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Contra el postmodernismo. El reino del conformismo generalizado
30 des 2013
Publicado en agosto de 1989. En castellano, publicado en el nº15 de “Zona Erógena”, en 1993.
El período “moderno” (1750-1950, para fijar las ideas) puede ser el mejor definido por la lucha, pero también la contaminación mutua y el encabalgamiento de dos significaciones imaginarias: autonomía de un lado, expansión ilimitada del “dominio racional” del otro. Mantienen una coexistencia ambigua bajo el título común de la “Razón”. A pesar de estas contaminaciones recíprocas, el carácter esencial de la época se encuentra en la oposición y la tensión entre las dos significaciones nucleares: autonomía individual y social de un lado, expansión ilimitada del “dominio racional” del otro lado. La expresión efectiva de esta tensión se encuentra en el despliegue y la persistencia del conflicto político, social e ideológico. Como intenté mostrar en otro lugar, ese conflicto ha sido, en sí mismo, la fuerza motriz del desarrollo dinámico de la sociedad occidental durante esta época, y la condición sine qua non de la expansión del capitalismo y de la limitación de las irracionalidades de la “racionalización” capitalista. Es una sociedad turbulenta –realmente turbulenta, intelectualmente turbulenta y espiritualmente turbulenta– que ha constituido el medio que permitió la febril creación cultural y artística de la época “moderna”.


La retirada al conformismo

Las dos guerras mundiales, la emergencia del totalitarismo, la derrota del movimiento obrero (a la vez resultado y condición del corrimiento catastrófico hacia el leninismo/estalinismo), el declinamiento de la mitología del progreso, marcan la entrada de las sociedades en una nueva fase.

Considerada aprés coup desde el punto de vista del cual uno se puede situar al final de los años ochenta, el período que sigue a 1950, es centralmente caracterizado por la evanescencia del conflicto social, político e ideológico. Es cierto, el totalitarismo comunista está siempre allí, pero aparece cada vez más como una amenaza externa, y su “ideología” sufre una pulverización sin precedentes. Es cierto también, que los cuarenta últimos años han visto nacer movimientos importantes de efectos durables (mujeres, minorías, estudiantes y jóvenes). Estos movimientos, sin embargo, han terminado casi jaqueados; ninguno de ellos ha podido proponer una nueva visión de la sociedad, ni afrontar el problema político global como tal. Después de los movimientos de los años sesenta, el proyecto de autonomía parece sufrir un eclipse total. Se puede considerar esto como una evolución conjetural, de corto plazo. Pero esta interpretación parece poco probable, ante el crecimiento de la privatización, de la despolitización, y del “individualismo” en las sociedades contemporáneas. Un grave síntoma concomitante es la atrofia completa de la imaginación política. La pauperización intelectual de los “socialistas” como de los “conservadores” es aterradora. Los “socialistas” no tienen nada que decir, y la calidad intelectual de los portavoces del liberalismo económico de los últimos quince años habrían hecho aullar en sus tumbas a Smith, Constant o a Mill.

Intentar establecer los lazos causales entre los diversos aspectos y elementos de la situación sería un sin sentido. Pero he señalado más arriba la concomitancia entre la turbulencia social, política e ideológica de la época 1750-1950 y las explosiones creadoras que la caracterizan en el campo del arte y la cultura. Para el período presente, basta con notar los hechos. La situación después de 1950 es la de una decadencia manifiesta de la creación espiritual (en filosofía, el comentario y la interpretación textual e histórica de los autores del pasado juegan el rol de sustitutos del pensamiento). Esto comienza con el segundo Heidegger y ha sido teorizada, de manera aparentemente opuesta pero conducente a los mismos resultados, como “hermenéutica” y “deconstrucción”. Un paso suplementario ha sido la reciente glorificación del “pensamiento débil” (pensiero debole). Toda crítica será aquí desplazada; se estará obligado a admirar el candor de esta confesión de impotencia radical, si ella no se acompañara de “teorizaciones” espumosas. La expansión científica continúa, evidentemente, pero se puede preguntar si no se trata de la continuación inercial de un movimiento lanzado hace mucho tiempo.

Las explosiones teóricas del primer tercio del siglo –relatividad, quanta– no tienen paralelo desde hace cincuenta años (la tríada de las teorías de los fractales, del caos y las catástrofes, quizá sean la excepción). Uno de los campos más activos de la ciencia contemporánea, donde se esperan resultados de una inmensa significación, es la cosmología; pero el motor de esta actividad es la explosión técnica observacional, mientras en su marco teórico permanece la relatividad y las ecuaciones de Friedmann, escritas al principio de los años veinte. Tan sorprendente es la pobreza de elaboración teórica y filosófica de las implicaciones formidables de la física moderna (que ponen en cuestión, como se sabe, la mayor parte de los postulados del pensamiento heredado). Pero el progreso técnico continúa e incluso se acelera.

Si el período moderno, tal como fue definido más arriba, puede ser caracterizado, en el dominio del arte, como la investigación consciente de ella misma en formas nuevas, esta investigación es ahora explícita y categóricamente abandonada. El eclecticismo y la retirada hacia las obras del pasado han adquirido la dignidad de programas. Cuando Donald Barthelme escribió que “ el collage es el principio central de todo arte en el siglo XX”, él se equivocaba sobre las fechas (Proust, Kafka, Rilke, Matisse no tienen nada que ver con el “collage”), pero no se equivocaba en el sentido del “postmodernismo”. El arte “postmoderno” ha dado un servicio verdaderamente inmenso: hacer ver cuán grande fue el arte moderno.


