A mi llegada a Chiapas, a finales del año 2012, la pregunta que muchos
me habían pedido responder era saber si los zapatistas todavía existían.
Muchos rumores circulaban al respecto. Casi ya no se hablaba de ellos,
lo cual significa, para aquellos que casi no los conocían, prácticamente
su desaparición. En efecto, el subcomandante Marcos había acostumbrado a
los medios a una intensa producción de textos, de declaraciones, de
cuentos, de escritos más o menos simbólicos. El silencio de este gran
comunicador solo podía significar un repliegue, o peor aún, confesar una
derrota.
Sin embargo, el 21 de diciembre de 2012, el día del cambio
de la era maya (y no el fin del mundo, como la prensa mundial
sensacionalista lo había proclamado) 40.000 personas, tapadas con el
pasamontañas zapatista, desfilan en silencio, en 5 ciudades del Estado
de Chiapas. De ellos, 20.000 lo hacen en la capital histórica del
Estado, San Cristóbal de las Casas. Sorprendiendo a todo el mundo,
llegan de las montañas del centro y del norte del estado y también de la
Selva Lacandona, al este de San Cristóbal, una región tan grande como
Bélgica. Hay que imaginarse lo que significa preparar semejante
operación, reunir los vehículos, movilizar a la gente, tener el acuerdo
de todos, ponerse en carretera en una región de incierta seguridad,
recorrer decenas de km y desfilar en orden, pacíficamente, en cinco
ciudades, y todo ello sin que nadie se lo espere.
Lo que más
impresiona fue cómo se realizó esta manifestación: sin abrir la boca,
sin pancartas, sin eslóganes, sin discursos de clausura, únicamente
andando. Era la respuesta a la pregunta planteada al principio de este
texto. El mensaje era claro: os creíais que estábamos en declive, pero
existimos y estamos tan fuertes como hace 19 años, cuando tomamos varias
ciudades con las armas. Incluso somos más fuertes, porque ahora las
tomamos sin armas. Nuestro silencio era elocuente, porque cubría a la
vez el refuerzo de nuestra organización local y las múltiples
experiencias comunitarias en curso, frente al desastre actual de la
sociedad mexicana, hundiéndose en la guerra del narcotráfico, en los
meandros de la escena política, la utilización sistemática de la
tortura, la trampa en las elecciones, el principio de una recesión
económica. No damos lecciones a nadie, pero, en esta nueva era de los
pueblos mayas, queremos afirmar que existimos; que a pesar de todas las
evanescencias anunciadas, estamos de hecho muy vivos, sobre un
territorio donde el narcotráfico y el alcoholismo son inexistentes. El
alcoholismo típico de las sociedades indígenas marginalizadas desde el
siglo 19, prácticamente ha desaparecido en las comunidades zapatistas,
que hemos sido capaces, a lo largo de los 10 últimos años, de
multiplicar las escuelas de base. Colectivamente somos activos,
proclamando valores humanos de solidaridad, de convivialidad, de
responsabilidades compartidas. El corto comunicado publicado después de
la marcha decía así: “Han oído bien. Es el ruido de vuestro mundo que se
descalabra. Es el de nosotros el que resurge…”
El mensaje fue
fuerte y tuvo un impacto considerable sobre la opinión mexicana. Tuvo
repercusiones en todo el continente e incluso más allá de las fronteras
de América Latina. ¿Cómo comunidades indígenas, viviendo en la pobreza,
aisladas de todo apoyo oficial (las comunidades, municipalidades y los
cinco Consejos del Buen Gobierno a nivel regional localizadas en los caracoles1,
no reciben ninguna ayuda financiera del Estado, ni para su
administración ni para la salud, ni para la educación), combatidos por
los poderes públicos, atacados por grupos paramilitares, cercados por
los puestos del ejército gubernamental, podían en esas condiciones
afirmarse públicamente? De verdad, muy pocos se lo esperaban, pero las
sorpresas no se acaban ahí.
Algunas referencias históricas
Hace
cinco años, pasé varios días en la Universidad de la Tierra,
transformándose en una base importante de los zapatistas para formar a
jóvenes de las comunidades en la agricultura, la economía local, las
cooperativas, el análisis social y político y para organizar las
reuniones internacionales. Está ubicada en los suburbios de San
Cristóbal. De hecho, se organizó un coloquio en homenaje a André Aubry,
un francés que había sido cura obrero y que había venido a colaborar con
el obispo de San Cristóbal, Monseñor Samuel Ruiz. También había
colaborado estrechamente con el movimiento zapatista. Desde el
lanzamiento de la revista Alternatives Sud, que a partir de 1994 publicó varios artículos sobre los zapatistas, había colaborado con el CETRI 2.
Lastimosamente acababa de desaparecer, en 2007, en un accidente de
coche. El subcomandante Marcos fue parte del seminario donde unos mil
participantes acudieron y donde tomaron la palabra, Pablo González
Casanova, el antiguo rector de la Universidad Nacional, la periodista
canadiense, Noemí Klein, el sociólogo norte americano, Immanuel
Wallerstein y muchos más. También yo fui invitado a participar.
Con
su habitual humor, Marcos empezó su homenaje a Aubry con una referencia a
Don Durito de Lacandona (un escarabajo de la selva que se creía Don
Quijote y su escudero era el mismo Marcos) diciendo: “El problema con la
realidad es que desconoce toda la teoría” (Jérôme Baschet, 2009, 47) 3.
Semejante entrada en materia podía parecer muy extraña proviniendo de
un miembro de una antigua guerrilla de inspiración guevarista, formada
después de la matanza de los estudiantes en 1968, plaza de Tlatelolco,
en la capital federal y habiendo tomado el maqui a principio de los años
1980, en la Selva de Lacandona en Chiapas. En realidad, en el
transcurso de los años pasados con las comunidades indígenas, el
Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) había aprendido mucho.
El mismo Marcos, que había sido profesor de Ciencias de la Comunicación
en la Universidad Autónoma de México, se desengañó rápidamente de las
grandes ideas de una “vanguardia llegada para anunciar a las masas el
camino a seguir para hacer la revolución”. Se había dado cuenta que el
saber era compartido y que los pueblos indígenas eran portadores de una
sabiduría profunda, agudizada por más de 500 años de resistencia a la
opresión y sin haber perdido su identidad.
Claro que la
referencia a Emiliano Zapata, el que fuera a principios del siglo 20 el
iniciador de la reforma agraria para sacar a México de un feudalismo
heredado de la colonización, significaba que ya no vivíamos en un tiempo
precolonial. Había que mirar hacia el porvenir. Pero en vez de traer la
“verdad” desde el exterior, los neozapatistas entendieron que había que
descubrirla desde el interior. Es el mismo espíritu de Joseph Cardijn,
el fundador de la JOC (Juventudes Obreras Católicas) en Bélgica, quien
animó a los jóvenes trabajadores, a observar, pensar y cambiar por ellos
mismos la condición obrera, según el método: “Ver, Juzgar, Actuar”; o
el espíritu de Paulo Freire en Brasil, quien con la Pedagogía del oprimido
partía del saber popular existente para ampliar progresivamente las
perspectivas y los conocimientos. Marcos se fue a la escuela de los
pueblos autóctonos para vivir con ellos los cambios necesarios.
