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Notícies :: globalització neoliberal : corrupció i poder : criminalització i repressió : immigració : mitjans i manipulació
Text de Marcelo Expósito sobre la mort de Juan Pablo (màxima difusió)
05 ago 2012
Pongamos que un hombre es detenido en plena calle de una ciudad de un estado que se denomina democrático; pongamos que sea verdad que estaba cometiendo un pequeño delito, quién sabe si un robo o un hurto; pongamos que puede ser falso ese delito, una excusa retroactiva pergeñada por alguien para ocultar algo. Todo es posible en un país donde los de arriba acumulan cada vez más riqueza y poder mientras que los de abajo empiezan a despeñarse vertiginosamente por la pendiente de la supervivencia diaria y la impotencia ante las autoridades que decretan y gestionan su miseria. Qué importa: el caso es que un hombre es detenido por la policía en la calle de una ciudad de un estado que se hace llamar democrático.
Pongamos que un hombre es trasladado a dependencias policiales. Pongamos que en un estado que se denomina democrático las personas han de tener su seguridad garantizada cuando se encuentran bajo custodia de la policía. Pongamos, quién sabe, que la policía identifica a este hombre, conoce su vida no acorde al estilo de la gente bienpensante; pongamos que la policía tuviera querencia por tomarse la justicia por su mano contra quienes considera un peligro para el orden de los bienpensantes, que la policía está compuesta mayoritariamente por trabajadores alienados a quienes cuesta caer en la cuenta de que están haciendo el trabajo sucio para los de arriba que cada vez atesoran más riqueza y poder a costa incluso de su propia policía. Pongamos que esa justicia autogestionada por la policía pero encubierta institucionalmente puede adoptar muy diferentes formas, de la humillación verbal al mero cachetazo; de la presión continuada sobre un sujeto a la severa paliza; de la falsificación de pruebas para acusar de un delito a la literal tortura física. También podría ser que la policía detenga un día a un hombre y, pongamos, sencillamente lo trate con frialdad, indiferencia o neutralidad; eso también sucede en muchas ocasiones, puede ser cierto. El caso es que, pongamos, un hombre es detenido e ingresado en dependencias policiales, y su seguridad e integridad físicas deben ser garantizadas en un estado que se califica democrático.

Pongamos que un hombre bajo custodia policial se encuentra desaparecido para sus personas allegadas, para su familia e incluso para el Consulado de su país de origen, durante casi tres semanas. Cuesta llamar a eso respeto a los derechos humanos. Pongamos que la administración policial o judicial puedan justificar la forma en que habrían actuado; pongamos que, por el contrario, pudiéramos calificar esa actuación de negligencia administrativa grave. Hagamos sin embargo un esfuerzo por desplazar el enfoque sobre ese dato de la desaparición de un hombre bajo custodia policial: costaría no darse cuenta de que este mero hecho, la simple y llana evaporación de un hombre en tales circunstancias, resulta abominable, es una auténtica infamia, un atentado contra nuestra mera dignidad colectiva como seres humanos. Un hombre permanece desaparecido durante más de dos semanas para la gente que lo conoce y que lo quiere, para sus compañeros, para la administración de su país de origen, estando bajo custodia policial, en un estado que se llama democrático.

Pongamos que un hombre resulta severamente herido mientras se encuentra encarcelado bajo custodia de una policía formalmente democrática. Pongamos que se le traslada con urgencia a un centro hospitalario público. Pongamos que la policía, diligentemente, presenta en un juzgado las pruebas que la exculpan del grave estado de salud de ese hombre. Cambiemos el enfoque. Pongamos que las palabras ‘pruebas’ y ‘exculpar’ están aquí incorrectamente utilizadas. Resulta difícil pensar que la policía pueda ser sencillamente ‘exculpada’ de los daños físicos irreversibles que sufre una persona que se encuentra bajo su protección en una sociedad que se denomina democrática, donde, pongamos, las personas no pierden sus derechos, ni la policía queda eximida de su obligación de velar por la integridad física de las personas, por haber sido detenidas tras supuestamente cometer un delito nunca confirmado por sentencia judicial. Pongamos que pudiera existir una disputa en torno a si fue la propia policía quien infligió graves daños físicos a un hombre bajo su custodia. Desde este enfoque, de haber sido la policía quien ejerció maltrato o tortura, resultaría culpable. De haberse autoinfligido esos daños ese hombre, por el contrario, la policía resultaría exculpada. Cambiemos el enfoque.

