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Hambre y violencia en la Barcelona revolucionaria de 1936-1937
05 oct 2015
Presentación en Besalú de la trilogía de Guillamón: "Hambre y violencia en la Barcelona revolucionaria"
Portada La represión c. la CNT.jpg
Presentación del trabajo histórico de Agustín Guillamón en Besalú (4 octubre de 2015)

    El combate de los trabajadores por conocer su propia historia es un combate, entre otros muchos más, de la guerra de clases en curso. No es puramente teórico, ni abstracto o banal, porque forma parte de la propia conciencia de clase, y se define como teorización de las experiencias históricas del proletariado internacional, y en España debe comprender, asimilar y apropiarse, inexcusablemente, las experiencias del movimiento anarcosindicalista en los años treinta.

    La Historia Sagrada de la burguesía tiene por misión mitificar los nacionalismos, la democracia liberal, y la economía capitalista, para convencernos de que son eternos, inmutables e inamovibles. Un presente perpetuo, complaciente y acrítico banaliza el pasado y destruye la conciencia histórica.

Cuando el proletariado se constituye en clase revolucionaria consciente, enfrentada al partido del capital, necesita asimilar las experiencias de la lucha de clases, apoyarse en las conquistas históricas, tanto teóricas como prácticas, y superar los errores y deficiencias del pasado, en fin, resolver los problemas no resueltos en su momento: aprender las lecciones que nos da la propia historia. Pero ese aprendizaje sólo puede hacerse en la práctica de la lucha de clases de los distintos grupos de afinidad y de las diversas organizaciones del proletariado.

Facilitar el camino a ese aprendizaje es el objetivo de todos y cada uno de mis libros, en los que siempre se intenta dar la voz a los protagonistas de la historia, y respetar el criterio del lector, advirtiéndole siempre cuando se encuentra ante una opinión del autor, señalada en cursivas, que el lector no tiene por qué compartir.

Barricadas explica cómo la ideología de unidad antifascista fue la coartada que permitió a los comités superiores el abandono de todos los principios ácratas con el único objetivo de ganar la guerra. Es la única forma de comprender el cambio de García Oliver y de tantos otros, auténticos revolucionarios en julio del 36 y bomberos contrarrevolucionarios en mayo del 3, sólo diez meses después. Barricadas, traducida al francés, ha sido reeditada por Descontrol al PVP de 9 euros y puede bajarse gratuitamente de la web www.edicionesespartaco.com.

El librito sobre Los comités de defensa en Barcelona (editado por Aldarull y en venta por 10 euros, que ha sido traducido al inglés, francés e italiano y pronto al catalán y griego) saca a la luz la preparación por parte de la CNT catalana de un ejército revolucionario del proletariado desde octubre de 1934. En todas las grandes revoluciones del siglo XX el proletariado ha creado sus propios organismos de poder: el soviet en las revoluciones rusas de 1905 y 1917, los räters o consejos en la Alemania de 1918-1919 y los comités en la Revolución española de 1936-1937. En este libro se explica el origen, funciones, problemática y desaparición de los comités revolucionarios de barrio en la ciudad de Barcelona. Es también una introducción a la trilogía posterior que lleva como subtítulo común: “Hambre y violencia en la Barcelona revolucionaria”.

Características fundamentales de esta trilogía son su detallada y extensa documentación extraída de archivos de todo el mundo, su estructura de dietario y una exposición de los hechos que respeta en todo momento la inteligencia de un lector activo al que se le facilita que pueda diferenciar claramente los textos y contextos de las opiniones del autor, huyendo de la extendida práctica narrativa de manipular y mezclar documentos y opinión propia, tan común en el mundo académico.

El primer título de esa trilogía es La revolución de los comités (segunda edición de El grillo libertario, 530 pp. al PVP de 14 euros) donde se explica exhaustivamente y con una documentación inédita, desconocida, o no trabajada, cómo esos comités de defensa, además de formar las Milicias del frente de Aragón, constituyeron en la ciudad de Barcelona los comités revolucionarios de barrio, que protagonizaron y defendieron una de las revoluciones sociales más profundas de la historia.

