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Comentari :: un altre món és aquí
El levantamiento quincemayista y la reaparición de las luciérnagas
18 oct 2011
En el páramo de la descarnada y yerma realidad política española brilla de nuevo, todavía titilante y frágil, la luz de las luciérnagas.
El levantamiento quincemayista y la reaparición de las luciérnagas [i]

Alfredo Apilánez

Y en el peligro de extinción de las últimas luciérnagas resurge el magma incandescente que aliviará su agonía, hasta donde y cuando dure la fe en el efecto contagioso de la minúscula luz, del instantáneo destello que parpadea e insiste, por permanecer, por multiplicarse desde la nada que es el primer paso, el primer ¡basta!, el postrer repliegue por admitir lo inadmisible, mientras la noche aún no clarea y entre las sombras tintinean las breves luces de las luciérnagas que no se rinden.
Tonio Santiuste [ii]

Intentarlo otra vez. Fracasar de nuevo. Fracasar mejor.
Samuel Beckett


En el páramo de la descarnada y yerma realidad política española brilla de nuevo, todavía titilante y frágil, la luz de las luciérnagas.
Cuando todos los politicastros, plumillas, tertulianos y demás corifeos de Su Majestad Neoliberal certificaban gozosamente la extinción del último rescoldo de la, otrora rutilante, tradición emancipadora de la izquierda.
Cuando el triunfo de un posibilismo político de vía única, sin distinción de credos o tradiciones ideológicas y postrado servilmente ante los designios de la implacable internacional del capital, hacía indistinguibles los poderes electos y fácticos en la plutocracia dominante.
Cuando el único peligro para el orden formalmente democrático parecía provenir de los zarpazos fascistizantes de grupos de extrema derecha que azuzaran, con sus broncos y demagógicos bramidos, la anomia y la degeneración moral de la llamada mayoría silenciosa.
Cuando el nadir del instinto de rebelión de la juventud, aparentemente despolitizada e individualista, coincidía con la catástrofe del paro masivo y el bloqueo de las posibilidades de construcción vital para toda una generación, sobradamente preparada.
Cuando las trituradoras ideológicas de la publicidad, la televisión basura, el fútbol y demás apisonadoras de embrutecimiento colectivo producían legiones de onanistas sentimentales en un ambiente de narcosis generalizada: un magma dócil al poder de tullidos sociales, cuya relación enajenada con el mundo circundante se reduce a tomarlo como simple instrumento para su placer y la satisfacción de sus intereses individuales, volviendo de paso cínicamente la espalda a su verdadera faz, miserable e injusta, para evitar contaminarse con su iniquidad.
Cuando todo ello ocurría en la sima del mayor desastre económico de la historia reciente, causante directo del agudo agravamiento de las condiciones básicas de existencia de la mayor parte de la población.
Cuando, en fin, el atropello implacable de la dignidad y de los escasos colchones de pseudobienestar de la ciudadanía parecía campar por sus respetos y la clase dominante creía haber logrado su distópico objetivo último de convertir al ser humano en un mero engranaje de la maquinaria productivista...
Repentinamente, en este erial de postración y desesperanza, surge el resplandor quincemayista, que irrumpe como un relámpago de ilusión colectiva en la negrura desencantada de la delicuescente realidad del fascismo postmoderno a la española.
Como luciérnagas que se resisten a extinguirse, a sucumbir a todos los pesticidas ideológicos y deforestaciones morales que esquilman irremisiblemente su hábitat, aparecen súbitamente, todavía embrionarias y desvalidas, esas plazas insurgentes donde se esboza tentativamente la constitución de un auténtico poder popular.
Estas minúsculas pero irredentas luces, cuyo destello pugna por multiplicarse, insisten en resistirse a la consumación de los postreros repliegues de la dignidad popular ante los furibundos embates de los adalides de la ofensiva neoliberal, para que su parpadeo contagioso pueda reavivar la llama de la resistencia contra la deshumanización rampante.
Múltiples encrucijadas y arduas tareas se agolpan ante este intento de ruptura del panorama desolador de derrota y sumisión de las clases populares a los continuos zarpazos y agresiones, que la voracidad creciente del modo de producción vigente exige como sacrificios al ídolo insaciable a cuya adoración entrega la ofrenda de la dignidad humana: el numen pagano de la acumulación de capital.
La sorpresa y novedad del levantamiento conllevan la necesidad de repensar radicalmente las formas de lucha política tradicionales, inadaptadas a las nuevas realidades de la sociedad actual, tratando asimismo de explicar las condiciones en que su irrupción ha tenido lugar.
¿Cómo es posible que, precisamente en uno de los países aparentemente más sumisos y domesticados de Occidente, prendiera la chispa de la rebelión contra la farsa pseudodemocrática, sirviendo además de faro e inspiración a levantamientos semejantes en el mundo entero?
¿Cuáles podrían ser los asideros que ayudaran a extender y asentar las incipientes resistencias a la condena dictada por el bloque hegemónico neoliberal al empobrecimiento vitalicio de todo un pueblo?
¿Cómo preservar el activismo y la lucha sin dejarse fagocitar por los agentes de la desmovilización ciudadana en los tabloides y en la pantomima parlamentaria, prestos a aherrojar cualquier disidencia que pueda agrietar su férreo monopolio ideológico?
¿Qué tipo de acciones asumir como prioridades para que estas titilantes luces de rebeldía puedan iluminar los oscuros rincones de la realidad inclemente en la que vivimos, pugnando por crear otro tipo de relaciones humanas opuesto a la atomización mutiladora de la vida que impone el régimen de propiedad privada?
Ensayar respuestas a estas cuestiones exige ampliar el foco de análisis, abarcando la realidad histórica española de los últimos decenios de falso bienestar y paños calientes en la gestión capitalista del país, tratando así de iluminar las causas del enorme batacazo del desplome económico en curso y las extremas condiciones de frustración colectiva en las que ha germinado el levantamiento.
¿Qué ha ocurrido para que los triunfales eslóganes del “España va bien” y la, apoteósicamente proclamada, llegada a la Champions League de las potencias mundiales (de los que se ufanaban los dos últimos títeres peripatéticos al frente del gobierno), se tornaran hirientes sarcasmos al derrumbarse con estrépito la corrompida carcasa que los sustentaba?
La historia reciente de España refleja una fractura generacional que escinde en dos bloques, sociológicamente bien diferenciados, la población del país: los padres del baby boom de los años 60 y sus descendientes. La generación nacida en los 40 y 50, criada todavía en los rigores de la posguerra y el mísero aislamiento de la autarquía, gozó en su tránsito a la madurez de posibilidades materiales de emancipación personal como probablemente nunca se hayan producido en este país.
Después del trágico truncamiento del único intento histórico serio de modernización de las arcaicas estructuras de un país atrasado y mísero, simbolizado en el triste sino de la Segunda República, y del oscuro, criminal y sórdido franquismo de la posguerra, en los años 50 se produce por fin la incorporación de la economía española a las corrientes dominantes del capitalismo mundial.
El “Bienvenido Mister Marshall”, el turismo de sol y playa encarnado en el topicazo carpetovetónico de las suecas en Benidorm, las lavadoras, los seiscientos y las remesas de los emigrantes receptores de las migajas del milagro económico europeo conforman, aún en dictadura (lo que menos le ha importado siempre al poder económico es la superestructura política con tal de que fuera servil a sus designios), una idiosincrasia de pedestre y cutre modernidad. Quedaban así atrás los rasgos más míseros de la España negra, rural, de machadiano cerrado y sacristía, vislumbrándose en apariencia una vía hacia la reiteradamente abortada modernización del país.
