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Anàlisi :: corrupció i poder
Nota sobre la supresión de los partidos políticos
25 des 2013
Texto de 'Escritos de Londres y últimas cartas' (1957). "En casi todas partes –aún a menudo en relación con cuestiones puramente técnicas– la operación de tomar partido, de tomar una posición a favor o en contra, se ha sustituido a la obligación de pensar."
La palabra partido se toma aquí en la significación que tiene en el continente europeo. La misma palabra en los países anglo-sajones designa una realidad muy distinta. Tiene su raíz en la tradición inglesa y no es trasplantable. Un siglo y medio de experiencia lo demuestra suficientemente. En los partidos anglo-sajones interviene un elemento de juego, de deporte, que no puede existir sino en una institución que, para empezar, es plebeya.

La idea de partido no entraba en la concepción política francesa de 1789 sino como un mal a evitarse. Pero tuvo su club de los Jacobinos. Al principio no fue sino un lugar de libre discusión. No fue ninguna especie de mecanismo fatal la que lo transformó. Fue sólo la presión de la guerra y de la guillotina lo que lo convirtió en un partido totalitario.

La lucha de las distintas facciones bajo el Terror fueron gobernadas por el pensamiento tan bien formulado por Tomsky1 “un partido en el poder y todos los demás en la cárcel”. Así sobre el continente de Europa el totalitarismo es el pecado original de los partidos.

Se trata por un lado de la herencia del Terror, por otro lado la influencia del ejemplo inglés, las que instalaron a los partidos en la vida pública europea. El hecho de que existan no es de ninguna forma un motivo para conservarlos. Sólo el bien es un motivo legítimo de conservación. El mal de los partidos políticos salta a los ojos. El problema a examinar es si en ellos existe un bien más poderoso que el mal y que haga deseable su existencia.

Pero resulta mucho más pertinente preguntar: ¿Hay acaso en ellos tan siquiera una parcela infinitesimal de bien? ¿No son ellos acaso un mal en el estado puro o casi puro?

Si son el mal, no cabe duda que de hecho y en la práctica no puedan producir sino mal. Esto es un artículo de fe. “Un buen árbol no puede jamás producir malos frutos, ni un árbol podrido hermosas frutas”.

Pero primero es necesario reconocer cuál es el criterio del bien.

No puede ser sino la verdad, la justicia y, en segundo lugar, la utilidad pública.

La democracia, el poder del mayor número, no son bienes. Son medios con miras al bien, estimados eficaces con o sin razón. Si la República de Weimar, en lugar de Hitler, hubiera decidido por las vías más rigurosamente parlamentarias y legales meter a los judíos en campos de concentración y torturarlos con refinamiento hasta la muerte, las torturas no habrían tenido un átomo de legitimidad más de lo que tienen ahora. Pues bien, semejante desarrollo no es para nada inconcebible.

Sólo lo que es justo es legítimo. El crimen y la mentira no lo son en ningún caso.

Nuestro ideal republicano procede enteramente de la noción de voluntad general derivada de Rousseau. Pero el sentido de la noción se perdió casi enseguida, puesto que es compleja y requiere un grado de atención elevado.

Aparte de ciertos capítulos, pocos libros son tan hermosos, fuertes, lúcidos y claros como El contrato social. Se dice que pocos libros han tenido tanta influencia. Pero de hecho todo sucedió y continúa como si jamás hubiera sido leído.

Rousseau partía de dos evidencias. La una, que la razón discierne y escoge la justicia y la utilidad inocente, y que todo crimen tiene por móvil la pasión. La otra, que la razón es idéntica en todos los hombres, mientras que las pasiones, lo más a menudo, difieren. En consecuencia, si cada cual reflexiona sobre un problema general enteramente solo y expresa una opinión, y si seguidamente las opiniones son comparadas entre sí, probablemente han de coincidir por el lado justo y razonable de cada una y diferirán por el lado de las injusticias y de los errores.

Es únicamente en virtud de un razonamiento semejante que se admite que el consenso universal indica la verdad.

La verdad es una. La justicia es una. Los errores, las injusticias son indefinidamente variables. Así los seres humanos convergen en lo justo y verdadero, mientras que la mentira y el crimen los hace indefinidamente separarse. Siendo la unión una fuerza material, puede esperarse encontrar un recurso para hacer que la verdad y la justicia aquí abajo resulten materialmente más fuertes que el crimen y el error.

Para ello es necesario disponer de un mecanismo adecuado. Si la democracia constituye un mecanismo tal, es buena. De otra forma no.

Un deseo injusto, común a toda la nación, no era de ninguna forma superior, a los ojos de Rousseau –y estaba en lo cierto–, al deseo injusto de un hombre.

Rousseau pensaba solamente que, lo más a menudo, un deseo común a todo un pueblo es de hecho conforme a la justicia, dada la neutralización mutua y la compensación de las pasiones particulares. Era para él el único motivo de preferir el deseo del pueblo a un deseo particular.

