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Los zapatistas siguen existiendo
24 abr 2013
A mi llegada a Chiapas, a finales del año 2012, la pregunta que muchos me habían pedido responder era saber si los zapatistas todavía existían. ...
François Houtart 

A mi llegada a Chiapas, a finales del año 2012, la pregunta que muchos me habían pedido responder era saber si los zapatistas todavía existían. Muchos rumores circulaban al respecto. Casi ya no se hablaba de ellos, lo cual significa, para aquellos que casi no los conocían, prácticamente su desaparición. En efecto, el subcomandante Marcos había acostumbrado a los medios a una intensa producción de textos, de declaraciones, de cuentos, de escritos más o menos simbólicos. El silencio de este gran comunicador solo podía significar un repliegue, o peor aún, confesar una derrota.

Sin embargo, el 21 de diciembre de 2012, el día del cambio de la era maya (y no el fin del mundo, como la prensa mundial sensacionalista lo había proclamado) 40.000 personas, tapadas con el pasamontañas zapatista, desfilan en silencio, en 5 ciudades del Estado de Chiapas. De ellos, 20.000 lo hacen en la capital histórica del Estado, San Cristóbal de las Casas. Sorprendiendo a todo el mundo, llegan de las montañas del centro y del norte del estado y también de la Selva Lacandona, al este de San Cristóbal, una región tan grande como Bélgica. Hay que imaginarse lo que significa preparar semejante operación, reunir los vehículos, movilizar a la gente, tener el acuerdo de todos, ponerse en carretera en una región de incierta seguridad, recorrer decenas de km y desfilar en orden, pacíficamente, en cinco ciudades, y todo ello sin que nadie se lo espere.

Lo que más impresiona fue cómo se realizó esta manifestación: sin abrir la boca, sin pancartas, sin eslóganes, sin discursos de clausura, únicamente andando. Era la respuesta a la pregunta planteada al principio de este texto. El mensaje era claro: os creíais que estábamos en declive, pero existimos y estamos tan fuertes como hace 19 años, cuando tomamos varias ciudades con las armas. Incluso somos más fuertes, porque ahora las tomamos sin armas. Nuestro silencio era elocuente, porque cubría a la vez el refuerzo de nuestra organización local y las múltiples experiencias comunitarias en curso, frente al desastre actual de la sociedad mexicana, hundiéndose en la guerra del narcotráfico, en los meandros de la escena política, la utilización sistemática de la tortura, la trampa en las elecciones, el principio de una recesión económica. No damos lecciones a nadie, pero, en esta nueva era de los pueblos mayas, queremos afirmar que existimos; que a pesar de todas las evanescencias anunciadas, estamos de hecho muy vivos, sobre un territorio donde el narcotráfico y el alcoholismo son inexistentes. El alcoholismo típico de las sociedades indígenas marginalizadas desde el siglo 19, prácticamente ha desaparecido en las comunidades zapatistas, que hemos sido capaces, a lo largo de los 10 últimos años, de multiplicar las escuelas de base. Colectivamente somos activos, proclamando valores humanos de solidaridad, de convivialidad, de responsabilidades compartidas. El corto comunicado publicado después de la marcha decía así: “Han oído bien. Es el ruido de vuestro mundo que se descalabra. Es el de nosotros el que resurge…”

El mensaje fue fuerte y tuvo un impacto considerable sobre la opinión mexicana. Tuvo repercusiones en todo el continente e incluso más allá de las fronteras de América Latina. ¿Cómo comunidades indígenas, viviendo en la pobreza, aisladas de todo apoyo oficial (las comunidades, municipalidades y los cinco Consejos del Buen Gobierno a nivel regional localizadas en los caracoles1, no reciben ninguna ayuda financiera del Estado, ni para su administración ni para la salud, ni para la educación), combatidos por los poderes públicos, atacados por grupos paramilitares, cercados por los puestos del ejército gubernamental, podían en esas condiciones afirmarse públicamente? De verdad, muy pocos se lo esperaban, pero las sorpresas no se acaban ahí. 

Algunas referencias históricas 

Hace cinco años, pasé varios días en la Universidad de la Tierra, transformándose en una base importante de los zapatistas para formar a jóvenes de las comunidades en la agricultura, la economía local, las cooperativas, el análisis social y político y para organizar las reuniones internacionales. Está ubicada en los suburbios de San Cristóbal. De hecho, se organizó un coloquio en homenaje a André Aubry, un francés que había sido cura obrero y que había venido a colaborar con el obispo de San Cristóbal, Monseñor Samuel Ruiz. También había colaborado estrechamente con el movimiento zapatista. Desde el lanzamiento de la revista Alternatives Sud, que a partir de 1994 publicó varios artículos sobre los zapatistas, había colaborado con el CETRI2. Lastimosamente acababa de desaparecer, en 2007, en un accidente de coche. El subcomandante Marcos fue parte del seminario donde unos mil participantes acudieron y donde tomaron la palabra, Pablo González Casanova, el antiguo rector de la Universidad Nacional, la periodista canadiense, Noemí Klein, el sociólogo norte americano, Immanuel Wallerstein y muchos más. También yo fui invitado a participar.

Con su habitual humor, Marcos empezó su homenaje a Aubry con una referencia a Don Durito de Lacandona (un escarabajo de la selva que se creía Don Quijote y su escudero era el mismo Marcos) diciendo: “El problema con la realidad es que desconoce toda la teoría” (Jérôme Baschet, 2009, 47)3.

Semejante entrada en materia podía parecer muy extraña proviniendo de un miembro de una antigua guerrilla de inspiración guevarista, formada después de la matanza de los estudiantes en 1968, plaza de Tlatelolco, en la capital federal y habiendo tomado el maqui a principio de los años 1980, en la Selva de Lacandona en Chiapas. En realidad, en el transcurso de los años pasados con las comunidades indígenas, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) había aprendido mucho. El mismo Marcos, que había sido profesor de Ciencias de la Comunicación en la Universidad Autónoma de México, se desengañó rápidamente de las grandes ideas de una “vanguardia llegada para anunciar a las masas el camino a seguir para hacer la revolución”. Se había dado cuenta que el saber era compartido y que los pueblos indígenas eran portadores de una sabiduría profunda, agudizada por más de 500 años de resistencia a la opresión y sin haber perdido su identidad.