No
es que menosprecia la teoría. No podría hacerlo como intelectual y
lector de Rosa Luxemburgo (no existe revolución sin teoría). Pero sí
pone la sistematización del pensamiento. Introduciendo sus
intervenciones al coloquio de 2007 afirmó: “Creo que me puedo permitir
intentar exponer los rudimentos de esta teoría, tan allá, que es
práctica” (Jérôme Baschet, 2009, 47). El Sub, como se le llama,
ciertamente es crítico de la Modernidad, pero no cae en los excesos de
algunos postmodernos, cuyo rechazo de los sistemas, de las estructuras,
de las teorías, de la organización, de la historia, los transforma en
los mejores ideólogos del neoliberalismo. Este último, de hecho,
necesita mantener la ignorancia de la organización sistémica de las
bases materiales del capitalismo y las relaciones de poder que le
caracterizan.
El sublevamiento de los diferentes pueblos mayas de
Chiapas, el 1 de enero de 1994, apoyado por el Ejército Zapatista de
Liberación Nacional (EZLN), no fue, entonces, por casualidad, ni una
simple coincidencia de espontaneidades. Fue el resultado de este cruce
inédito entre un grupo de revolucionarios, manejando de manera
competente el análisis marxista y de comunidades indígenas impregnadas
de su largo historial de luchas resistidas. Ellas saben mejor que nadie
lo que es la solidaridad activa al servicio de una causa común, y se
habían preparado para una insurrección bajo una forma u otra, afectados
como estaban en la base misma de su sobrevivencia (Yvon Le Bot, 1997).
Unos diez años de coexistencia permitieron, a los primeros, abandonar su
arrogancia revolucionaria y descubrir que “se aprende andando”; y, a
los segundos, que su lucha ancestral se unía hoy a la de los pueblos del
mundo, contra un sistema económico de desposesión y de muerte.
Las
luchas contemporáneas de los mayas no habían empezado con los
zapatistas en 1994. En la vecina Guatemala, las revueltas de los pueblos
indígenas fueron múltiples y particularmente sangrientas. Por centenas
de miles se contaron las víctimas indígenas en ese país, masacradas en
los combates por la tierra y por su autonomía, frente a regímenes
políticos y militares, todos ellos apoyados por los Estados Unidos, que,
en esos tiempos, veían esas luchas como el preludio de una
sovietización de América Central. Habían intervenido en 1954 desde
Honduras para derrocar el régimen del presidente Arbentz, el cual
defendía una reforma agraria y política socialdemócrata. El movimiento
de la JOC de los jóvenes trabajadores de la ciudad y del campo, había,
desde los años 60, jugado un importante papel en la lucha social. Varios
de sus dirigentes, que yo mismo había conocido, fueron asesinados.
En
1981, en Tehuantepec, en el Estado de Oaxaca, vecino de Chiapas, cerca
del océano Pacífico y casi en la frontera con Guatemala, se llevó a cabo
la reunión anual de los obispos progresistas del continente. De los
mexicanos, estuvieron presentes, a parte del obispo del lugar, Don
Samuel Ruiz, el obispo de San Cristóbal y Don Sergio Méndez Arceo, el
obispo de Cuernavaca. También me invitaron para presentar algunos
análisis socioreligiosos. Una tarde, una hermana guatemalteca,
acompañada de una joven indígena, pidió ser recibida de forma urgente
por el grupo. Nos explicó que estaban ocurriendo masacres de poblaciones
indígenas en Guatemala, cerca de la frontera. Presentó como testimonio a
esa joven, que apenas hablaba español y que se expresó en lengua local,
traducida por la hermana. El hermano de la joven acababa de ser
asesinado en la embajada de España que había sido asaltada por un grupo
con el objeto de llamar la atención de la opinión internacional sobre la
situación de las poblaciones autóctonas. Su comunidad era objeto de
represalias. Nos habló por más de media hora. La estuvimos escuchando
sin interrumpirla, conmovidos con su testimonio. Le pedimos más
detalles, con el fin de alertar a los grupos de defensa de los derechos
humanos. Esta joven se llamaba Rigoberta Menchu e iba a recibir, unos
años más tarde, el Premio Nobel de la Paz.
En relación con la
revuelta zapatista, la fecha del 1 de enero de 1994, no fue escogida por
casualidad. No tenía referencia simbólica al calendario maya, como sí
lo tuvo casi 20 años más tarde, en 2012. Sencillamente esa fecha marcaba
la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de México con los
Estados Unidos y Canadá (TLCAN). Este acuerdo, que iba a resultar
desastroso para la agricultura mexicana, favorecía ciertos sectores
elitistas del país, pero sobre todo los intereses del agronegocio y de
algunas industrias de los Estados Unidos. Se trataba, como en todos los
casos similares, de un “tratado entre el tiburón y las sardinas”.
Pasados unos años, se evidenció que México, exportador de maíz, se había
vuelto uno de los mayores importadores del maíz americano del Norte;
que casi 4 millones de pequeños agricultores habían perdido su trabajo.
Estos últimos ejercerían una presión migratoria tal, que los Estados
Unidos iniciaron la construcción, en la frontera sur, del “muro de la
vergüenza”. Cada año han perdido la vida cuatro veces más personas que
durante todo el periodo de existencia del muro de Berlín. El TLCAN había
sido precedido en 1992 por la abolición del artículo 17//27// de la
Constitución, referente a la reforma agraria; preparando de esta manera
las nuevas concentraciones de tierras y poniendo fin al sueño de
Emiliano Zapata.
Ocupando las ciudades de Chiapas, con un
ejército disciplinado y una estrategia militar de punta, los zapatistas
no tenían intención de tomar Los Pinos (residencia
presidencial), pero sí de provocar un choque capaz de despertar fuerzas
sociales en el país, y, en particular, las de los pueblos autóctonos,
con el objeto de poner en marchar un proceso de transformaciones
económicas y sociales.
Un año antes, en la noche del 31 de diciembre al 1 de enero de 1994, habían proclamado la Primera Declaración de la Selva Lacandona,
detallando sus reivindicaciones: tierras, techos, salud, educación,
libertad, democracia, justicia, paz y pedido la dimisión del presidente
Salinas de Gortari. En efecto, la región era una de las más deprimidas
del país y por desgracia, 20 años después, la situación no ha cambiado
mucho. Según un artículo de La Jornada del 04.01.2013, de una
población de 7 millones de habitantes en Chiapas, 2,7 millones viven en
la extrema pobreza, o sea 40 %, afectando sobre todo a los pueblos
indígenas. El analfabetismo alcanza el 25,4 % de la población, frente al
10 % en el conjunto del país; 32,2 % no tienen acceso a los servicios
de salud.
