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Anàlisi :: pobles i cultures vs poder i estats
Emancipación y cultura. Reflexiones sobre los nuevos movimientos de protesta
17 gen 2014
Publicado en 'Enciclopèdic' nº37 (noviembre de 2011), la revista del Ateneu Enciclopèdic Popular.
Introducción

Desde su irrupción en los países norteafricanos y del 15-M en nuestro país, los nuevos movimientos de protesta se han convertido en una de las noticias más asiduamente comentadas por los medios de comunicación de masas, sea por su trascendencia histórica o porque han cogido por sorpresa a la opinión pública, a la clase política y a los profesionales de la información. Nada más lejos de mi intención que sumarme con estas notas a las montañas de crónicas, análisis y artículos de fondo que se han ido amontonando sobre este tema, y ello por razones tan elementales como la equidistancia de mi ubicación geográfica y la carencia de datos concretos y directos sobre los hechos y sobre las personas que los han protagonizado.

Sí, en cambio, voy a valerme de la hospitalidad que me ha ofrecido esta tribuna para exponer
algunos puntos de vista sobre lo que yo entiendo por emancipación en términos generales y fundamentales. Creo, en efecto, que ésta es la opción más congruente con mi avanzada edad y mi vieja familiaridad con la problemática eterna y siempre renovada de la lucha por un mundo mejor y más humano. Y si me decido a dar este paso es precisamente porque es una dimensión temática que con pocas excepciones no ha sido abordada por los mass media al uso, y ello a pesar de que la ola de rebeldía social que ha surgido últimamente en África, España, Chile, India, Pakistán, Israel y otros puntos del planeta no puede ser disociada, dentro de su singularidad, de experiencias análogas procedentes del pasado.

Para quienes, como un humilde servidor, han vivido y escrito pensando sobre todo en las masas oprimidas, nada más lógico que asociar toda manifestación de rebeldía colectiva con la esperanza de que se convierta en el punto de partida de un proceso emancipativo capaz de poner un día fin a la hegemonía ejercida hoy por el Imperio Norte a escala planetaria. Lo primero que en este contexto me apresuro a subrayar es la diferencia cuantitativa y cualitativa que existe entre la insurrección popular en los países islámicos y el movimiento de los indignados en nuestro país, pues mientras en el primer caso se trata de un movimiento de liberación en el sentido más riguroso y clásico de la palabra, la protesta de nuestros compatriotas no ha rebasado, hasta ahora, el tipo de acción que desde Henry David Thoreau viene denominándose civil desobedience, actitud a la que pertenece también el noble intento de oponerse a la vergonzosa praxis del desahucio. De carácter positivo es que ambas iniciativas colectivas han surgido espontáneamente y no están sometidas a los intereses sectarios de ningún bando ideológico. No menos positivo y alentador es que en medio de la parálisis crítica y contestataria que padece nuestro país, los indignados haya tenido el coraje cívico de manifestar públicamente su disconformidad con el deplorable statuo quo imperante en todos los sectores de la vida nacional, en vez de retener en su interior su frustración y su ira, como hace el ciudadano medio en nuestro país y en los demás países europeos. Ello es de capital importancia en una fase histórica y sociológica en la que la mayoría de individuos sólo abandonan su aislamiento para gritar y aturdirse en los estadios deportivos, en las corridas de toros, en los festivales open air de música-ruído, en las discotecas y demás espectáculos públicos organizados por la industria del ocio para distraer y embrutecer a las masas y alejarlas de sus verdaderos problemas.


Alienación y conformismo

En el curso de las últimas décadas, el asalariado del mundo occidental ha perdido, con escasas excepciones, la conciencia de clase que caracterizó al proletariado del siglo XIX y primer tercio del XX y asumido, también con pocas excepciones, el mito tardocapitalista de la sociedad del bienestar y de la abundancia. Ésta es, en esencia, la raíz de la inercia reivindicativa y contestataria que se ha apoderado de la clase obrera y sus organizaciones sindicales, un fenómeno histórico-sociológico que a su vez no se explica sin el estado de alienación en que se encuentra el asalariado de la hora actual.

A pesar de que el capitalismo desregulado elaborado teóricamente por Milton Friedman y su Chicago School of Economics y llevado a la práctica por Margaret Thatcher y Ronald Reagan ha conducido a un deterioro creciente de las condiciones de vida y de trabajo de la mano de obra en todos los sectores económicos, los sindicatos mayoritarios no sólo no han logrado poner freno a este proceso involutivo, sino que por añadidura han perdido una gran parte de la fuerza y capacidad de convocatoria que poseían en la fase del boom capitalista surgido poco después de la terminación de la II Guerra Mundial. La confrontación tradicional entre capital y trabajo ha sido sustituida por la partnership, un eufemismo conceptual y terminológico detrás del cual se esconde el diktat fáctico del primero sobre el segundo.