Claro que la referencia a Emiliano Zapata, el que fuera a principios del siglo 20 el iniciador de la reforma agraria para sacar a México de un feudalismo heredado de la colonización, significaba que ya no vivíamos en un tiempo precolonial. Había que mirar hacia el porvenir. Pero en vez de traer la “verdad” desde el exterior, los neozapatistas entendieron que había que descubrirla desde el interior. Es el mismo espíritu de Joseph Cardijn, el fundador de la JOC (Juventudes Obreras Católicas) en Bélgica, quien animó a los jóvenes trabajadores, a observar, pensar y cambiar por ellos mismos la condición obrera, según el método: “Ver, Juzgar, Actuar”; o el espíritu de Paulo Freire en Brasil, quien con la Pedagogía del oprimido partía del saber popular existente para ampliar progresivamente las perspectivas y los conocimientos. Marcos se fue a la escuela de los pueblos autóctonos para vivir con ellos los cambios necesarios.

No es que menosprecia la teoría. No podría hacerlo como intelectual y lector de Rosa Luxemburgo (no existe revolución sin teoría). Pero sí pone la sistematización del pensamiento. Introduciendo sus intervenciones al coloquio de 2007 afirmó: “Creo que me puedo permitir intentar exponer los rudimentos de esta teoría, tan allá, que es práctica” (Jérôme Baschet, 2009, 47). El Sub, como se le llama, ciertamente es crítico de la Modernidad, pero no cae en los excesos de algunos postmodernos, cuyo rechazo de los sistemas, de las estructuras, de las teorías, de la organización, de la historia, los transforma en los mejores ideólogos del neoliberalismo. Este último, de hecho, necesita mantener la ignorancia de la organización sistémica de las bases materiales del capitalismo y las relaciones de poder que le caracterizan.

El sublevamiento de los diferentes pueblos mayas de Chiapas, el 1 de enero de 1994, apoyado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), no fue, entonces, por casualidad, ni una simple coincidencia de espontaneidades. Fue el resultado de este cruce inédito entre un grupo de revolucionarios, manejando de manera competente el análisis marxista y de comunidades indígenas impregnadas de su largo historial de luchas resistidas. Ellas saben mejor que nadie lo que es la solidaridad activa al servicio de una causa común, y se habían preparado para una insurrección bajo una forma u otra, afectados como estaban en la base misma de su sobrevivencia (Yvon Le Bot, 1997). Unos diez años de coexistencia permitieron, a los primeros, abandonar su arrogancia revolucionaria y descubrir que “se aprende andando”; y, a los segundos, que su lucha ancestral se unía hoy a la de los pueblos del mundo, contra un sistema económico de desposesión y de muerte.

Las luchas contemporáneas de los mayas no habían empezado con los zapatistas en 1994. En la vecina Guatemala, las revueltas de los pueblos indígenas fueron múltiples y particularmente sangrientas. Por centenas de miles se contaron las víctimas indígenas en ese país, masacradas en los combates por la tierra y por su autonomía, frente a regímenes políticos y militares, todos ellos apoyados por los Estados Unidos, que, en esos tiempos, veían esas luchas como el preludio de una sovietización de América Central. Habían intervenido en 1954 desde Honduras para derrocar el régimen del presidente Arbentz, el cual defendía una reforma agraria y política socialdemócrata. El movimiento de la JOC de los jóvenes trabajadores de la ciudad y del campo, había, desde los años 60, jugado un importante papel en la lucha social. Varios de sus dirigentes, que yo mismo había conocido, fueron asesinados.

En 1981, en Tehuantepec, en el Estado de Oaxaca, vecino de Chiapas, cerca del océano Pacífico y casi en la frontera con Guatemala, se llevó a cabo la reunión anual de los obispos progresistas del continente. De los mexicanos, estuvieron presentes, a parte del obispo del lugar, Don Samuel Ruiz, el obispo de San Cristóbal y Don Sergio Méndez Arceo, el obispo de Cuernavaca. También me invitaron para presentar algunos análisis socioreligiosos. Una tarde, una hermana guatemalteca, acompañada de una joven indígena, pidió ser recibida de forma urgente por el grupo. Nos explicó que estaban ocurriendo masacres de poblaciones indígenas en Guatemala, cerca de la frontera. Presentó como testimonio a esa joven, que apenas hablaba español y que se expresó en lengua local, traducida por la hermana. El hermano de la joven acababa de ser asesinado en la embajada de España que había sido asaltada por un grupo con el objeto de llamar la atención de la opinión internacional sobre la situación de las poblaciones autóctonas. Su comunidad era objeto de represalias. Nos habló por más de media hora. La estuvimos escuchando sin interrumpirla, conmovidos con su testimonio. Le pedimos más detalles, con el fin de alertar a los grupos de defensa de los derechos humanos. Esta joven se llamaba Rigoberta Menchu e iba a recibir, unos años más tarde, el Premio Nobel de la Paz.

En relación con la revuelta zapatista, la fecha del 1 de enero de 1994, no fue escogida por casualidad. No tenía referencia simbólica al calendario maya, como sí lo tuvo casi 20 años más tarde, en 2012. Sencillamente esa fecha marcaba la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de México con los Estados Unidos y Canadá (TLCAN). Este acuerdo, que iba a resultar desastroso para la agricultura mexicana, favorecía ciertos sectores elitistas del país, pero sobre todo los intereses del agronegocio y de algunas industrias de los Estados Unidos. Se trataba, como en todos los casos similares, de un “tratado entre el tiburón y las sardinas”. Pasados unos años, se evidenció que México, exportador de maíz, se había vuelto uno de los mayores importadores del maíz americano del Norte; que casi 4 millones de pequeños agricultores habían perdido su trabajo. Estos últimos ejercerían una presión migratoria tal, que los Estados Unidos iniciaron la construcción, en la frontera sur, del “muro de la vergüenza”. Cada año han perdido la vida cuatro veces más personas que durante todo el periodo de existencia del muro de Berlín. El TLCAN había sido precedido en 1992 por la abolición del artículo 17//27// de la Constitución, referente a la reforma agraria; preparando de esta manera las nuevas concentraciones de tierras y poniendo fin al sueño de Emiliano Zapata.

Ocupando las ciudades de Chiapas, con un ejército disciplinado y una estrategia militar de punta, los zapatistas no tenían intención de tomar Los Pinos (residencia presidencial), pero sí de provocar un choque capaz de despertar fuerzas sociales en el país, y, en particular, las de los pueblos autóctonos, con el objeto de poner en marchar un proceso de transformaciones económicas y sociales.

Un año antes, en la noche del 31 de diciembre al 1 de enero de 1994, habían proclamado la Primera Declaración de la Selva Lacandona, detallando sus reivindicaciones: tierras, techos, salud, educación, libertad, democracia, justicia, paz y pedido la dimisión del presidente Salinas de Gortari. En efecto, la región era una de las más deprimidas del país y por desgracia, 20 años después, la situación no ha cambiado mucho. Según un artículo de La Jornada del 04.01.2013, de una población de 7 millones de habitantes en Chiapas, 2,7 millones viven en la extrema pobreza, o sea 40 %, afectando sobre todo a los pueblos indígenas. El analfabetismo alcanza el 25,4 % de la población, frente al 10 % en el conjunto del país; 32,2 % no tienen acceso a los servicios de salud.