Es así cómo cierta masa de agua, a pesar de estar compuesta de partículas que se mueven y se empujan entre ellas sin cesar, se encuentra en un equilibrio y reposo perfectos. Reenvía a los objetos sus imágenes con irreprochable verdad. Indica perfectamente el plan horizontal. Dice sin error la densidad de los objetos que se dejan caer en ella.

Si individuos apasionados, inclinados por la pasión al crimen y a la mentira se conforman de la misma manera en un pueblo verídico y justo, entonces es bueno que el pueblo sea soberano. Una constitución democrática es buena si en primer lugar logra crear en el pueblo tal estado de equilibrio y si, seguidamente, permite que los deseos del pueblo sean ejecutados.

El verdadero espíritu de 1789 consiste en pensar, no que una cosa sea justa porque el pueblo la quiere, sino que en ciertas condiciones el deseo del pueblo tiene más posibilidades que ningún otro deseo de ser conforme a la justicia.

Hay varias condiciones indispensables para poder aplicar la noción de voluntad general. Dos en particular deben retener la atención.

Una es que en el momento en que el pueblo toma conciencia de uno de sus deseos y lo expresa, no haya ninguna especie de pasión colectiva.

Es enteramente evidente que el razonamiento de Rousseau se va por los suelos desde el momento en que hay pasión colectiva. Rousseau lo sabía muy bien. La pasión colectiva es un impulso para el crimen y para la mentira, infinitamente más poderosa que ninguna pasión individual. Los malos impulsos, en este caso, lejos de neutralizarse, se apoyan mutuamente hasta la milésima potencia. La presión es casi irresistible, excepto para los santos auténticos.

Un agua puesta en movimiento por una corriente violenta, impetuosa, no refleja ya los objetos, no tiene ya una superficie horizontal, no indica ya las densidades. Y poco importa que sea movida por una sola corriente o por cinco o seis corrientes que se entrechocan y crean remolinos. Ella se encuentra igualmente enturbiada en ambos casos.

Con que una sola pasión colectiva se ampare de todo el país, el país entero cae unánimemente en el crimen. Si dos o cuatro o cinco o diez pasiones colectivas lo dividen, está dividido en varias bandas de criminales. Las pasiones divergentes no se neutralizan, como sucede con una empolvada de pasiones individuales fundidas en una masa; el número es demasiado pequeño, la fuerza de cada una demasiado grande como para que pueda haber neutralización. La lucha las exaspera. Entrechocan con un ruido verdaderamente infernal, y que hace imposible escuchar tan siquiera un segundo la voz de la justicia y de la verdad, siempre casi imperceptible.

Cuando hay pasión colectiva en un país, hay probabilidad de que cualquier voluntad particular se encuentre más cerca de la justicia y de la razón que la voluntad general o, más bien, lo que constituye su caricatura.

La segunda condición es que el pueblo tenga que expresar su deseo en relación con los problemas de la vida pública, y no hacer solamente una selección de personas. Aún menos una selección de colectividades irresponsables. Puesto que la voluntad general no tiene ninguna relación con ese tipo de selección.

Si hubo en 1789 cierta expresión de la voluntad general, aunque se adoptara el sistema representativo a falta de saber imaginar algún otro, fue porque ciertamente había habido otra cosa aparte de las elecciones. Todo lo que latía con vida a través de todo el país –y el país desbordaba entonces de vida– había buscado expresarse en un pensamiento por medio del órgano de los cuadernos de reivindicaciones. Los representantes se habían hecho conocer en gran medida en el curso de esta cooperación en el pensamiento; aún conservaban su espíritu; sentían al país atento a sus palabras, celoso de revisar si traducían exactamente sus aspiraciones. Durante cierto tiempo –poco tiempo– fueron verdaderamente simples órganos de expresión para el pensamiento público.

Semejante cosa jamás volvería a suceder.

El simple enunciado de estas dos condiciones muestra que no hemos conocido jamás nada que se parezca ni de lejos a una democracia. En lo que llamamos por ese nombre, jamás el pueblo tiene la ocasión ni el modo de expresar su opinión en relación con ninguno de los problemas de la vida pública; y todo lo que escapa a los intereses particulares queda librado a las pasiones colectivas, las cuales son sistemáticamente, oficialmente, alentadas.

El uso mismo de las palabras “democracia” y “república” obliga a examinar con extrema atención los dos problemas que apunto aquí:

¿Cómo de hecho brindarles a quienes componen al pueblo de Francia la posibilidad de expresar a veces un juicio sobre los grandes problemas de la vida pública?

¿Cómo evitar, en el momento cuando el pueblo está siendo interrogado, que a través de él no circule ninguna especie de pasión colectiva?

