por tanto, gracias a una especie de simulación. Al mismo tiempo el capitalismo se ha topado con límites externos que, sin embargo, se derivaban también de su lógica de acumulación del capital. Antes he dicho que, para poder obtener la misma masa de valor y plusvalor que contenía una camisa artesanal era necesario producir seis camisas industriales. Por tanto, las seis camisas de producción industrial encarnan el mismo valor que teníamos antes con una. En realidad no se ha ganado nada desde el punto de vista de la producción de valor; tan solo se ha evitado que se produjera una caída demasiado rápida. Pero las seis camisas juntas representan de todas formas seis veces más consumo de recursos naturales que la camisa anterior: y, por tanto, desde el punto de vista del lado concreto sí que se da un aumento. Espero que este ejemplo quede claro, porque, si se entiende bien, contiene ya todas las explicaciones esenciales de la crisis ecológica y el agotamiento de los recursos. El capitalismo es producción de valor. La producción de bienes concretos es, por así decir, un mal necesario desde el punto de vista del capitalismo, cuyo único interés es la acumulación del capital. Pero en este proceso la naturaleza se consume realmente, y la naturaleza no es infinita. Existe una tendencia al crecimiento exponencial que está en el corazón del capitalismo, no se trata de nada añadido. Por eso no puede existir algo así como un «crecimiento sostenible» o un capitalismo sin crecimiento. Esto sería verdaderamente una contradictio in adjecto, como se dice en latín. De aquí se deriva ya que el capitalismo tenía que toparse, antes o después, con sus límites ecológicos. Al mismo tiempo este aumento constante de la producción no puede producirse sin un aumento constante del consumo de energía. Y, en efecto, el tercer gran nivel de la crisis con la que se encuentra el capitalismo es la crisis energética. Los tres niveles salieron a la luz prácticamente en el mismo momento, a comienzos de los años setenta. En 1971 los Estados Unidos abolieron el patrón oro del dólar, con lo que implícitamente se reconocía que solo convirtiendo el dinero en una ficción era aún posible continuar con la producción. En 1972, el llamado informe del Club de Roma dio a conocer al gran público por primera vez la problemática ecológica. Y después, en 1973, tenemos el primer shock petrolífero en Europa, que llevaría a los domingos sin automóviles.

    Es cierto que el shock petrolífero tenía causas en buena medida políticas, pero en cualquier caso hizo que todos tomaran conciencia de que la energía barata se había terminado. A todo esto añadiría un cuarto nivel de la crisis, que sin embargo resulta más difícil de definir. Podríamos hablar de una crisis de la forma sujeto, o de una crisis de la constitución psíquica de los sujetos capitalistas: una crisis prácticamente antropológica. Se trata por tanto también de una crisis de la imaginación: una crisis de la capacidad de los seres humanos de imaginar cosas distintas de la vida en el capitalismo, precisamente en el momento en que esta forma de vida está cayendo en pedazos. Muchas de las luchas que históricamente se han opuesto al capitalismo —y esto es algo que vale sobre todo para España— nacían del conflicto entre una lógica social preindustrial o protoindustrial y las exigencias industriales capitalistas, que eran percibidas en toda su absurdidad. Pero, después de varias generaciones, casi todas las personas que viven en el mundo industrial han acabado por acostumbrarse a considerar el trabajo y el consumo como el único modo de existencia posible. Y esto es algo que comienza ya en la infancia. Pienso, por ejemplo, que la difusión de videojuegos entre niños muy pequeños es algo al menos tan preocupante como los recortes de las pensiones. El aumento del narcisismo y la atrofia de la capacidad de empatía y de solidaridad, etc. suponen un riesgo para el futuro tan grande como la disminución de los recursos energéticos. Me gusta mucho una frase de la surrealista francesa Annie Le Brun, que dice que la deforestación de la imaginación es tan peligrosa como la deforestación de la Amazonia.