La reacción del Gobierno al sublevamiento zapatista fue muy dura. Hubo combates y víctimas. Pasados 12 días, las autoridades propusieron el alto el fuego y la apertura de negociaciones, lo cual los zapatistas aceptaron. Su objetivo de llamar la atención de la nación y del mundo, sobre una situación intolerable había sido conseguido, y la correlación de fuerzas no permitía otra solución.

Hubo una persona que jugó un papel importante en el proceso de paz, Monseñor Samuel Ruiz, el obispo de San Cristóbal de las Casas, y no fue fortuito. En efecto, desde hacía muchos años, había sido el inspirador de las comunidades de base entre los pueblos indígenas. Fue muy activo durante el Concilio Vaticano II. Como miembro del grupo de “la Iglesia de los pobres”, se reunía junto con los demás integrantes regularmente en el colegio belga de Roma. El objetivo era influir y conseguir introducir la perspectiva de solidaridad activa con los oprimidos del mundo que él mismo había puesto en práctica en su diócesis de Chiapas. Era el digno sucesor del primer obispo de San Cristóbal, el dominico Bartolomé de las Casas, defensor de los indios contra los propietarios españoles de las haciendas.

En la Conferencia de Medellín, en 1968, que juntó a los obispos del Continente para la aplicación del Concilio en América Latina, fue uno de los que apoyó la Teología de la Liberación. Organizó la catequesis sobre la base de la participación de las comunidades y el diaconato. En definitiva, otra manera de ser Iglesia, no vertical ni autoritaria, sino popular y compartida. Para qué contarles que la ola involucionista contra la reformas del Concilio Vaticano II le haría blanco de la Santa Sede. Esta le envió un visitador apostólico, le impuso un obispo auxiliar con derecho de sucesión, y finalmente exigió su dimisión. Petición que le fue anunciada por teléfono, en el curso de una reunión de obispos progresistas de América Latina en los alrededores de Sao Paulo, en Brasil, en la cual yo participaba como interviniente.

Monseñor Samuel Ruiz había sembrado las semillas de una organización religiosa participativa, dando a las comunidades indígenas el sentido de su responsabilidad en la construcción de una sociedad diferente, más en consonancia con los valores del evangelio. Sin querer hacer una amalgama, podemos decir que en el campo religioso, se había creado la afinidad entra la nueva visión cristiana y lo que iban a ser las organizaciones indígenas de la insurrección zapatista; y que poco después del fin de los combates se traduciría en la institución de los municipios zapatistas. Las negociaciones con el Gobierno se abrieron entonces a partir de febrero de 1994, en la Catedral de San Cristóbal. A pesar de esto, el presidente Emilio Zedillo lanzó en 1995 una ofensiva militar para intentar capturar al subcomandante Marcos, pero resultó un fracaso. Las conversaciones se mantuvieron a lo largo de varios meses. También formaron parte de ellas dos personas muy importantes para la historia de este proceso, Don Pablo González Casanova, sociólogo y antiguo rector de la Universidad Nacional de México, y Miguel Álvarez, católico comprometido con los movimientos populares. De ahí salieron los Acuerdos de San Andrés, pequeña ciudad cerca de San Cristóbal, sobre los derechos de las comunidades indígenas. Los firmaron el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y el Gobierno el 16 de febrero de 1996. Pero el presidente Zedillo rechazó someter a votación la reforma constitucional que debía permitir transformarlos en norma legal.

La acción de los zapatistas continuó en el ámbito nacional e internacional. En 1996 tuvo lugar una conferencia titulada por el propio Marcos de Intergaláctica, contra al neoliberalismo, que juntó a miles de participantes en una especie de anticipación a los Foros Sociales Mundiales. El mismo año fue fundado el Congreso Nacional Indígena, con la finalidad de agrupar a las fuerzas de los pueblos autóctonos del país en una acción común. En 1998, una consulta nacional fue organizada por el movimiento a la largo del país, en favor de la aplicación de los Acuerdos de San Andrés, recabando en las plazas públicas muchísimas firmas. Al mismo tiempo, se reunían en la capital mexicana, un grupo de reflexión acerca de los cambios sociales, en el cual participaban, entre otros, Samir Amin y Danièle Mitterrand. Los participantes, incluido yo, fuimos invitados a entrevistarnos con una delegación zapatista en los alrededores de la ciudad de Zochimilco, en una pequeña montaña sagrada, en cuyas rocas todavía aparecen las marcas del calendario azteca y donde los zapatistas habían celebrado los solsticios de primavera. Ellos bajaron de la montaña, mientras los miembros del coloquio se encaminaban hacia la pendiente. Su portavoz se dirigió al grupo y me encargaron la traducción. Empezó expresando la satisfacción del Movimiento de poder saludar a “la señorita Françoise Mitterrand”. Me quedé un tanto parado pero afortunadamente todo el mundo había comprendido.

Un poco más tarde, en el gran parque público del lugar, reconquistado y administrado por las fuerzas populares locales, nos invitaron a dar una vuelta en barca al lago. Muy sorprendidos, otra embarcación nos cruzó, llena de zapatistas con los pasamontañas puestos. De verdad, ¡solo es en México donde un movimiento revolucionario puede permitirse semejante excentricidad! Y sin embargo era lógico. Había un cese el fuego, en ese momento respetado por ambos. Y los zapatistas realizaban una acción política.

En 2001, organizaron la “Marcha del color de la tierra” para reclamar los derechos de los pueblos indígenas. Esto los llevó al Zócalo (la plaza principal) de la ciudad de México e incluso fueron recibidos en el Congreso. Marcos cedió la palabra a una comandante indígena que se dirigió a la Asamblea. Pero, ese mismo año, después del rechazo del Presidente en 1995, fue el Parlamento quien rechazó, con voto unánime del conjunto de los grandes partidos la puesta en práctica de los Acuerdos de San Andrés. Ese día, estando yo en México para un seminario en la UNAM, la Universidad Nacional, participé con Pablo González Casanova y Miguel Álvarez, colaborador de Monseñor Samuel Ruiz y coordinador del movimiento de apoyo a los pueblos indígenas, en una manifestación de protesta frente al Parlamento. Los zapatistas se sentían traicionados, inclusive por el partido de izquierdas, el PRD (Partido de la Revolución Democrática, fundado por Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del gran presidente reformista del siglo 20; que resultó ser un conjunto de decepcionados del PRI (Partido Revolucionario Institucional), más que un verdadero partido de izquierdas).