Si no se piensa en esos dos puntos, es inútil hablar de legitimidad republicana.

No resulta fácil concebir soluciones. Pero es evidente, después de un examen atento, que toda solución implicaría en primer lugar la supresión de los partidos políticos.

Para apreciar los partidos políticos según el criterio de la verdad, de la justicia, del bien público, conviene comenzar por discernir sus caracteres esenciales.

Se pueden enumerar tres:

Un partido político es una maquinaria para la fabricación de pasión colectiva.

Un partido político es una organización construida para ejercer una presión colectiva sobre el pensamiento de cada uno de los seres humanos que son sus miembros.

El primer fin y, en último análisis, el único fin de todo partido político es su propio crecimiento, y esto sin límite alguno.

Debido a este triple carácter, todo partido es totalitario en germen y en aspiración. Si no lo es de hecho es solamente porque los que lo rodean no lo son menos que él.

Estas tres características son verdades patentes para todo el que se haya acercado a la vida de los partidos.

El tercero es un caso particular del fenómeno que se produce siempre que lo colectivo domina a los seres pensantes. Se trata de la inversión de la relación entre fin y medio. Donde quiera, sin excepción, todas las cosas generalmente consideradas como fines son por naturaleza, por definición, por su esencia y de la forma más evidente, tan sólo medios. Podrían citarse tantos ejemplos como se deseara en todos los ámbitos. Dinero, poder, Estado, grandeza nacional, producción económica, diplomas universitarios, y muchas cosas más.

Sólo el bien es un fin. Todo lo que pertenece al ámbito de los hechos es de la categoría de los medios. Pero el pensamiento colectivo es incapaz de elevarse por encima del ámbito de los hechos. Es un pensamiento animal. No tiene la noción del bien más que justo lo suficiente para cometer el error de tomar tal o tal medio por un bien absoluto.

Así con los partidos. Un partido es en principio un instrumento para servir cierta concepción del bien público.

Esto es cierto incluso en relación con quienes están ligados a los intereses de una categoría social, puesto que siempre hay cierta concepción del bien público en virtud de la cual habría coincidencia entre el bien público y ciertos intereses. Pero esta concepción es extremadamente vaga. Esto es cierto sin excepción y casi sin diferencia de grado. Los partidos más inconsistentes y los más estrictamente organizados son iguales en cuanto a lo vago de la doctrina. Ningún hombre, por muy profundamente que haya estudiado la política, sería capaz de una presentación precisa y clara en relación con la doctrina de ningún partido, incluyendo, caso dado, el propio.

Las personas no se confiesan eso a sí mismas. Si se lo confesaran, se encontrarían ingenuamente tentadas de ver en ello una marca de incapacidad personal, a falta de haber reconocido que la expresión: “Doctrina de un partido político” jamás puede, por la naturaleza misma de las cosas, tener significación alguna.

Aun cuando se pasara la vida escribiendo y examinando problemas de ideas, un hombre muy rara vez tiene una doctrina. Una colectividad jamás la tiene. No es una mercancía colectiva.

Puede hablarse, es cierto, de doctrina cristiana, doctrina hindú, doctrina pitagórica, etc. Lo que designa tal palabra no es ni individual ni colectivo; es algo que se sitúa infinitamente por encima de uno y otro ámbito. Es pura y simplemente la verdad.

El fin de un partido político es cosa vaga e irreal. Si fuera real, exigiría un gran esfuerzo de atención, puesto que una concepción del bien público no es cosa fácil de pensar. La existencia del partido es algo palpable, evidente, y no exige ningún esfuerzo para ser reconocida. Es así inevitable que de hecho el partido sea en sí su propio fin.

A partir de ello hay idolatría puesto que Dios solo es legítimamente un fin en sí.

La transición es fácil. Se postula como axioma que la condición necesaria para que el partido sirva eficazmente a la concepción del bien público en vista del cual existe, es que posea una gran cantidad de poder.

Pero ninguna cantidad finita de poder puede jamás ser vista de hecho como suficiente, sobre todo una vez obtenido. El partido de hecho se encuentra, debido a los efectos de la ausencia de pensamiento, en un estado continuo de impotencia que atribuye siempre a la insuficiencia del poder del cual dispone. Si fuera dueño absoluto del país, las necesidades internacionales imponen límites estrechos.

Así la tendencia esencial de los partidos es totalitaria, no solamente en relación con una nación, sino en relación con el globo terráqueo. Es precisamente porque la concepción del bien público propio a tal o cual partido es una ficción, una cosa vacía, sin realidad, que se impone la búsqueda del poder total. Toda realidad implica por sí misma un límite. Lo que no existe en lo más mínimo no es limitable.

Es por ello que hay afinidad, alianza, entre totalitarismo y mentira.