Los sectores industriales tradicionales, los nuevos nichos de inversión creados por el desembarco de las multinacionales europeas y estadounidenses y la ya mencionada tabla de salvación que supuso convertir España en lugar de solaz para los laboriosos centroeuropeos suministran, en este contexto expansivo, la demanda de trabajo que absorbe el grueso de la mano de obra existente. Se conforma, de esta suerte, una realidad de estabilidad laboral y seguridad económica para una parte importante de la población.
Por fin cuaja el sueño de los tecnócratas opusdeístas del desarrollismo: una pujante clase media que mantenga la vitalidad económica y amortigüe los agudos conflictos de clase que habían desangrado el país.
El final de la dictadura y los subsiguientes juegos florales de la sacrosanta transición a la anhelada democracia completan esta visión pseudoprogresista y vitalmente optimista de toda una generación. Una hornada afortunada que batió los récords históricos de natalidad, accedió por un módico precio a la vivienda en propiedad y al pisito en la playa, votó llena de vanas ilusiones en las primeras elecciones democráticas, llenó las plantillas funcionariales de las nuevas administraciones autonómicas y municipales y disfrutó, en fin, de la fugaz ilusión del progreso patrio. Unos padres orgullosos de mandar a sus abundantes hijos masivamente a la universidad, que presenciaban gozosos el final del crónico aislamiento español y la ansiada, aunque totalmente ficticia, incorporación por fin de la piel de toro a los estándares europeos de bienestar.
Este trampantojo de bonanza y confort desactivó la resistencia popular y la capacidad de confrontación política del grueso de una población deslumbrada por la mejora drástica, y aparentemente sólida, de sus condiciones de vida. Acomodamiento harto comprensible pensando en la abismal diferencia entre la miseria, el estraperlo y la carcunda sufridos por la generación de la guerra y la posguerra, y la relativa, en comparación, opulencia del tardofranquismo (reflejada especularmente en la naïf publicidad televisiva), que parecía acercar al españolito de a pie a las comodidades del manoseado cliché hollywoodiense del american way of life.
El gran triunfo sociológico del capitalismo de posguerra de los llamados “treinta gloriosos”, al desactivar la oposición beligerante de las clases trabajadoras incorporándolas a unos niveles relativamente holgados de consumo que parecían confirmar el mito reformista de la creciente participación de las clases populares en las migajas del desarrollo capitalista, llegó así tardíamente a España y pareció por un momento columbrar un horizonte venturoso y desahogado.
Esta simbiosis antropológica entre el consumismo adherido al espejismo tecnológico (falso legitimador del progreso social) y la supuesta calidad de vida “a la española”, tan alejada de los puritanos y metódicos centroeuropeos, arraigó profundamente en el inconsciente colectivo del grueso de la nueva clase media, integrándola hasta la médula en la legitimación del binomio democracia formal/economía de mercado.
La lucha política y la beligerancia de los trabajadores quedaban arrumbadas en el desván de los trastos viejos de tiempos ya periclitados ante la consolidación del hombre unidimensional, brillantemente descrito por Marcuse: un individuo alienado y embarcado con fruición en la estéril búsqueda de la felicidad a través del confort material, totalmente anestesiado por la publicidad embriagadora, la manipulación de los deseos y la canalización inofensiva de la disidencia, sin tentación alguna de crítica social o de oposición al totalitarismo algodonoso de la omnímoda sociedad de consumo.
Esta es la clave de bóveda de las tan traídas y llevadas degeneración ideológica y vertiginosa decadencia política de la izquierda tradicional española, simbolizadas por las debacles electorales y la casi total desaparición de la escena del Partido Comunista, principal organización de la lucha antifranquista. Su base social, obrerista y politizada, muta radicalmente ante una puntual y excepcional confluencia de circunstancias económicas, sociológicas, políticas y demográficas que enmarcaron la edad de oro del desarrollismo español y apuntalaron el aburguesamiento de varias generaciones, que vivían mucho mejor que sus malhadados padres y abuelos y confiaban en poder transmitir ese recién conquistado estatus pequeñoburgués a sus descendientes.
Comprendiendo este sustrato histórico de conformismo y autosatisfacción de amplias capas del pueblo llano se evitarían las frecuentes lágrimas de cocodrilo vertidas por las esperanzas defraudadas por la “inmaculada” transición y el primer socialismo otánico y reconversor. O por la traición a sus ideales revolucionarios de un Partido Comunista, reformista hasta la médula e integrado dócilmente en el nuevo régimen monárquico y furibundamente proamericano.
El mismo proceso socioeconómico de mejora temporal y excepcional de las condiciones de vida de la clase trabajadora que alumbró el revisionismo alemán, previo a la traición internacionalista de la dirigencia del SPD en el estallido de la Primera Guerra Mundial, se dio en la transición pilotada por la monarquía franquista con el PCE y el PSOE.
Esta aceptación total de las amañadas reglas del juego de la democracia formal por parte de la pseudoizquierda, integrada impúdicamente en la nueva arquitectura institucional, reflejó de forma mediata la radical transformación de su militancia en aquellos que, contraviniendo la rotunda máxima marxiana, creían tener ya mucho más que perder que sus cadenas de proletarios. Tiempo ha que quedaban abandonados definitivamente el mono azul, el marxismo-leninismo, los piquetes obreros y las escaramuzas con los grises de la, por otro lado, heroica resistencia antifranquista.
Si a todo ello se añade la ávida voracidad en la asunción de cargos y prebendas por unas cúpulas dirigentes ansiosas por incorporarse a las abundantes poltronas que ofrecía el Régimen recién instaurado, abandonando de paso cualquier conexión orgánica con los movimientos sociales y vecinales, se completa la casi total desaparición de las organizaciones anticapitalistas del panorama institucional y social.
Los escasos grupúsculos radicales, aún impenitentemente revolucionarios, penaron orillados en la irrelevancia marginal y el sectarismo, anclados en el culto acrítico y anacrónico de los santones laicos de las tradiciones anarquista y comunista y consumidos en inanes luchas intestinas y fraccionarias. Descolocados por su incomprensión de los nuevos fenómenos sociológicos e incapaces de actualizar su ideario y sus tácticas decimonónicas a las nuevas realidades del fascismo postmoderno tardocapitalista, siguieron dando tumbos oscilando entre el victimismo propio de las minorías sin vocación de dejar de serlo y el irrealismo aventurero de sus rígidos y obstinadamente ortodoxos planteamientos programáticos, sin querer reconocer que la tierra se había movido ya bajo sus pies.
La deriva terrorista de algunas de estas organizaciones (GRAPO, FRAP...) prueba fehacientemente la desesperada huida hacia adelante y la pérdida de sentido de la realidad de sus desnortados dirigentes, al compás del abandono masivo de los postulados revolucionarios por parte de las bases obreras. Siendo este callejón sin salida el símbolo trágico de la insania política a la que les condujo negarse a ver la radical transformación de las “condiciones subjetivas”, mientras trataban patéticamente de forzarlas a encajar mediante la violencia en esquemas ya totalmente trasnochados.
Como la historia demuestra, las revoluciones clásicas en el primer mundo terminaron cuando el capitalismo triunfante posterior a la Segunda Guerra Mundial fue capaz de constituir una clase media con unos niveles mínimos de bienestar material que desactivaron los últimos rescoldos de obrerismo revolucionario. Como vemos ahora, sólo la miseria, el riesgo de exclusión social y el agostamiento de las posibilidades de emancipación personal de amplias capas de la población pueden provocar que prenda de nuevo la mecha de la revuelta.