Resulta extraño que en una democracia la policía y la justicia puedan considerar justificable en algunos casos delegar en un hombre la responsabilidad de su propia seguridad física mientras se encuentra bajo custodia en dependencias policiales, y argumentar que actuaron correctamente intentando ‘salvarle’, pongamos, de un accidente o de una lesión autoinducida, como si un hombre detenido en el calabozo de una comisaría de policía fuera un ciudadano en su propio domicilio o una persona cualquiera caminando por la calle, y un policía que lo custodia fuera meramente alguien que pasaba casualmente por ahí, y un juez a quien corresponde emitir un juicio sobre ese hecho fuera ni más ni menos que cualquier otro sujeto que observa la escena a distancia de manera neutral e indiferente.

Pongamos que un desconocido se presenta en casa de una persona para avisarle de que un amigo de ésta se encuentra agonizando en un hospital público. Pongamos que ese desconocido se muestra aterrado e insinúa haber presenciado malos tratos o torturas en sede policial. Pongamos que un hombre agoniza en un hospital público y un amigo que puede acudir a visitarlo precipitadamente después de haber tenido noticia de su estado por medios demasiado siniestros como para no estremecerse, asegura que, efectivamente, ese hombre mostraba indicios de que pudiera haber sido golpeado. Pongamos que un hombre muere tras haber agonizado durante tres días en un hospital público. Tres días sin la compañía de sus personas allegadas, ni de las personas que lo aman, ni de su hijo ni de su hija. Pongamos que ese hombre hubiera llegado al hospital gravemente lesionado, trasladado por la policía bajo cuya custodia ese hombre se encontraba. La policía afirma haber actuado correctamente. El hospital afirma haber actuado correctamente. La justicia podría, pongamos, afirmar que todo se ha producido bajo la máxima corrección. El caso es que, pongamos, un hombre que es sustraído del espacio público y de su cotidianidad por la policía de un estado que, por democrático, debe garantizar su seguridad, su integridad física y sus derechos como ser humano, acaba agonizando durante tres días en soledad, atravesando esa fase final de su vida sin poder ser acompañado por nadie a quien amó ni despedirse de sus dos hijos.

Pongamos que cuesta no desear, a cada una de las personas bajo cuya custodia se encontraba aquel hombre, que tengan el mismo final: solos, en un país que no es el suyo, desaparecidos para quienes le conocen, pensando quizá que nunca jamás sus hijos puedan llegar a saber cuál fue su destino, sin saber siquiera si aquellas personas a quienes ama llegarán a disponer de una tumba adonde acudir a rendirles culto y memoria. Cuesta, a quien esta condena desea para otros, no sentirse inmediatamente miserable, porque, al contrario, el deseo de una vida digna y de una muerte digna para todas las personas es una componente esencial de nuestra moral como simples seres humanos. Pero, más allá de esta ética que, pongamos, quizá algunas personas no comparten ni practican, existe un hecho evidente a todas luces: alguien tendría cuando menos que dar explicaciones e incluso, pongamos, hacerse responsable de la muerte que causa espanto de un hombre bajo custodia policial, una forma de morir que es no solo una violencia simbólica y física objetiva contra ese hombre que ha muerto, sino que es además una agresión general contra nuestra condición compartida de seres humanos.