Pero los zapatistas continuaban con su organización interna, a pesar de los ataques cada vez más violentos: la utilización de paramilitares para intentar retomar las tierras recuperadas en el momento de la insurrección, las divisiones internas de las comunidades indígenas urdidas por el exterior, la acción debilitadora de algunos movimientos religiosos de tipo pentecostal. Varios zapatistas fueron condenados a severas penas de prisión, entre ellos Alberto Patish Tán, miembro de la Otra Campaña y sus compañeros, que siguen encarcelados en 2013. En 2003, en los territorios zapatistas, se ponían en marcha los Consejos del Buen Gobierno, cuya sede estaba fijada en los caracoles. Ese mismo año, organizaron una toma de posesión simbólica de la antigua capital de Chiapas. En 2005, difundieron la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, que recoge las grandes orientaciones de sus luchas. Y en 2007, organizaron un encuentro internacional de mujeres para una vida digna y otro desarrollo.

El impacto del Zapatismo sobre la sociedad mexicana era una realidad. Una buena parte de la inteligentsia simpatizaba con ellos. La llamada del movimiento creó un clima favorable para un empuje democrático. Se vio nacer un reagrupamiento de los pueblos indígenas de México. La gran marcha pacífica organizada por el subcomandante Marcos le llevó, con varios líderes indígenas del movimiento, hasta la capital, e incluso al parlamento. Los zapatistas habían organizado una consulta popular sobre las exigencias de participación democrática en el país.

Pero en el plano político, la situación estaba estancada. Aunque bien es verdad que al principio apoyaron al PRD, el movimiento se alejó de este partido y organizó la Otra Campaña en las elecciones de 2006, entre enero y junio, a lo largo y ancho del país, al margen de la lucha electoral, que estimaban ajena a sus objetivos. Se crearon alianzas, no únicamente con otros movimientos indígenas, sino también con numerosos grupos marginados o subalternos, excluidas las izquierdas clásicas, es decir, los partidos habían participado o participaban en el poder, así como los principales movimientos sindicales. También se asociaron ONG e intelectuales críticos del poder en todos los ámbitos nacional y local.

Fue el PAN (Partido Acción Nacional) el que ganó por poco las elecciones, imponiendo una política de derecha reaccionaria y alineado con los Estados Unidos. En 2007, durante el coloquio organizado en memoria de André Aubry, al principio de mi intervención, interrogué al subcomandante Marcos sobre la oportunidad de optar por la abstención en semejante contexto nacional, cuando esta posición únicamente podía favorecer a la derecha. Era una pregunta delicada y lo más seguro ingenua, inadecuada. Marcos no se ofendió y contestó primero en francés y después en español: “¿Cómo quieren ustedes que pidamos el voto para nuestros verdugos?”. En verdad, el gobernador de Chiapas de aquella época, Juan Salinas Sabines, hijo de otro gobernador, Jaime Salinas Sabines, era miembro del PRD y fue uno de los perseguidores más salvaje de los zapatistas. También los zapatistas fueron víctimas de ataques a Zinacantan por parte de las autoridades municipales PRD. Cuando estuvo el PRI en el poder se cometieron masacre, en particular en 1997, en una iglesia de Acteal donde fueron asesinados 45 tzotziles entre ellos mujeres y niños. Se utilizaron a paramilitares para hacer las tareas más sucias. Las autoridades fomentaban ellas mismas la división entre las comunidades. La expropiación de las tierras indígenas por los antiguos latifundistas contaba con el apoyo de las fuerzas del orden. Todo ello conllevó numerosos desplazamientos de poblaciones y muchas víctimas. Marcos tenía razón, el poder vigente en Chiapas había sido un desastre para el movimiento indígena.

Y sin embargo, a nivel nacional, Andrés Manuel López Obrador (AMLO, como se le llama), el nuevo presidente del PRD, no ensalzaba un programa reaccionario. En 2005, antes de la campaña electoral, el gobierno en el poder le prohibió presentarse como candidato a las elecciones. Esta situación llevó a una manifestación multitudinaria que México nunca antes había vivido: más de un millón de personas en la calle para reclamar la democracia. Yo llegué esa misma noche de Europa para asistir a un seminario en la UNAM y tuve la oportunidad de participar en esa manifestación constatando lo que significaba semejante reivindicación, que pocos años después iba a producirse en el mundo árabe. No se trataba de la suerte política de una persona lo que estaba en juego, sino todo un sistema que robaba al pueblo su soberanía. Era una cuestión de principios, de dignidad, y si es verdad que muchas pancartas llevaban el nombre de AMLO, la mayoría de ellas expresaban el deseo de hacer respetar el funcionamiento de una democracia, aunque muy frágil en este caso.

Andrés Manuel López Obrador perdió las elecciones. Los denunció, con razón, pero sin éxito. En 2010, cuatro años más tarde, estaba de nuevo en campaña, recorriendo todos los municipios del país. En enero de ese mismo año, durante el Foro Social Mundial sobre economía me encontraba compartiendo un panel con él, bajo una carpa plantada en el Zócalo de la ciudad de México. En la misma plaza, un grupo de sindicalistas de la electricidad hacían huelga del hambre por la privatización del sector. El tema del panel era el sistema económico. De forma muy decepcionante, AMLO esquivó el tema, para centrarse en su campaña electoral, explicándonos cómo de pueblo en pueblo tomaba el pulso al México profundo. Estrategia admirable sin duda, pero ¿con qué contenido? No estaba nada claro. En el transcurso del desarrollo de su campaña, especificó sus objetivos, muy vagos, alejados incluso de las posturas más prudentes de los regímenes “progresistas” del resto de América Latina.

Esta vez los zapatistas no se pronunciaron, lo cual fue interpretado como un signo de debilidad. Es verdad que la incitación a la abstención durante las elecciones nacionales anteriores había desanimado a una parte de la izquierda mexicana, y en particular a bastantes intelectuales que tomaron sus distancias para con el zapatismo. Pensaban que si los zapatistas tenían sin duda razones para ser críticos, no podían obviar la lógica política nacional, y retraerse a su ámbito local. Para los zapatistas, el silencio adoptado en 2012, seis años después de animar a la abstención, era seguramente la expresión de un rechazo a las prácticas políticas vigentes, al tiempo que la preparación discreta de nuevas estrategias.

El sentido de la participación democrática 

Hasta ahora hemos evocado sobre todo el contexto general del desarrollo del movimiento zapatista, pero ¿cómo es la práctica interna? Tenemos que recordar en primera instancia que Chiapas es una de las regiones más pobres de México, donde la estructura de la propiedad había excluido y marginado a las poblaciones indígenas, llevándolas hacia las montañas y la selva. No han tenido participación alguna en los ingresos del petróleo o de las grandes plantaciones (destinados estas últimas a los agrocombustibles). De las riquezas naturales se aprovechan los intereses privados mexicanos o internacionales. El turismo es una actividad económica de la zona. Los “proyectos de desarrollo” y las construcciones de infraestructuras se realizan como estrategias de contra insurgencia. La tasa de mortalidad infantil y, como ya lo hemos visto, también la de analfabetismo, son muy elevadas. Faltan instituciones de salud y educación. En algunas de ellas se atiende a los indígenas pero los mestizos no se mezclan con ellos. Los idiomas de los pueblos originarios son menospreciados, sus creencias tradicionales folclorizadas. Si bien son reconocidos como seres humanos en la formalidad jurídica, ¿cuál es la realidad? 