    En definitiva, el escenario ha cambiado de forma radical en las últimas décadas. Ya no vivimos en un capitalismo ascendente y triunfante, sino en un capitalismo en fase de declive. Al reducirse, a menudo el capitalismo no deja más que islas en las que aún puede funcionar una reproducción normal en términos capitalistas, mientras que cada vez más regiones del mundo se ven abandonadas a su propia suerte: no solo países enteros, sino también vastas zonas en el interior de los países llamados desarrollados. Llegados a este punto, las viejas luchas inmanentes del movimiento obrero han perdido en buena medida su función. Mientras el capitalismo se encontraba aún en una fase ascendente, la tarta aún crecía y había algo que distribuir. Pero ahora que la tarta del valor disminuye se revela prácticamente imposible plantear luchas redistributivas que puedan llevar a buen puerto. La principal arma del trabajador, es decir, su negativa a poner a disposición su fuerza de trabajo, ya no es eficaz.

    Desde hace al menos cincuenta años ha habido muchos nuevos pretendientes para el trono abandonado por el viejo proletariado. Se ha hablado de los trabajadores informáticos, los precarios, las masas del tercer mundo, las mujeres, las minorías sexuales o unas «multitudes» apenas definidas... Ha habido muchos candidatos. Pero cada vez resultaba más evidente que el capitalismo es una organización social que abarca a todos sus integrantes. Por supuesto que hay ciertas personas que se ven beneficiadas y otras que tienen que hacer frente a sufrimientos mucho mayores, pero nadie puede pretender estar fuera de la lógica de la competencia y de la venta de uno mismo. Al mismo tiempo, nadie saca únicamente beneficios de este sistema: basta pensar en el calentamiento global, que es una consecuencia directa del modo de producción capitalista y que representa una amenaza para todos. Por ello la cuestión de quiénes combaten y quiénes sostienen hoy este sistema se plantea hoy de un modo inédito, y a menudo depende bastante poco del papel que cada uno ocupa dentro del aparato productivo. Y es que hoy la cuestión ya no es tanto cómo derribar un sistema aparentemente fortísimo, sino más bien cómo reaccionar ante una crisis que ya está ahí y que no va a desaparecer. La cuestión es cómo crear nuevas formas de cooperación social, de relación con la naturaleza, pero también nuevas formas de vida individual, de imaginación, de pensamiento, que permitan construir alternativas a un proceso de derrumbamiento que ya está ganando terreno. La cuestión no es si habrá movimientos de oposición a lo existente, sino en qué dirección irán. Uno de los peligros más grandes es el surgimiento de nuevas formas de populismo, a menudo centradas en una crítica unilateral de las finanzas y la especulación. Se trata de un nuevo populismo que combina viejos elementos de la derecha y la izquierda, del que por ejemplo el Movimiento 5 Estrellas en Italia representa ya un síntoma preocupante. Pero la teoría crítica ya no puede fijarse únicamente en las luchas del pasado e intentar reeditar de nuevo las formas de lucha de los años treinta o algo parecido. Una buena parte de la izquierda está demasiado absorta en la contemplación de los pocos momentos felices de la historia, pensando poder extraer de ellos alguna receta mágica capaz de surtir efecto hoy. En lugar de eso habría que volver a pensar toda la cuestión. Y hay que entender que hoy la pretensión de salir del dinero, de la mercancía y del trabajo ya no es un programa utópico. El propio capitalismo está marchando en esta dirección, y mucho mejor que los revolucionarios: el trabajo ya está desapareciendo, como también el dinero verdadero, no meramente ficticio, y en este contexto habrá también cada vez menos mercancías. Por ello la cuestión es más bien cómo saldremos de este sistema: de forma catastrófica o de forma ordenada. Está claro que la salida ordenada no la llevarán a cabo el Estado o las grandes instituciones, gestionadas por personas que siguen intentando sobrevivir un poco mejor que los demás en un barco que se hunde. Creo que después de las desventuras del gobierno de Syriza en Grecia no es necesario insistir en la crítica de la ilusión politicista[3] Si uno respeta las categorías principales de la economía capitalista —y en realidad toda la izquierda quiere respetarlas— no es posible cambiar algunos detalles en un puro acto voluntarista. Esto es algo que hoy resulta más evidente que nunca. Pero tampoco serviría para nada guiar una revuelta populista en la que se colgara a los banqueros. A veces la crítica que se dirige exclusivamente contra las finanzas pueblo bueno y decente amenazado por un estrato de adopta un tono antisemita, al presentar una vez más al «parásitos» identificados implícita o explicitamente con «los judíos». Esta es una música que ya conocemos...