Pongamos que un hombre ha muerto y que su familia y sus personas allegadas están sobrecogidas y seriamente alteradas por las noticias que reciben informalmente después de que ese hombre haya estado desaparecido durante casi tres semanas en total, vivo, agonizante y finalmente muerto bajo custodia policial y judicial en un estado que se denomina democrático. Pongamos que esas personas no reciben oficialmente nunca ni una llamada, ni un comunicación, ni una explicación, ni un dato, ni una prueba, nada, completamente nada, la más absoluta y sobrecogedora nada, acerca del paradero, de la muerte y de las circunstancias bajo las que se produjo el fallecimiento de un hombre. El vacío. Quizá alguna disculpa, pongamos, por haber ‘comunicado’ su muerte tarde. Pongamos que esa aparentemente sencilla negligencia incumple preceptos legales inexcusables. Alguien debería en tal caso, pongamos, hacerse legal o administrativamente responsable. Alguien tiene a su cargo la seguridad de un hombre bajo su custodia, y después de su cadáver. Ese hombre muere bajo circunstancias que no se hacen públicas cuando se debe y sobre las que empiezan a circular informalmente datos alarmantes. Las personas allegadas a ese hombre, agitadas, pongamos que publicitan el caso como principal herramienta con la que cuentan para hacer valer algo que en realidad son sus derechos, pongamos, por ejemplo, el derecho a saber la verdad de primera mano, de manera fiable. Pongamos que, en ese ambiente de urgencia e incertidumbre, algunos datos que se publicitan pudieran estar equivocados. Pongamos que quienes eran responsables de la seguridad de ese hombre que ha muerto, utilizan esos ligeros errores para desprestigiar a quienes plantean públicamente la hipótesis de que un crimen pudiera haberse cometido, y que son nada menos que los familiares, los hijos, la gente allegada a ese hombre que ha muerto separado de ellos. Pongamos que quienes son responsables de la seguridad de ese hombre que ha muerto echan mano de cualquier detalle secundario para justificar indirectamente el hecho de que un hombre bajo su custodia tras haber sido detenido haya permanecido casi tres semanas desaparecido, agonizando en un hospital durante tres días, muerto sin comunicación oficial a personas ni instituciones del país de origen de ese hombre. Pongamos que, de haber sucedido esto, no puede caber duda alguna de que alguien tendría que hacerse legalmente responsable de tan grave negligencia administrativa.

Con todo, hagamos un esfuerzo por desplazar el enfoque. Pongamos que, además de la justicia ordinaria, tendríamos algo que decir, como seres humanos, con respecto a qué condena ética, moral y social corresponde a quienes han impuesto una muerte indigna a un hombre bajo su custodia.

Pongamos que existe una grabación en vídeo realizada mediante el circuito interno de vigilancia de las dependencias policiales adonde un hombre ha sido conducido tras ser detenido en la calle. Pongamos que la policía que detuvo y bajo cuya custodia se encontraba un hombre, de cuya seguridad la policía es por tanto responsable, afirma que ese vídeo muestra cómo ese hombre resultó gravemente herido tras intentar suicidarse en la celda donde se encontraba recluido. Pongamos que solo se tienen noticias de la existencia de ese vídeo una vez que han comenzado a publicitarse ciertas hipótesis en torno a la responsabilidad de la policía en la muerte de un hombre detenido y bajo su custodia. Pongamos que el jefe de la policía, es decir, el mando policial último responsable de la seguridad de ese hombre, afirma solo entonces, una vez que las graves sospechas sobre la actuación policial comienzan a hacerse públicas, que ese vídeo había sido depositado en sede judicial inmediatamente después de abandonar en el hospital a un hombre custodiado gravemente herido; depositado en sede judicial con el fin de que esa grabación adquiriese el carácter de prueba exculpatoria de la policía. Pongamos que a muy pocas personas les pudiera haber sido dado a visionar ese vídeo. Pongamos que ni a la familia, ni a las personas allegadas, ni a los hijos, ni a los compañeros de un hombre que ha muerto bajo inciertas circunstancias les hubiera sido dada a visionar esa grabación que supuestamente muestra el intento de suicidio de un hombre. Pongamos que un diario local publica in extremis una breve nota describiendo el contenido de esa grabación.