Una sociedad para construirse sobre una base diferente al capitalismo 

Está clarísimo para los zapatistas que la organización capitalista de la economía constituye una perversión social. Ha destruido los fundamentos mismos de la vida comunitaria, privilegiando la propiedad individual sobre las necesidades comunes y transformando el país y sus diferentes regiones en “haciendas” del capital transnacional. La larga historia de los pueblos indígenas es recordada por el Movimiento. Viene a la memoria colectiva la reducción a la esclavitud de los pueblos originarios del Continente a partir de finales del siglo XV, para la producción de los metales preciosos que iban a servir de base para la acumulación primitiva del capital europeo; la obligación de trabajar como mano de obra agrícola en las plantaciones, hasta provocar su cuasi extinción; y el abandono forzado de sus tierras para refugiarse en las montañas y selvas. Las independencias del siglo XIX, declaradas por las élites criollas, no reivindico en absoluto la historia y la identidad de las poblaciones autóctonas. La posterior expansión del capitalismo agrario los transformó en mano de obra agrícola barata.

En México, a pesar de los esfuerzos revolucionarios de principios del siglo XX, que habían reconstituido las tierras colectivas de los pueblos indígenas (los ejidos), y reconocido una parte de su organización social tradicional, los pueblos originarios no pudieron hacer sentir su presencia como integrantes constitutivos de la sociedad mexicana. Esto es muy importante para entender el sentido de la revuelta zapatista. El neoliberalismo, predominante a partir de finales de los años 70, acabó de barrer las conquistas del pasado revolucionario. Poco a poco el conjunto del país entró en la lógica del mercado desregulado, de la deuda externa. Engordó gracias al peso de los intereses, de la renta petrolera acaparada por una minoría, de las relaciones desiguales con las economías del Norte, y finalmente con la supresión de los últimos vestigios de la reforma agraria. El PRI, el partido salido de la revolución, se puso poco a poco al servicio del proyecto capitalista y profundamente corrupto, organizaría su reproducción política de elección tras elección.

Las ceremonias organizadas para el 500 aniversario del Encuentro de Civilizaciones —según el gobierno español—, de la Conquista —según la mayoría de los pueblos latinoamericanos—, aceleró la toma de conciencia de los pueblos indígenas en el conjunto del Continente. Fue para ellos la oportunidad de salir de la clandestinidad, de afirmar sus culturas como modos de vida, de hacer conocer sus estructuras de organización colectiva y sus líderes tradicionales, de afirmar el valor de sus religiones y su cosmovisión. Poco a poco se vislumbraba una identidad, la cual, aunque reprimida, nunca había desaparecido del todo. En varios sitios, como en el Ecuador, en Bolivia e incluso en Guatemala, esta identidad se reveló a partir de los años 80 como una fuerza política.

Y sin embargo, tanto en México como en otros lugares, el despertar de los pueblos indígenas, para nada se manifestó como separatismo. En Chiapas, los diferentes pueblos mayas se consideraban claramente mexicanos. Lo que sí reclamaban, era su sitio en la sociedad nacional. En los municipios zapatistas y en los caracoles, todos los actos públicos se desarrollan bajo la bandera nacional mexicana. El “peligro separatista” de los movimientos indígenas fue durante bastante tiempo uno de los eslóganes de la burguesía urbana mexicana, porque, sin lugar a dudas, esta temía perder su hegemonía a nivel del sistema político. Analizaba el movimiento en términos culturales y políticos y no se daba cuenta de que el indigenismo de Chiapas se estaba constituyendo progresivamente en una fuerza socioeconómica, que evidentemente criticaba el sistema político como garantía institucional del orden económico, pero de ninguna manera ponía en duda la identidad nacional. Es más que probable que existan deseos nostálgicos de vuelta a un pasado idealizado entre los pueblos originarios, pero es el último reproche que se le pueda hacer a los zapatistas, que consiguieron hacer la síntesis entre una identidad indígena afirmada y la crítica al capitalismo, como sistema de exclusión en el seno de la sociedad mexicana.

Todo el problema residía entonces en poner en práctica los principios afirmados. Según su orientación de base, los zapatistas actuaron al nivel que podían dominar, es decir, localmente, en sus territorios. Reorganizar la producción de la base material de la existencia humana (la economía), al margen de la lógica de acumulación fue una de sus primeras metas. Para ello había que abolir la propiedad privada de la tierra, como relación de producción en la agricultura. Se llevó entonces a cabo la reconquista de las tierras colectivas de las comunidades indígenas, conjuntamente con la organización democrática. Se organizaron cooperativas para la producción y la comercialización de los productos. El excedente fue utilizado para financiar los equipamientos comunes. También se crearon varias cooperativas de transporte, lo que posibilitó la movilización de tantas personas en las manifestaciones del 21 de diciembre de 2012.

En el primero de los tres comunicados de principios de enero de 2013, el subcomandante Marcos, en nombre del Comité clandestino revolucionario indígena y del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, insistió sobre el hecho de que su forma de contestar a las necesidades de las comunidades había dado resultados positivos a lo largo de los últimos 19 años. Escribió que la producción agrícola (estrictamente orgánica, es decir, sin utilizar productos químicos o transgénicos) en los grupos zapatistas había sido superior en comparación con otras comunidades. Según los testigos locales, es el caso del café, destinado en particular a la exportación. Esta situación ha permitido, a pesar de la ausencia de subsidios públicos y de los ataques violentos y recurrentes (entre 1996 y 1999 hubo numerosas agresiones y desplazamientos forzados de poblaciones; en junio de 2012, hubo varias víctimas en las montañas del centro del Estado), financiar los servicios comunes.

Volviendo al comunicado de Marcos, este nos recuerda que en ciertos lugares los no zapatistas recurren a los servicios de salud del movimiento, considerándolos más eficientes. Claro que hay que añadir también que la solidaridad internacional ha jugado un papel muy importante, financiando por casi dos décadas. Pero este tipo de ayuda, lógicamente, tiende a disminuir. Lo que está compensándose con los esfuerzos locales.