Lo que decimos de las organizaciones sindicales es aplicable también a los partidos políticos que formalmente siguen definiéndose como de izquierda y como defensores de los derechos e intereses de las capas humildes de población. Baste decir que la distribución cada vez más injusta y arbitraria del producto interior bruto se ha debido a menudo a la iniciativa de los propios partidos socialistas y socialdemócratas del continente, convertidos desde hace tiempo en fieles correas de transmisión del big business y demás grupos de presión.


La instrumentalización de la cultura

Los estratos dirigentes del capitalismo avanzado no se han limitado a expropiar y oprimir a las clases trabajadoras en el plano laboral y económico, sino que han procedido con no menor celo y éxito a imponer su ideología consumista y hedonista como la única opción axiológica posible. Porque lo primero que hay que tener en cuenta al hablar de estos temas es que lejos de ser un simple sistema económico, el capitalismo es, al mismo tiempo, una concepción del mundo y un modelo cultural.

Ahora bien, lo que el capitalismo quiere hacer pasar por cultura está basado en la instrumentalización y deformación sistemática de su sentido original. Desde Sócrates y Platón, el pensamiento humanista ha entendido la cultura como un valor o actividad al servicio de la verdad y el bien, de la virtud y la justicia. De ahí que el concepto de cultura lleve intrínsecamente en su seno la vocación ética; de ahí también la importancia que los grandes maestros griegos adjudicaron desde el primer momento a la paideia o educación. A la inversa de esta concepción del hombre, la vida y la sociedad, el capitalismo se ha dedicado a fomentar la mentira, la injusticia, la ignorancia y el mal en sus múltiples acepciones.

El capitalismo salvaje hoy dominante está logrando destruir de manera creciente todas las grandes tradiciones culturales de la humanidad, y ello empezando por la pedagogía. Los centros docentes del mundo occidental han pasado a convertirse en devotos auxiliares de los intereses del gran capital. Mientras que el objetivo de la pedagogía humanista ha consistido desde sus orígenes griegos en fomentar los atributos altruistas y generosos del hombre, los planes de estudio hoy imperantes en los centros de enseñanza no persiguen otra finalidad que la de fomentar el espíritu competitivo, el individualismo insolidario y lo que Max Horkheimer llamaba “el imperialismo del yo”. No puede sorprender por ello que estos sean exactamente los rasgos de carácter más representativos de la sociedad de consumo.

Este deplorable estado de cosas nos suministra no sólo la prueba de la capacidad persuasoria que
el capitalismo posee, sino también la proclividad del ser humano a prescindir de los valores superiores y a sucumbir a sus instintos bajos y vulgares, un rasgo antropológico del que ninguna persona ni grupo social está exento, tampoco el obrero como individuo singular y como miembro de una clase.


La cultura obrera

La cultura obrera surgida en el curso del siglo XIX fue la última gran manifestación de la cultura universal creada por el pensamiento humanista antiguo y moderno, pero a la que enriqueció y profundizó incorporando a ella la dimensión social como elemento imprescindible de toda cosmovisión real e integralmente emancipativa. En sentido inmediato, los obreros luchaban por una mejora y dignificación de su situación laboral y salarial, pero detrás de este aspecto reivindicativo de orden material, la dimensión más profunda de su proceso de resistencia contra la burguesía era el afán de construir una sociedad basada en la solidaridad y la ayuda mutua. En rigor, la lucha económica no era sino la objetivación de una meta mucho más alta y grandiosa: la lucha por el advenimiento de un nuevo modo de ser y de un nuevo sistema de valores. Benoit Malon, uno de los líderes sindicalistas más representativos de la I Internacional, dejó bien sentado que “el hombre no vive solamente de reivindicaciones económicas y políticas” y que “una transformación económica y política significa siempre una revolución moral”. Junto a su confrontación con los capitanes de industria y los magnates financieros, el proletariado de la fase ascendente de la lucha de clases creó un sinfín de sociedades de resistencia y ayuda mutua, cooperativas de producción y consumo, ateneos, casas del pueblo, escuelas obreras, montepíos laborales, círculos culturales, sociedades recreativas y una ingente cantidad de periódicos y órganos de opinión dirigidos y escritos por los propios obreros.