Pongamos que a la periodista que firma la nota le hubiera sido dado visionar ese vídeo del intento de suicidio de un hombre, la grabación del momento en que un hombre supuestamente intenta quitarse la vida, un momento dramático por un lado, y sagrado por otro, el instante en que un hombre busca supuestamente poner fin a su existencia; y que esa gracia a una periodista se le concede por encima y en exclusión de los familiares, las personas allegadas, los hijos y los compañeros de ese hombre que fue registrado por la cámara de vigilancia de una comisaría de policía en donde, pongamos, no solo su seguridad física, sino además el derecho a su propia imagen, el derecho a su dignidad como persona, el derecho a su intimidad deberían estar garantizados, máxime si, como afirma el jefe de policía responsable de proteger los derechos de cualquiera que resulte detenido, se trata del registro del momento en que ese hombre decide poner fin a su vida. Pongamos, además, que ese desprecio a la dignidad, a la identidad, a la imagen de un hombre que ha muerto se ejerce porque un jefe de policía prioriza el interés de exculparse ante la opinión pública, por delante de las exigencias que conlleva su condición de alto responsable de garantizar plenamente los derechos de las personas, más aún de las personas bajo su expresa custodia por haber sido detenidas en un estado que se llama democrático.

Pongamos que el máximo responsable de la policía de una ciudad en un estado que se llama democrático ha pisoteado ciertos derechos de un hombre bajo su custodia, de sus familiares y de sus personas allegadas, mostrando el vídeo del momento crucial de su supuesto intento de suicidio exclusivamente a una periodista. Esa forma de actuar podría ser calificada, pongamos, cuando menos de insensible; quizá más ajustadamente de repugnante a la moral que debiéramos compartir como seres humanos. Pongamos que, sin embargo, el vídeo no hubiera sido dado a visionar a la periodista, sino que ésta hubiera podido sencillamente publicar con su nombre una nota directamente redactada o dictada por el jefe de policía urgido a contrarrestar las noticias que crecen arrojando sombras sobre el hecho de que un hombre bajo su custodia haya muerto. No es una hipótesis descartable, dado el oscurantismo que rodea este caso y otros muchos semejantes. ¿A partir de qué umbral podemos empezar a considerar que la complicidad de la prensa con los poderes públicos y las élites económicas, pongamos, convierte a una sociedad que se llama democrática en una dictadura del ocultamiento y de la desinformación? Hagamos no obstante un esfuerzo por desplazar el enfoque. Aceptemos por un momento que ese vídeo existe, o pongamos que aceptamos la existencia de la ‘descripción’ de ese vídeo, tal y como ha sido publicada en una nota de una periodista que parecía muy apremiada. Dice así (traduzco del catalán, de El Punt, Avuí): “El juzgado tiene sobre la mesa el registro de las cámaras de seguridad que le entregó la policía y donde se ve todo el proceso. Se ve cómo [ese hombre] entra pacíficamente a la celda tras un agente, cómo intenta dormir y se tapa la cara con la camiseta porque la luz le molesta, se levanta varias veces y da vueltas por la celda. Desaparece de la visión de las cámaras cuando se cuelga de los barrotes, que quedan justo bajo la cámara, y entonces es cuando el policía que vigila las cámaras da la señal de alerta. Las imágenes también muestran diversos agentes que le hacen el boca a boca reanimándolo, lo que inicialmente consiguen, y el detenido es trasladado vivo al [Hospital] Trueta, donde muere tres días después”.