    Ante todo tenemos que dejar de identificarnos con el rol del consumidor, del trabajador, del ciudadano, del solo pueden imponerse contra estas categorías. Los movimientos sociales deben insistir en que todos tenemos derecho a vivir aunque no consigamos vender nuestra fuerza de trabajo, aunque no encontremos ningún comprador. Al mismo tiempo hay que redefinir qué se entiende por vida buena. La salida de la sociedad de consumo pasa también por aquí. Ivan Illich hablaba de una ascesis voluntaria, pero yo no la llamaría ascesis. Ascesis significa renunciar a algo agradable. Más bien creo que, como dice Serge Latouche, habría que «descolonizar» nuestro imaginario y nuestra idea de felicidad.[4]

    Me gustaría cerrar con una frase de Guy Debord, el fundador del movimiento situacionista, al que he consagrado un libro. Debord escribió, ya en 195 7, que «hay que combatir con todos los medios la idea burguesa de la felicidad».[5] Creo que los surrealistas de Madrid estarían totalmente de acuerdo conmigo. Esto significa también que salir del capitalismo no puede ser tan solo una cuestión de luchas defensivas y de luchas por la supervivencia. No puede ser únicamente una cuestión económica o política: requiere también un elemento de placer y alegría. No basta con oponerse al empobrecimiento de nuestras vidas provocado por la crisis del capitalismo, sino que al mismo tiempo hay que apro-vechar esta situación para encontrar un nuevo modo de vida. Y aquí tenemos una oportunidad al alcance de todos: es decir, el grupo social en el que uno nace, el trabajo que cada uno hace, el país en el que uno vive no tiene por qué influir en nuestra disponibilidad para buscar nuevas formas de vida. A veces se acusa a la crítica del valor de ser «determinista» y sostener que la crisis final del capitalismo vendría de manera automática. En realidad, el análisis que ofrece la crítica del valor solo demuestra que ya no volveremos a una normalidad capitalista. Pero sobre lo que venga después, sobre cómo se salga de esta crisis, sobre eso no hay determinismo ninguno. Antes muchos creían que las crisis llevaban necesariamente a una revolución o a la emancipación. Nosotros, por desgracia, ya no podemos tener esta certeza de salvación. El resultado final de esta conmoción histórica está aún completamente abierto, y por ello la vieja frase de Marx es más verdadera que nunca: «Socialismo o barbarie».





(*) Extracto de la transcripción del encuentro-debate realizado el 11 de abril de 2015 en la librería Enclave, tal como viene recogida en la publicación de Jappe, A. Maiso, J., y Rojo, J.M., Criticar el valor, superar el capitalismo Madrid, Enclave de Libros, 2015.


Notas

[1] Seidman, Michael, Los obreros contra el trabajo. Barcelona y París bajo el Frente Popular, Logroño, Pepitas de calabaza, 2014.

[2] Morris, William, Cómo vivimos y cómo podríamos vivir. Trabajo útil o esfuerzo inútil. El arte bajo la plutocracia, Logroño, Pepitas de calabaza, 2 0 1 4.

[3] Esta frase, que fue pronunciada en abril, se ha visto confirmada demasiadas veces desde entonces.

[4] Latouche, Serge, Sobrevivir al desarrollo: de la descolonización del imaginario económico a la construcción de una sociedad alternativa, Madrid, Icaria, 2007.

[5] Debord, Guy: «Informe sobre la construcción de situaciones», Fuera de Banda # 4: Situacionistas: ni arte, ni política, ni urbanismo, Valencia, 1997.
Mira també:
https://grupelissa.wordpress.com/2016/04/25/cicle-de-critica-a-leconomia/

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