En Barcelona los comités de defensa, transformados en comités revolucionarios de barrio, en ausencia de consignas de cualquier organización y sin más coordinación que las iniciativas revolucionarias que cada momento demandaba, organizaron los hospitales, desbordados por la avalancha de heridos, constituyeron comedores populares, requisaron coches, camiones, armamento, fábricas y edificios, registraron domicilios privados, detuvieron sospechosos y crearon una red de Comités de abastos en cada barrio, que se coordinaron en un Comité Central de Abastos de la ciudad, en el que adquirió notable presencia el Sindicato de Alimentación. El contagio revolucionario afectaba a todos los sectores sociales y a todas las organizaciones, que se decantaban sinceramente a favor de la nueva situación revolucionaria. Esa era la única fuerza real del CCMA, que aparecía ante el pueblo en armas como el organismo antifascista que debía dirigir la guerra e imponer un nuevo orden revolucionario.

El 21 de julio, un Pleno de Locales y Comarcales había renunciado a la toma del poder, entendida como dictadura de los líderes anarquistas, y no como imposición, coordinación y extensión del poder que los comités revolucionarios ya ejercían en la calle. Se decidió crear un CCMA, ORGANISMO DE COLABORACIÓN DE CLASES en el que participaban todas las organizaciones antifascistas.

Mientras los comités superiores de la CNT iniciaban un proceso de continua renuncia a los principios anarquistas y a la profundización de la revolución, los comités de barrio no habían renunciado a nada. Esta divergencia inicial condujo en pocos meses a un enfrentamiento de los comités superiores y los comités de barrio de forma que a principios de diciembre de 1936 en una reunión del CR los comités superiores manifestaron que los comités de barrio “eran sus peores enemigos”, porque se negaban a enviar las armas al frente como se había acordado en las reuniones del Consejo de la Generalidad, afirmando que las armas conquistadas al ejército en la insurrección de julio jamás las entregarían, porque eran la garantía de la revolución, y que si se necesitaban armas en el frente que enviasen las de la guardia de asalto y la guardia civil, acuarteladas cómodamente en sus cuarteles en la propia ciudad de Barcelona.

El libro se ocupa además de la elaboración y significado del Decreto de Colectivizaciones, impulsado por el economista, cenetista y consejero de economía Joan Pau Fábregas, que también había propuesto un monopolio del comercio exterior y la compra preventiva de harinas y alimentos, que fueron retrasadas y finalmente vetadas por el gobierno de la Generalidad.

Otro tema importante es el del inicio de la institucionalización de la violencia revolucionaria y festiva del verano de 1937, que tras la disolución del CCMA se concreta en la Junta de Seguridad Interior, campo de enfrentamiento entre la CNT, representada por Aurelio Fernández y el consejero Artemi Aguadé.
El segundo libro de la trilogía se titula La guerra del pan (editado por Aldarull y Dskntrl, 564 páginas, PVP 15 euros).

    La pugna entre el PSUC y la CNT, de diciembre de 1936 a mayo de 1937, fue un conflicto ideológico, pero ante todo el enfrentamiento de dos políticas opuestas de abastecimiento y gestión económica de la gran urbe barcelonesa.

Comorera, desde la Consejería de Abastos, priorizaba el poder del PSUC al abastecimiento del pan o la leche a la ciudad de Barcelona. Mejor sin pan ni leche, que un pan y una leche suministrados por sindicatos de la CNT. Hambre y penurias de los barceloneses eran el precio a pagar por el incremento del poder del PSUC y de la Generalidad, en detrimento de la CNT.

El PSUC, en una ciudad sometida a las penalidades y privaciones de la guerra, opuso la libertad de mercado a la racional distribución alimenticia realizada muy eficientemente por los comités de abastos de las barriadas.

El hambre de los trabajadores fue causada por la maniobra consciente de los partidos burgueses y contrarrevolucionarios, desde ERC (republicanos) hasta el PSUC (estalinistas), para debilitar y derrotar a los revolucionarios. A ese proceso le hemos denominado guerra del pan.