Hagamos un pequeño esfuerzo por leer en detalle de nuevo esta sencilla descripción. Pongamos que aceptamos la existencia de una prueba que se propone como irrefutable pero que a nadie, ni a la familia, ni a los allegados, ni a los hijos, ni a los abogados que canalizan la denuncia por la muerte de un hombre les ha sido dado visionar. Se trataría de hacer un ejercicio básico de análisis, pongamos, sobre cómo el ‘carácter documental’ o ‘probatorio’ de una imagen no es consustancial a esa imagen; es más bien un efecto que se construye, es propiamente el resultado de una enunciación que oculta la posición desde la que alguien habla, naturalizando así los hechos que se quieren demostrar como objetivos. Una imagen, pongamos, esconde tanto como aparenta mostrar. Una descripción y un relato, pongamos, exponen unos hechos tanto como ocultan qué interés alguien tiene en promover un efecto, en orientar una lectura de la realidad, en inducir una conciencia o un estado de ánimo. Tenemos en primer lugar, pongamos, la descripción fría de cómo un hombre, aparentemente, se inflige daños irreversibles que le conducen a la muerte. Como si el acaecimiento de ese hecho en sede policial pudiera ser tomado por una circunstancia natural que debiera ser analizada con neutralidad, sin apasionamiento. Pongamos que se nos susurra lo siguiente, con el fin de aplacarnos: mantengamos la cabeza fría, pongamos que un hombre ha muerto, pero no pasa nada, estemos tranquilos, tan solo observemos desapasionadamente qué ha sucedido. “El registro de las cámaras de seguridad… donde se ve todo el proceso”: como si la realidad entera, las circunstancias completas que rodean y todas las implicaciones que se derivan de ese escenario pudieran ser comprendidas por una sola grabación de vídeo. “Se ve cómo… entra pacíficamente a la celda tras un agente”, como si el ingreso en una celda fuera un hecho aceptable para cualquier hombre, como si existiera, pongamos, una supuesta naturalidad en el permanecer en sede policial tras haber sido detenido; como si el desenlace fatal que ha de llegar, por tanto, no fuera sino una anomalía, un hecho impredecible en la quietud de una estancia tranquilamente asumida por todos (policía, detenido, espectadores) en sede policial. “Desaparece de la visión de las cámaras cuando se cuelga de los barrotes, que quedan justo bajo las cámaras”. “El detenido es trasladado vivo al [Hospital] Trueta, donde muere tres días después”. Esta frase final, añadida como corolario a la descripción previa de la grabación, obviamente no puede estar describiendo nada que el vídeo contenga, pues se trata de un hecho que sucede fuera del radio de acción de esa cámara de vigilancia. Esta frase, añadida consecutivamente a la descripción del supuesto contenido del vídeo, tiene una función. Naturaliza la construcción de una secuencia lineal, perfectamente correlativa. Un hombre es detenido. El aceptar tranquilamente su detención prueba que asume su culpabilidad. El ingreso en una celda caminando por detrás de un agente implica sometimiento a la situación. Su incapacidad para dormir denota inquietud. Aunque desaparezca de la cámara ‘sabemos’ que se cuelga de los barrotes. Esta última deducción de lo que la imagen ‘demuestra’ sin necesidad de efectivamente mostrar es el efecto de haber asumido una ‘verdad’ a priori, que no es sino una interpretación de los hechos partidaria previa al relato. El relato periodístico pretende hacer ‘ver’ una verdad se deduce de una prueba visual; en realidad, tal relato consiste en la interpretación de una imagen que nadie puede ver sino solo la periodista, una interpretación que está conforme con una ‘verdad’ previa que se asume y que no permite poder ser contradicha. La descripción de la imagen de ‘varios’ agentes logrando reanimarle opera como una sinécdoque de la implicación de todo el cuerpo policial en el intento de salvar a un hombre de un daño infligido a sí mismo, de manera imprevisible, y del que solo ese hombre sería responsable. Como si la parte pudiera efectivamente ser equivalente al todo. Si son ‘varios’ los agentes que intervienen, entonces se trata de ‘la policía’ en general quien intervino. Actuó ‘la policía’ para salvar la vida de un hombre quien solo él puede ser responsable de lo que se hizo a sí mismo. Si ‘la policía’ interviene para reanimarlo es que no hay un solo policía que pueda tener otro interés diferente a salvar la vida de ese hombre, no puede haber ni un solo policía que pueda ser sospechoso de haber actuado, fuera de esa imagen (recordemos: de acuerdo con el relato periodístico, esta grabación lo muestra ‘todo’, no hay ‘nada’ por fuera de esta imagen), de manera diferente al interés por salvar la vida de ese hombre. Pero de la urgencia que el relato muestra por demostrar que el hombre murió ‘fuera’ de la jurisdicción policial, lo cual exculparía a la policía de su muerte, se puede deducir también que, si bien la imagen muestra cómo ‘la policía’ intervino movida por el interés de salvar la vida a ese hombre, quizá intervino también para que ese hombre se mantuviera vivo hasta poder hacerlo salir de una sede policial. Se le trasladaría, en definitiva, al hospital, quizá para que allí muera. Ahí acaba ‘evidentemente’, de acuerdo con ‘la prueba’, la responsabilidad del cuerpo policial sobre el futuro de ese hombre. Muere tres días después. Lo que quiere decir que su muerte es ya un acontecimiento privado posterior, pues tiene lugar fuera de la jurisdicción de la policía que lo detuvo y bajo cuya protección resultó herido hasta perder posteriormente la vida.