Y así, en una nueva vuelta de tuerca de la montaña rusa del ciclo económico capitalista, la milagrosa excepcionalidad de esta boyante coyuntura, única en la historia del capitalismo español y europeo, pronto daría síntomas claros de caducidad y agotamiento.
El brusco final de este fugaz espejismo de prosperidad y bonanza y el comienzo de la abrupta reacción neoliberal contra el capitalismo keynesiano de posguerra comenzaron a manifestarse agudamente con el crack del petróleo de mediados de los setenta y su intenso, aunque retardado, impacto en la endeble economía española. Y, como en un anticipo histórico de la hecatombe actual, el quebradizo armazón, que a duras penas sostenía el pomposamente denominado “milagro económico español”, rápidamente comenzaría a mostrar sus corroídas costuras y a revelar la carcomida carcasa que encubría su lustrosa fachada.
El retraso en afrontar la gravedad de la nueva situación, provocado por la prioridad política de culminar la transformación institucional de la dictadura franquista en democracia partitocrática, causó un paro estratósferico y una urgente necesidad de renovación de la obsoleta estructura económica heredada del franquismo. A este diktat del gran capital se entregó, con medidas draconianas, el antiguo partido de Pablo Iglesias y Largo Caballero, aplicándose con pasión de advenedizo a la brutal implantación del neoliberalismo thatcheriano en España. Provocando así, con implacable mano de hierro, los desgarros sociales de la brutal reconversión industrial felipista, aderezados con el grotesco telón de fondo de los “marioscondes”, yuppies y la beautiful people de los yates y las fiestas de los jeques mafiosos marbellíes. Este fue el trasunto hispano del incipiente capitalismo financiero del pelotazo y la ostentación, bien alejado del ascetismo discreto de los antiguos capitanes de la industria fordista, más weberianos en su ética protestante de sacrificio, disciplina y frugalidad.
Mientras tanto, el reformismo socialdemócrata, adaptado históricamente al tambaleante Wellfare State, quedaba definitivamente fuera del curso de la historia ante el vaciamiento de soberanía de ese Estado, totalmente devorado por la metástasis financiera del capital, ejemplificada en los furibundos embates neoliberales del nuevo conservadurismo anglosajón.
Fracasaba así, destruido en añicos, el utópico sueño dorado revisionista y eurocomunista de un capitalismo popular auspiciado por “Papá Estado”, arrojando de paso al sumidero de la historia la quimera típicamente reformista de la creciente participación obrera en las sobras de la prosperidad al alimón con los excepcionalmente dadivosos y paternales patronos.
Rápidamente, el ariete neoliberal resucitaría la cruda lucha de clases (que van ganándola ellos, como cínica, pero certeramente, afirmara el tiburón de las finanzas Warren Buffet), dejando a los renegados socialdemócratas compuestos y sin novia. Forzándoles además, para no perder el paraguas del poder, a abrazar desvergonzadamente, con la fe del converso, el nuevo credo del estado mínimo y la sobreexplotación de los trabajadores, volviéndose de este modo totalmente indistinguibles de la derechona de toda la vida.
Si ante este infausto panorama la precaria cohesión social no saltó ya en pedazos a mediados de los ochenta fue principalmente por la mascarilla de respiración asistida que supuso para la anémica economía española la integración en el club de Bruselas y el consiguiente aluvión de fondos europeos. Plan Marshall redivivo a escala peninsular y destinado principalmente a convertir a España en un buen mercado para la exportación de las locomotoras centroeuropeas, culminando el desmantelamiento de su propia industria y generando un efecto riqueza necesario para mantener la demanda exterior. Este cambalache neocolonial produjo inmediatamente un déficit comercial récord, totalmente impagable en cuanto las tornas cambiaran y la disparatada inflación de activos especulativos agotara su delirante recorrido [iii]
Así pues, desde los años 90 hasta el estallido de la crisis actual ha ido fraguando en este país una estructura económica parasitaria e improductiva: un entramado de pacotilla, totalmente dependiente del capitalismo de casino a escala mundial y de la supuesta piedra filosofal de la moneda única. Esta maniobra imperialista del eje franco-alemán ha tenido como leitmotiv inundar los mercados cautivos de la periferia europea con sus altamente competitivos productos, financiando a manos llenas, para mantener esta demanda hipertrofiada, las burbujas inmobiliarias y los artificialmente inflados niveles de vida de los ahora llamados inmisericordemente PIGS (Portugal, Irlanda, Grecia y España).
El epítome de la exuberante irracionalidad previa a la catástrofe en curso lo ilustra vivamente el dato de que en 2005 se construyeran más viviendas en España, ¡que en Francia, Alemania y Gran Bretaña juntas!
Mientras se cebaba esta bomba de relojería, el mafioso contubernio formado por la gran banca (bien dopada con la inyección masiva del ahorro de las potencias del euro), los emperadores del ladrillo y las clientelares administraciones públicas celebraban con gran fanfarria el hallazgo de la fórmula taumatúrgica del crecimiento ilimitado. Negando simultáneamente a coro, con rostro de cemento armado, la existencia de la burbuja y la posibilidad de deflación inmobiliaria.
Todo ello regado a raudales con toneladas de propaganda de falso progreso y confianza en la solidez de los cimientos del “milagro” español (loado entusiásticamente por los oráculos del
gran capital a escala mundial: el Financial Times y el Wall Street Journal), para tapar las alarmantes señales de putrefacción y de colapso inminente que cualquier observador avezado podía meridianamente constatar: una enorme montaña de deuda privada impagable presta a derrumbarse ante las primeras sacudidas sísmicas enviadas por un cataclismo financiero que, dando la razón al viejo Marx, alcanzaría dimensiones sin precedentes.
Este armazón parasitario y carcomido permitió a duras penas a los hijos del baby boom ir trampeando su incorporación a la vida adulta y la autonomía personal: sólo hay que observar la evolución de la natalidad, nupcialidad, edad del primer hijo y demás tasas demográficas para percibir el grado creciente de temor al futuro de los españolitos.
Sin embargo, el soñado ideal pequeñoburgués (basado en la tríada del trabajo fijo, el pisito en propiedad y el núcleo familiar) iba poco a poco derrumbándose a ojos vista ante el aluvión de contratos temporales de baja calidad y los precios prohibitivos de la vivienda. Sombrío panorama que iba metiendo el miedo en el cuerpo a gran parte de la ciudadanía, que constataba con creciente desasosiego la fragilidad de sus asideros laborales y las cada vez más lúgubres perspectivas económicas.
Esta es la función de banderín de enganche sociológico de la gran burbuja inmobiliaria y sectores aledaños, al proporcionar un último hálito de engarce vital a toda una generación a costa de sumirla en el pozo de las deudas vitalicias y en el crónico retraso y endeblez de su consolidación socioeconómica, simbolizado en el dato sobrecogedor de que la emancipación de los españoles se produzca a los ¡treinta y cuatro años!
Las últimas vigas que sostenían la podrida carcasa, que a duras penas protegían de la exclusión social a las nuevas generaciones (el crédito masivo para sostener el consumo languideciente y el colchón familiar de los sufridos padres del baby boom), iban a amenazar derrumbe inmediato ante cualquier nubarrón económico que asomara por el horizonte.
Es fácil entender que, con esta decrépita estructura, el enésimo crack de alcance mundial, provocado esta vez por el colapso de la mastodóntica estafa piramidal de ingeniería financiera de los trileros de Wall Street, impactaría de lleno en la hipertrofiada y dependiente economía española y derrumbaría estrepitosamente los últimos residuos de falso bienestar que pudieran pretender apuntalar mínimamente la paz social.