Muchas personas, es cierto, jamás soñarían con un poder total semejante; tal pensamiento les causaría miedo. La idea es vertiginosa, y para sostenerla se necesita cierto tipo de grandeza. Los que son así, cuando se interesan en un partido, se contentan con desear su crecimiento, pero como una cosa que no comporta límite alguno. Si cuentan con tres miembros más que el año anterior, o si la colecta aportó cien francos más, están contentos. Pero desean que eso siga indefinidamente en la misma dirección. Jamás concebirían que su partido pudiera tener en ningún caso demasiados miembros, demasiados electores, demasiado dinero.

El temperamento revolucionario lleva a concebir la totalidad. El temperamento pequeño-burgués lleva a instalarse en la imagen de un progreso lento, continuo y sin límite. Pero en ambos casos, el crecimiento material del partido se convierte en el único criterio en relación con el cual se definen, en todas las cosas, el bien y el mal. Exactamente como si el partido fuera un animal de engorda y que el universo hubiera sido creado para hacerlo engordar.

No se puede servir a Dios y a Mammón. Si se tiene un criterio distinto al bien, se pierde la noción del bien.

Desde el momento en que el crecimiento del partido constituye un criterio del bien resulta inevitablemente una presión colectiva del partido sobre el pensamiento de los hombres. Esta presión se ejerce de hecho. Se instala públicamente. Es admitida, proclamada. Esto nos causaría horror si la costumbre no nos hubiera endurecido tanto.

Los partidos son organismos públicamente, oficialmente, constituidos con el fin de matar en las almas el sentimiento de la verdad y de la justicia.

La presión colectiva es ejercida sobre el gran público por la propaganda. El fin confeso de la propaganda es el de persuadir y no el de comunicar luz. Hitler vio muy bien que la propaganda siempre es una tentativa de avasallamiento de las mentes. Todos los partidos hacen propaganda. El que no la hiciera desaparecería por el hecho de que los demás la hacen. Todos confiesan que hacen propaganda. Ninguno es audaz en la mentira hasta el punto de afirmar que él emprende la educación del público, que forma el juicio del pueblo.

Los partidos hablan, es cierto, de educación en relación con quienes han venido a ellos, simpatizantes, jóvenes, nuevos adherentes. Esta palabra es una mentira. Se trata de un adiestramiento para preparar la toma de posesión mucho más rigurosa, ejercida por el partido sobre el pensamiento de sus miembros.

Supongamos un miembro de un partido –diputado, candidato a la diputación, o simplemente militante– que tome en público el siguiente compromiso: “Cada vez que examine cualquier problema político o social, me comprometo a olvidar absolutamente el hecho de que soy miembro de tal grupo, y preocuparme exclusivamente de discernir el bien público y la justicia”.

Semejante lenguaje sería muy mal recibido. Los suyos y muchos otros incluso lo acusarían de traición. Los menos hostiles dirían: “¿Por qué entonces se adhiere a un partido?” -confesando así ingenuamente que con entrar en un partido se renuncia a buscar el bien público y la justicia exclusivamente-. Este hombre sería expulsado de su partido, o por lo menos perdería su investidura; seguramente no sería elegido.

Pero lo que es más, ni siquiera parece posible que semejante lenguaje sea sostenido. De hecho, salvo error, jamás lo ha sido. Si palabras en apariencia vecinas a ellas han sido pronunciadas, lo han sido por hombres deseosos de gobernar con el apoyo de partidos aparte de los de ellos mismos. Semejantes palabras sonaban entonces como una especie de falta al honor.

En revancha, se encuentra enteramente natural, razonable y honorable que alguien diga: “como conservador...” o “como socialista, pienso que...”.

Eso, cierto es, no es solo propio de los partidos. Tampoco se sonroja uno al decir: “Como francés, pienso que...”, “como católico, pienso que...”.

Niñitas, que se decían seguidoras de de Gaulle como un equivalente francés del hitlerismo, añadían: “La verdad es relativa, incluso en geometría”. Tocaban el punto central.

Si no hay verdad, es legítimo pensar de tal o tal forma mientras se encuentra uno siendo de hecho tal o cual otra cosa. Igual que se tienen los cabellos negros, cafés, rojos o rubios, porque así se es, se emite tal o tal otro pensamiento. El pensamiento, al igual que los cabellos, resulta entonces el producto de un proceso físico de eliminación.

Si se reconoce que hay una verdad, no es permitido pensar sino lo que es verdad. Entonces se piensa tal cosa, no porque se encuentra uno con que es francés o católico o socialista, sino porque la luz irresistible de la evidencia obliga a pensar así y no de otra forma.

Si no hay evidencia, si hay duda, entonces es evidente que en el estado de conocimientos de los que se dispone, el asunto resulta dudoso. Si hay una ligera probabilidad de un lado, es evidente que haya una ligera posibilidad; y así seguidamente. En todo caso, la luz interior acuerda siempre a quien la consulte, una respuesta manifiesta. El contenido de la respuesta es más o menos afirmativo; poco importa. Siempre es susceptible de revisión; pero ninguna corrección puede ser aportada sino por más luz interna.

