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Notícies :: sanitat
Contra la sanidad pública-estatal
07 jun 2015
En los últimos tiempos hemos asistido a un encendido debate en torno a la llamada Sanidad Pública (que más correctamente podría denominarse Sistema de Provisión Sanitaria Estatal).

Debate en realidad aparente, puesto que en el fondo y en la forma, todos los interlocutores del mismo (partido gobernante, partidos opositores, sindicatos y asociaciones profesionales, junto con la inmensa mayoría de las voces autodenominadas independientes) sostienen un sorprendente consenso; y es que todos se consideran defensores de la provisión sanitaria estatal, coinciden en calificarla como elemento puntal del estado del bienestar (que defienden a ultranza) y en definitiva como una institución básicamente benefactora para la sociedad, redistribuidora de riqueza, agente de cohesión social y promotora de la igualdad.


Introducción

En los últimos tiempos hemos asistido a un encendido debate en torno a la llamada Sanidad Pública (que más correctamente podría denominarse Sistema de Provisión Sanitaria Estatal).

Debate en realidad aparente, puesto que en el fondo y en la forma, todos los interlocutores del mismo (partido gobernante, partidos opositores, sindicatos y asociaciones profesionales, junto con la inmensa mayoría de las voces autodenominadas independientes) sostienen un sorprendente consenso; y es que todos se consideran defensores de la provisión sanitaria estatal, coinciden en calificarla como elemento puntal del estado del bienestar (que defienden a ultranza) y en definitiva como una institución básicamente benefactora para la sociedad, redistribuidora de riqueza, agente de cohesión social y promotora de la igualdad.

Tales debates se centran en la extensión que ha de tener dicho sistema, o en la posibilidad de hibridarlo en mayor o menor medida con la iniciativa empresarial; pero ninguno de los contendientes oficiales ha osado nunca plantear las profundas nocividades del mismo, no digamos ya su cuestionamiento completo.

Aclararé desde un principio que la provisión estatal ha logrado y logra a diario meritorias realizaciones (que por otra parte habría que ponderar con su coste real, siendo entonces el saldo tal vez decepcionante, por no entrar a valorar sus terribles efectos secundarios); pero es un hecho que, hoy por hoy, una gran mayoría comparte la impresión de que el sistema sanitario, aunque imperfecto, es globalmente bueno y aprovechable. Es por esto que se sostiene robusto, y su existencia se utiliza además para legitimar otras instituciones mucho menos populares.

Por todo ello estimo oportuno unirme a las escasas (aunque lúcidas) voces que señalan que este modelo sanitario puede y debe ser cuestionado desde la raíz. Qué mejor momento para esbozar una enmienda razonada a la totalidad del sistema sanitario que el actual, en que el consenso en torno a su defensa es prácticamente unánime en todas las fuerzas políticas, sindicales y asociativas.

Lamentablemente el presente texto no puede aspirar a ser más que una invitación a la reflexión y la investigación; otros habrán de venir con más coraje, decisión y firmeza para profundizar en este tema y tantos otros. Por mi parte, ofrezco esta modesta aportación para quien pueda servir de inspiración.

Desde luego juzgo del máximo interés compartir estas reflexiones con los defensores bienintencionados de la provisión sanitaria estatal; puesto que en la búsqueda de la Verdad posible, nada encontrarán más provechoso y tonificador que confrontar sus ideas con otras de signo opuesto.

Por último, a los que maliciosamente promueven, mantienen y pretenden seguir extendiendo la provisión sanitaria estatal, no les deseo más que entrevean que una minoría, aún hoy ínfima, pero decidida en su búsqueda de Libertad y Verdad, empieza a comprender y tomar conciencia de la magnitud del mal que están pertrechando. Quizás esta noción pueda llegar algún día a causar un escalofrío en la espalda de los poderosos.

Sin más preámbulo, frente a los cientos (miles) de panfletos laudatorios sobre la mal llamada Sanidad Pública, ofrezco uno que pretende posicionarse firmemente en contra.

Contra la Sanidad Pública (más correctamente llamada Provisión Sanitaria Estatal)

Para mejor organizar las ideas, el texto está dividido en cuatro perspectivas; a saber la perspectiva del enfermo, la del profesional, la perspectiva social y una última que he dado en llamar perspectiva espiritual, pero que bien podría haberse denominado de otra forma. Esta división es ciertamente arbitraria e incompleta, y es evidente que la realidad es una compleja mezcla de todas ellas y aún otras.

1. Desde la perspectiva del enfermo.

1.1 Obligatorio.

El sostenimiento del actual sistema sanitario es universalmente obligatorio, sin que exista la posibilidad legal de objeción al mismo. Tal sostenimiento se realiza vía impositiva (impuestos directos –IRPF- e indirectos –IVA y demás-); por lo que defender la provisión estatal implica necesariamente defender los impuestos (que, en su conjunto, probablemente hoy día detraen en torno a la mitad de lo producido por cada trabajador), así como su sistema de recaudación (Agencia Tributaria), vigilancia y coacción (jueces, fiscales y fuerzas de seguridad). No puede darse lo uno (la provisión estatal) sin lo otro (impuestos, recaudadores y vigilantes); y no puede crecer lo uno sin el correlativo crecimiento de lo otro.

1.2 No participativo.

El individuo común, sostenedor en última instancia del sistema, carece por lo general de capacidad decisionaria alguna sobre el mismo; ni en sus aspectos fundamentales ni en los triviales, viéndose obligado siempre a delegar las funciones deliberativa y ejecutiva en sus representantes forzosos, quienes a su vez no tienen ninguna obligación de concretar sus planes al electorado ni de cumplir sus compromisos. Esto, que es constante en todos los ámbitos en el régimen de parlamentarismo partitocrático, no por conocido conviene dejar de ser recordado.