Y la historia, en otra vuelta de tuerca, como queriendo descolocar a los apologetas del fin de los conflictos de clase y de la hegemonía triunfal, ya derrotado el enemigo comunista, del neoliberalismo desembridado, empujó de nuevo al mundo a un contexto de incertidumbre, crisis galopante y miseria creciente.
En el preciso momento de volatilizarse este andamiaje de cartón piedra en un nuevo estertor de un capitalismo cada vez más exangüe, millones de españoles e inmigrantes se vieron súbitamente atrapados en el marasmo del paro crónico y las deudas impagables. Mientras tanto, la juventud, sobradamente preparada al haber creído a pies juntillas el mito meritocrático de la cualificación académica como seguro trampolín al mercado de trabajo, veía frustrado fulminantemente su proyecto vital.
Y por fin, en esta dramática coyuntura, el chicle de la apatía y la resignación infinitas (encarnadas en el manoseado cliché del pasotismo juvenil, bien cebado por los anestésicos de todo tipo suministrados por el poder) se rompió ante el flagrante incumplimiento de las promesas del fraudulento contrato social, como refleja lacónicamente uno de los eslóganes del movimiento quincemayista: “juventud sin futuro”.
De este brusco despertar del falso sueño de prosperidad vendido a mansalva por la ideología dominante surge el estallido de rebelión social que actualmente, y no sólo en España, presenciamos. Todas las falacias y parches fabricados para sostener la estúpida creencia en la solidez de la estructura económica vigente se han derrumbado con estrépito, al compás de la agudización de la hecatombe en curso, dejando al descubierto los insostenibles desequilibrios de una sociedad ruinosa y provocando por fin una reacción popular contra la tiranía del capital depredador y sus esbirros de los hemiciclos.
¿Qué decir a estas alturas del esperpéntico espectáculo de los años de vacas gordas en los que, mientras el máximo dirigente político se ufanaba de haber alcanzado la Champions League de las potencias mundiales, los mafiosos emperadores del ladrillo, desde los palcos de los estadios de fútbol, enlodaban de sobornos y corruptelas las alcaldías (bien regado todo ello con el lubricante de financiación bancaria a espuertas), para acumular pelotazo tras pelotazo poniendo de paso al país en almoneda?
¿Cómo no sentir náuseas ante el insulto a la inteligencia de vender machaconamente al pueblo la imposibilidad de descenso del precio de la vivienda y las saludables y sólidas bases del crecimiento de la economía española, un país sin multinacionales industriales ni tejido productivo avanzado, con un fraude fiscal y una economía sumergida mastodónticos y unos profesionales cualificados compelidos a emigrar ante la falta de puestos de trabajo de calidad?
¿Qué otros sentimientos que la indignación y la ira pueden provocar la servidumbre solícita del poder político ante los jerarcas de la banca y la gran empresa, ejemplificado en el salvamento con dinero público de las cajas de ahorros para su posterior privatización en bandeja de plata al mejor postor, mientras se cierran servicios hospitalarios y se despide a miles de profesores, cercenando drásticamente los derechos básicos de la población?
Para más inri, como si la hasta ahora nula resistencia y la total domesticación popular avilantaran aún más a los prebostes del poder, se mantienen incólumes los privilegios de los súper ricos en las escandalosas SICAV (fortines opacos al fisco de las grandes fortunas), el drenaje exorbitante de riqueza practicado por el gran capital al socaire de los paraísos fiscales y la enorme bolsa de fraude de la economía sumergida, pozo sin fondo de sobreexplotación y miseria.
Y en esta sucesión sin fin de trapacerías, dizque imprescindibles para insuflar un hálito de vida a la catatónica economía y evitar caer en las garras de los genocidas de guante blanco del FMI y el BCE con sus feroces programas de ajuste neoliberal, los poderes fácticos de toda la vida mantienen sus feudos y sus privilegios bien a salvo de las tijeras. De este modo, la escandalosa financiación pública del adoctrinamiento educativo de la rancia y retrógrada Iglesia Católica, amén de sus privilegios fiscales y patrimoniales, y el nada austero presupuesto del muy “humanitario” ejército español, quedan totalmente al margen del debate político y completamente exentos de cualquier atisbo de recortes presupuestarios.
Estos sí que son servicios públicos “esenciales” y no la atención sanitaria o la educación pública, cuya semigratuidad resulta altamente sospechosa por acostumbrar a excesivas comodidades a un pueblo llano al que estos “privilegios” podrían acercar peligrosamente a la tentación de la molicie, sumamente deletérea para los popes del culto a los nuevos tótems sagrados de la pseudociencia económica: la competitividad y la productividad. Mantras éstos usados machaconamente para encubrir con eufemismos tecnocráticos el asalto implacable a los niveles de vida de la clase trabajadora y legitimar el fin último de las draconianas políticas neoliberales: abaratar la mano de obra creando un ejército de reserva de desempleados que presione a la baja los salarios, restaurando así la exangüe tasa de ganancia capitalista. En roman paladino: superar la hecatombe del neoliberalismo con dosis crecientes de neoliberalismo, aplicando un torniquete al Estado del Bienestar hasta dejarlo casi exánime y empobreciendo brutalmente a las capas más vulnerables de la, hasta el momento, dócil y resignada población.
Mientras tanto, la calma chicha de adocenamiento y sumisión de la mayoría silenciosa parecía dar renovados bríos a los envalentonados mamporreros políticos del poder económico, totalmente confiados en que (a pesar del aldabonazo de las revueltas norteafricanas contra los bastiones imperialistas de las dictaduras tunecina y egipcia) cualquier rebelión popular en las fortalezas primermundistas era una quimera, felizmente enterrada por el fin de la historia bajo la égida globalizadora del capital.
Pero en esta infausta tesitura, súbita y sorpresivamente, como queriendo refutar todos los tópicos manipuladores sobre la anomia y el apoliticismo populares, la gran masa heterogénea formada por los hijos y nietos del baby boom, empobrecidos y desengañados de la doble falacia de democracia y progreso, no ha tenido más remedio que levantar su voz y alfabetizarse políticamente a marchas forzadas para expresar su rabia e indignación ante la condena vitalicia a la sumisión y la desesperanza.
De esta forma, una vez convencidos de que el mundo de estabilidad y confianza en el futuro de sus padres y abuelos no volvería, las legiones de desheredados, apartados en las múltiples cunetas que este neoliberalismo salvaje reserva para los excluidos, tomaron por fin las riendas de sus maltrechas existencias y lanzaron un grito estentóreo de repulsa ante las tropelías del “poder sin rostro”, reivindicando su, totalmente ninguneada, presencia social y política.
Empero, la gran sorpresa provocada por la erupción quincemayista es haber contradicho la previsión de que la rebelión ciudadana ante los desmanes de la oligarquía dominante adquiriría el cariz de algaradas anómicas, fácilmente controlables y condenables por las instancias represivas policial-judiciales y servidas en bandeja de plata por los mass media para exorcizar el peligro de insubordinación de la maltrecha clase media, estrictamente respetuosa con la ley y el orden.
Bien al contrario: para el desconcierto y desazón de los conmilitones del poder, estos antisistema de nuevo cuño eluden ex profeso el enfrentamiento áspero y agrio y no se dedican a destrozar lunas de sucursales bancarias ni a kales borrokas que permitan criminalizarlos ipso facto, encuadrándolos en los epítetos tópicos de violentos alborotadores colgados cual sambenitos a todos los que osan romper el férreo control de cualquier disidencia al orden imperante.