Comorera atribuía la carencia y el encarecimiento de alimentos a la existencia de los comités de defensa, no al acaparamiento y especulación de los detallistas. Era el discurso que justificaba y explicaba el eslogan de las pancartas y octavillas de las manifestaciones de mujeres de fines del año 1936 y comienzos de 1937: “más pan y menos comités”, promovidas y manipuladas por el PSUC. Era evidente el enfrentamiento entre dos políticas de Abastos opuestas, la del PSUC y la del Sindicato de Alimentación de la CNT. El Sindicato de Alimentación, a través de los trece almacenes de abastos de las barriadas, custodiados por los comités revolucionarios de barrio, suministraba gratuitamente alimentos a los comedores populares, donde podían acudir los parados y sus familiares, y sostenían además centros de atención a los refugiados que, en abril de 1937, en Barcelona, ascendieron ya a 220.000 personas. Era una red de abastos que rivalizaba con los detallistas, que sólo obedecían a la ley de la oferta y la demanda, y que intentaba, sobre todo, evitar el encarecimiento de los productos, ya que el alza de precios los hacía inasequibles a los trabajadores, y, por supuesto, a parados y refugiados. El mercado negro era el gran negocio de los detallistas, que realizaban excelentes ganancias gracias al hambre de la mayoría de la población. La guerra del pan de Comorera contra los comités de abastos de las barriadas no tenía otro objetivo que el de arrebatar a los comités de defensa cualquier parcela de poder, aunque esa guerra implicase el desabastecimiento de Barcelona y la penuria alimenticia.

Un abastecimiento racional, previsor y suficiente de Barcelona, y Cataluña, hubiera supuesto ceder a las pretensiones del Consejero de Economía cenetista, Joan Pau Fábregas, que batalló inútilmente de septiembre a diciembre de 1936, en las reuniones del Consejo de la Generalidad, por conseguir el monopolio del comercio exterior, ante la oposición del resto de fuerzas políticas. Mientras tanto, en el mercado de cereales de París, diez o doce mayoristas privados catalanes competían entre sí, encareciendo las compras. Pero ese monopolio del comercio exterior, que ni siquiera era una medida de carácter revolucionario, sino sólo apropiada a una situación bélica de emergencia, atentaba contra la filosofía del libre mercado, propugnada por Comorera.

Había una relación directa entre las colas del pan en Barcelona y la irracional competencia de los mayoristas privados en los mercados europeos de cereales, armamento o materias primas. Es muy curioso que la historiografía oficial subraye que el 17 de diciembre de 1936, tras una crisis de gobierno provocada por el PSUC, se expulsó del Gobierno al poumista Nin, por su denuncia del estalinismo; pero en cambio apenas comenta que también se expulsó al cenetista Fábregas, impulsor nada más y nada menos que del Decreto de Colectivizaciones y Control Obrero, aprobado el 24 de octubre de 1936.

La salida de Fábregas del gobierno supuso que ese Decreto de Colectivizaciones no sería desarrollado por su redactor, sino por Tarradellas y Comorera, que lo desvirtuaron y manipularon hasta lo inimaginable, convirtiéndolo en un instrumento de dominio de la economía catalana, y de todas las empresas colectivizadas, por la Generalidad. La Generalidad podía nombrar un omnipotente interventor-director a su gusto, y sobre todo tenía el poder de hundir a aquellas empresas díscolas o reacias a someterse, mediante la retirada de la financiación para pagar salarios o comprar materias primas, sin las cuales las empresas se veían abocadas a una total parálisis.

La eliminación de Fábregas supuso además la desaparición del principal defensor de establecer ese necesario monopolio del comercio exterior, que fue sustituido por el libre mercado. Comorera tenía vía libre para imponer la dictadura de los tenderos, enriquecidos con el hambre de los trabajadores.

El programa estalinista, fundamentado en esa defensa de los intereses burgueses, y en la defensa de un Estado fuerte, capaz de hacer cumplir los decretos y de ganar la guerra, convirtió al PSUC en la vanguardia de la contrarrevolución.

A mediados de abril se reunió un Pleno de la Federación Local de Grupos anarquistas, que se radicalizó por la invitación realizada a las Juventudes Libertarias y los Comités de defensa: se decidió el abandono por los anarcosindicalistas de cualquier cargo administrativo o de poder y se aprobó la constitución de un comité insurreccional que se preparase para enfrentarse a la ofensiva contrarrevolucionaria en curso. En la calle se producían manifestaciones contra la falta de alimentos y su encarecimiento en el mercado negro, y se asaltaban mercados y panaderías.