1.3 Autoritario

Organizado en férrea jerarquía, desde el Ministerio y las respectivas Consejerías de Sanidad de las distintas Comunidades Autónomas, el sistema coloca al individuo en el último eslabón de una cadena de mando organizada al más puro estilo castrense (no en balde los hospitales de campaña de Napoleón son el germen del hospital moderno, perfeccionado posteriormente en las krankenhause de Bismark). Desde el mismo momento en que se entra en contacto con el sistema sanitario, una legión de administrativos, guardias de seguridad (por lo general privada), celadores, auxiliares de enfermería, enfermeros y médicos se alza sobre el usuario, que debe mostrarse manso y sumiso ante sus disposiciones, de facto auténticas órdenes de obligado cumplimiento. Cabe añadir que, en el ejercicio de su autoridad, no es infrecuente que las propios sanitarios vayan mucho más allá de las consabidas declaraciones de derechos y obligaciones del paciente con que se dotan estas instituciones (cualquiera que haya visitado un Hospital habrá comprobado que todo, incluyendo la posibilidad de estar acompañado por un familiar, el acceso a los propios datos clínicos, inquirir sobre alternativas terapéuticas, etc. requiere la aquiescencia del sanitario de turno, independientemente de lo que reconozcan o dejen de reconocer los derechos del paciente). Como ocurre cuando unos detentan un poder omnímodo sobre otros, no son infrecuentes las arbitrariedades y abusos. No debe extrañar que los sindicatos profesionales sanitarios lleven años reclamando para sus representados el reconocimiento jurídico del estatus de Autoridad; asimilable al de los cuerpos policiales o judiciales. No debe olvidarse que el personal médico está facultado para la colocación de contenciones físicas (ataduras, cinchas, guardias) y químicas (psicofármacos), técnicas que se utilizan con profusión (aunque no existen estudios fiables que den una medida ni acaso aproximada de esta tristemente cotidiana realidad), así como para la privación de libertad completa mediante la figura del ingreso involuntario,utilizado de rutina en psiquiatría. Las únicas defensas con que cuenta el individuo son la inoperante reclamación en Atención al paciente (mediante la cual, la institución se digna a dar una explicación acerca de su proceder a quien así lo reclame; sin mayores consecuencias), o bien la carísima, ineficaz, injusta, lenta e hiperprofesionalizada (por tanto inaccesible al vulgo) vía judicial, en la práctica inviable.

1.4 Corporativista

En su ejercicio, los médicos elaboran y controlan tanto la información que queda registrada (historia clínica), como la que se entrega al paciente. Tratándose además de un campo hiperespecializado, envuelto en un lenguaje incomprensible para el no iniciado; todo es terreno abonado para el encubrimiento, la verdad a medias y en ocasiones la pura mentira; siendo rutina que la iatrogenia (efectos adversos derivados de la propia atención médica) se oculte por principio, presentando por ejemplo como inevitable lo que en realidad era prevenible; obviando la existencia de procederes más eficaces ó menos cruentos a los realizados, etc. siendo excepcional que un individuo común sea informado con veracidad sobre su evolución clínica, complicaciones, pronóstico y potenciales errores cometidos. Además, los diversos Colegios profesionales (de suscripción por cierto obligatoria para el ejercicio, opacos en su financiación y organización), se dedican con saña a la persecución del llamado intrusismo, impidiendo o dificultando el libre ejercicio a multitud de sanadores no certificados (osteópatas, doulas, curanderos, medicinas alternativas), arrogándose por tanto el monopolio de los cuidados de la salud, privando por tanto al pueblo de la libertad de elección en este ámbito.

1.5 Masificado e inhumano

La dinámica propia del doble dominio estatal y empresarial, que requiere la concentración de grandes masas de mano de obra en ciudades sobrepobladas, junto con la dinámica jerárquica propia del sistema sanitario (organización vertical en cuyo eje se ubican gigantescos complejos hospitalarios) y la perentoria necesidad de ahorrar costes (al tratarse de sistemas carísimos con grandes bolsas de ineficiencia), hacen que toda la organización interna de las instituciones hospitalarias reproduzca la estructura de las grandes industrias (a su vez de inspiración militar); resultando por tanto una inmensa cadena de montaje en la que la materia prima está constituida por personas enfermas, en la cual los sanitarios devienen en operarios con un estricto régimen de división del trabajo, de modo que cada cual atiende su pequeña área de responsabilidad, desinteresándose por completo del resultado global de la asistencia; haciendo de la atención y el cuidado al enfermo se convierta paradójicamente en una actividad impersonal, regida por criterios de explotación fabril. A su llegada, cada paciente es despojado de sus pertenencias, vestido de uniforme, etiquetado y obligado a obedecer en todo la disciplina del centro (so pena de ser contenido física y/o psicofarmacológicamente). Semejante clima propicia grandemente las equivocaciones (confusión de unos pacientes por otros, de unas medicaciones por otras, etc.) y los tratos vejatorios (deshumanizado el enfermo, alienados y sobrepasados los trabajadores, el pudor y el respeto profundo que debería guardarse al prójimo se disipa velozmente; siendo común el trato cruel al enfermo desamparado: ulceraciones por inmovilización prolongada, irritaciones en la zona del pañal por recambio e higiene deficiente, etc. la lista de agravios es tan atroz que la mera enumeración causa estupor y enojo; tal vez sólo quienes hayan sufrido en carne propia o los que participan de ello a diario –si es que aún no se han deshumanizado por completo- puedan llegar a comprender su significado profundo). La permanente necesidad de contener los gastos de estos colosos hace que constantemente se busque minimizar el tiempo dedicable a la atención personal y se maximice el uso del espacio más allá de lo razonable (salas de espera atestadas, enfermos encamados en pasillos, habitaciones que duplican o triplican su capacidad… son parte del paisaje habitual de los sanatorios de provisión estatal).