Si alguien, miembro de un partido, está absolutamente resuelto a no serle fiel en todos sus pensamientos sino a la luz interior exclusivamente y a nada más, no puede hacer conocer esta resolución a su partido. En relación con él se encuentra en estado de mentira.

Se trata de una situación que no puede ser aceptada sino a causa de la necesidad que fuerza a encontrarse en un partido para tomar parte eficazmente en los asuntos públicos. Pero entonces esta necesidad es un mal, y hay que ponerle fin suprimiendo los partidos.

Un ser que no ha tomado la resolución de fidelidad exclusiva a la luz interior instala la mentira en el centro mismo del alma. Las tinieblas interiores son el castigo que recibe.

Vanamente se trataría de salir de tal situación estableciendo una distinción entre libertad interior y disciplina exterior. Porque entonces se hace necesario mentirle al público, hacia quien todo candidato, todo elegido, tiene una obligación particular de llegar a la verdad.

Si me apuro a decir, en nombre de mi partido, cosas que estimo contrarias a la verdad y a la justicia, ¿voy a indicarlo en un anuncio previo? Si no lo hago, miento.

De estas tres formas de la mentira –al partido, al público, a sí mismo– la primera por mucho es la menos mala. Pero si pertenecer a un partido siempre fuerza, en todo caso, a la mentira, la existencia de los partidos es absolutamente, incondicionalmente, un mal.

Solía ser frecuente ver en los anuncios de reunión: el Sr. X expondrá el punto de vista comunista (sobre el problema que es objeto de la reunión). El Sr. Y expondrá el punto de vista socialista. El Sr. Z expondrá el punto de vista radical.

¿Cómo estos desdichados se las arreglaban para conocer el punto de vista que debían exponer? ¿A quién podían consultar? ¿Cuál oráculo? Una colectividad no tiene ni lengua ni pluma. Los órganos de expresión son todos individuales. La colectividad socialista no reside en ningún individuo. La colectividad radical tampoco. La colectividad comunista reside en Stalin, pero él está lejos; no es posible echarle un telefonazo antes de hablar en la reunión.

No, los Sres. X, Y y Z se consultaban a sí mismos. Pero como eran honestos, se ponían primero en un estado mental especial, un estado parecido a aquél en el que los había puesto tan a menudo la atmósfera de los medios comunista, socialista, radical.

Si, en semejante estado, uno se deja llevar por sus reacciones, naturalmente se produce un lenguaje conforme a los “puntos de vista” comunista, socialista, radical.

A condición, por supuesto, de prohibirse rigurosamente todo esfuerzo de atención con miras a discernir la justicia y la verdad. Si se lograra semejante esfuerzo, se arriesgaría –colmo del horror– a expresar un “punto de vista personal”.

Puesto que en nuestros días, la inclinación hacia la justicia y la verdad es vista como algo que responde a un punto de vista personal.

Cuando Poncio Pilatos le preguntó a Cristo “¿Qué es la verdad?”, Cristo no respondió. Ya había contestado por anticipado diciendo “He venido a dar testimonio de la verdad”.

No hay más que una respuesta. La verdad son los pensamientos que surgen en la mente de una criatura que piensa únicamente, totalmente, exclusivamente deseosa de la verdad.

La mentira, el error –palabras sinónimas–, son los pensamientos de aquéllos que no desean la verdad, y de aquéllos que desean la verdad y otra cosa además. Por ejemplo, los que desean la verdad y además la conformidad con tal o cual pensamiento establecido.

¿Pero cómo desear la verdad sin saber nada de ella? He ahí el misterio de los misterios. Las palabras que expresan una perfección inconcebible para el hombre –Dios, verdad, justicia– pronunciadas interiormente con deseo, sin juntarlas a ninguna concepción, tienen el poder de elevar el alma e inundarla de luz.

Es deseando la verdad en el vacío y sin intentar adivinar por adelantado el contenido, que se recibe la luz. En ello consiste el mecanismo entero de la atención.

Es imposible examinar los problemas espantosamente complejos de la vida pública mientras se mantiene uno atento al mismo tiempo, por un lado, a discernir la verdad, la justicia, el bien público y, por otro, a conservar la actitud que conviene a un miembro de un grupo específico. La facultad humana de atención no es capaz simultáneamente de ambas preocupaciones. De hecho, el que se preocupa por una, abandona la otra.

Pero quien abandona la justicia y la verdad, a ése no le espera ningún sufrimiento. Mientras que el sistema de los partidos comporta las penalidades más dolorosas para la indocilidad. Penalidades que alcanzan casi todo –carrera, sentimientos, amistad, reputación, la parte exterior del honor, a veces incluso la vida familiar-. El partido comunista ha llevado el sistema a la perfección.