Si la periodista a quien supuestamente le fue dado visionar ese vídeo por encima del derecho que asiste a familiares y personas allegadas a un hombre que ha muerto, y por encima, incluso, del derecho a la imagen, a la intimidad y a la integridad personal de ese mismo hombre, si a esa periodista, pongamos, le mueve el interés de mostrarlo ‘todo’, el mismo interés que parece motivar, por cierto, a quien dio a ver esta grabación a esta periodista, esto es, el jefe de la policía de una ciudad bajo cuya custodia se encontraba un hombre que ha muerto, entonces conviene, sí, si es el interés de todos, que hagamos ver ‘todo’. Habrá quienes, pongamos, piensen que esta carta es demasiado larga y farragosa, que bastaría haber comenzado con un simple y directo ‘Yo acuso’ e informar taxativamente de que un hombre ha muerto, pongamos. A quien la ha redactado le parece, por el contrario, que hay ocasiones en que resulta inevitable ejercer una cierta violencia: la de asir la cabeza otros para girarla con firmeza y hacerla sostener ininterrumpidamente la mirada en detalle sobre la manera implacable en se ejerce —a veces mediante el aparente respeto formal— el desprecio por las personas, de cómo una institución social tiene el poder total de infligir de maneras incluso incruentas un trato inhumano, de cómo opera la microfísica del poder represivo, no necesariamente a través de sus formalizaciones más escandalosas: los malos tratos, la tortura. De cómo la democracia es violentada para convertirla en otro nombre de la dictadura.

Esa nota periodística sobre la muerte de un hombre no se limita a describir una grabación de vídeo fantasmática. También desgrana nada menos que el expediente policial de un hombre muerto. Ese hombre, ‘informa’ la periodista, “vivía solo en una casa que había ocupado sin consentimiento de sus propietarios en Girona, y hacía unas semanas que había recibido una orden de desalojo”; ese hombre, “además, era conocedor del funcionamiento de los calabozos policiales, ya que en los últimos años había acumulado un buen número de detenciones por delitos diversos: amenazas, extorsión, tráfico de drogas, daños, lesiones, hurto, robo con violencia e intimidación, entrada en domicilio ajeno…”. ¿Nos dicen algo esos datos, en la frialdad de una burocrática enumeración policial, de cómo un hombre, pongamos, elige y al mismo tiempo se ve obligado a vivir? Pretendiendo ‘mostrar’ una verdad, ¿qué nos oculta una ficha policial travestida de información periodística sobre la manera en que se codifica socialmente la diferencia? ¿Cuál el interés por el que se quiere hacer pasar por delito las diversas formas que adopta la precariedad para sobrevivir en las metrópolis sometidas a la dictadura de los mercados y al desamparo de las clases trabajadoras por parte de los poderes públicos que dicen representarlas? ¿Cuál es la relación entre la representación de un hombre como ‘peligroso’ o ‘marginal’ y la justificación retrospectiva de su posterior muerte violenta?