La reacción del Gobierno al sublevamiento zapatista fue
muy dura. Hubo combates y víctimas. Pasados 12 días, las autoridades
propusieron el alto el fuego y la apertura de negociaciones, lo cual los
zapatistas aceptaron. Su objetivo de llamar la atención de la nación y
del mundo, sobre una situación intolerable había sido conseguido, y la
correlación de fuerzas no permitía otra solución.
Hubo una
persona que jugó un papel importante en el proceso de paz, Monseñor
Samuel Ruiz, el obispo de San Cristóbal de las Casas, y no fue fortuito.
En efecto, desde hacía muchos años, había sido el inspirador de las
comunidades de base entre los pueblos indígenas. Fue muy activo durante
el Concilio Vaticano II. Como miembro del grupo de “la Iglesia de los
pobres”, se reunía junto con los demás integrantes regularmente en el
colegio belga de Roma. El objetivo era influir y conseguir introducir la
perspectiva de solidaridad activa con los oprimidos del mundo que él
mismo había puesto en práctica en su diócesis de Chiapas. Era el digno
sucesor del primer obispo de San Cristóbal, el dominico Bartolomé de las
Casas, defensor de los indios contra los propietarios españoles de las
haciendas.
En la Conferencia de Medellín, en 1968, que juntó a
los obispos del Continente para la aplicación del Concilio en América
Latina, fue uno de los que apoyó la Teología de la Liberación. Organizó
la catequesis sobre la base de la participación de las comunidades y el
diaconato. En definitiva, otra manera de ser Iglesia, no vertical ni
autoritaria, sino popular y compartida. Para qué contarles que la ola
involucionista contra la reformas del Concilio Vaticano II le haría
blanco de la Santa Sede. Esta le envió un visitador apostólico, le
impuso un obispo auxiliar con derecho de sucesión, y finalmente exigió
su dimisión. Petición que le fue anunciada por teléfono, en el curso de
una reunión de obispos progresistas de América Latina en los alrededores
de Sao Paulo, en Brasil, en la cual yo participaba como interviniente.
Monseñor
Samuel Ruiz había sembrado las semillas de una organización religiosa
participativa, dando a las comunidades indígenas el sentido de su
responsabilidad en la construcción de una sociedad diferente, más en
consonancia con los valores del evangelio. Sin querer hacer una
amalgama, podemos decir que en el campo religioso, se había creado la
afinidad entra la nueva visión cristiana y lo que iban a ser las
organizaciones indígenas de la insurrección zapatista; y que poco
después del fin de los combates se traduciría en la institución de los
municipios zapatistas. Las negociaciones con el Gobierno se abrieron
entonces a partir de febrero de 1994, en la Catedral de San Cristóbal. A
pesar de esto, el presidente Emilio Zedillo lanzó en 1995 una ofensiva
militar para intentar capturar al subcomandante Marcos, pero resultó un
fracaso. Las conversaciones se mantuvieron a lo largo de varios meses.
También formaron parte de ellas dos personas muy importantes para la
historia de este proceso, Don Pablo González Casanova, sociólogo y
antiguo rector de la Universidad Nacional de México, y Miguel Álvarez,
católico comprometido con los movimientos populares. De ahí salieron los
Acuerdos de San Andrés, pequeña ciudad cerca de San Cristóbal,
sobre los derechos de las comunidades indígenas. Los firmaron el
Ejército Zapatista de Liberación Nacional y el Gobierno el 16 de febrero
de 1996. Pero el presidente Zedillo rechazó someter a votación la
reforma constitucional que debía permitir transformarlos en norma legal.
La
acción de los zapatistas continuó en el ámbito nacional e
internacional. En 1996 tuvo lugar una conferencia titulada por el propio
Marcos de Intergaláctica, contra al neoliberalismo, que juntó a
miles de participantes en una especie de anticipación a los Foros
Sociales Mundiales. El mismo año fue fundado el Congreso Nacional
Indígena, con la finalidad de agrupar a las fuerzas de los pueblos
autóctonos del país en una acción común. En 1998, una consulta nacional
fue organizada por el movimiento a la largo del país, en favor de la
aplicación de los Acuerdos de San Andrés, recabando en las plazas
públicas muchísimas firmas. Al mismo tiempo, se reunían en la capital
mexicana, un grupo de reflexión acerca de los cambios sociales, en el
cual participaban, entre otros, Samir Amin y Danièle Mitterrand. Los
participantes, incluido yo, fuimos invitados a entrevistarnos con una
delegación zapatista en los alrededores de la ciudad de Zochimilco, en
una pequeña montaña sagrada, en cuyas rocas todavía aparecen las marcas
del calendario azteca y donde los zapatistas habían celebrado los
solsticios de primavera. Ellos bajaron de la montaña, mientras los
miembros del coloquio se encaminaban hacia la pendiente. Su portavoz se
dirigió al grupo y me encargaron la traducción. Empezó expresando la
satisfacción del Movimiento de poder saludar a “la señorita Françoise
Mitterrand”. Me quedé un tanto parado pero afortunadamente todo el mundo
había comprendido.
Un poco más tarde, en el gran parque público
del lugar, reconquistado y administrado por las fuerzas populares
locales, nos invitaron a dar una vuelta en barca al lago. Muy
sorprendidos, otra embarcación nos cruzó, llena de zapatistas con los
pasamontañas puestos. De verdad, ¡solo es en México donde un movimiento
revolucionario puede permitirse semejante excentricidad! Y sin embargo
era lógico. Había un cese el fuego, en ese momento respetado por ambos. Y
los zapatistas realizaban una acción política.
En 2001,
organizaron la “Marcha del color de la tierra” para reclamar los
derechos de los pueblos indígenas. Esto los llevó al Zócalo (la plaza
principal) de la ciudad de México e incluso fueron recibidos en el
Congreso. Marcos cedió la palabra a una comandante indígena que se
dirigió a la Asamblea. Pero, ese mismo año, después del rechazo del
Presidente en 1995, fue el Parlamento quien rechazó, con voto unánime
del conjunto de los grandes partidos la puesta en práctica de los
Acuerdos de San Andrés. Ese día, estando yo en México para un seminario
en la UNAM, la Universidad Nacional, participé con Pablo González
Casanova y Miguel Álvarez, colaborador de Monseñor Samuel Ruiz y
coordinador del movimiento de apoyo a los pueblos indígenas, en una
manifestación de protesta frente al Parlamento. Los zapatistas se
sentían traicionados, inclusive por el partido de izquierdas, el PRD
(Partido de la Revolución Democrática, fundado por Cuauhtémoc Cárdenas,
hijo del gran presidente reformista del siglo 20; que resultó ser un
conjunto de decepcionados del PRI (Partido Revolucionario
Institucional), más que un verdadero partido de izquierdas).