1.6 Burocrático

Esta faraónica estructura exige férreos sistemas de control, con su correspondiente carga burocrática. El enfermo y su familia sufre una permanente peregrinación de ventanilla en ventanilla, debiendo manejar una miríada de documentos (DNI, tarjeta sanitaria, etiquetas del paciente, volantes de citaciones, volantes de pruebas diagnósticas, permisos, justificantes...), debiendo siempre el individuo amoldarse a la estructura y nunca a la inversa. En la ingente producción y comprobación de documentación consumen enormes proporciones de tiempo usuarios y trabajadores; siendo frecuentes los extravíos, retrasos, errores… estando el individuo en la práctica indefenso ante la maquinaria burocrática.

1.7 Iatrogénico

Como lógica consecuencia de la masificación y el industrialismo sanitario, aunque también como característica intrínseca de la moderna medicina alopática, emergen los efectos adversos derivados de la propia asistencia. Son de muy diversa naturaleza: nosocomiales (derivados de la mera estancia física en un hospital, como supone todo el enorme capítulo de las infecciones intrahospitalarias, por lo común ocasionadas por gérmenes autóctonos del hospital, con elevada resistencia antimicrobiana y por tanto de muy difícil tratamiento), farmacológicos (derivados del propio efecto de las sustancias empleadas con intención sanadora, a menudo más deletéreos que el mal inicial) y en general todo daño derivado de los propios cuidados sanitarios (heridas tras procedimientos agresivos, síndrome confusional y agitación en el anciano ingresado, hemorragias, trombosis, caídas en los traslados, contusiones en los aseos, atragantamientos al forzar la ingesta, etc.); de tal manera que se sabe cuando se entra en el hospital pero es desconocido cuándo (ni cómo) se saldrá de él. Un reciente estudio europeo señalaba que hasta el 43% de los enfermos ingresados en un Hospital refería haber sufrido efectos adversos graves derivados de su estancia en el Hospital (es casi seguro que la cifra real de efectos adversos es mucho mayor, pues los enfermos rara vez llegan a conocer que las complicaciones que les aquejan son directamente derivadas de la asistencia, ya que la información se recibe por lo común edulcorada por el personal médico). Tan consciente del problema es la corporación médica, que en los últimos tiempos han proliferado los documentos de consentimiento informado (en donde se hace constar, como en la letra pequeña de un contrato bancario, los muy reales peligros potenciales de las actividades médicas) para así descargar de responsabilidad a las instituciones de los posibles infortunios derivados de la asistencia. Huelga decir que tales documentos (por lo general expresados en un lenguaje incomprensible para el lego, y que rara vez ponderan los riesgos de hacer con los de no hacer, o de hacer de otra manera) suelen ser insuficientes para tomar una decisión mínimamente bien informada. Abundan asimismo los planes estratégicos para la reducción de la incidencia de tal o cual iatrogenia (planes para el lavado de manos de los sanitarios, para la colocación aséptica de catéteres, para reducir las úlceras por presión o las neumonías nosocomiales, etc.), del mismo modo que los ganaderos en sus explotaciones industriales intentan evitar las plagas derivadas del estabulamiento intensivo de sus animales. Pero tales planes nunca contemplan que la principal causa de los males que intentan prevenir radica en la esencia misma de la medicina hospitalaria (así como los del ganado estabulado radican en su estabulamiento), por lo que, aunque loables como estrategias de minimización del daño, no lograrán nunca su erradicación puesto que nunca atacan la raíz del problema (aunque merece la pena señalar que la mera existencia de tales planteamientos pone de relieve hasta qué punto la iatrogenia es hoy considerada por el propio sistema como uno de las mayores problemas a los que se enfrenta la medicina hospitalaria). Por tanto, a la hora de señalar los logros de la sanidad estatal, convendría añadir en la balanza de costes, más allá de los económicos, los graves efectos iatrogénicos.

2. Desde la perspectiva del profesional

2.1 Jerárquica, alienante, deshumanizadora y explotadora

En el sistema de provisión estatal, organizado al modo militar-industrial, con su correspondiente escalafón y cadena de mando, su rígida e hiperespecializada división del trabajo, y su frenética necesidad de hacer más con menos (anteponiendo por norma la cantidad sobre la calidad), por lo general el trabajador sanitario se encuentra formidablemente alienado y explotado, de modo similar a como se encuentra el obrero en la fábrica, sólo atento a su porción de la cadena de montaje (el celador al transporte, el auxiliar al aseo, el enfermero al reparto de medicación, el cirujano a la cirugía, el cardiólogo a la función cardiaca, etc.) perdiendo la noción de la naturaleza del trabajo que se desempeña (el trato con personas debilitadas por la enfermedad), siendo un proceso habitual en el trabajador sanitario moderno la deshumanización y pérdida de la aptitud empática (lo que se torna casi en requisito para no enloquecer cuando durante toda la jornada laboral se está expuesto a las miserias de la jerarquía productivista, a tareas repetitivas y desagradables, al régimen de internamiento industrial al que se somete a los enfermos y, claro, al sufrimiento humano derivado de la enfermedad); todo ello aderezado con los males del individualismo, la pérdida del sentido trascendente de la vida y en definitiva con los desarreglos de espíritu que caracterizan nuestra época, hacen que por lo general el trabajador sanitario devenga en un ser envilecido, sólo dispuesto a hacer lo mínimo y a descargar en otros si se puede su tarea, que se torna odiosa (y tantas veces odiosas acaban pareciéndole las personas enfermas, con sus constantes quejas y necesidades), valiente sólo para hacerse respetar por el inferior en el escalafón (encontrándose en el escalón inferior a todos el enfermo), y reacio siempre al contacto con las familias de los pacientes (en definitiva la única defensa real que le queda al enfermo, fiscalizadoras de la asistencia; por tanto enemigas declaradas del sanitario, que sólo ve en ellas una potencial fuente de conflictos si es que llegan a ser conscientes del trato real que se dispensa en los hospitales… estos recelos indirectamente señalan la mala conciencia del sanitario, que aspira a que su tantas veces reprobable actividad quede convenientemente oculta). Este trágico encanallamiento del sanitario, común por lo demás a los trabajadores en casi cualquier otro ámbito laboral del mundo moderno, es acaso más odioso si se considera que las personas que eligen dedicarse a la asistencia sanitaria suelen hacerlo guiados por nobles sentimientos humanitarios (por supuesto hay excepciones, sobretodo entre el estamento médico, en donde abundan la vanidad y el ansia de poder); por lo que en la actualidad, el sistema sanitario estatal, entre otras abyecciones, sirve para envilecer y deshumanizar a una parte de la población en principio no tan despojada de atributos humanos como el resto de sus congéneres (en esto sí se puede afirmar que la sanidad estatal contribuye a la cohesión social, en el más perverso de sus significados). Contribuye a agravar todo lo anterior el carácter marcadamente explotador que, en nuestro medio, tiene el sistema sanitario estatal; y es que como bien conocen los sanitarios, probablemente los empleadores más leoninos, los que peores y más injustos contratos laborales ofrecen a sus trabajadores, sean las diversas Consejerías de Sanidad, siempre las primeras a la hora de incumplir sus propias normativas (contratos indefinidamente temporales nunca regularizados, oposiciones nunca convocadas, desplazamientos, etc.), de tal manera que en periodos de contención del gasto como el presente, a las condiciones estructurales de alienamiento se suman empeoramientos notables de la situación laboral (recortes de plantilla, incrementos de jornada, etc.) que como es de imaginar contribuyen exacerban la degragadación del trabajador sanitario. No sorprende que en repetidas encuestas sobre salud laboral, los trabajadores sanitarios presenten año tras año elevadísimos porcentajes de depresión, ansiedad, consumo de alcohol, psicofármacos y otras drogas, así como el denominado síndrome de burn-out o trabajador quemado, es decir, desmotivado e irritado con su propio oficio (reacción que por otra parte parece lógica y humana ante semejante panorama).