Las iniciativas de producción, al igual que la organización social y política colectiva, exigían formas adecuadas en la filosofía del movimiento, es decir la participación de todos o la democracia directa. Cierto es que las prácticas sociales tradicionales de los pueblos indígenas podían ser una fuente de inspiración. Pero tampoco estaban exentas de “caciquismo” o de “machismo”. Había entonces que volver a redefinir el ejercicio del poder y representó una de las tareas fundamentales del movimiento. Los escritos del subcomandante dan buen testimonio de ello.

Para evitar que el poder se transforme en objetivo, perdiendo entonces su función de medio al servicio de un fin, la consulta a las comunidades se hizo una práctica constante. Se ejerció para designar a las personas encargadas de la gestión de los diferentes niveles de poder, a los titulares de responsabilidades municipales y de los Consejos, siendo elegidos por el conjunto de las comunidades; así como para los casos de decisiones importantes. Se estableció la rendición regular de las cuentas de la gestión por parte de todos los responsables. Para evitar la institucionalización del poder, se puso en marcha un sistema rotativo. En los caracoles, por ejemplo, el cambio se hace cada 15 días, y el servicio es voluntario, sin retribución alguna. Las necesidades básicas (alimentación, vivienda) de las personas designadas por las comunidades o las municipalidades se cubren pero de manera austera. No representa un privilegio en sí. Se respeta estrictamente la igualdad de los sexos.

Todo esto puede parecer salido de la utopía, o como bien escribe Bernard Duterme, inspirado de un “sabor libertario” (B. Duterme, 2011), y así es. Sin embargo la experiencia se prolonga desde hace casi veinte años. Sin duda, se ha tratado de “aprender caminando”, como ellos mismos dicen, y no debemos idealizar una organización social de gestión colectiva, como si se tratara de una realidad angélica o de un “pueblo nacido antes del pecado original” (como lo decía, de Nicaragua, con tanta simpatía el filósofo de origen alemán, Franz Hinckelamert). La fidelidad a la democracia participativa y directa tiene un precio: nada se consigue rápidamente. También esto se debe al concepto indígena tradicional del tiempo, que es cíclico y no lineal. Los símbolos del caracol y de la espiral se corresponden perfectamente. Pero por lo menos, lo que se construye es sólido.

Realizar la igualdad de los sexos en el ejercicio de las tareas colectivas también es un principio que a veces parece contradecir la eficacia, pues después de tantos siglos de sumisión, el comportamiento femenino ha quedado afectado. Como he participado en varias reuniones a nivel de municipios o de los caracoles, no me ha resultado difícil constatarlo. Aunque el número de hombres y de mujeres es matemáticamente igual, los hombres toman la palabra dejando poco tiempo a las mujeres para las intervenciones, que por cierto no parece que ellas estén siempre con muchas ganas de hacer. El peso de la cultura no se cambia con decretos. Bien es cierto que el Popol Vuh, la gran historia mítica maya, describía la creación como el fruto de la acción conjunta de una doble divinidad, hombre y mujer, y que las categorías de oposición del pensamiento dicha “occidental”4, se expresan en términos de complementariedad. Pero en todas las sociedades el mito sale más de la teoría o de la utopía que de la realidad.

Algunos han concluido que los zapatistas menospreciaban el poder. Su actitud para con la política nacional venía a reforzar semejante creencia. De ahí la idea de que eran fieles discípulos de John Holloway, que en un libro que se hizo famoso, sostenía la idea de que se podía cambiar las sociedades sin tomar el poder (J. Holloway, 2001)5. Nada más lejos de la realidad está la posición zapatista, como bien lo manifiestan autores como Carlos Antonio Aguirre Rojas (2010, 181-184), Jérôme Baschet (2009, 31) y Bernard Duterme (2009). En efecto, en el concepto de los zapatistas no se encuentra ningún desprecio de la política como ejercicio del poder, pero sí el deseo de hacer “otra política” ¿De qué sirve gobernar, desposeyendo a las poblaciones de su capacidad de actuar para concentrar el poder entre las manos de intereses que no les conciernen? Se debe reconstruir desde abajo, tomándose el tiempo necesario para ello. 

La Sexta Declaración de la Selva Lacandona lo decía claramente: “¿A caso nosotros decimos que la política no sirve para nada? No, lo que queremos decir, es que esta política no sirve. Y además es inútil, porque no toma en cuenta a la población, no la escucha, no le hace caso y contacta con ella solamente cuando hay elecciones…[Por este motivo]… vamos a intentar construir, o reconstruir, otra forma de hacer política” (cita de Carlos Antonio Aguirre Rojas, 2010, 177).

La base de la organización del poder es entonces el autogobierno. Esto funciona a nivel de las comunas, de las municipalidades e incluso de los grupos del Buen Gobierno dentro de los caracoles. Pero ¿qué pasará a nivel de los Estados o más aún de la Federación nacional mexicana? ¿La dimensión geográfica y demográfica no representa un factor que cambia la calidad misma del ejercicio del poder? Evidentemente, los zapatistas no lo han podido experimentar y su actitud práctica para con ello ha sido el rechazo de las formas vigentes, lo cual aparentemente los acercaba a las tesis anarquistas. Pero cuando uno se detiene más de cerca, sin excluir cierta simpatía para con estas últimas posiciones, se percibe en ellos una dosis de realismo, que en verdad no excluye la posibilidad de una formación política a nivel nacional, al servicio del pueblo, no corrupta y eficiente. Sin embargo, está claro que en las actuales circunstancias, el movimiento desea más concentrarse en la construcción de otro poder, ahí donde hoy es posible, es decir, a nivel local.

Como las municipalidades zapatistas se extienden conjuntamente con otras, sobre la mitad del territorio del Estado de Chiapas, se plantea la cuestión de las relaciones entre entidades tan diferentes. Las primeras se autogestionan, pero sin el mínimo aporte del Estado regional o federal, y tienen entonces que crear su propia base imponible. Las segundas reciben las contribuciones y los subsidios oficiales, pero están estrechamente controladas, su permanencia en el regazo del Estado es esencial para el proyecto político del contrapeso al zapatismo y a su eventual atractivo por mejores servicios. Ambas jurisdicciones coexisten en las municipalidades, y en el caso de la pequeña ciudad de San Andrés, por ejemplo, las cosas discurren bastante bien. Se llegó a un acuerdo para el reparto de algunas tareas: los zapatistas, por ejemplo, se ocupan de la recogida de basuras y de la limpieza pública.