La filtración de datos policiales para ser publicitados con el fin de proteger actuaciones policiales y compensar el silencio político a propósito de la muerte de un hombre que se da apriorísticamente por justificada, es ni más ni menos que una forma de fascismo. La representación pública de un hombre como sujeto peligroso, desviado, marginal y antisocial, incapaz por tanto de cuidarse a sí mismo, para encubrir además las responsabilidades que se derivan de su muerte cuando se encontraba bajo custodia de una institución explícitamente obligada a protegerlo por haberlo detenido, constituye el ejercicio de una violencia intolerable, de un desprecio tan ostensivo por los valores sociales democráticos, por los derechos fundamentales de un ser humano, que uno encuentra todas las palabras del mundo insuficientes para calificar ese espanto. Ese hombre que ha muerto, aun cuando no pudiera demostrarse el ejercicio de malos tratos o torturas físicas sobre su persona, ha sido manifiestamente violentado bajo custodia policial hasta el momento en que falleció, y tanto él como su familia, sus hijos y sus seres allegados siguen siendo objeto de violencia simbólica, política y administrativa después de su muerte. Ese hombre y el resto de esas personas han sido y continúan siendo víctimas de, por lo menos y hasta el momento, algunas de las acepciones que en la lengua castellana adopta la palabra ‘crimen’. Tenemos frente a nuestros ojos nada más y nada menos que un crimen de estado, cometido en una ciudad de un estado que se llama democrático.

Juan Pablo Torroija, ciudadano de nacionalidad argentina residente en España desde hace siete años, era padre de un hijo en Argentina y de una hija en España. Parece ser que es detenido el 11 de julio en una calle de Girona. Parece ser que es trasladado a una comisaría de la Policía Municipal. Parece ser que resulta gravemente herido bajo custodia policial. Parece ser que es trasladado al Hospital Trueta el mismo día de su detención. Parece ser que agoniza durante tres días hasta fallecer como consecuencia de las lesiones que sufrió durante su estancia en el calabozo. Es seguro que la Policía Municipal conocía su identidad y sus circunstancias porque presentó una denuncia por robo, parece ser que justo después de haberle detenido. Aun así, nadie fue avisado, ni de su detención, ni de los cargos de los que se le acusaba, ni de las circunstancias bajo las cuales resultó lesionado, ni de su traslado a un hospital público, ni de su agonía, ni de su fallecimiento. Ni sus familiares, ni sus personas allegadas, ni el Consulado de la República Argentina. Un reciente amigo de Juan Pablo es visitado el día 13 de julio por una persona anónima, quien alterada le informa del destino de Juan Pablo, indicándole que, tras haberse enfrentado a la policía, ha sido severamente maltratado. El amigo alcanza a visitar a Juan Pablo en el hospital y afirma que, a su parecer, mostraba signos de haber sido golpeado en varias partes del cuerpo. Sabemos que Juan Pablo muere el día 14 de julio, solo. Sabemos que es trasladado a la funeraria Mémora, siendo puesto su cadáver a disposición del Juzgado nº 1 de Girona. Sabemos que 14 días después de su fallecimiento, un amigo español viaja a Girona a visitar a Juan Pablo, y entonces conoce informalmente las circunstancias generales de su muerte. Sabemos que este amigo avisa a la excompañera de Juan Pablo, madre de su hija española, la cual avisa a su familia argentina. Sabemos que familiares y personas allegadas a Juan Pablo toman urgentemente la iniciativa, siendo recibidos y amparados por el Director de Asuntos Consulares de Argentina, publicitando de inmediato los datos de que se disponían y planteando algunas hipótesis sobre la oscuridad que rodea la detención y muerte de Juan Pablo. Sabemos que los medios de comunicación argentinos se hacen inmediatamente eco de la denuncia formal presentada mediante abogado en un juzgado de Girona, y que los medios españoles y catalanes, con excepción de un par de medios de la prensa libre vinculada a los movimientos sociales, no informan en absoluto. Nada en absoluto. Nada. El vacío. Sabemos que la madrugada del 2 de agosto se empieza a expandir la versión policial, emitida por el Jefe de la Policía Municipal de Girona Josep Palauzié, de acuerdo con la cual Juan Pablo recibió un trato correcto, inopinadamente se ahorcó con su propia camisa colgándose de los barrotes de su celda, los policías en servicio lograron reanimarlo para trasladarlo al Hospital Trueta, poniendo acto seguido a disposición judicial una grabación en vídeo realizada por las cámaras de vigilancia internas de la comisaría, la cual avalaría el relato policial.