Pero
los zapatistas continuaban con su organización interna, a pesar de los
ataques cada vez más violentos: la utilización de paramilitares para
intentar retomar las tierras recuperadas en el momento de la
insurrección, las divisiones internas de las comunidades indígenas
urdidas por el exterior, la acción debilitadora de algunos movimientos
religiosos de tipo pentecostal. Varios zapatistas fueron condenados a
severas penas de prisión, entre ellos Alberto Patish Tán, miembro de la Otra Campaña
y sus compañeros, que siguen encarcelados en 2013. En 2003, en los
territorios zapatistas, se ponían en marcha los Consejos del Buen
Gobierno, cuya sede estaba fijada en los caracoles. Ese mismo año, organizaron una toma de posesión simbólica de la antigua capital de Chiapas. En 2005, difundieron la Sexta Declaración de la Selva Lacandona,
que recoge las grandes orientaciones de sus luchas. Y en 2007,
organizaron un encuentro internacional de mujeres para una vida digna y
otro desarrollo.
El impacto del Zapatismo sobre la sociedad
mexicana era una realidad. Una buena parte de la inteligentsia
simpatizaba con ellos. La llamada del movimiento creó un clima favorable
para un empuje democrático. Se vio nacer un reagrupamiento de los
pueblos indígenas de México. La gran marcha pacífica organizada por el
subcomandante Marcos le llevó, con varios líderes indígenas del
movimiento, hasta la capital, e incluso al parlamento. Los zapatistas
habían organizado una consulta popular sobre las exigencias de
participación democrática en el país.
Pero en el plano político,
la situación estaba estancada. Aunque bien es verdad que al principio
apoyaron al PRD, el movimiento se alejó de este partido y organizó la Otra Campaña
en las elecciones de 2006, entre enero y junio, a lo largo y ancho del
país, al margen de la lucha electoral, que estimaban ajena a sus
objetivos. Se crearon alianzas, no únicamente con otros movimientos
indígenas, sino también con numerosos grupos marginados o subalternos,
excluidas las izquierdas clásicas, es decir, los partidos habían
participado o participaban en el poder, así como los principales
movimientos sindicales. También se asociaron ONG e intelectuales
críticos del poder en todos los ámbitos nacional y local.
Fue el
PAN (Partido Acción Nacional) el que ganó por poco las elecciones,
imponiendo una política de derecha reaccionaria y alineado con los
Estados Unidos. En 2007, durante el coloquio organizado en memoria de
André Aubry, al principio de mi intervención, interrogué al
subcomandante Marcos sobre la oportunidad de optar por la abstención en
semejante contexto nacional, cuando esta posición únicamente podía
favorecer a la derecha. Era una pregunta delicada y lo más seguro
ingenua, inadecuada. Marcos no se ofendió y contestó primero en francés y
después en español: “¿Cómo quieren ustedes que pidamos el voto para
nuestros verdugos?”. En verdad, el gobernador de Chiapas de aquella
época, Juan Salinas Sabines, hijo de otro gobernador, Jaime Salinas
Sabines, era miembro del PRD y fue uno de los perseguidores más salvaje
de los zapatistas. También los zapatistas fueron víctimas de ataques a
Zinacantan por parte de las autoridades municipales PRD. Cuando estuvo
el PRI en el poder se cometieron masacre, en particular en 1997, en una
iglesia de Acteal donde fueron asesinados 45 tzotziles entre ellos
mujeres y niños. Se utilizaron a paramilitares para hacer las tareas más
sucias. Las autoridades fomentaban ellas mismas la división entre las
comunidades. La expropiación de las tierras indígenas por los antiguos
latifundistas contaba con el apoyo de las fuerzas del orden. Todo ello
conllevó numerosos desplazamientos de poblaciones y muchas víctimas.
Marcos tenía razón, el poder vigente en Chiapas había sido un desastre
para el movimiento indígena.
Y sin embargo, a nivel nacional,
Andrés Manuel López Obrador (AMLO, como se le llama), el nuevo
presidente del PRD, no ensalzaba un programa reaccionario. En 2005,
antes de la campaña electoral, el gobierno en el poder le prohibió
presentarse como candidato a las elecciones. Esta situación llevó a una
manifestación multitudinaria que México nunca antes había vivido: más de
un millón de personas en la calle para reclamar la democracia. Yo
llegué esa misma noche de Europa para asistir a un seminario en la UNAM y
tuve la oportunidad de participar en esa manifestación constatando lo
que significaba semejante reivindicación, que pocos años después iba a
producirse en el mundo árabe. No se trataba de la suerte política de una
persona lo que estaba en juego, sino todo un sistema que robaba al
pueblo su soberanía. Era una cuestión de principios, de dignidad, y si
es verdad que muchas pancartas llevaban el nombre de AMLO, la mayoría de
ellas expresaban el deseo de hacer respetar el funcionamiento de una
democracia, aunque muy frágil en este caso.
Andrés Manuel López
Obrador perdió las elecciones. Los denunció, con razón, pero sin éxito.
En 2010, cuatro años más tarde, estaba de nuevo en campaña, recorriendo
todos los municipios del país. En enero de ese mismo año, durante el
Foro Social Mundial sobre economía me encontraba compartiendo un panel
con él, bajo una carpa plantada en el Zócalo de la ciudad de México. En
la misma plaza, un grupo de sindicalistas de la electricidad hacían
huelga del hambre por la privatización del sector. El tema del panel era
el sistema económico. De forma muy decepcionante, AMLO esquivó el tema,
para centrarse en su campaña electoral, explicándonos cómo de pueblo en
pueblo tomaba el pulso al México profundo. Estrategia admirable sin
duda, pero ¿con qué contenido? No estaba nada claro. En el transcurso
del desarrollo de su campaña, especificó sus objetivos, muy vagos,
alejados incluso de las posturas más prudentes de los regímenes
“progresistas” del resto de América Latina.
Esta vez los
zapatistas no se pronunciaron, lo cual fue interpretado como un signo de
debilidad. Es verdad que la incitación a la abstención durante las
elecciones nacionales anteriores había desanimado a una parte de la
izquierda mexicana, y en particular a bastantes intelectuales que
tomaron sus distancias para con el zapatismo. Pensaban que si los
zapatistas tenían sin duda razones para ser críticos, no podían obviar
la lógica política nacional, y retraerse a su ámbito local. Para los
zapatistas, el silencio adoptado en 2012, seis años después de animar a
la abstención, era seguramente la expresión de un rechazo a las
prácticas políticas vigentes, al tiempo que la preparación discreta de
nuevas estrategias.
El sentido de la participación democrática
Hasta
ahora hemos evocado sobre todo el contexto general del desarrollo del
movimiento zapatista, pero ¿cómo es la práctica interna? Tenemos que
recordar en primera instancia que Chiapas es una de las regiones más
pobres de México, donde la estructura de la propiedad había excluido y
marginado a las poblaciones indígenas, llevándolas hacia las montañas y
la selva. No han tenido participación alguna en los ingresos del
petróleo o de las grandes plantaciones (destinados estas últimas a los
agrocombustibles). De las riquezas naturales se aprovechan los intereses
privados mexicanos o internacionales. El turismo es una actividad
económica de la zona. Los “proyectos de desarrollo” y las construcciones
de infraestructuras se realizan como estrategias de contra insurgencia.