3. Desde la perspectiva social

3.1 Caro e ineficiente

Ya en la década de los 70 del pasado siglo, un informe financiado por el gobierno canadiense, cuyas conclusiones fueron posteriormente asumidas por la propia Organización Mundial de la Salud (OMS), conocido como el informe Lalonde, trataba de enumerar los determinantes de la salud; esto es, los factores que influyen en la calidad de la salud de una población. Se señalaron cuatro grandes determinantes, a saber: factores biológicos -genéticos (hoy por hoy no modificables –salvo en algunos casos mediante técnicas experimentales de selección de embriones, plagados de problemas técnicos y éticos), ambientales (incluyendo las condiciones de salubridad -calidad de la alimentación y el agua, hacinamiento, contaminación, gestión de residuos- y factores sociolaborales -régimen y peligrosidad laboral, duración de la jornada, condiciones de trabajo, poder adquisitivo-), los estilos de vida (régimen alimenticio, actividad física, adicciones, etc.) y en último lugar la calidad y accesibilidad de los sistemas sanitarios. En el propio estudio se señalaba que los factores biológicos, ambientales y los estilos de vida eran los que más ampliamente influían en la calidad global de la salud de una población concreta, siendo el papel del sistema sanitario relativamente marginal en su impacto sobre la salud poblacional (se proponía una cuantificación en torno al 10-15% del total, cifra discutible pero que muestra a las claras los límites de la asistencia médica). No obstante lo anterior, el gasto sanitario (ingente porción del Producto Interior Bruto que se destina a la asistencia sanitaria) no ha dejado de crecer en las últimas décadas, aún a sabiendas de que su influencia en la salud global tiene un alcance muy modesto. Pero tal dispendio resulta necesario para afrontar los gravísimos desequilibrios que nuestro mundo, regido por el Estado y la Empresa, produce en la salud humana: el crecimiento fuera de toda medida de las aglomeraciones urbanas y sus derivados (hacinamiento, polución, producción industrial de alimentos -con una creciente necesidad de herbicidas, pesticidas, antibióticos, conservantes, etc. muchos altamente tóxicos, el resto, de efectos desconocidos a medio y largo plazo-); el régimen de trabajo embrutecedor y alienante, la fealdad del entorno urbano y la ausencia de proyectos vitales trascendentes, que ha forzado el desarrollo de una boyante industria del ocio -televisión, cine, viedojuegos, etc.- ideada para anular reflexión y espíritu, y que como efecto colateral perpetúa la epidemia del sedentarismo, complementada con la sobrealimentación, el alcohol y las drogas para aturdir a los insatisfechos; todo esto y mucho más que el lector reconocerá con facilidad, pues compone el triste retrato de occidente a principios del siglo XXI; se alían para destruir, además de espíritu y mente, la salud humana. De ahí la necesidad de dedicar tan ingente cantidad de recursos al crecimiento de los sistemas sanitarios, a modo de tratamiento paliativo (nunca curativo) para tanta perturbación. Se suelen ofrecer las cifras de esperanza de vida (en realidad estancadas en el último lustro) a modo de canto triunfal de los sistemas sanitarios modernos; pero rara vez se profundiza en la naturaleza de tales cálculos. Tratándose de una media (esto es, la suma de todas las duraciones de las vidas de un lugar divida por el número de vidas estudiadas), su valor se encuentra fuertemente afectado por los valores extremos (es decir, cuantos más valores entren en el cómputo que estén muy alejados de los predominantes, más se desviará en uno u otro sentido el valor final de la media); de tal manera que se puede afirmar que lo que más decisivamente ha influido en el aumento de la esperanza de vida en el último siglo (los valores referidos a etapas pretéritas no son más que especulaciones, pues son desconocidos) ha sido el descenso de la mortalidad perinatal e infantil. No se trata en absoluto de que todo el mundo viva más, sino más bien de que hay menos fallecidos muy jóvenes. Ello explica entre otras cosas por qué, un régimen como el cubano (terrible dictadura militar totalitaria), con un gasto sanitario muy inferior al europeo obtiene resultados similares en esperanza de vida, puesto que está centrado en minimizar la mortalidad perinatal e infantil (declarado objetivo propagandístico del régimen, pero que cumple su cometido), lográndolo en general con dispositivos básicos de salud comunitaria (cabe añadir que sus ciudadanos están por lo general libres de la lacra de la sobrealimentación y el sedentarismo, aunque esto último resulta de la situación político- económica y no a una elección consciente – por lo que resulta rechazable-). Lejos de alabar el modelo cubano (plagado de contradicciones que lo están haciendo implosionar en estos momentos; represivo, alienante y dependiente en todo de potencias extranjeras: URSS, Venezuela, pronto EEUU) pretendo poner de relieve que las realizaciones de los sistemas sanitarios europeos, incluso leídos en sus propios indicadores, son mediocres. Probablemente lo que con más ahínco está consiguiendo el actual sistema de asistencia es la cronificación de patologías incurables, prolongando hasta el delirio los sufrimientos de personas gravemente enfermas (demencias avanzadas, dolencias pulmonares, cardiacas, renales…), que son quienes hoy realmente pueblan los hospitales de la provisión sanitaria estatal, viviendo en una desquiciante puerta giratoria entre el hospital, su domicilio y los diversos modelos de geriátrico con nombres más o menos rimbombantes, capeando como pueden las respectivas iatrogenias de cada ingreso, en un desgraciado viaje hacia adelante plagado de pequeñas y grandes crueldades; en el que se consumen además notables esfuerzos. Cálculos actuariales norteamericanos señalan que la mitad del total del gasto sanitario que genera una persona ocurre de media en los tres meses que preceden a su fallecimiento. El individualismo y la soledad propia de nuestra época, las jornadas laborales extenuantes (esclavitud asalariada) y la desaparición de la familia extensa, hacen además que estas personas debilitadas (en general ancianas) se enfrenten con frecuencia en soledad a este trance; teniendo que ser, en no pocas ocasiones ¡el mismo Estado! quien, abandonado por todos el enfermo, asuma su tutela (sólo esto sirve para retratar el alma de nuestra época).