Incluso para quienes no ceden interiormente, la existencia de penalidades falsea inevitablemente el discernimiento. Puesto que si se quiere reaccionar contra el dominio del partido, esta voluntad de reacción en sí misma constituye un móvil ajeno a la verdad y del cual hay que desconfiar. Pero esta desconfianza también lo es, y así seguidamente. La atención verdadera es un estado tan difícil para el hombre, tan violento, que cualquier confusión personal de la sensibilidad basta para obstaculizarla. De lo cual resulta la imperiosa obligación de proteger tanto como uno pueda la facultad de discernimiento que se lleva en sí mismo contra el tumulto de esperanzas y de temores personales.

Si un hombre hace cálculos numéricos muy complejos sabiendo que será azotado cada vez que obtenga como resultado un número par, su situación es muy difícil. Algo en el lado carnal del alma lo empujará a darle un golpecito con el pulgar a los cálculos para obtener siempre un número impar. Queriendo reaccionar arriesgará encontrar un número par incluso donde no lo hay. Atrapada en esta oscilación, su atención ya no está intacta. Si los cálculos son complejos al punto de exigir de su parte la plenitud de la atención, es inevitable que se equivoque con frecuencia. De nada servirá que sea muy inteligente, muy valiente o muy preocupado por la verdad.

¿Qué deberá hacer? Es muy simple. Si puede escapar de las manos de esas personas que lo amenazan con el látigo, debe escapar. Si ha podido evitar caer entre sus manos, deberá evitarlo.

Exactamente igual sucede con los partidos políticos.

Cuando hay partidos en un país, resulta de ello más tarde o más temprano un estado de hecho tal, que se hace imposible intervenir eficazmente en los asuntos públicos sin entrar en uno y jugar su juego. Quien se interesa en la cosa pública desea interesarse eficazmente en ella. Así, quienes se inclinan a preocuparse por el bien público, o renuncian a pensar en él y dirigen su atención a otra cosa, o pasan por el laminador de los partidos. En este caso también les llegan preocupaciones que eliminan la del bien público.

Los partidos constituyen un mecanismo maravilloso en virtud del cual, a través de toda la extensión de un país, ni una sola mente otorga su atención al esfuerzo de discernir en los asuntos públicos, el bien, la justicia, la verdad.

De ello resulta que –salvo en un muy pequeño número de coincidencias fortuitas– no se deciden y ejecutan sino medidas contrarias al bien público, a la justicia y a la verdad.

Si se confiara al diablo la organización de la vida pública, no podría ocurrírsele nada más ingenioso.

Si la realidad ha sido un poco menos sombría, es porque los partidos aún no lo habían devorado todo. Pero de hecho, ha sido la realidad un poco menos sombría. Acaso no era exactamente tan sombría como esbozada aquí. El evento ¿acaso no lo ha mostrado?

Es necesario confesar que el mecanismo de opresión espiritual y mental propio a los partidos fue introducido en la historia por la Iglesia Católica en su lucha contra la herejía.

Un converso que entra en la Iglesia –o un fiel que se debate y decide permanecer en ella– ha percibido en el dogma algo de la verdad y del bien. Pero al traspasar el umbral profesa de un solo tiro no inquietarse por los anathema sit, es decir, aceptar en bloque todos los artículos llamados “de estricta fe”. Estos artículos él no los ha estudiado. Aun con un alto grado de inteligencia y de cultura, toda una vida no bastaría para tal estudio, visto que ello implica el análisis de las circunstancias históricas de cada condenación.

¿Cómo otorgar su adhesión a afirmaciones que se desconocen? Basta con someterse incondicionalmente a la autoridad de la que ellas emanan.

Es por lo que santo Tomás no quiere sostener sus afirmaciones sino por la autoridad de la Iglesia, a la exclusión de todo otro argumento. Porque, dice él, no necesita más quien la acepta; y ningún argumento convencería a quienes la rechazan.

De esta forma la luz interior de la evidencia, esta facultad de discernimiento acordada desde arriba al alma humana como respuesta al deseo de la verdad, es rechazada, condenada a las tareas serviles, como hacer cuentas; excluye de todas las investigaciones relativas al destino espiritual del hombre. El móvil del pensamiento ya no es el deseo incondicional, no definido, de la verdad, sino el deseo de conformarse con una enseñanza establecida por anticipado.

Que la Iglesia fundada por Cristo haya estrangulado de tal forma el espíritu de la verdad es una trágica ironía –y si, a pesar de la Inquisición no lo logró totalmente, es porque la mística ofrecía un refugio seguro-. Esto a menudo ha sido señalado. Pero se ha señalado menos otra ironía trágica. Es que el movimiento de rebelión contra la asfixia de las mentes bajo el régimen inquisitorial tomó una orientación tal que continuó con el trabajo de asfixiar las mentes.