La tasa de mortalidad infantil y, como ya lo hemos visto, también la de
analfabetismo, son muy elevadas. Faltan instituciones de salud y
educación. En algunas de ellas se atiende a los indígenas pero los
mestizos no se mezclan con ellos. Los idiomas de los pueblos originarios
son menospreciados, sus creencias tradicionales folclorizadas. Si bien
son reconocidos como seres humanos en la formalidad jurídica, ¿cuál es
la realidad?
Una sociedad para construirse sobre una base diferente al capitalismo
Está
clarísimo para los zapatistas que la organización capitalista de la
economía constituye una perversión social. Ha destruido los fundamentos
mismos de la vida comunitaria, privilegiando la propiedad individual
sobre las necesidades comunes y transformando el país y sus diferentes
regiones en “haciendas” del capital transnacional. La larga historia de
los pueblos indígenas es recordada por el Movimiento. Viene a la memoria
colectiva la reducción a la esclavitud de los pueblos originarios del
Continente a partir de finales del siglo XV, para la producción de los
metales preciosos que iban a servir de base para la acumulación
primitiva del capital europeo; la obligación de trabajar como mano de
obra agrícola en las plantaciones, hasta provocar su cuasi extinción; y
el abandono forzado de sus tierras para refugiarse en las montañas y
selvas. Las independencias del siglo XIX, declaradas por las élites
criollas, no reivindico en absoluto la historia y la identidad de las
poblaciones autóctonas. La posterior expansión del capitalismo agrario
los transformó en mano de obra agrícola barata.
En México, a
pesar de los esfuerzos revolucionarios de principios del siglo XX, que
habían reconstituido las tierras colectivas de los pueblos indígenas
(los ejidos), y reconocido una parte de su organización social
tradicional, los pueblos originarios no pudieron hacer sentir su
presencia como integrantes constitutivos de la sociedad mexicana. Esto
es muy importante para entender el sentido de la revuelta zapatista. El
neoliberalismo, predominante a partir de finales de los años 70, acabó
de barrer las conquistas del pasado revolucionario. Poco a poco el
conjunto del país entró en la lógica del mercado desregulado, de la
deuda externa. Engordó gracias al peso de los intereses, de la renta
petrolera acaparada por una minoría, de las relaciones desiguales con
las economías del Norte, y finalmente con la supresión de los últimos
vestigios de la reforma agraria. El PRI, el partido salido de la
revolución, se puso poco a poco al servicio del proyecto capitalista y
profundamente corrupto, organizaría su reproducción política de elección
tras elección.
Las ceremonias organizadas para el 500 aniversario del Encuentro de Civilizaciones —según el gobierno español—, de la Conquista —según
la mayoría de los pueblos latinoamericanos—, aceleró la toma de
conciencia de los pueblos indígenas en el conjunto del Continente. Fue
para ellos la oportunidad de salir de la clandestinidad, de afirmar sus
culturas como modos de vida, de hacer conocer sus estructuras de
organización colectiva y sus líderes tradicionales, de afirmar el valor
de sus religiones y su cosmovisión. Poco a poco se vislumbraba una
identidad, la cual, aunque reprimida, nunca había desaparecido del todo.
En varios sitios, como en el Ecuador, en Bolivia e incluso en
Guatemala, esta identidad se reveló a partir de los años 80 como una
fuerza política.
Y sin embargo, tanto en México como en otros
lugares, el despertar de los pueblos indígenas, para nada se manifestó
como separatismo. En Chiapas, los diferentes pueblos mayas se
consideraban claramente mexicanos. Lo que sí reclamaban, era su sitio en
la sociedad nacional. En los municipios zapatistas y en los caracoles,
todos los actos públicos se desarrollan bajo la bandera nacional
mexicana. El “peligro separatista” de los movimientos indígenas fue
durante bastante tiempo uno de los eslóganes de la burguesía urbana
mexicana, porque, sin lugar a dudas, esta temía perder su hegemonía a
nivel del sistema político. Analizaba el movimiento en términos
culturales y políticos y no se daba cuenta de que el indigenismo de
Chiapas se estaba constituyendo progresivamente en una fuerza
socioeconómica, que evidentemente criticaba el sistema político como
garantía institucional del orden económico, pero de ninguna manera ponía
en duda la identidad nacional. Es más que probable que existan deseos
nostálgicos de vuelta a un pasado idealizado entre los pueblos
originarios, pero es el último reproche que se le pueda hacer a los
zapatistas, que consiguieron hacer la síntesis entre una identidad
indígena afirmada y la crítica al capitalismo, como sistema de exclusión
en el seno de la sociedad mexicana.
Todo el problema residía
entonces en poner en práctica los principios afirmados. Según su
orientación de base, los zapatistas actuaron al nivel que podían
dominar, es decir, localmente, en sus territorios. Reorganizar la
producción de la base material de la existencia humana (la economía), al
margen de la lógica de acumulación fue una de sus primeras metas. Para
ello había que abolir la propiedad privada de la tierra, como relación
de producción en la agricultura. Se llevó entonces a cabo la reconquista
de las tierras colectivas de las comunidades indígenas, conjuntamente
con la organización democrática. Se organizaron cooperativas para la
producción y la comercialización de los productos. El excedente fue
utilizado para financiar los equipamientos comunes. También se crearon
varias cooperativas de transporte, lo que posibilitó la movilización de
tantas personas en las manifestaciones del 21 de diciembre de 2012.
En
el primero de los tres comunicados de principios de enero de 2013, el
subcomandante Marcos, en nombre del Comité clandestino revolucionario
indígena y del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, insistió sobre
el hecho de que su forma de contestar a las necesidades de las
comunidades había dado resultados positivos a lo largo de los últimos 19
años. Escribió que la producción agrícola (estrictamente orgánica, es
decir, sin utilizar productos químicos o transgénicos) en los grupos
zapatistas había sido superior en comparación con otras comunidades.
Según los testigos locales, es el caso del café, destinado en particular
a la exportación. Esta situación ha permitido, a pesar de la ausencia
de subsidios públicos y de los ataques violentos y recurrentes (entre
1996 y 1999 hubo numerosas agresiones y desplazamientos forzados de
poblaciones; en junio de 2012, hubo varias víctimas en las montañas del
centro del Estado), financiar los servicios comunes.
Volviendo al
comunicado de Marcos, este nos recuerda que en ciertos lugares los no
zapatistas recurren a los servicios de salud del movimiento,
considerándolos más eficientes. Claro que hay que añadir también que la
solidaridad internacional ha jugado un papel muy importante, financiando
por casi dos décadas. Pero este tipo de ayuda, lógicamente, tiende a
disminuir. Lo que está compensándose con los esfuerzos locales.
Las
iniciativas de producción, al igual que la organización social y
política colectiva, exigían formas adecuadas en la filosofía del
movimiento, es decir la participación de todos o la democracia directa.