Creo poder decir que la expresión más genuina e idónea de la cultura obrera a la que me estoy refiriendo fueron las colectividades industriales, agrícolas y de servicios creadas por el movimiento libertario español durante la guerra incivil de 1936-1939, culminación de un largo proceso emancipativo que fue sólo posible gracias a la labor preparatoria desarrollada por Fermín Salvochea, Anselmo Lorenzo, Salvador Seguí, Ángel Pestaña, Juan Peiró y otros grandes militantes sindicalistas. Tampoco creo sobrestimar esta gran gesta autogestionaria si digo que sigue constituyendo un modelo de organización económica, social y política apto también para el futuro, como intenté demostrar hace muchos años in extenso en mi libro “Sindicalismo y autogestión”. Y ello ya por la sola razón de que une en síntesis fecunda los principios irrenunciables de la autodeterminación y la ayuda mutua.

El estrepitoso fracaso histórico y moral del comunismo soviético se debió ante todo en haber prescindido del principio de autogestión y de suplantarlo por engendros reaccionarios como el principio de autoridad y la hegemonía absoluta del partido y del Estado sobre el ciudadano. La socialdemocracia y el socialismo no han incurrido en estas aberraciones, pero si finalmente han perdido la fuerza histórica que tuvieron un día, ha sido también por haber sometido a los sindicatos obreros a las consignas del partido y engendrado de esta manera una élite política sin otra motivación que la de cultivar su ego, su ambición de poder y su afán de figurar, sin hablar ya de los prebendas materiales que se adjudican valiéndose de su status político privilegiado. Esta dimensión parasitaria no se circunscribe sólo a los cuadros políticos de los partidos socialistas, socialdemócratas y laboristas, sino que es un fenómeno inherente a la democracia representativa o indirecta en su conjunto, en la que el presunto pueblo soberano queda degradado, en realidad, a la opción de dar su voto a los mismos políticos que una vez en el poder se dedicarán a engañarle, perjudicarle y crear nuevos problemas en vez de resolver los que existían ya antes. O como consignaba Herbert Marcuse en su obra “El hombre unidimensional”: “La libre elección de los amos no suprime ni a los amos ni a los esclavos”.


La revolución

La condición previa para poner en marcha la mutación histórica y axiológica que estoy sugiriendo es lo que Schiller llamó en una de sus grandes obras de teatro “la revolución de las conciencias”, versión literaria de lo que en la Grecia de la cultura clásica se denominaba metánoia, esto es, un cambio radical en la manera de pensar basado en la autocrítica y el afán de renovación. Ello significa que antes de que se articule como proyecto práctico, la concepción autogestionaria del hombre y la sociedad tiene que adquirir vida en el interior del propio individuo. Y si subrayo esto es porque uno de los crímenes cometidos por la sociedad de consumo ha sido el de eliminar la dimensión interior del hombre y convertir a éste en un producto mecánico y despersonalizado del mundo externo. Sin este de profundis autorreflexivo o proceso de autoconcienciación, el hombre –también el obrero–está condenado a seguir siendo, como hasta ahora, un pelele de los mandamáses de turno.

Verdadera cultura es siempre, por antonomasia, cultura interior, también cuando su motivación central sea de orden social o comunitario, como es el caso de la cultura autogestionaria. No otra cosa nos dice Platón al señalar que la verdad se halla dentro de nosotros mismos, y que buscarla requiere descender al fondo de nuestra alma, sede de la verdad y el bien, un proceso de autoorientación que él llamaba anámnesis o reminiscencia.

No es ciertamente por azar que la ideología burguesa haya intentado desde sus orígenes y de manera cada más intensa destruir la categoría óntica de la identidad personal y suplantarla por el aturdimiento, la dispersión, el mimetismo, el automatismo y la masificación. No puede sorprender por ello que el individuo fabricado por el capitalismo haya pasado a ser el animal-rebaño o el hombre-masa anticipado y descrito por Gabriel de Tarde, Gustave Le Bon, Nietzsche, Freud u Ortega y Gasset. Si el capitalismo algo teme es precisamente eso: hombres que piensen y reflexionen por su cuenta, y ello porque sabe muy bien que un hombre que piense y reflexione se convertirá irremisiblemente en enemigo suyo. Si el proletariado de la época heroica fue capaz de organizarse colectivamente y ofrecer resistencia al capital no fue sólo por su volumen cuantitativo, sino porque antes de unirse a sus compañeros para luchar en común por sus ideales, el militante obrero había meditado a fondo sobre su propia identidad.