Sin embargo, no se puede concebir establecer semejante modus vivendi entre sistemas diferentes en campos como son la salud o la educación, porque la filosofía de base es muy diferente. La prevención manda en la organización de la primera, mientras que el contenido de la educación, en diferentes niveles, está adaptado a las necesidades fundamentales de las comunidades, a su historia, a su situación en el país y en el mundo. Esto es válido para las escuelas primarias, que en el transcurso de los últimos años se han multiplicado, pero también para el nivel de secundaria. Los alumnos son mantenidos económicamente por las comunidades. La Universidad de la Tierra (CIDECI-UNITIERRA), aunque autónoma, sigue la misma regla. Está situada en el barrio Colonia Nueva Maravilla (feliz coincidencia) al límite de la capital del Estado, San Cristóbal de las Casas. Fue construida completamente con el trabajo voluntario zapatista en la falda de la montaña. El auditorio principal puede recibir a más de 1.000 personas, con instalaciones sencillas. Imparte saberes diversos tanto técnicos como humanistas. Su director, el Dr. Raymundo, diplomado de la Universidad Gregoriana de Roma, vela con discreción pero con autoridad por este conjunto. Su despacho, situado en el centro del campus, emite música clásico todo el día, lo cual inspira sus trabajos y sus reflexiones.

El ejercicio de la justicia tradicional también está a cargo de las municipalidades y sobre todo de los Consejos del Buen Gobierno en los caracoles. Se trata de una de las reivindicaciones del conjunto de los pueblos indígenas en el Continente. Estiman que ciertas causas son mejor defendidas en ese ámbito, porque no se les toma en consideración por el Derecho moderno, en particular en lo que respecta a los bienes territoriales. También piensan que las penas de “reparación” (trabajar para la familia de la víctima o para la comunidad) tienen una eficacia social más alta que las penas de reprobación, tales como la cárcel o las multas.

Nos hemos referido a la trayectoria de Marcos. Este gran intelectual domina un amplio abanico de conocimientos. Filósofo de formación, ha sido profesor de comunicación, lo cual le llevó a ser un virtuoso de la palabra y de la escritura. Su formación en el pensamiento crítico y revolucionario le aportó una base sólida de análisis socioeconómico. Su don de las relaciones directas le ayudó para comprender la cultura de los demás y para familiarizarse con la mentalidad de los pueblos originarios. Su realismo le empujó para salir del dogmatismo y para seguir los caminos de un poder necesitado de ser refundado en su totalidad, de ahí su título de Subcomandante. Sin embargo, en la tradición del liderazgo latinoamericano, el personalismo continua siendo una referencia esencial que corre el riesgo de complicar la institucionalización del movimiento político y su reproducción a largo plazo. El carisma personal es sin lugar a duda una ventaja real, pero no es suficiente. El “Sub” lo ha entendido perfectamente. ¿Pero le ha preguntado a Elías Contreras6 sobre “el color” del poder, cuando su principal representante, que al fin y al cabo es también un ser mortal, empieza a tomar la senda que le transformará en ancestro?

El humor que emplea Marcos en su obra literaria, sus comunicados, sus instrucciones, hacen de él un personaje lleno de atractivos; prisionero a veces por la lógica de su estilo. Sin embargo, el valor pedagógico de sus escritos es indiscutible. Salvo tal vez cuando se deja llevar por el demonio de las “ciencias de la comunicación”. En ese momento, hay que ser un buen conocedor de la mitología griego para entender los meandros de su pensamiento. Se necesita incluso poder descifrar los secretos del pensamiento postmoderno, la cual ha hecho del campo de la comunicación el centro de su empresa de destrucción de los dogmas, de los sistemas, de las estructuras, de las teorías, en una palabra de los “grandes relatos”; en fin, cuando la forma se hace mensaje. Sin lugar a duda, Marcos sabe navegar entre todos esos arrecifes, pero el común de los mortales se encuentra un tanto perdido y… en el campo de la comunicación, sería un poco como pedir a un escarabajo de los bosques (Don Durito, en este caso) tomarse por una libélula.

Así es como los diferentes “pasamontañas” que se pone el “sub”, guardando siempre la misma pipa, hacen de él un personaje múltiple. Si bien es verdad que fue el promotor de una guerrilla que marcó la historia de la nación mexicana y el inspirador de una fórmula política que redefine en la base lo que es el poder; que respaldó la revuelta y después la organización de los pueblos mayas de Chiapas, también es cierto que es un hombre de letras. En el año 2005, el mismo día en que participaba en la universidad de Guadalajara como jurado de la tesis de una socióloga cubana, en sociología de la religión, Marcos presentaba en la Facultad de Letras, en esta misma universidad, su última novela. Algunos pensaron que para ser un líder revolucionario era un tanto extraño. Otros pensaban que no estaba prohibido a semejante personaje ser también un escritor.

En febrero del 2013, con motivo de la inauguración de la Feria del Libro de La Habana, me entrevisté con un historiador cubano que había sido agregado militar en México y que presentaba una obra especializada en ese campo. Llegamos a hablar del tema del zapatismo. Me preguntó si Marcos había regresado a Chiapas. Un tanto extrañado le contesté que muy probablemente puesto que sus últimos comunicados estaban enviados desde “las montañas del sureste mexicano”. Según el militar cubano, había pasado mucho tiempo en la capital. También añadió que el Presidente de la República le había jugado una mala pasada autorizándole un mitin público la misma noche que un concierto importante de los dos mejores grupos musicales del país. Añadió que había recibido varias invitaciones del gobierno mexicano para acudir a Chiapas pero que siempre las había rechazado.

A veces nos hemos preguntado cuál era la actitud de Marcos con Cuba. Su movimiento revolucionario se desencadenó 35 años después de la revolución cubana, poco después de la caída del muro de Berlín, en medio de la contestación de los regímenes del “socialismo real”. No tuvo como meta la toma del poder a nivel nacional. Todo parecía alejarse de la Revolución cubana, tanto a nivel de los objetivos como de los métodos. Algunos intelectuales y movimientos sociales de diferentes partes del mundo se regocijaban en subrayar estas diferencias, viendo en ello un apoyo a sus tesis críticas a Cuba, considerada por ellos como el vestigio de un pasado que se resistía a morir.

Sin embargo, en 2003, cuando tuvo lugar la reunión constitutiva del movimiento “Para la Defensa de la Humanidad”, en México, escuché el mensaje de Marcos. Envió un video, elaborado muy profesionalmente, para saludar el nacimiento de ese movimiento cuyo creador era uno de sus amigos, Pablo González Casanova. Estaban presentes unos doscientos intelectuales, artistas, periodistas, líderes sociales. Entre ellos, Evo Morales, en aquella época, dirigente del movimiento de cocaleros en Bolivia, Abel Prieto, el ministro de Cultura de Cuba, Carmen Bohórquez, historiadora venezolana, que se convertiría en la secretaria ejecutiva del movimiento, cuya sede principal está en Caracas. Marcos realizó un historial ilustrado de la Revolución cubana. Afirmó que sin ella, los demás países del Continente no podrían haber desarrollado los movimientos sociales y políticos que conocieron. Elogió a Fidel Castro. En definitiva una posición clara que impresionó al auditorio. Marcos sabía leer la historia: sin lugar a duda Cuba no era un paraíso pero el país había transformado en profundidad los objetivos colectivos de una sociedad y esto a pesar de los obstáculos de toda índole impuestos por los Estados Unidos, a poca distancia de sus costas.