Cierto es que las prácticas sociales tradicionales de los pueblos
indígenas podían ser una fuente de inspiración. Pero tampoco estaban
exentas de “caciquismo” o de “machismo”. Había entonces que volver a
redefinir el ejercicio del poder y representó una de las tareas
fundamentales del movimiento. Los escritos del subcomandante dan buen
testimonio de ello.
Para evitar que el poder se transforme en
objetivo, perdiendo entonces su función de medio al servicio de un fin,
la consulta a las comunidades se hizo una práctica constante. Se ejerció
para designar a las personas encargadas de la gestión de los diferentes
niveles de poder, a los titulares de responsabilidades municipales y de
los Consejos, siendo elegidos por el conjunto de las comunidades; así
como para los casos de decisiones importantes. Se estableció la
rendición regular de las cuentas de la gestión por parte de todos los
responsables. Para evitar la institucionalización del poder, se puso en
marcha un sistema rotativo. En los caracoles, por ejemplo, el
cambio se hace cada 15 días, y el servicio es voluntario, sin
retribución alguna. Las necesidades básicas (alimentación, vivienda) de
las personas designadas por las comunidades o las municipalidades se
cubren pero de manera austera. No representa un privilegio en sí. Se
respeta estrictamente la igualdad de los sexos.
Todo esto puede
parecer salido de la utopía, o como bien escribe Bernard Duterme,
inspirado de un “sabor libertario” (B. Duterme, 2011), y así es. Sin
embargo la experiencia se prolonga desde hace casi veinte años. Sin
duda, se ha tratado de “aprender caminando”, como ellos mismos dicen, y
no debemos idealizar una organización social de gestión colectiva, como
si se tratara de una realidad angélica o de un “pueblo nacido antes del
pecado original” (como lo decía, de Nicaragua, con tanta simpatía el
filósofo de origen alemán, Franz Hinckelamert). La fidelidad a la
democracia participativa y directa tiene un precio: nada se consigue
rápidamente. También esto se debe al concepto indígena tradicional del
tiempo, que es cíclico y no lineal. Los símbolos del caracol y de la espiral se corresponden perfectamente. Pero por lo menos, lo que se construye es sólido.
Realizar
la igualdad de los sexos en el ejercicio de las tareas colectivas
también es un principio que a veces parece contradecir la eficacia, pues
después de tantos siglos de sumisión, el comportamiento femenino ha
quedado afectado. Como he participado en varias reuniones a nivel de
municipios o de los caracoles, no me ha resultado difícil
constatarlo. Aunque el número de hombres y de mujeres es matemáticamente
igual, los hombres toman la palabra dejando poco tiempo a las mujeres
para las intervenciones, que por cierto no parece que ellas estén
siempre con muchas ganas de hacer. El peso de la cultura no se cambia
con decretos. Bien es cierto que el Popol Vuh, la gran historia mítica
maya, describía la creación como el fruto de la acción conjunta de una
doble divinidad, hombre y mujer, y que las categorías de oposición del
pensamiento dicha “occidental” 4,
se expresan en términos de complementariedad. Pero en todas las
sociedades el mito sale más de la teoría o de la utopía que de la
realidad.
Algunos han concluido que los zapatistas menospreciaban
el poder. Su actitud para con la política nacional venía a reforzar
semejante creencia. De ahí la idea de que eran fieles discípulos de John
Holloway, que en un libro que se hizo famoso, sostenía la idea de que
se podía cambiar las sociedades sin tomar el poder (J. Holloway, 2001) 5.
Nada más lejos de la realidad está la posición zapatista, como bien lo
manifiestan autores como Carlos Antonio Aguirre Rojas (2010, 181-184),
Jérôme Baschet (2009, 31) y Bernard Duterme (2009). En efecto, en el
concepto de los zapatistas no se encuentra ningún desprecio de la
política como ejercicio del poder, pero sí el deseo de hacer “otra
política” ¿De qué sirve gobernar, desposeyendo a las poblaciones de su
capacidad de actuar para concentrar el poder entre las manos de
intereses que no les conciernen? Se debe reconstruir desde abajo,
tomándose el tiempo necesario para ello.
La Sexta Declaración de la Selva Lacandona
lo decía claramente: “¿A caso nosotros decimos que la política no sirve
para nada? No, lo que queremos decir, es que esta política no sirve. Y
además es inútil, porque no toma en cuenta a la población, no la
escucha, no le hace caso y contacta con ella solamente cuando hay
elecciones…[Por este motivo]… vamos a intentar construir, o reconstruir,
otra forma de hacer política” (cita de Carlos Antonio Aguirre Rojas,
2010, 177).
La base de la organización del poder es entonces el
autogobierno. Esto funciona a nivel de las comunas, de las
municipalidades e incluso de los grupos del Buen Gobierno dentro de los caracoles.
Pero ¿qué pasará a nivel de los Estados o más aún de la Federación
nacional mexicana? ¿La dimensión geográfica y demográfica no representa
un factor que cambia la calidad misma del ejercicio del poder?
Evidentemente, los zapatistas no lo han podido experimentar y su actitud
práctica para con ello ha sido el rechazo de las formas vigentes, lo
cual aparentemente los acercaba a las tesis anarquistas. Pero cuando uno
se detiene más de cerca, sin excluir cierta simpatía para con estas
últimas posiciones, se percibe en ellos una dosis de realismo, que en
verdad no excluye la posibilidad de una formación política a nivel
nacional, al servicio del pueblo, no corrupta y eficiente. Sin embargo,
está claro que en las actuales circunstancias, el movimiento desea más
concentrarse en la construcción de otro poder, ahí donde hoy es posible,
es decir, a nivel local.
Como las municipalidades zapatistas se
extienden conjuntamente con otras, sobre la mitad del territorio del
Estado de Chiapas, se plantea la cuestión de las relaciones entre
entidades tan diferentes. Las primeras se autogestionan, pero sin el
mínimo aporte del Estado regional o federal, y tienen entonces que crear
su propia base imponible. Las segundas reciben las contribuciones y los
subsidios oficiales, pero están estrechamente controladas, su
permanencia en el regazo del Estado es esencial para el proyecto
político del contrapeso al zapatismo y a su eventual atractivo por
mejores servicios. Ambas jurisdicciones coexisten en las
municipalidades, y en el caso de la pequeña ciudad de San Andrés, por
ejemplo, las cosas discurren bastante bien. Se llegó a un acuerdo para
el reparto de algunas tareas: los zapatistas, por ejemplo, se ocupan de
la recogida de basuras y de la limpieza pública.
Sin embargo, no se puede concebir establecer semejante modus vivendi
entre sistemas diferentes en campos como son la salud o la educación,
porque la filosofía de base es muy diferente. La prevención manda en la
organización de la primera, mientras que el contenido de la educación,
en diferentes niveles, está adaptado a las necesidades fundamentales de
las comunidades, a su historia, a su situación en el país y en el mundo.