Dicho esto, hay que añadir que el conocimiento teórico no basta por sí solo para determinar la conducta moral del hombre; de ahí que Aristóteles, corrigiendo y completando a Sócrates y Platón, subrayara el papel importante que la voluntad desempeña en la vida humana. Todo el contenido del “Emile ou de l'éducation” de Rousseau o la pedagogía deontológica de Kant sobre el imperativo categórico moral están destinadas a la formación del carácter de la persona. Proudhon no hacía más que seguir estas enseñanzas al escribir: “El bienestar sin educación embrutece al pueblo y lo vuelve insolente” (“Système
des contradictions économiques ou philosophie de la misére”). La militancia obrera de la época heroica no se distinguía sólo por su espíritu combativo y su interés por la cultura, sino también por la pureza de sus hábitos de vida, su integridad moral, su capacidad de abnegación y sacrificio, su grandeza de alma, su ascetismo y su desprecio a los valores materiales, atributos humanos sin los cuales no hubieran podido afrontar con dignidad y entereza la experiencia siempre repetida de la persecución, el exilio, la pobreza, la cárcel y la amenaza final de la muerte.

La revolución no es sólo una manera de pensar, sino también una manera de ser que empieza con cosas tan elementales como la buena educación, la delicadeza, la ternura, la nobleza de sentimientos, la caballerosidad y la hidalguía, atributos que constituyen el fundamento de lo que Schiller llamaba “alma bella”. Incluye asimismo la autocrítica y la disposición a admitir los propios errores. Sin este fondo humilde sucumbirá inevitablemente a la tentación siempre latente de la autoglorificación, el triunfalismo, el dogmatismo, la petulancia y matonería, una de las taras morales que han enturbiado a menudo la pureza espiritual de la causa revolucionaria. Como contrapunto a toda forma de jactancia, recordaré aquí la actitud ejemplar de Sócrates al declarar modestamente que “lo único que sé es que no sé nada”, motivo de que se traslade al ágora para buscar la verdad por medio del diálogo con sus conciudadanos. Sin esta cultura dialógica introducida en la historia por el gran ateniense, la humanidad seguirá siendo víctima de la discordia, las luchas de intereses y lo que Hobbes llamaba “la guerra de todos contra todos”.

Autoconcienciación es hoy ante todo adquirir conciencia de la debilidad actual de las fuerzas antisistémicas en general y de la falta de una militancia obrera con el nivel cultural y la capacidad de lucha comunes al proletariado de antaño. Ya por esta sola razón, la tarea principal que debe asumir el asalariado no alienado ha de ser la de rescatar del olvido y reactualizar la cultura emancipativa creada en su día por el proletariado militante. Sin esta labor pedagógica no podrá surgir tampoco un movimiento de resistencia capaz de poner un día fin a la era capitalista de la historia.


La dimensión subjetiva

La finalidad de los puntos de vista que acabo de exponer era la de subrayar la importancia capital que personalmente adjudico a la dimensión subjetiva de todo ideal emancipativo digno de este nombre, un criterio común a las corrientes de pensamiento más genuinas de la cosmovisión libertaria. El marxismo, en cambio, ha dado siempre prioridad a los factores objetivos de la historia y considerado como secundarios los factores subjetivos. Lejos de ser sorprendente o contradictoria, esta actitud corresponde a la lógica del ideario marxista, que en su esencia más profunda constituye la versión secularizada y materialista de la escatología judeocristiana, del quiliastismo medieval y de la dialéctica ascendente de Hegel. Esta fe apodíctica en las fuerzas objetivas de la historia explica que Marx pudiera escribir en el primer tomo de “El capital” que “la producción capitalista engendra, con la irreversibilidad de un proceso natural, su propia negación”.

Ajenas a este tipo de determinismo simplista, las corrientes centrales del Anarquismo han confiado más en el hombre y su capacidad de acción personal y colectiva aquí y ahora que en el automatismo de la dialéctica de la historia. Aunque esta concepción está expuesta, por su parte, al riesgo de caer en un culto desmesurado a la espontaneidad y a subestimar los obstáculos objetivos, en conjunto, su visión del proceso emancipativo del género humano es más coherente y acertada que el mesianismo objetivista del marxismo.

No necesito subrayar la actualidad de esta vieja problemática. Los movimientos de protesta surgidos últimamente se enfrentan a dos enemigos: el poder burgués-capitalista y el aburguesamiento de la clase obrera y de la población en general. Y no es preciso recapacitar mucho para comprender que la conditio sine qua non para poner fin al dominio capitalista es la de poner fin al aburguesamiento del individuo medio de la sociedad de consumo. Es en este sentido que el camino a seguir es la “revolución de las conciencias” que Schiller ensalzaba como el primer paso hacia la liberación.
Mira també:
http://www.scribd.com/doc/200268243/Emancipacion-y-cultura-Reflexiones-sobre-los-nuevos-movimientos-de-protesta-Heleno-Sana
http://www.ateneuenciclopedicpopular.org/

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