Como esquivando intuitivamente estas andanadas de represión frontal preparadas para dispararse a la más mínima tentación de caer en actitudes broncas o antipáticas, el levantamiento adopta una estética dulce, pacífica y asamblearia. Esta sorprendente y original forma de expresión desactiva, por su propia esencia de prístina y auténtica pureza de poder popular, sin cortapisas ni intermediarios, todos los pugnaces intentos realizados por los tabloides y los politicastros para tratar de desprestigiarlo por contravenir las bien amarradas reglas del juego paralizante de la pseudodemocracia formal.
Y no sólo eso: abandonando las veleidades sectarias y endogámicas de la marginal y fragmentaria izquierda radical, el levantamiento apela directamente y sin mediaciones jerárquicas al gramsciano sentido común de las clases subalternas. Reflejando, de esta manera, la estafa flagrante de un poder político, supuestamente democrático, que traiciona sus propios principios y acumula toneladas de promesas incumplidas hablando en nombre del pueblo al que, como reza una de las proclamas más certeras del movimiento, no representa.
En las preclaras palabras de Joaquín Miras: “Crear democracia, crear soberanía significa ante todo sacar a la ciudadanía de la heteronomía, salvarla de quienes tratan de salvarla representándola en lugar de tratar de salvarla ayudando a organizarse como sujeto activo que desarrolla poder gracias a su organización y actividad” [iv]
Este desvelamiento de las falsedades que este fascismo light y postmoderno vomita a raudales para adormecer a las mayorías sociales, utilizando sus mismos solemnes y demediados conceptos para triturar el manipulado y paralizante sentido común de los dogmas de la ideología dominante, es el mayor triunfo pedagógico del movimiento y lo que le reporta la oleada de simpatía popular de que disfruta.
Verbigracia: el mandamiento imperante de que la oligarquía partitocrática es el mejor de los sistemas posibles, frente a las ominosas y criminales dictaduras fascistas y comunistas, se derrumba con estrépito si se revela con lógica sencilla que, en realidad, la llamada democracia no es tal, sino una dictadura por otros medios. Métodos más ingeniosos y refinados, menos crudamente coercitivos que el palo y tentetieso, pero igualmente eficaces para someter al pueblo a los designios de un poder real bien oculto en los despachos de la banca y de las grandes corporaciones, que es el que realmente mueve los hilos de las marionetas de los hemiciclos.
Por eso el movimiento es sumamente peligroso para el conglomerado dominante, pues lleva la lucha al mismo terreno ideológico-propagandístico donde éste se desenvuelve como pez en el agua, volviendo contra su monolítica fachada de manipulación y demagogia los altisonantes pero vacuos conceptos que lo legitiman. Para ello problematiza, volviéndolos del revés, los sagrados e inviolables pilares que, cual dogmas trinitarios, sustentan la argamasa ideológica del régimen vigente. Una vez más: la grosera falacia de que el poder emana del pueblo y se ejerce a través de sus supuestos representantes que cumplen programas sometidos al escrutinio popular en la mascarada cuatrianual, queda desvelada a la luz de su total y presta disposición a ahormarse a los dictados de los lobbies internacionales del capital (BCE, FMI, BM...), ninguno de ellos sometido ni por asomo al más mínimo control democrático. Como argumenta, sencilla pero contundentemente, Carlos Fernández-Liria: “Casi todo lo que afecta sustancialmente a la vida de las personas viene decidido por poderes económicos que negocian en secreto y actúan en la sombra chantajeando a todo el cuerpo social. Un pestañeo de los llamados mercados basta actualmente para anular el trabajo legislativo de generaciones enteras”. [v]
El levantamiento puede, de este modo, lograr despertar de su letargo resignado a grandes grupos sociales, desvalidos e impotentes ante los atropellos neoliberales, canalizando la rabia colectiva hacia los verdaderos enemigos del pueblo que la pedagogía quincemayista visibiliza en toda su desalmada desnudez.
Ello vacuna de paso al cuerpo social contra el peligro recurrente de caer en la clásica trampa populista utilizada por los arietes más brutales de los medios de desinformación masiva y la extrema derecha en épocas de crisis económica y atropellos flagrantes a los derechos básicos de la ciudadanía: tratar de desviar la atención y la ira del público hacia los eslabones más débiles y menos arropados de la estructura social. Colectivos o grupos étnicos, como los inmigrantes extranjeros, que son convertidos en chivos expiatorios de los crecientes conflictos sociales. Se trata de dar pábulo, con esta maniobra torticera, a argumentos que enmarcan la antesala del fascismo y que nunca han sido del todo rechazados por el poder mediático más cavernícola, ya que tratan de asegurar la cohesión social identificando un culpable simbólico sobre el que volcar la rabia por los propios sufrimientos.
E inversamente, se desvela asimismo el ardid taimado de la demagógica intentona de los arteros politicastros de poner al pueblo contra los supuestos privilegios de los sectores menos desprotegidos del mercado laboral (funcionarios, trabajadores con convenios, liberados sindicales...), para legitimar la poda de sus muy precarios y arduamente conquistados derechos y tratar de culpabilizarlos por intentar defenderlos en un entorno de desvalimiento generalizado. Como brillantemente explica Alba Rico: “En un clima tormentoso lo normal debería ser tener un pararrayos. Nos están quitando los pararrayos y, en lugar de reclamar uno, reclamamos que se los quiten a los que todavía los conservan, como si esos pararrayos -y no el Zeus tonante que lanza los rayos- fuesen la causa misma de las tormentas. Es una locura, pero la combinación de políticas neoliberales, sindicatos claudicantes, consumismo suicida y represión llevan naturalmente a ella, antesala histórica de los fascismos” [vi]
Esas plazas-luciérnagas simbolizan, en resolución, el despertar de la repolitización de un pueblo que se ha dado de bruces con la certeza de que las grandes cataplasmas de democracia y progreso y las pequeñas de acceso a los alienados pilares pequeñoburqueses constituían un gran fraude, que un sistema político-económico cada vez más parasitario y decrépito no podía ya sostener.
La gran conquista del quincemayismo está siendo pues la ruptura con los principales dogales de la sumisión de la mayoría silenciosa a los dictados del poder: el aislamiento de los individuos en su exclusiva condición de consumidores-productores y la renuncia a cualquier intento de crear otro tipo de relaciones interpersonales ajenas al tamiz crematístico impuesto por la sociedad de consumo.
Esta atomización social, garante del control represivo y del aislamiento de los focos de disidencia, está siendo socavada por la efervescencia de alegría popular generada por los enormes caudales de energía liberados de las elevadas represas de contención y narcotización social derrumbadas por el levantamiento.