Esto es válido para las escuelas primarias, que en el transcurso de los
últimos años se han multiplicado, pero también para el nivel de
secundaria. Los alumnos son mantenidos económicamente por las
comunidades. La Universidad de la Tierra (CIDECI-UNITIERRA), aunque
autónoma, sigue la misma regla. Está situada en el barrio Colonia Nueva
Maravilla (feliz coincidencia) al límite de la capital del Estado, San
Cristóbal de las Casas. Fue construida completamente con el trabajo
voluntario zapatista en la falda de la montaña. El auditorio principal
puede recibir a más de 1.000 personas, con instalaciones sencillas.
Imparte saberes diversos tanto técnicos como humanistas. Su director, el
Dr. Raymundo, diplomado de la Universidad Gregoriana de Roma, vela con
discreción pero con autoridad por este conjunto. Su despacho, situado en
el centro del campus, emite música clásico todo el día, lo cual inspira
sus trabajos y sus reflexiones.
El ejercicio de la justicia
tradicional también está a cargo de las municipalidades y sobre todo de
los Consejos del Buen Gobierno en los caracoles. Se trata de una
de las reivindicaciones del conjunto de los pueblos indígenas en el
Continente. Estiman que ciertas causas son mejor defendidas en ese
ámbito, porque no se les toma en consideración por el Derecho moderno,
en particular en lo que respecta a los bienes territoriales. También
piensan que las penas de “reparación” (trabajar para la familia de la
víctima o para la comunidad) tienen una eficacia social más alta que las
penas de reprobación, tales como la cárcel o las multas.
Nos
hemos referido a la trayectoria de Marcos. Este gran intelectual domina
un amplio abanico de conocimientos. Filósofo de formación, ha sido
profesor de comunicación, lo cual le llevó a ser un virtuoso de la
palabra y de la escritura. Su formación en el pensamiento crítico y
revolucionario le aportó una base sólida de análisis socioeconómico. Su
don de las relaciones directas le ayudó para comprender la cultura de
los demás y para familiarizarse con la mentalidad de los pueblos
originarios. Su realismo le empujó para salir del dogmatismo y para
seguir los caminos de un poder necesitado de ser refundado en su
totalidad, de ahí su título de Subcomandante. Sin embargo, en la
tradición del liderazgo latinoamericano, el personalismo continua siendo
una referencia esencial que corre el riesgo de complicar la
institucionalización del movimiento político y su reproducción a largo
plazo. El carisma personal es sin lugar a duda una ventaja real, pero no
es suficiente. El “Sub” lo ha entendido perfectamente. ¿Pero le ha
preguntado a Elías Contreras 6
sobre “el color” del poder, cuando su principal representante, que al
fin y al cabo es también un ser mortal, empieza a tomar la senda que le
transformará en ancestro?
El humor que emplea Marcos en su obra
literaria, sus comunicados, sus instrucciones, hacen de él un personaje
lleno de atractivos; prisionero a veces por la lógica de su estilo. Sin
embargo, el valor pedagógico de sus escritos es indiscutible. Salvo tal
vez cuando se deja llevar por el demonio de las “ciencias de la
comunicación”. En ese momento, hay que ser un buen conocedor de la
mitología griego para entender los meandros de su pensamiento. Se
necesita incluso poder descifrar los secretos del pensamiento
postmoderno, la cual ha hecho del campo de la comunicación el centro de
su empresa de destrucción de los dogmas, de los sistemas, de las
estructuras, de las teorías, en una palabra de los “grandes relatos”; en
fin, cuando la forma se hace mensaje. Sin lugar a duda, Marcos sabe
navegar entre todos esos arrecifes, pero el común de los mortales se
encuentra un tanto perdido y… en el campo de la comunicación, sería un
poco como pedir a un escarabajo de los bosques (Don Durito, en este
caso) tomarse por una libélula.
Así es como los diferentes
“pasamontañas” que se pone el “sub”, guardando siempre la misma pipa,
hacen de él un personaje múltiple. Si bien es verdad que fue el promotor
de una guerrilla que marcó la historia de la nación mexicana y el
inspirador de una fórmula política que redefine en la base lo que es el
poder; que respaldó la revuelta y después la organización de los pueblos
mayas de Chiapas, también es cierto que es un hombre de letras. En el
año 2005, el mismo día en que participaba en la universidad de
Guadalajara como jurado de la tesis de una socióloga cubana, en
sociología de la religión, Marcos presentaba en la Facultad de Letras,
en esta misma universidad, su última novela. Algunos pensaron que para
ser un líder revolucionario era un tanto extraño. Otros pensaban que no
estaba prohibido a semejante personaje ser también un escritor.
En
febrero del 2013, con motivo de la inauguración de la Feria del Libro
de La Habana, me entrevisté con un historiador cubano que había sido
agregado militar en México y que presentaba una obra especializada en
ese campo. Llegamos a hablar del tema del zapatismo. Me preguntó si
Marcos había regresado a Chiapas. Un tanto extrañado le contesté que muy
probablemente puesto que sus últimos comunicados estaban enviados desde
“las montañas del sureste mexicano”. Según el militar cubano, había
pasado mucho tiempo en la capital. También añadió que el Presidente de
la República le había jugado una mala pasada autorizándole un mitin
público la misma noche que un concierto importante de los dos mejores
grupos musicales del país. Añadió que había recibido varias invitaciones
del gobierno mexicano para acudir a Chiapas pero que siempre las había
rechazado.
A veces nos hemos preguntado cuál era la actitud de
Marcos con Cuba. Su movimiento revolucionario se desencadenó 35 años
después de la revolución cubana, poco después de la caída del muro de
Berlín, en medio de la contestación de los regímenes del “socialismo
real”. No tuvo como meta la toma del poder a nivel nacional. Todo
parecía alejarse de la Revolución cubana, tanto a nivel de los objetivos
como de los métodos. Algunos intelectuales y movimientos sociales de
diferentes partes del mundo se regocijaban en subrayar estas
diferencias, viendo en ello un apoyo a sus tesis críticas a Cuba,
considerada por ellos como el vestigio de un pasado que se resistía a
morir.
Sin embargo, en 2003, cuando tuvo lugar la reunión
constitutiva del movimiento “Para la Defensa de la Humanidad”, en
México, escuché el mensaje de Marcos. Envió un video, elaborado muy
profesionalmente, para saludar el nacimiento de ese movimiento cuyo
creador era uno de sus amigos, Pablo González Casanova. Estaban
presentes unos doscientos intelectuales, artistas, periodistas, líderes
sociales. Entre ellos, Evo Morales, en aquella época, dirigente del
movimiento de cocaleros en Bolivia, Abel Prieto, el ministro de Cultura
de Cuba, Carmen Bohórquez, historiadora venezolana, que se convertiría
en la secretaria ejecutiva del movimiento, cuya sede principal está en
Caracas. Marcos realizó un historial ilustrado de la Revolución cubana.