La Reforma y el humanismo del renacimiento, doble producto de esta rebelión, contribuyeron en gran medida a suscitar, después de tres siglos de maduración, el espíritu de 1789. De ello resultó, después de cierta demora, nuestra democracia fundada sobre el juego de los partidos, del cual cada uno es una pequeña Iglesia profana armada con la amenaza de la excomunión. La influencia de los partidos ha contaminado toda la vida mental de nuestra época.

Quien se adhiere a un partido ha percibido, por lo visto, en la acción y la propaganda de este partido, cosas que le parecieron justas y buenas. Pero jamás ha estudiado la posición del partido en relación con todos los problemas de la vida pública. Al entrar enel partido, acepta posiciones que él desconoce. Así se somete al pensamiento de la autoridad del partido. Cuando, poco a poco, vaya conociendo estas posiciones, las admitirá sin examen.

Es exactamente la situación de quien se adhiere a la ortodoxia católica concebida como lo hace santo Tomás.

Si un hombre dijera, al pedir su tarjeta de membresía: “Estoy de acuerdo con el partido sobre esto y aquel punto: no he estudiado las demás posiciones y me reservo enteramente mi opinión mientras no las haya estudiado”, se le pediría volver a pasar más tarde.

Pero de hecho, salvo excepciones muy raras, el hombre que entra en un partido adopta dócilmente la actitud mental que expresará más tarde por medio de las palabras: “Como monárquico, como socialista, pienso que...” ¡Resulta tan cómodo! Porque esto no es pensar. No hay nada más cómodo que no pensar.

En cuanto a la tercera característica de los partidos, a saber, que son máquinas para la fabricación de pasión colectiva, es tan patente que ni siquiera hace falta establecerlo. La pasión colectiva es la única energía de la cual disponen los partidos para la propaganda exterior y para la presión ejercida sobre el alma de cada miembro.

Se confiesa que el espíritu de partido ciega, hace sorda la justicia, empuja hasta a la gente honesta al más cruel escarnio contra inocentes. Se confiesa, pero no se piensa en suprimir los organismos que fabrican semejante espíritu.

Y sin embargo se prohíben los estupefacientes.

Existen, a pesar de ello, personas dadas a los estupefacientes. Serían más numerosos si el Estado organizara la venta de opio y de cocaína en todas las tabaquerías con anuncios de publicidad para alentar el consumo.

La conclusión es que la institución de los partidos parece constituir un mal prácticamente puro. Son malos en principio, y en la práctica sus efectos son malos.

La supresión de los partidos sería un bien casi puro. Es eminentemente legítimo en principio y no parece susceptible prácticamente sino de buenos efectos.

Los candidatos no les dirán a los electores: “Tengo tal etiqueta” –lo cual prácticamente no informa de nada al público sobre su actitud en relación con problemas concretos– sino: “Pienso tal y tal cosa en relación con tal y tal gran problema”.

Los elegidos se asociarán y disociarán según el juego natural motivado por las afinidades. Puedo muy bien estar de acuerdo con Sr@ A sobre la colonización y en desacuerdo con él/ella sobre la propiedad campesina; e inversamente para Sr@ B. Si se habla de colonización, iré, antes de la sesión, a platicar un poco con Sr@ A; si se habla de propiedad campesina, con Sr@ B.

La cristalización artificial en partidos coincidía tan poco con las afinidades reales, que un diputado podría estar en desacuerdo, por todas sus actitudes concretas, con un colega de su partido, y de acuerdo con un hombre de otro partido.

¡Cuántas veces, en Alemania, en 1932, un comunista y un nazi discutiendo en la calle han tenido la experiencia de un vértigo mental al constatar que estaban de acuerdo sobre todos los puntos!

Fuera del Parlamento, como existirían revistas de ideas, habría naturalmente alrededor de éstas ciertos milieux. Pero éstos deberían ser mantenidos en un estado de fluidez. Es la fluidez lo que distingue un ambiente de afinidad de un partido y le impide tener mala influencia. Cuando uno frecuenta amistosamente al que dirige tal revista, a los que escriben en ella, cuando uno mismo escribe en ella, se está conciente deestar en contacto con el medio que produce la revista. Pero uno no sabe si esparte de ella; no existe una distinción neta entre el interior y el exterior. Más lejos están los que leen la revista y conocen a uno o a dos de los que escriben en ella. Más allá los lectores asiduos que encuentran en la misma una inspiración. Más allá aún los lectores ocasionales. Pero a nadie se le ocurre pensar o decir: “En la medida en que estoy ligado a tal revista, pienso que...”.

Cuando los colaboradores de una revista se presentan a las elecciones, debería prohibírseles reclamarse de la misma. Debe prohibirse a la revista otorgarles una investidura, o ayudarles directa o indirectamente en su candidatura, o tan siquiera hacer mención de ello.