El postmodernismo

A partir de las diferentes tentativas para definir y defender el “postmodernismo” y con una cierta familiaridad con el Zeitgeist, se puede hacer derivar una descripción sumaria de los artículos de fe teóricos o filosóficos de la tendencia contemporánea. Tomo prestados los elementos para tal descripción de las excelentes formulaciones de Johann Arnason:

1. Rechazo de la visión global de la Historia como progreso o liberación. En sí mismo, este rechazo es correcto. No es nuevo y, entre las manos de los “postmodernistas”, no sirve sino para eliminar la pregunta: ¿resultan todos los períodos y todos los regímenes históricos-sociales equivalentes? Esta eliminación conduce al agnosticismo político o bien a divertidas acrobacias en las cuales se liberan los “postmodernistas” o sus hermanos cuando se sienten obligados a defender la libertad, la democracia, los derechos del hombre, etc.

2. Rechazo de la idea de una razón uniforme y universal. Aquí, en sí mismo, el rechazo es correcto; está lejos de ser nuevo; y no sirve sino para ocultar la pregunta abierta por la creación greco-occidental del logos y de la razón: ¿qué debemos pensar? ¿Son todas las maneras de pensar equivalentes o indiferentes?

3. Rechazo de la diferenciación estricta de las esferas culturales (por ejemplo, filosofía y arte) que se fundaría en un principio subyacente único de racionalidad o de funcionalidad. La posición es confusa, y mezcla desesperadamente muchas cuestiones importantes. Por nombrar sólo una: la diferenciación de las esferas culturales (o su ausencia) es, cada vez, una creación histórico-social, esencial de la institución del conjunto de la vida por la sociedad considerada. Esta diferenciación no puede ser ni aprobada ni rechazada en abstracto. Y tampoco el proceso de diferenciación de esferas culturales en el segmento greco-occidental de la historia, por ejemplo, no ha explicado las consecuencias de un principio subyacente único de racionalidad cualquiera sea el sentido de esta expresión. Rigurosamente hablando, no es sino la construcción (ilusoria y arbitraria) de Hegel. La unidad de esferas culturales diferenciadas, en Atenas como en Europa occidental, no se encuentra en un principio subyacente de racionalidad o funcionalidad, sino en el hecho de que todas las esferas encarnan, cada una a su manera y en el modo mismo de su diferenciación, el mismo núcleo de significaciones imaginarias de la sociedad considerada.

Estamos ante una colección de verdades a medias pervertidas en estratagemas de evasión. El valor del “postmodernismo” como teoría es que refleja servilmente y entonces fielmente las tendencias dominantes. Su miseria es que suministran sólo una simple racionalización detrás de una apología que se quiere sofisticada y que no es sino la expresión del conformismo y de la banalidad. Se regocijan con las charlatanerías a la moda sobre el “pluralismo” y el “respeto a la diferencia”, empalma la glorificación del eclecticismo, el recubrimiento de la esterilidad, la generalización del principio de “¿no importa qué?” que Feyerabend ha oportunamente proclamado en otro dominio. Sin duda la conformidad, la esterilidad y la banalidad, el no importa qué, son los trazos característicos del período. El “postmodernismo”, la ideología que lo decora con una “completamente solemne justificación”, presenta el caso más reciente de intelectuales que abandonan su función crítica y adhieren con entusiasmo a lo que está allí, simplemente porque está allí. El “postmodernismo”, como tendencia histórica efectiva y como teoría, es seguramente la negación del modernismo.

Porque en efecto, en función de la antinomia ya discutida entre las dos significaciones imaginarias nucleares de la autonomía y del “dominio racional”, y a pesar de sus contaminaciones recíprocas (la crítica de las realidades instituidas no había jamás cesado durante el período “moderno”). Y es exactamente eso lo que está desapareciendo rápidamente, con la bendición “filosófica” de los “postmodernistas”. La evanescencia del conflicto social y político en la esfera “real” encuentra su contrapartida apropiada en los campos intelectual y artístico con la evanescencia del espíritu intelectual crítico auténtico. Como ya se dijo, este espíritu no puede existir sino en y por la instauración de una distancia con lo que es, la cual implica la conquista de un punto de vista más allá de lo dado, un trabajo de creación. El período presente es, así, bien definible como la retirada general en el conformismo. Conformismo que se encuentra típicamente materializado cuando centenas de millones de telespectadores sobre toda la superficie del globo absorben cotidianamente las mismas banalidades, pero también cuando los “teóricos” van repitiendo que no se puede “quebrar la clausura de la metafísica greco-occidental”.

No basta entonces con decir que “la modernidad es un proyecto inacabado” (Habermas). En tanto que la modernidad ha encarnado la significación imaginaria capitalista de la expansión ilimitada del (pseudo) dominio (pseudo) racional, ella está más viva que nunca, comprometida en un torso frenético que conduce a la humanidad hacia los peligros más extremos. Pero, en tanto que ese desarrollo del capitalismo ha estado decisivamente condicionado por el despliegue simultáneo del proyecto de autonomía social e individual, la modernidad está acabada. Un capitalismo que se desarrolla estando forzado a afrontar una lucha continua contra el statu quo sobre las cadenas de fabricación tanto como en las esferas de las ideas o del arte, y un capitalismo en el que la expansión no encuentra ninguna oposición interna efectiva, son dos animales histórico-sociales diferentes. El proyecto de autonomía mismo no está ciertamente acabado. Pero su trayectoria durante los dos últimos siglos ha probado la inadecuación radical, para decirlo con moderación, de los programas en los que se encarnó -sea la república liberal, o el “socialismo” marxista-leninista.

Que la demostración de esta inadecuación en la experiencia histórica efectiva sea una de las raíces de la apatía política y de la privatización contemporáneas, no necesita ser subrayado. Para el resurgimiento del proyecto de autonomía son necesarios nuevos objetivos políticos y nuevas actitudes humanas, de los que, por el momento, los signos son raros.

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