3.2 Depredador de recursos

Como en cualquier industria que requiere grandes volúmenes de insumos y material fungible, sobretodo de plásticos concebidas para usar y tirar, el sostenimiento de el sistema hospitalario no es posible si no es a costa de enormes cantidades de energía eléctrica y petróleo; junto con la permanente necesidad de bienes de ingeniería sofisticada (máquinas de tomografía computerizada, resonancia magnética, quirófanos, dispositivos endovasculares, salas de radiología intervencionista…); por no hablar de añadidos como el ejército de limpiadores con sus respectivos miles de litros de soluciones antisépticas, lencería, servicio de comida… y de la generación diaria de miles de toneladas de residuos, muchos de ellos plásticos no reciclables, materiales biopeligrosos y restos radiactivos. Ningún análisis sobre la sanidad estatal estará completo si se obvia el hecho de que su mantenimiento implica a su vez el del actual orden comercial mundial (a saber, petróleo barato, potente desarrollo industrial, etc.) y por tanto el consabido flujo a escala planetaria de mercancías creadas, por ejemplo, a partir de petróleo del Golfo Pérsico, transformadas en China con diseño alemán, envaladas en Francia y transportadas a Madrid para su consumo final. Todo esto requiere sostener el equilibrio geopolítico entre las fuerzas de la OTAN y sus competidores, que determina entre otros el precio de las materias primas, la producción, el transporte, etc. Es decir, no conviene olvidar que para que pueda colocarse un marcapasos en un hospital de Madrid, es preciso que todo el aparato militar, político y comercial de Occidente siga manteniendo la expropiación de materias primas y trabajo esclavo en otras regiones del globo, expropiación sin la cual los costes de todo el proceso serían absolutamente prohibitivos (el precio de las manufacturas por lo general cubre sólo una ínfima parte de su coste real si se consideran los requerimientos medioambientales y la mano de obra ultraexplotada que interviene en el proceso; por lo que la diferencia entre coste y precio no es ni más ni menos que la expropiación –robo- que se comete contra otros pueblos, los ecosistemas y las generaciones venideras). Esta cuestión, aplicable a cualquier bien de consumo de manufactura industrial, no debería silenciarse a la hora de glosar los logros de la sanidad estatal.