El ataque indirecto al falso hedonismo del consumismo, los hipnóticos gadgets tecnólogicos y las diversiones alienantes del fútbol y la telebasura (el clásico Panem et circenses de los antiguos), y la consiguiente praxis de una mutación antropológica basada en la lucha contra la conciencia individualista de la sociedad mercantilizada, rezuman en la erupción de vida comunitaria de las protestas. Constituyendo éstas en sí mismas una carga de profundidad contra el modelo cultural hegemónico, tan funcional al orden establecido, en el que el individuo-mónada, recluido en su ámbito laboral-familiar, queda totalmente alejado de cualquier tentativa de construcción de focos de resistencia o de escapatorias al modo de vida alienado que impregna la estructura molecular de la sociedad occidental. Una falsa conciencia que pretende vivir de espaldas al mundo y que aspira fútilmente a preservar su nicho aislado de las miserias de una sociedad enferma, justificando su inane resignación política y conservador acomodamiento biográfico en que la batalla está perdida antes de luchar, ya que nada se puede hacer para cambiar las cosas. En las lúcidas palabras de Manuel Sacristán: “Hay alienación en el sentido de Marx joven cuando los individuos creen que son fatales, por naturales, cosas que dependen de su conducta o de la de otros individuos, y que, sin embargo, cambiarían al cambiar esas conductas”.[vii]
Así pues, un componente decisivo de la efervescencia política en curso es esta explosión de nueva sociabilidad que, a través de las cuñas luminosas de las plazas y las asambleas, acomete la ímproba tarea de tratar de liberar de los esclerotizados corsés que las comprimen unas relaciones humanas que puedan aspirar a ser realmente fraternas. Recuperando así,de paso, el compromiso ético y político basal de la izquierda clásica, que parte de la premisa de que para alcanzar un mínimo bienestar individual se ha de voltear el injusto mundo común. Principio neurálgico que queda bien ilustrado en los sobrios términos de este bello aforismo quincemayista, carga de profundidad contra el, tan extendido, conservadurismo vital-pragmático: “no podremos conservar lo que tenemos sin aspirar a conquistar lo que nos deben”.
De esta suerte, al parar un desahucio o celebrar una asamblea en la plaza del barrio para hacer frente a problemas comunes se están poniendo los mimbres de un embrión de poder popular basado en iniciativas ciudadanas concretas. Estos gérmenes de auténtica socialización son los que, en caso de extenderse, podrán minar los mecanismos represivos que apuntalan la falaz cohesión social en las sociedades desarrolladas: la desactivación preventiva de la disidencia y, en caso de fracaso de la opción blanda, el combate feroz contra aquellos atisbos de construcción de redes de autogeshipotión popular que sustraigan del sacrosanto mercado la urdimbre de la vida comunitaria.
De los dos planos interconectados en los que se ha manifestado hasta ahora el movimiento, éste es el de más calado y el más perturbador para el bloque hegemónico. En su desenvolvimiento se ha ido perfilando una doble vía de activismo que, si bien sólo a título analítico, podría ser escindida.
Por un lado, la vertiente reivindicativa de “purificación” democrática: el reformismo regeneracionista de las peticiones de democracia real (reformas electorales, listas abiertas, denuncia del bipartidismo...) y el desvelamiento de la condición de marionetas de los miembros de la llamada clase política, dependientes de los dictados e intereses de lo que la izquierda clásica (con lenguaje que no por decimonónico deja de ser totalmente actual) llamaba el gran capital.
Para visibilizar las demandas de perfeccionamiento democrático se recurre a los métodos tradicionales de manifestaciones, pliegos de reivindicaciones y propuestas de huelgas generales, confiando en la utilidad pedagógica de estas demostraciones para convencer al pueblo de la absoluta falta de interés por parte de la llamada clase política en la regeneración democrática del sistema.
Paralelamente, y más allá de esta praxis clásica y quizás poco innovadora, se desarrollan una serie de acciones directas de lucha por pisoteados derechos sociales como el de la vivienda (a través de la paralización de desahucios), la denuncia de la flagrante impunidad de la banca, la alianza con sindicatos minoritarios no vendidos al poder y el intento de fusión del quincemayismo con organizaciones sociales y plataformas populares anticapitalistas previamente existentes.
Esta imbricación desde abajo con asociaciones y organizaciones sectoriales que tienen larga experiencia en la lucha por conquistas concretas, pero animadas siempre por un pensamiento alternativo global, puede canalizar y potenciar la fuerza social del movimiento insuflando recíprocamente a estos colectivos la frescura y la efervescencia del 15-M.
El reforzamiento de un sector público, llamémosle voluntario, de personas y colectivos que, sin la adormecedora y desactivadora intervención de la maquinaria burocrático-asistencial del Estado (fundaciones privadas, ONG's y demás agentes desmovilizadores de las masas), pueda crear nuevas mallas de organizaciones autogestionadas, debería ser pues un objetivo estratégico del levantamiento. Redes y plataformas ciudadanas que canalicen reivindicaciones e iniciativas populares a través de los grupos que luchan por evitar una salvaje operación urbanística, por la conservación de un bosque, contra las nucleares y demás industrias contaminantes, a favor del uso de la bicicleta como medio de transporte, de las energías alternativas y demás batallas por humanizar el entorno social y la vida comunitaria.
Como viene practicando históricamente la izquierda libertaria, la autoorganización y autogestión populares y la creación, en las entrañas de la sociedad crematística, de ámbitos de vida social basados en los principios de la tradición comunista, son medios de resistencia imprescindibles en tiempos de derrota y reflujo del fallido intento de las organizaciones obreras por asaltar los cielos.
Así, en la capilaridad de las luchas concretas de las asambleas de barrios y demás iniciativas ciudadanas contra los impunes atropellos de los desahucios, contra los filibusteros de la banca y los pelotazos de los especuladores inmobiliarios o por la asistencia solidaria a los múltiples grupos sociales desfavorecidos, se consiguen crear convivencia y creatividad colectivas, tejiendo los mimbres de la perentoria transformación radical de la vida cotidiana.
Esta fusión del quincemayismo, en fin, con estos rescoldos de resistencia y activismo populares, con grupos organizados de ciudadanos que combinan la lucha en cada pueblo y en cada barrio con un ideario anticapitalista y la vocación de interconexión frente al enemigo común, puede ser, si cuaja, la principal contribución del 15-M a la constitución de un frente popular de resistencia contra las innúmeras tropelías del régimen imperante.
En la ligazón entre la micropolítica (federación de comunidades de base e iniciativas populares autogestionadas) y la macropolítica (manifestaciones, huelgas, asambleas...), así como en la combinación de los tres ejes axiales de la nueva praxis política encarnada en un stato nascente (la pedagogía, la resistencia y el activismo), habrá de encontrar el levantamiento en su desarrollo problemático su capacidad de sedimentación social.
De este modo, la pedagogía social, entendida como propaganda y denuncia del fascismo postmoderno, que bajo el envoltorio de democracia y libertades formales encubre la sumisión total a los dictados del poder corporativo; la resistencia, materializada en la construcción de redes de socialización, ámbitos de debate y demás modelos de relaciones interpersonales ajenos a la mercantilización absoluta de la vida ejercida por la cultura dominante. Y, por último, el más clásico aunque desprestigiado activismo, capaz de crear grietas en el armazón del poder al hilo de las cotidianas luchas populares, habrían de ser los ámbitos de intervención político-cultural que porfíen por consolidar una masa crítica de contestación social al poder vigente.
Todo ello galvanizado por las llamadas redes sociales, que han cumplido una extraordinaria función de lubricantes y catalizadores de las posibilidades de comunicación, coordinación y expansión del movimiento.
Obviamente, la utilidad de Internet ha sido enorme para conectar diversos colectivos e individuos que, ex nihilo, trataban muy precariamente de organizarse y de construir embriones de plataformas ciudadanas a través de las asambleas, sin gozar en absoluto de acceso a las palestras públicas y mediáticas. Inicialmente, las enormes potencialidades de interconexión y difusión de las redes sociales y las tecnologías de la información facilitaron enormemente la ebullición de las acampadas, sirviendo de adhesivo y aglutinante para configurar una masa crítica de protestantes y canalizar con fluidez la coordinación entre los distintos focos. Sin embargo, en una fase posterior, de consolidación y expansión del movimiento, las herramientas tecnológicas han retornado a su función auxiliar ordinaria de servir de altavoces de las movilizaciones y convocatorias que estos nuevos agentes sociales van gestando cara a cara en sus comunidades de base, asambleas de barrios y órganos de decisión a través del contacto directo de sus componentes.