“Si tu revolución no sabe bailar, no me invites a tu revolución” (Marcos) 

El 31 de diciembre de 2012, el caracol Oventic invitó a un grupo de participantes del seminario internacional, que se desarrollaba en la Universidad de la Tierra, a participar en una ceremonia del año nuevo. Se trataba en su mayoría de los expositores y de algunos extranjeros. Desde 1995, esta entidad había funcionado con el nombre de Aguascalientes 2 (la primera había sido destruida bajo las órdenes del presidente Zedillo). En 2003, se convirtió en un caracol. Esta invitación era un estreno para el caracol, porque los zapatistas no tenían el menor deseo de transformarse en atracción turística. El seminario acabó sus trabajos de la jornada hacia las 9 de la noche. El tiempo de comer alguito allí mismo y los invitados se dirigieron hacia los autos y minibuses que los llevarían al caracol. Uno de los minibuses resultó no tener bastante gasolina: ¡dónde encontrarla a las 10 de la noche, en vísperas de año nuevo cuando todo el mundo está preparando la velada, y los fuegos artificiales y petardos explotan por todos los sitios! En espera de que el auto recorriera la ciudad en busca de combustible, los demás autos se agruparon a las afueras de la ciudad, ya que era más prudente viajar en caravana. Después de esperar una hora, el convoy se puso en marcha, siguiendo una ruta montañosa, cuyas curvas terminaron mareándome.

Llegamos hacia las doce menos cuarto. Centenas de carros heteróclitos estaban estacionados a orillas de la carretera. El portón del caracol estaba cerrado y custodiado por zapatistas encapuchados. Se escuchaba más abajo, como a cientos de metros más allá, el ruido de una muchedumbre. Hacía un frío intenso. La luna llena permitía entrever el paisaje, tal como si fuera una pintura impresionista, y miles de estrellas brillaban en el cielo. Sin lugar a duda, los zapatistas nos debieron de estar esperando más pronto de la hora en que llegamos y los responsables se habían unido a la ceremonia que empezaba, puesto que percibíamos los ecos. Se adivinaban los acentos del himno nacional hacia las doce de la noche, las invocaciones de los chamanes y los discursos de los jefes de las comunidades.

Mientras, la discusión empezó con los guardianes. Nos explicaron que no tenían ningún aviso para abrirnos las puertas y que tenían que consultar a los responsables. Muy gentilmente, cuatro de ellos accedieron a bajar el monte, con paso de montañeros, para llegar al patio de recreo de la escuelita donde se estaba desarrollando la ceremonia. Íbamos a conocer en nuestras propias carnes lo que significaba la democracia directa y la noción del tiempo circular. Transcurrido un buen rato, vimos sus siluetas perfilarse en el camino. La subida resultó ser más lenta que la bajada. Tenían hojas de papel entre las manos. Nos comunicaron que podíamos ingresar pero que antes había que rellenar las listas con nombres, nacionalidades, fecha de nacimiento, profesión y número de pasaporte. La operación duró por lo menos un cuarto de hora. Los cuatro compañeros se pusieron de nuevo en marcha, siempre al mismo ritmo, para someter la información a comprobación de los responsables. Al final subieron para abrirnos el portón.

Todo este proceso duró una hora y cuarto y nos tocó esperar en el frío, sin podernos sentar pero fascinados por la experiencia. Nadie se quejó. Al contrario, emprendimos la marcha en una cuesta, felices porque todo se estaba desarrollando bien, topándonos por el camino con grupos cada vez más numerosos de mujeres, hombres, niños, todos encapuchados con los pasamontañas. Justo se acababa la ceremonia y empezaban las danzas. Dos grupos musicales amenizaban el evento alternándose, uno de ellos tocaba mariachis y el otro cánticos populares, bajo una bandera mexicana enorme. Cientos de zapatistas se pusieron a bailar, sobre una pierna y después sobre la otra, al ritmo de las orquestas y prácticamente sin interrupción. Mi estómago, disgustado por el viaje, no me permitió dar gran prestación pero con semejante ambiente, participé de corazón.

Llegados de todos los rincones del territorio caracol, estas comunidades indias y campesinas rompían así la banalidad de lo cotidiano, para vivir juntos y celebrar el cumpleaños de la sublevación de 1994 y al mismo tiempo el principio del calendario solar. Aunque este calendario no era el fruto de sus tradiciones, sino el de un tiempo introducido por la historia de la Conquista, también lo reivindicaban como el suyo. La fiesta estaba en lo mejor cuando decidimos ir a los autos para volver a San Cristóbal. Eran las tres de la mañana. Tardamos en regresar. También había que pensar en el seminario que continuaba la misma mañana del día 1 de enero. 

La organización sociopolítica 

Las instituciones políticas se sitúan en tres niveles. El primero es el de las comunidades, según la estructura y las funciones tradicionales, tanto para el ejercicio de las tareas de organización como del marco simbólico. Los principios fundamentales son la autonomía y la democracia directa. El segundo nivel (Marez) está constituido por las comunas autónomas o los municipios, cuyas autoridades son elegidas por las comunidades. Corresponden, transformándolas incluso, a la entidad administrativa introducida por la colonización y reproducida por la independencia. Tienen a su cargo las responsabilidades clásicas de su ámbito, y las entidades zapatistas comparten su territorio con los no zapatistas.

Los Consejos del Buen Gobierno, organizados desde 2003 bajo la modalidad de los caracoles, forman el tercer nivel, coordinan los dos primeros y son el lugar de los servicios comunes que van más allá de las capacidades de los niveles inferiores: administración, salud, educación, ejercicio de la justicia. Sin embargo, todas las decisiones de estos Consejos tienen que estar aprobadas en la base, por las comunidades, en virtud del principio siguiente: “mandando obedeciendo”. Un colectivo de los tres niveles ayuda a establecer un flujo constante de información mutua. Todo esto permitía a los zapatistas decir, en su comunicado del 30 de diciembre de 2012, del cual hablaremos más adelante: “Donde nosotros, aunque contando con muchos errores y muchas dificultades, existe ya otra manera de hacer política”.

Una estructura particular es la del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Creado en la Selva Lacandona en los años 80, dirigido por Marcos, y compuesto principalmente de indígenas de las diferentes nacionalidades mayas a los grados más altos. Fue este el que desencadenó la
Mira també:
http://chacatorex.blogspot.com.es/2013/04/los-zapatistas-siguen-existiendo.html
http://chacatorex.blogspot.com

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