3.3 Capitalista y medicalizadora de la sociedad

La sanidad estatal resulta ser el cliente número uno por volumen de negocio de la industria farmacéutica (y en general de todas las muy diversas industrias con divisiones dedicadas al lucrativo negocio de la asistencia sanitaria). La naturaleza estatal del sistema no sólo no desincentiva la inversión del sector privado sino que espolea su interés (todas las compañías ansían firmar contratos y asegurar cuotas de mercado con las Administraciones Públicas). Del lado contrario, el Estado se encuentra cómodo externalizando el desarrollo de la tecnología sanitaria (su probada ineficiencia e inadecuada estructura mastodóntica le impide mantener el vertiginoso ritmo de innovación de que la industria privada es capaz, y a la postre le resulta más ventajoso abastecerse de la industria, a precio siempre fuera de mercado y con su correspondiente carga impositiva -por la cual sale nuevamente beneficiado-, que asumir en solitario los costes de todo el proceso). De este modo, los defensores sinceros de la naturaleza estatal del sistema sanitario deberían reconocer que, en lo relativo al abastecimiento al menos, el Ministerio y las distintas Consejerías de Sanidad resultan importantísimos actores mercantiles, siendo por lo común las decisiones políticas las que determinan en buena medida los precios de fármacos y demás manufacturas (lo cual brinda además no pocas oportunidades para las corruptelas); es decir, auténticos agentes del capitalismo especulativo internacional. Además, en la constante pugna por extender el volumen de negocio, y aprovechando los graves desequilibrios psíquicos y físicos que ocasiona el estilo de vida moderno (sobrealimentación, sedentarismo, adicciones, apatía, depresión, ansiedad…), la sanidad estatal sirve como banderín de enganche para la medicalización de problemas cuya raíz se encuentra en los profundos desarreglos de todo tipo (materiales, fisiológicos, convivenciales, y espirituales) de la civilización actual. Dado que el sistema no puede ofrecer su propia disolución como respuesta a estos conflictos (que acaban afectando a la salud humana), se opta por considerarlos como entidades nosológicas (es decir, se convierte todo en enfermedad, y si hace falta se definen nuevos síndromes) con su píldora- solución asociada (de ahí la tremenda epidemia de ansiedad y depresión, o la aparición del trastorno por déficit de atención e hiperactividad, que abre la veda a la prescripción de potentísimos psicofármacos a los niños que no se adaptan a una vida de jaula a jaula; es decir, del piso a la escuela); o bien se busca la prevención primaria (esto es, medicalizar a gente sana que presenta algún factor de riesgo con el fin de evitar el desarrollo de una posible futura enfermedad, ejemplos prototípicos serían la hipercolesterolemia o la hipertensión arterial; no extraña que sistemáticamente se recomienden niveles más estrictos de control, esto es, extender la necesidad de medicación a más millones de personas). De esta manera, y sin que haya mediado ningún debate ético informado y razonado a escala social sobre los costes reales, efectos adversos y potenciales beneficios de tal o cual terapia, se ha instalado en la sociedad la compulsión de solicitar medicamentos para todo (para no sufrir, para evitar el dolor físico y emocional, la tristeza de una vida carente de objetivos trascendentes, para la soledad; pero también para mitigar los estragos de una vida de excesos, de glotonería, pereza y abusos de todo tipo), que la industria alegre desarrolla, el Ministerio financia, el médico prescribe y el individuo, menor de edad a perpetuidad y convertido en enfermo aún con carácter profiláctico, consume con fruición (las tasas de consumo de analgésicos y psicofármacos, muchos de ellos altamente adictógenos, son alarmantes y todo hace pensar que su ventas irán en creciente ascenso en los próximos tiempos).

4. Desde la perspectiva espiritual

Siendo todo lo anterior suficientemente grave por sí mismo al menos como para reconsiderar (sino refutar por completo) la manera en que en nuestra sociedad se han organizado (de forma obligada) los cuidados sanitarios; aún así los citados males no resultan tan decisivamente nocivos como los ocasionados contra el espíritu, elemento éste (llámese como se prefiera) hoy en día despreciado pero que subyace a cualquier realización humana: ninguna obra, ninguna acción positiva o negativa, magnífica o deleznable, será nunca llevada a cabo si no hay un espíritu, un potencial volitivo (una voluntad) razonado que las guíe. En efecto, si prevalece hoy un mundo dirigido por una minoría parapetada tras el artefacto estatal mientras la mayoría permanece encanallada y felizmente ajena a su propia degradación es porque en el espíritu de nuestra época se han instalado el materialismo, el hedonismo y el miedo a todo (es decir, el ideal burgués vulgarizado), desplazando cualquier idea de trascendencia, magnificencia, servicio desinteresado, búsqueda de la Verdad o amor por la Libertad. Es ésta y no ninguna otra la razón última de que la civilización occidental se encuentre en un momento de oscura regresión y decadencia, sin que parezca posible revertir la situación puesto que para emprender la vasta acción re- civilizadora necesaria se requiere un espíritu fiero cargado de valores elevados que prefiera antes la muerte que la comodidad subvencionada y teledirigida. Si falta éste espíritu, nada es hacedero, pues ¿por qué habría de arriesgar una bestia mansa su confortable jaula de oro, repleta de alimentos y divertimentos?. Un espíritu dispuesto a afrontar el peligro constante que supone la Libertad, y que prefiere tal incertidumbre antes que la seguridad que ofrece la sumisión agradecida, resulta un pre- requisito para cualquier acción emancipadora. Si falla éste, fallará todo lo demás. No sorprende pues que el sistema sanitario de provisión estatal (diseñado y perfeccionado entre otros por Bismark y Hitler, implantado aquí por Franco y apuntalado por el PSOE) busque por todos los medios amansar a las fieras y apaciguar los espíritus, sirviendo muy eficazmente a convertir en llevaderas las cadenas de la opresión (al individuo, con la nevera llena, convenientemente distraído con el ocio - pan y circo- y atendido en un buen hospital si el infortunio le alcanza ¿para qué habría de preocuparse por el destino de su civilización, máxime si los amos siguen abasteciendo en abundancia?). Al organizarse la asistencia de forma obligatoria, monopolista, autoritaria y no participativa; los individuos, forzados a delegar en sus representantes, son convertidos en sujeto paciente y no agente. Esta constante regresión a la minoría de edad conlleva la atrofia por desuso de la iniciativa propia y colectiva para la resolución de problemas; creándose una relación de dependencia muy difícilmente reversible, pues, las personas, desorganizadas y desacostumbrados a lidiar por sí mismas con los avatares de la propia existencia, necesitan un sistema altamente profesionalizado para atender cada aspecto de la vida. Es por esto que al sujeto común, lo único que le quede ya sea suplicar (acto que en el entorno de izquierdas pomposamente suele denominarse exigir) a la autoridad de turno que atienda sus demandas, perdiéndose en la práctica la capacidad de autoorganización y autogestión; perpetuándose la situación de infantilización de la sociedad, que, incapaz en éste y todos los ámbitos de autogobernarse, requiere y reclama más gobierno, más Estado, y más provisión estatal; olvidando las alternativas que en su mano están (autocuidado, sociedades de apoyo y socorro mutuo, cooperativas autogestionarias, etc.). En el momento actual, acostumbrado a la dominación por el estómago y perdida cualquier noción de autonomía e iniciativa; aunque escasee la provisión (los conocidos recortes), el pueblo ya no está en condiciones de plantear alternativas propias (esto es, autogobernadas y autogestionadas), pudiendo sólo implorar al amo (otra cosa ya no sabe hacer) que por favor le devuelva a los buenos tiempos.