Por otro lado, la interesada y manipuladora afirmación de que la fuerza popular inicial del quincemayismo tenía un pilar fundamental en las hipostasiadas redes sociales ha quedado retratada como un arma de desactivación y trivialización de la protesta por parte de los mass media. Muy interesados éstos en insinuar, invirtiendo los términos (como en el caso de las revueltas árabes), la dependencia de las nuevas tecnologías de la comunicación por parte del levantamiento, como si las circunstancias objetivas que lo nutren masivamente de argumentos pudieran quedar únicamente como telón de fondo decorativo. Y dejando caer sibilinamente la falacia, para rematar el intento desactivador de la potencia del proceso, de que sin Internet éste no habría tenido lugar, como si todo el complejísimo esfuerzo de organización ciudadana que lo alumbró se pudiera reducir a un happening frívolo y ornamental y la catástrofe social que lo engendró no tuviera en sí misma la suficiente fuerza para soliviantar a una población inerme ante sus efectos.
En cualquier caso, el desvalimiento y fragilidad de esta explosión de luciérnagas sociales en el árido y siniestro páramo circundante deja el desasosegante temor de que la endeble erupción de este estallido de luz pueda disolverse progresivamente en el cúmulo de anestésicos, trampas y manipulaciones puestos inmediatamente en marcha para facilitar la absorción y la digestión del proceso en un ámbito reformista-decorativo.
Los constantes intentos de los conmilitones político-mediáticos por descafeinar, engullir y pulir las aristas más insurgentes del movimiento tienen su correlato en la casi total ausencia de organizaciones políticas o sindicales que puedan servir de nodrizas que afiancen y extiendan la explosión inicial.
Así pues, esta repentina y sorprendente repolitización de amplias capas de la población, ajenas al festín de la euforia de pelotazos y de nuevos ricos de los años del espejismo de bonanza posterior a la entrada en el club de Maastrich, habrá de encontrar vías y recursos de consolidación socio-política para no disolverse en un apéndice decorativo, domesticado por las voraces estructuras del complejo político-mediático-corporativo. Conglomerado dominante que, después de la sorpresa y el desconcierto iniciales, ha puesto en marcha la poderosísima maquinaria de absorción de disidencias, limándolas de los aspectos más peligrosos para el statu quo y tratando enérgicamente de absorberlas en su tela de araña de adormecedoras y vanas promesas transformadoras. Se trataría, usando el potente arsenal de manipuladores y demagógicos sofismas de los tabloides y los estados mayores de la propaganda partidista, de convertir el 15-M en un suceso naïf, protagonizado por ingenuos y soñadores jovencitos y fácil de disolver como un azucarillo al descender el impulso y la energía iniciales.
A todo ello, quizás, puedan contribuir involuntariamente algunas tendencias operantes en el interior del levantamiento, que pueden ofrecer flancos débiles ante el ataque del enemigo y facilitar su maquiávelico intento de fagocitación y deglución del proceso.
Ejemplificando lo anterior, y sin pretender negar en absoluto la virtualidad pedagógica y la aceptación popular de las reivindicaciones recurrentes de mayor pureza democrática, reformas electorales, medidas contra la corrupción, daciones en pago y demás parches socialdemócratas, todas ellas parten de la falsa ilusión de la capacidad del poder político de embridar al económico, cuando la historia reciente del neoliberalismo hegemónico demuestra fehacientemente lo contrario.
¿Qué sentido tiene que un movimiento que se presenta como alternativa al sistema elabore propuestas para reformarlo? ¿Qué necesidad hay de caer en la agotadora vorágine de construir ex novo un supuesto poder constituyente cuando el propio levantamiento, incluso sin pretenderlo expresamente, ya lo encarna?
Este reformismo light de las iniciativas legislativas populares y los pliegos de quejas al congreso corre el peligro, como estamos ya presenciando, de facilitar su asimilación descafeinada por una clase política experta en marketing electoral y en ofrecer al pueblo el hueso de su supuesta comprensión y aceptación de parte de las propuestas reformadoras, para aplicar inmediatamente la máxima gatopardista de cambiar todo en apariencia para que todo siga igual.
En mi opinión, la potencia política de este levantamiento heterodoxo, sin líderes carismáticos ni comités centrales o estructuras jerárquicas, reside precisamente en su negativa a ejercer la interlocución con el poder político establecido. Entramado éste que, a través de mesas de negociación y demás parafernalia mediática, puede venderse una vez más como único y legítimo representante de la gran masa ciudadana, frente a minoritarios colectivos de protestantes a los que ofrecer la golosina de nimias y simbólicas concesiones. Si los que elegimos no tienen poder y a los que realmente tienen poder no los elegimos, entonces el levantamiento ha de escapar de cualquier tentación cortoplacista de llegar a componendas con las marionetas de los hemiciclos. Además, por esta vía oficialista se desvían energías que podrían encaminarse a reforzar la constitución de un auténtico contrapoder popular a través de las comunidades de base, combinando la potenciación de organizaciones populares ya existentes con la creación de otras nuevas.
De este modo, en lugar de reclamar inútilmente reformas de pureza democrática a un poder que no es tal, se trataría de ayudar a la ciudadanía a desarrollar su propio poder autónomo gracias a su organización y actividad comunitarias. Ello es lógicamente un proyecto a largo plazo, pero los atisbos que se observan en la lucha contra los desahucios o en la fusión del quincemayismo con organizaciones sociales de todo tipo permiten alimentar la expectativa de que estas iniciativas ciudadanas puedan arraigar y consolidarse.
Aprovechando las experiencias de los movimientos de estudiantes defensores de la enseñanza pública contra la privatización mercantilista de la universidad; las luchas de los colectivos que defienden los derechos de los inmigrantes (denunciando los centros de internamiento, auténticos campos de concentración incrustados en nuestras muy modernas y “democráticas” sociedades); así como ejerciendo el pisoteado derecho a la vivienda a través de la okupación de viviendas vacías, sustrayéndolas de las lógicas especulativas de los tiburones inmobiliarios, se van generando relaciones sociales de autogestión colectiva que cuestionan frontalmente las reglas del omnipresente mercado y de las instituciones a su servicio.
En resolución: se trataría de fusionar las caudalosas energías liberadas por el levantamiento con los procesos organizativos ya en marcha (surgidos también de oleadas anteriores de protestas contra la guerra imperialista criminal en Irak, el movimiento antiglobalización o las masivas movilizaciones por el derecho a la vivienda), para extender esta eclosión de luciérnagas sociales hasta convertirla en una benigna plaga de regeneración de la ominosa realidad circundante.
Quizás esta exploración de actuaciones concretas y de generación de poder popular evitaría ciertas tendencias autocomplacientes y espiritualistas consecuencia de un fetichismo asambleario deslumbrado por su propio éxito.