Afirmó que sin ella, los demás países del Continente no podrían haber
desarrollado los movimientos sociales y políticos que conocieron. Elogió
a Fidel Castro. En definitiva una posición clara que impresionó al
auditorio. Marcos sabía leer la historia: sin lugar a duda Cuba no era
un paraíso pero el país había transformado en profundidad los objetivos
colectivos de una sociedad y esto a pesar de los obstáculos de toda
índole impuestos por los Estados Unidos, a poca distancia de sus costas.
“Si tu revolución no sabe bailar, no me invites a tu revolución” (Marcos)
El 31 de diciembre de 2012, el caracol
Oventic invitó a un grupo de participantes del seminario internacional,
que se desarrollaba en la Universidad de la Tierra, a participar en una
ceremonia del año nuevo. Se trataba en su mayoría de los expositores y
de algunos extranjeros. Desde 1995, esta entidad había funcionado con el
nombre de Aguascalientes 2 (la primera había sido destruida bajo las
órdenes del presidente Zedillo). En 2003, se convirtió en un caracol. Esta invitación era un estreno para el caracol,
porque los zapatistas no tenían el menor deseo de transformarse en
atracción turística. El seminario acabó sus trabajos de la jornada hacia
las 9 de la noche. El tiempo de comer alguito allí mismo y los
invitados se dirigieron hacia los autos y minibuses que los llevarían al
caracol. Uno de los minibuses resultó no tener bastante
gasolina: ¡dónde encontrarla a las 10 de la noche, en vísperas de año
nuevo cuando todo el mundo está preparando la velada, y los fuegos
artificiales y petardos explotan por todos los sitios! En espera de que
el auto recorriera la ciudad en busca de combustible, los demás autos se
agruparon a las afueras de la ciudad, ya que era más prudente viajar en
caravana. Después de esperar una hora, el convoy se puso en marcha,
siguiendo una ruta montañosa, cuyas curvas terminaron mareándome.
Llegamos
hacia las doce menos cuarto. Centenas de carros heteróclitos estaban
estacionados a orillas de la carretera. El portón del caracol
estaba cerrado y custodiado por zapatistas encapuchados. Se escuchaba
más abajo, como a cientos de metros más allá, el ruido de una
muchedumbre. Hacía un frío intenso. La luna llena permitía entrever el
paisaje, tal como si fuera una pintura impresionista, y miles de
estrellas brillaban en el cielo. Sin lugar a duda, los zapatistas nos
debieron de estar esperando más pronto de la hora en que llegamos y los
responsables se habían unido a la ceremonia que empezaba, puesto que
percibíamos los ecos. Se adivinaban los acentos del himno nacional hacia
las doce de la noche, las invocaciones de los chamanes y los discursos
de los jefes de las comunidades.
Mientras, la discusión empezó
con los guardianes. Nos explicaron que no tenían ningún aviso para
abrirnos las puertas y que tenían que consultar a los responsables. Muy
gentilmente, cuatro de ellos accedieron a bajar el monte, con paso de
montañeros, para llegar al patio de recreo de la escuelita donde se
estaba desarrollando la ceremonia. Íbamos a conocer en nuestras propias
carnes lo que significaba la democracia directa y la noción del tiempo
circular. Transcurrido un buen rato, vimos sus siluetas perfilarse en el
camino. La subida resultó ser más lenta que la bajada. Tenían hojas de
papel entre las manos. Nos comunicaron que podíamos ingresar pero que
antes había que rellenar las listas con nombres, nacionalidades, fecha
de nacimiento, profesión y número de pasaporte. La operación duró por lo
menos un cuarto de hora. Los cuatro compañeros se pusieron de nuevo en
marcha, siempre al mismo ritmo, para someter la información a
comprobación de los responsables. Al final subieron para abrirnos el
portón.
Todo este proceso duró una hora y cuarto y nos tocó
esperar en el frío, sin podernos sentar pero fascinados por la
experiencia. Nadie se quejó. Al contrario, emprendimos la marcha en una
cuesta, felices porque todo se estaba desarrollando bien, topándonos por
el camino con grupos cada vez más numerosos de mujeres, hombres, niños,
todos encapuchados con los pasamontañas. Justo se acababa la ceremonia y
empezaban las danzas. Dos grupos musicales amenizaban el evento
alternándose, uno de ellos tocaba mariachis y el otro cánticos
populares, bajo una bandera mexicana enorme. Cientos de zapatistas se
pusieron a bailar, sobre una pierna y después sobre la otra, al ritmo de
las orquestas y prácticamente sin interrupción. Mi estómago, disgustado
por el viaje, no me permitió dar gran prestación pero con semejante
ambiente, participé de corazón.
Llegados de todos los rincones del territorio caracol,
estas comunidades indias y campesinas rompían así la banalidad de lo
cotidiano, para vivir juntos y celebrar el cumpleaños de la sublevación
de 1994 y al mismo tiempo el principio del calendario solar. Aunque este
calendario no era el fruto de sus tradiciones, sino el de un tiempo
introducido por la historia de la Conquista, también lo reivindicaban
como el suyo. La fiesta estaba en lo mejor cuando decidimos ir a los
autos para volver a San Cristóbal. Eran las tres de la mañana. Tardamos
en regresar. También había que pensar en el seminario que continuaba la
misma mañana del día 1 de enero.
La organización sociopolítica
Las
instituciones políticas se sitúan en tres niveles. El primero es el de
las comunidades, según la estructura y las funciones tradicionales,
tanto para el ejercicio de las tareas de organización como del marco
simbólico. Los principios fundamentales son la autonomía y la democracia
directa. El segundo nivel (Marez) está constituido por las
comunas autónomas o los municipios, cuyas autoridades son elegidas por
las comunidades. Corresponden, transformándolas incluso, a la entidad
administrativa introducida por la colonización y reproducida por la
independencia. Tienen a su cargo las responsabilidades clásicas de su
ámbito, y las entidades zapatistas comparten su territorio con los no
zapatistas.
Los Consejos del Buen Gobierno, organizados desde 2003 bajo la modalidad de los caracoles,
forman el tercer nivel, coordinan los dos primeros y son el lugar de
los servicios comunes que van más allá de las capacidades de los niveles
inferiores: administración, salud, educación, ejercicio de la justicia.
Sin embargo, todas las decisiones de estos Consejos tienen que estar
aprobadas en la base, por las comunidades, en virtud del principio
siguiente: “mandando obedeciendo”. Un colectivo de los tres niveles
ayuda a establecer un flujo constante de información mutua. Todo esto
permitía a los zapatistas decir, en su comunicado del 30 de diciembre de
2012, del cual hablaremos más adelante: “Donde nosotros, aunque
contando con muchos errores y muchas dificultades, existe ya otra manera
de hacer política”.
Una estructura particular es la del Ejército
Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Creado en la Selva Lacandona
en los años 80, dirigido por Marcos, y compuesto principalmente de
indígenas de las diferentes nacionalidades mayas a los grados más altos.
Fue este el que desencadenó la |