Si el sistema sanitario resulta en particular tan apreciado por el común de la gente hoy día (suele obtener valoraciones muy positivas en las encuestas, muy por encima de casi todas las demás instituciones), en parte se debe a que ha arraigado con fuerza la idea del miedo a la muerte y al sufrimiento, y no en vano es la sanitaria la institución encargada de combatir tales fantasmas. Es parte culminante del misterio de la vida y resulta natural profesar un reverencial respeto por la muerte; pero en toda la tradición clásica de Occidente es posible encontrar pueblos y culturas que ensalzan a aquellos que logran vencer su temor a la muerte en pos de ideales o creencias superiores (desde la Antigüedad a la Segunda Guerra Mundial, destacando en esto el propio cristianismo, que venera a Cristo aceptando su calvario, y considera santos a los mártires, por preferir su muerte y tortura antes que renunciar a su fe). Sin embargo, desde el triunfo de las revoluciones burguesas del siglo XVIII (revoluciones americana y francesa), el ideal de las nuevas élites, ahíto de materialismo y explícitamente contrario a cualquier noción de trascendencia (necesaria para cualquier entrega desinteresada, no habiéndola mayor que la de la propia vida) ha logrado imponerse (cómo ocurrió esto escapa al propósito de este breve texto, pero su estudio resulta del máximo interés), siendo desde el final de la Segunda Guerra Mundial la ideología dominante en Occidente, incluso entre las clases dominadas (cierto es que vulgarizada, convertida así en apta para el consumo de masas). El contenido de tal cosmovisión es conocido. En su formulación original (referida incluso en el preámbulo de la Constitución de los EEUU) comprende la noción de búsqueda de la felicidad como meta principal de la vida. Se trata por tanto de un cambio radical en la forma de entender el sentido de la vida, que se centra en el individuo y no en ninguna concepción superior a él (ni Dios, ni la Patria, ni la Libertad o la Justicia); y que en esta etapa inicial dicha búsqueda de felicidad tuvo una aplicación práctica basada en la obtención del mayor placer posible durante el mayor tiempo posible (los escrúpulos morales –si es que queda alguno- y la ley determinan en última instancia qué placeres y a costa de qué y de quienes). El mundo nacido tras la última conflagración mundial rebajó aún más esta noción con el advenimiento de la noción de bienestar; que ya no es la búsqueda de goce o placer (búsqueda por otra parte bien considerada), sino que se centra en el aspecto evitativo: evitar el sufrimiento es el bienestar. Los movimientos postmodernos de finales del siglo XX, en apariencia subversivos (aunque en realidad formidables apuntaladores de esta idea), han añadido a esto un valioso relativismo en virtud del cual cualquier vía para la obtención del placer y/o evitación del sufrimiento es aceptable, ya que de acuerdo con ellos ninguna moral puede ser tenida por superior a las demás (siendo lo más recomendable despojarse de todas ellas y limitarse a disfrutar sin límite –caiga quien caiga- o al menos a esquivar el sufrimiento). Sonroja sólo pensar qué opinión al respecto les merecería a nuestros antepasados (defensores de las Termópilas, de Numancia, o a los mártires de Nerón) tales planteamientos de espíritu. Pues bien, para la persecución del sacrosanto ideal del bienestar es imprescindible un robusto sistema sanitario. Si en el cobarde espíritu de nuestra época el combate mayor que se debe librar es contra la noción de sufrimiento y muerte, con el único objeto de no perturbar el bien estar; no sorprende que el médico sea por doquier entronizado, como el técnico que evitará que se crucen, en el apacible transcurrir por la vida, el dolor o la fatalidad. Ciertamente, en la construcción del Estado del Bienestar, un elemento capital es un sistema sanitario de provisión estatal, que se encargue de evitar a los dominados ningún sobresalto inesperado. De esta forma se logra que, convencido el individuo de que el Estado le evitará los sufrimientos, se abandone sin recelos a la conservación de su bienestar compuesto de sobrealimentación y alienación. Esta contribución achicadora del espíritu también ha de recordarse cuando se enumeren las virtudes del sistema sanitario estatal.



A modo de conclusión

Es de justicia señalar, llegados a este punto, que decenas de miles de personas han visto aliviados sus padecimientos, incluso resuelto satisfactoriamente graves y urgentes problemas de salud, asistidos por la sanidad estatal. De otro modo no sería una institución tan bien considerada. En un análisis como el presente no se debe pasar por alto que hay muchas personas que sienten una deuda de vida con dicho sistema, y es normal que así sea, pues no obstante todo lo anteriormente expuesto, diariamente salen de quirófano con sus dolencias eficazmente reparadas cientos de personas enfermas, miles de infecciones se resuelven y en general son legión los que logran mitigar con razonable éxito los quebrantos de su salud. Del mismo modo conviene destacar que son muchos los sanitarios que, día a día, se esfuerzan por combatir la deshumanización reinante, que se rebelan contra la inercia de un mundo gris a la deriva dando lo mejor de sí mismos; logrando con su dedicación, y esfuerzo desinteresados, crear pequeños refugios de humanidad. Afortunadamente la extinción completa de los rasgos más elevados de la humanidad, aunque muy avanzada, aún no es completa, y es previsible que aquí y allá, de vez en cuando, resurjan pequeños brotes de esperanza. Lo terrible es que, si el terreno donde asientan es yermo, los brotes por norma no florecerán.