El tercer libro de la trilogía se titula La represión contra la CNT y los revolucionarios (editado por Descontrol, son 484 páginas al precio de 15 euros).

Durante las sangrientas jornadas de mayo de 1937 los comités revolucionarios desbordaron a los comités superiores cenetistas. La insurrección de los trabajadores no fue derrotada militarmente, sino políticamente, cuando los líderes anarcosindicalistas dieron la orden de alto el fuego.

El hambre y el desarme eran los dos objetivos necesarios para el inicio del proceso contrarrevolucionario, que desencadenó toda su fuerza represiva contra los militantes cenetistas y las minorías revolucionarias en el verano de 1937.

La represión de los estalinistas y de la justicia republicana fue de carácter SELECTIVO: intentó integrar a los comités superiores en el aparato estatal, al mismo tiempo que desencadenaba una feroz represión contra los revolucionarios y encarcelaba a los dirigentes que habían tenido cargos de responsabilidad en Orden Público.

Después de mayo la CNT desapareció en algunas comarcas (Cerdaña y Tierras del Ebro) y poblaciones catalanas (Igualada), disminuyendo en todas partes su influencia. El regreso de las antiguas fuerzas del orden (guardias de asalto y guardia civil) y de algunos exiliados derechistas fue una reconquista que exigía el castigo de los componentes de los comités revolucionarios de julio de 1936, considerados ahora como “usurpadores e incontrolados”, aunque su intervención frente al fascismo había sido imprescindible para la supervivencia de la República.

Esa represión del anarcosindicalismo fue acompañada por una actitud pasiva de los comités superiores, que optaron por una defensa individual y jurídica de los presos, en lugar de una defensa colectiva y política. Los millares de presos anarcosindicalistas exigieron a los comités superiores un mayor compromiso y solidaridad, que sólo consiguió una campaña de prensa clandestina en favor de los presos, sin renunciar nunca al colaboracionismo. Los presos cenetistas anunciaron una huelga de hambre para obtener esa solidaridad, denegada al principio por los comités superiores en nombre de la lealtad institucional al gobierno.

    De la violencia revolucionaria de los comités contra la burguesía y los fascistas, característica de julio de 1936, se había pasado a la violencia represiva de las fuerzas burguesas del orden capitalista y de la justicia republicana contra la CNT y los revolucionarios. La justicia republicana abrió varios procesos colectivos, como el de cementerios clandestinos y los hechos de mayo, y persiguió con graves penas delitos menores como portar armas, leer prensa clandestina, lanzar octavillas o hacer pintadas.

    En el seno de la CNT esa represión de la oposición revolucionaria interna era simultánea a la integración de los comités superiores en el aparato estatal. No se trataba de ninguna “traición” de los dirigentes, sino de las dos vertientes necesarias y complementarias de un mismo proceso contrarrevolucionario: represión y persecución de los revolucionarios e institucionalización de los comités superiores.

    El orden público burgués se fundamentaba en la unidad antifascista de todas las organizaciones, con el objetivo único de ganar la guerra. Ese objetivo suponía la plena sumisión de la CNT a un Estado fuerte, así como la extensión de la militarización al trabajo, a la economía y a todas las relaciones sociales y políticas.

    En junio de 1937 se creó la CAP, recuperación de un ejecutivo fuerte y ágil de la CNT (como había sido el Comité de comités de julio de 1936) capaz de impedir un nuevo desbordamiento de la militancia, como había sucedido en mayo. Juan García Oliver y los comités superiores repitieron el 20 de septiembre de 1937 su papel de bomberos e impidieron la resistencia contra el asalto del PSUC y las fuerzas de orden de la Generalidad al edificio de los Escolapios, sede del sindicato de la alimentación, de diversos grupos anarquistas y del último comité de defensa de barriada aún existente.

    En octubre de 1937 la guerra y la constante dejación de principios habían devorado ya a la revolución. No fue Franco quien acabó con los revolucionarios, sino la República de Negrín.
                        *

Estos libros no se encuentran en las librerías comerciales, sólo pueden comprarse en librerías anarquistas y alternativas (La Rosa de Foc, La ciutat invisible, El Lokal, Aldarull, Lamalatesta de Madrid, etcétera). También pueden pedirse al e-mail de Ediciones descontrol, que es éste: descontrol ARROBA riseup.net.
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