Todo grupo de “amigos” de tal revista debería estar prohibido.

Si una revista les impide a sus colaboradores, bajo pena de ruptura, colaborar con otras publicaciones cualesquiera que éstas sean, ésta debe ser suprimida desde el momento en que ello es probado.

Esto implica un régimen de la prensa que haría imposible las publicaciones en las que resulta deshonroso colaborar (género Gringoire, Marie-Claire, etc.).

Toda vez que un medio tratase de cristalizar, dándole un carácter definido a la calidad del miembro, habría represión penal cuando el hecho fuera probado.

Bien entendido que habrá partidos clandestinos. Pero sus miembros sufrirán de una mala conciencia. No podrán ya hacer profesión pública de servilismo mental. No podrán hacer ninguna propaganda en nombre del partido. El partido ya no podrá mantenerlos en una red sin fin de intereses, sentimientos y obligaciones.

Siempre que una ley es imparcial, equitativa y fundada sobre una visión del bien público fácilmente asimilable para el pueblo, ésta debilita todo lo que la misma prohíbe. Lo debilita por el hecho mismo de existir e independientemente de medidas represivas que busquen asegurar su aplicación.

Esta majestad intrínseca de la ley es un factor de la vida pública que ha sido olvidado hace tiempo y que habría que utilizar.

No parece haber en la existencia de los partidos clandestinos ningún inconveniente que no se halle a un grado bastante más elevado en los que son legales.

De forma general, un examen atento no parece indicar, en ningún sentido, inconveniente alguno para la supresión de los partidos.

Por una singular paradoja las medidas de este tipo, que no tienen inconveniente, son de hecho las que tienen menos oportunidad de ser decididas. Se dice la gente: ¿Si fuera tan sencillo, por qué no lo han hecho ya desde hace tiempo?

Sin embargo, generalmente, las grandes cosas son fáciles y simples.

Esta medida extendería su virtud de saneamiento mucho más allá de los asuntos públicos. Puesto que el espíritu de partido ha logrado contaminarlo todo.

Las instituciones que determinan el juego de la vida pública influyen siempre en un país sobre la totalidad del pensamiento, a causa del prestigio del poder.

Se ha llegado a casi ni pensar ya en ningún ámbito, sino tomando posición “por” o “contra” una opinión. Entonces, se buscan argumentos, según el caso, ya sea por o contra. Es exactamente la transposición de la adhesión a un partido.

Como, en los partidos políticos, hay demócratas que admiten varios partidos, igualmente en el ámbito de las opiniones las personas de criterio amplio reconocen un valor a las opiniones con las que se dicen en desacuerdo.

Es haber perdido casi completamente el sentido mismo de lo verdadero y de lo falso.

Otros, habiendo tomado posición a favor de una opinión, no consienten examinar nada que le sea contrario. Es la transposición del espíritu totalitario.

Cuando Einstein vino a Francia, todas las personas de medios más o menos intelectuales, incluyendo a los hombres de ciencia mismos, se dividieron en dos campos, por y contra. Todo pensamiento científico nuevo tiene en los medios científicos sus partidarios y sus adversarios animados, los unos y los otros, –hasta un nivel lamentable– por el espíritu de partido. Hay también en estos medios tendencias, camarillas, en un estado más o menos cristalizado.

En el arte y la literatura, esto resulta incluso más visible. Cubismo y surrealismo han sido cierta especie de partidos. Se era “gidiane” [re: André Gide] como se era “maurissien” [re: Charles Maurrass]. Para tener un nombre, es útil encontrarse rodeado de una banda de admiradores animados por el espíritu de partido.

Igualmente, no había gran diferencia entre el apego a un partido y el apego a una Iglesia o bien a la actitud antirreligiosa. Se estaba por o contra la creencia en Dios, por o contra el cristianismo, etc. Se ha llegado a hablar, en materia de religión, de militantes.

Incluso en las escuelas ya no se sabe estimular de otra forma el pensamiento de los niños como no sea invitándoles a tomar partido a favor o en contra. Se les cita una frase de un gran autor y se les dice: “¿Está usted de acuerdo o no? Desarrolle sus argumentos”. En el examen, los pobrecitos, viendo que tienen que terminar su disertación en tres horas, no pueden pasar más de cinco minutos preguntándose si están de acuerdo. Y, sin embargo, sería tan sencillo decirles: “Mediten sobre este texto y expresen las reflexiones que les vienen a la mente”.

En casi todas partes –aún a menudo en relación con cuestiones puramente técnicas– la operación de tomar partido, de tomar una posición a favor o en contra, se ha sustituido a la obligación de pensar.

He ahí una lepra que surgió en los medios políticos y que se ha extendido a través de todo el país casi a la totalidad del pensamiento.

Parece dudoso que podamos curarnos de esta lepra que nos está matando sin comenzar por la supresión de los partidos políticos.
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