Se deben hacer algunas observaciones adicionales. La mayoría de las dolencias frecuentes y bien conocidas (algunas no por ello menos graves), pueden atenderse más que correctamente sin precisar de grandes dotaciones técnicas. Probablemente, con dos ó tres docenas de tipos de medicamentos y unas mínimas instalaciones quirúrgicas (habitaciones diáfanas, fáciles de limpiar, material de acero y autoclaves para esterilizar, paños, gasas, yesos, etc.; incluso considerando máquinas sencillas de respiración para procedimientos con anestesia general) en manos entrenadas se pueda ofrecer una óptima atención médica estándar (como de hecho se hace en los lugares del mundo en donde los sistemas sanitarios no se han hipertrofiado hasta el paroxismo). Con menos de un centenar de medicamentos es posible ofrecer un botiquín prácticamente completo (en el mercado existen miles de sustancias en oferta, algunas directamente inútil, muchas otras simplemente redundantes). Todo esto tiene interés porque habrá que enfrentar en algún momento el debate entre lo técnicamente realizable y lo éticamente aceptable. La mayoría de procedimientos ultrasofisticados que se pueden llevar a cabo sólo en los enormes complejos hospitalarios modernos (desde el transplante de órganos a las cirugías con circulación extracorpórea), requieren una ingente inversión económica y el sostenimiento del presente orden de las cosas. Son procederes técnicamente realizables y eficaces, ciertamente; pero por lo menos habría que debatir serena y reflexivamente si como civilización podemos asumir el coste real (en términos de depredación de recursos, pero también en términos de destrucción espiritual) que llevan parejos.

Es inútil que nadie busque en este texto un argumentario contra la sanidad estatal que sirva para ensalzar la asistencia privada con ánimo de lucro. Esta última, conocida simplemente como Sanidad Privada (el matiz es importante, y ha de remarcarse, con ánimo de lucro) en general comparte casi todos los vicios señalados para la asistencia estatal (salvo que no es obligatoria, noción importante), y añade el perverso afán de ganancia económica a la asistencia; lo que hace directamente que el enfermo mismo dude si lo que se le recomienda es por su propio bien o por el bien de la institución. Así que pierden el tiempo quienes busquen maliciosamente tal planteamiento aquí.

La alternativa ética y espiritualmente superior a la provisión sanitaria estatal está aún por hacer, por lo que hoy por hoy sólo pueden formularse vagas premisas al respecto; pero desde luego que hay alternativas.

La primera y más principal pasa por el autocuidado y el autogobierno de las mentes y los cuerpos. Una sociedad libre (y no adoctrinada, alienada y explotada hasta la náusea) debe tener la capacidad de elegir abandonar la monstruosidad insana de las aglomeraciones urbanas para reintegrarse en el medio natural que le es propio, abandonar la sobrealimentación y el sedentarismo, cultivar mente y cuerpo con mil quehaceres manuales (horticultura, recolección, ganadería, carpintería, crianza, etc.) y el estudio y la reflexión compartida sobre los problemas grandes y pequeños de la vida, regenerar la socialización y la convivencia, y en definitiva; elegir una vida digna de llamarse humana. Sólo este cambio de clima, abandonados los excesos y las neurosis de la actual vida ególatra, alienada, glotona, compulsiva y solitaria; redundaría en una formidable mejora de la salud general. Si en este enriquecimiento individual y colectivo se dedica tiempo y esfuerzo al estudio y aprendizaje vivencial reflexionado sobre el propio cuidado de la salud (identificar señales de alarma, conocer remedios y curas básicas, etc.), se alcanzará una loable meta que es el autocuidado de la salud, que convierte al ser en autónomo, y por tanto libre y soberano sobre sí mismo, objetivo éste a defender.

Si además, para aquellas situaciones de mayor gravedad y urgencia, las distintas sociedades humanas libres son capaces, de mutuo acuerdo (lo que requiere a su vez el desarrollo de las aptitudes convivenciales, de la iniciativa, del compromiso y de la deliberación compartida; es decir, el renacimiento de la democracia directa o asamblearia) de organizar dispositivos de asistencia de escala humana, construidos y mantenidos por la colectividad, deliberadamente diseñados con el propósito de no requerir la explotación de otros pueblos, del medioambiente ni de las generaciones venideras; atendidos por personas parcial o complemetamente formados a tal fin (esto es, dispositivos autogestionados de asistencia sanitaria); se habrá entonces superado ética y espiritualmente a la asistencia sanitaria estatal.

Semejante estado de las cosas habría de complementarse con un necesario cambio de espíritu, de forma tal que el dolor, la enfermedad, la vejez y la muerte dejen de ser tenidos por fantasmas invencibles; y se considere de nuevo virtuoso a aquel capaz de padecer con entereza y serenidad el infortunio, aceptar el dolor y la muerte como parte constitutiva de la vida y despreciar el miedo a las mismas.

Es importante señalar, llegados a este punto, que tal estado de las cosas está muy lejos de ser siquiera imaginado. Nada hace pensar, en la dinámica actual de nuestro mundo, que de una sociedad en un grado de descomposición tan profunda que amenaza incluso con la destrucción irreversible de los atributos humanos, pueda surgir una masa crítica de personas valientes, audaces, reflexivas y lúcidas, capaces de llevar a cabo la magna obra de la regeneración. Tal vez sí puedan darse, en los márgenes del sistema de dominación, pequeños grupúsculos rebeldes que sirvan de depositarios de los valores genuinamente humanos. Quizás, en el devenir de la Historia, los herederos de tales grupos jugarán un papel clave en la rehumanización. Quizás no exista humanidad entonces.

Lo que parece evidente es que hoy por hoy, no parece hacedera la creación de un sistema autogestionado completo (aunque desde luego que puede y debe recuperarse el interés por el autocuidado, y nada impide la creación de sociedades de apoyo mutuo), básicamente por falta en la calidad de las personas (este autor el primero). Por ello, si el infortunio llamara a mi puerta, probablemente a día de hoy recurriría a la asistencia estatal (entre otras cosas porque me obligan a sostenerla); pero ello no me ciega para entender que se trata de un sistema obligatorio, no participativo, corporativista, masificado, inhumano, autoritario, jerárquico, alienante, deshumanizado, cruel, caro, ineficiente, depredador de recursos, capitalista, medicalizador y sobretodo, empobrecedor del espíritu; y que su superación debe ser una más de las tantas tareas arduas que aguardan a quienes aspiren a rehumanizar el mundo.

Un médico, trabajador de la sanidad estatal.
Mira també:
https://www.revolucionintegral.org/index.php/blog/item/37-contra-la-sanidad-publica

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