Sabemos que ni la familia ni nadie cercano a Juan Pablo ha sido contactado por la policía. Sabemos que nadie ha expresado oficialmente ninguna palabra del espectro semántico en torno a: ‘lamentación’, ‘disculpas’, ‘condolencias’. Sabemos que la Jueza del Juzgado de Instrucción nº 4 de Girona, Gemma Garcés Sesé, aseveró personalmente a los abogados querellantes que necesitaba tomarse un tiempo para estudiar el atestado y realizar la unificación de la causa. Sabemos que de manera inmediata, sin embargo, decretó el cierre de las actuaciones vinculantes, impidiendo así que la parte querellante, en representación de la hija de Juan Pablo, tuviera acceso a las pruebas, y sin aceptar ningún tipo de acusación popular.

Un ciudadano argentino ha muerto en España después de haber sido ‘desaparecido’ bajo custodia policial. Solo esa imagen estremece por su profundidad histórica. Yo soy ciudadano español y siento vergüenza e indignación por la manera en que un hombre ha muerto. También yo tengo una hija y un hijo en Argentina y en España, también tengo antecedentes policiales y penales por luchar por un mundo mejor y por mi modo de vida: mi indignación y mi furia son la de un igual a Juan Pablo. No reconozco a las autoridades de un estado, que se califica de democrático, el derecho a situarse por encima de nuestros derechos a la dignidad, a ver preservada nuestra integridad física, a ser informados de manera fidedigna. Yo acuso a los agentes y responsables policiales de haber cometido ya cuando menos el crimen de atentar contra la dignidad y los derechos de Juan Pablo Torroija, y a los responsables judiciales de haber cometido el crimen de atentar contra el derecho a la defensa y a conocer la verdad de manera detallada y fundamentada que asiste a los familiares y las personas allegadas a Juan Pablo. También yo creo que en este país hay indicios de estar deslizándonos hacia un nuevo tipo de dictadura. Pongamos que un hombre ha muerto. Se llamaba Juan Pablo Torroija. Su nombre se conoce y no se olvida. También sabemos quiénes tenían la responsabilidad de que siguiera con vida. Se exige justicia.

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Comentaris

Re: Text de Marcelo Expósito sobre la mort de Juan Pablo (màxima difusió)
06 ago 2012
això no hi ha per on agafar-ho.
si algú te l'energia de resumir-ho i traduir-ho al català, millor.
Re: Text de Marcelo Expósito sobre la mort de Juan Pablo (màxima difusió)
06 ago 2012
perquè no ho fas tu?
Re: Text de Marcelo Expósito sobre la mort de Juan Pablo (màxima difusió)
06 ago 2012
Vaig llegir-ho en el blog, ja pot ser en català o en castellà .....S'entén els moments dolents que deuen estar passant els familiars i els amics d'en Juan Pablo, però el text és repetitiu, excessivament llarg, confus.
Ànims per la família i els amics.
Contra la impunitat, solidaritat!!
Re: Text de Marcelo Expósito sobre la mort de Juan Pablo (màxima difusió)
08 ago 2012
Son psicópatas -catalanes o castellanos-, se meten a mossos y descubren que pueden hacer lo que quieren impunemente.

Hoy le ha tocado a Juan Pablo. Otro día seremos cualquiera de nosotros.

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