Así, el agotador método de consensuar en plenarios todas las propuestas, a pesar de su evidente utilidad inicial para hacer acto de presencia política, resulta un procedimiento claramente frustrante e impracticable a medio plazo, pudiendo además obstaculizar la necesaria descentralización y extensión del movimiento al eternizar los procesos de toma de decisiones. La mayor concreción de las competencias de las comisiones sectoriales y asambleas barriales en torno a cuestiones más apegadas a los problemas cotidianos de la ciudadanía contribuye a evitar el bloqueo desalentador de las interminables discusiones (en ocasiones sobre aspectos nimios y sumamente autorreferenciales) en los plenarios de las asambleas. De hecho, el inteligente abandono progresivo de las multitudinarias acampadas, sin duda emocionantes y masivos aldabonazos fundacionales de efervescencia popular, sustituyéndolas gradualmente por la propagación del movimiento a las asambleas de barrio, es el camino que puede consolidar la implantación ciudadana del levantamiento garantizando, de forma menos efectista pero más profunda, su expansión a largo plazo.
Asimismo, la asunción dogmática, por la mayor parte de los moderadores e intervinientes en las asambleas, del femenino como genérico (llegando incluso a reprobar vivamente el uso del castellano normal), además de totalmente artificial y metafísica, resulta contraproducente para el supuesto objetivo que se pretende conseguir. Como si el simple hecho de sustituir el género lingüístico, alterando unilateralmente la relación entre significante y significado y provocando confusiones cuando menos innecesarias,fuera a modificar las, sin duda discriminatorias y alienantes, prácticas sexistas que sufren cotidianamente las mujeres. Como argumenta brillantemente Alba Rico, “Lo que me preocupa no es si soy machista cuando utilizo el genérico (general) “Hombre” sino si soy lo suficientemente feminista para tener el derecho a usarlo. Los genéricos son, deben ser, reivindicaciones feministas. Son derechos feministas: el derecho de las mujeres a quedar englobadas bajo instancias comunes. Estoy a favor de los genéricos, en medicina, en el lenguaje y en la ley. La ley es un genérico. Lo contrario es un “privilegio” –una ley privada– y el gineceo es también un privilegio al revés, un privilegio volteado y negro. No estoy seguro de que nombrar el gineceo, mientras las mujeres sigan en él, sea una forma emancipatoria de visibilizarlas. Si escribiéramos todo el rato “hombres y mujeres” –como condición para permitir el acceso, por ejemplo, a determinados lugares– esa diferencia debilitaría el derecho universal de acceso; podríamos pensar en una concesión paternalista: ¡incluso a las mujeres –y por qué no, si alargamos un poco la mano, a los perros– se les permite entrar! No hay que jugar con la blancura de la nieve ” [viii]
Sin duda esta, sumamente impostada y artificiosa, práctica de censura lingüística basada en la imposición de un lenguaje “asambleariamente correcto” (autodenominado lenguaje “inclusivo”, cuando sería más bien “exclusivo” de ciertos grupos feministas), deriva directamente de la creciente proliferación de los estudios de género en los departamentos de ciencias sociales y en las tesis y posgrados universitarios, nada sospechosos por cierto de radicalismo antisistema. Sin embargo, en su versión quincemayista, además de transgredir flagrantemente los ideales y principios de tolerancia y respeto del movimiento tratando de imponer un peregrino y chocante uso del castellano de forma autoritaria y acrítica, tiene el deletéreo efecto de desviar el foco de atención de asuntos obviamente más relevantes.
Existe además una contraprueba de la inanidad de esta “innovadora” norma lingüística que sus acérrimas defensoras parecen olvidar: las secuaces del PSOE en las poltronas gubernamentales, viva encarnación del falso progesismo encargado de otorgar un barniz moderno y cool a las draconianas políticas neoliberales de sus colegas ministeriales, también dicen 'todos y todas' y rigen ministerios de igualdad y consejerías de la mujer que desarrollan políticas, en el mejor de los casos, cosméticas, sin alterar en absoluto las profundas estructuras socioeconómicas discriminatorias con las mujeres.
Vayan estas acotaciones y pequeñas aristas críticas como pequeñas enmiendas parciales que en ningún caso desvirtúan la extraordinaria importancia del proceso en curso, único en la historia reciente de Occidente, que pone claramente en cuestión los fundamentos de una realidad social totalmente desnortada, abriendo enormes compuertas de expresión de las frustraciones sociales antes silenciadas.
Este fértil humus de repolitización y organización ciudadanas podrá estar en condiciones de servir de catalizador para potenciar la respuesta popular a los dramáticos acontecimientos que se avecinan al compás de la evolución catastrófica de la depresión económica y las crecientes agresiones del bloque hegemónico contra los demediados derechos de los trabajadores.
Es de prever que el agravamiento a ojos vista de la crisis sistémica actualmente en curso y el progresivo empeoramiento de las condiciones de vida de capas crecientes de la población puedan servir de revulsivo para ensanchar la base social del levantamiento, integrando a los ingentes grupos de excluidos por los embates del capital en las filas de los protestantes y descontentos.
Señaladamente, el hundimiento acelerado (ante la parálisis y el patético desconcierto de sus jerarcas) del buque insignia del capitalismo europeo, representado por el grotesco sainete del desesperado pero inútil intento de salvamento de la decrépita y ruinosa Zona Euro, habría de servir de acicate para amalgamar las protestas de los distintos pueblos logrando que la marea de descontento recorra, como aquel fantasma del Manifiesto Comunista, de nuevo la vieja Europa. El caso concreto de Grecia y su catastrófica situación puede ser el eslabón más débil de la frágil y oxidada cadena de la moneda única, cuya ruptura inminente arrastrará a la Unión Europea a una crisis sin precedentes de consecuencias impredecibles. En esta dramática tesitura, la extensión y agudización de los formidables impactos que este cataclismo económico y social podría provocar a escala mundial habrían de facilitar enormemente la resurrección del viejo principio genéticamente constitutivo de la izquierda clásica: el internacionalismo.
Si las organizaciones populares emergentes en todo el planeta se fortalecen lo suficiente con esta, previsiblemente aciaga, evolución de los acontecimientos, aprovechando el ámbito global de los mismos para establecer lazos y mecanismos de coordinación entre los distintos colectivos, podrán estar preparadas para afrontar la defensa de los pisoteados derechos de los pueblos ante los crecientes atropellos y desmanes que un capitalismo cada vez más desesperado y avasallador sin duda cometerá.
En cualquier caso, la simple aparición de un levantamiento popular espontáneo contra el aplastamiento progresivo de los derechos ciudadanos perpetrado por un sistema crecientemente senil y desalmado exige, dada su novedad y fragilidad, no caer en argumentos impacientes o maximalistas que sueñan con Palacios de Invierno y con atajos pseudorevolucionarios totalmente anacrónicos. Es necesario, pues, practicar la indulgencia y valorar enormemente lo que de revulsivo contra la apatía, la docilidad y el control social de la población caracteriza a un proceso de rebelión contra la deshumanización rampante que impregna las sociedades regidas por el fascismo postmoderno. Esta ruptura de la narcosis colectiva, que no se arredra ante el casi omnímodo poder del enemigo y trata de introducir, paciente y capilarmente, una cuña en la hegemonía aplastante de los Zeus tonantes de los llamados mercados y sus esbirros en la política, representa la eclosión al fin de atisbos crecientes de resistencia popular que podrían contribuir a conformar una masa crítica para un levantamiento generalizado.
Mientras tanto, celebremos esta explosión de luciérnagas sociales que representa, como refleja el bello texto reproducido más arriba, el primer ¡basta!, la rotunda negativa al postrer repliegue ante los desmanes del poder y las humillaciones populares que se multiplican por doquier.
De las posibilidades de expansión futura de este magma incandescente dependerá que la oscura negrura de la noche neoliberal pueda ser rota por un resplandor de rebelión que reconquiste las enormes parcelas de humanidad expoliadas por la supeditación de la vida humana a un mutante depredador que engo
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