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"¿Porqué Túnez? ¿Porqué el Cairo?" por Issandr El Amrani
06 feb 2011
Traducción (rápida) al castellano del artículo "Why Tunis? Why Cairo?" aparecido en el London Review of Books el 4 de febrero, por el blogger egipcio Issandr el Amrani.
‘Egipto no es Túnez' repiten constantemente los expertos en televisión después de que Zine Abedine Ben-Ali salió de Túnez para Arabia Saudi. Evidenciaban las diferencias entre los dos países: uno pequeño, bien educado, mayoritariamente de clase media; la otra, el país más poblado del mundo árabe, con un alto nivel de analfabetimo y unas disegualdades siempre crecientes. Túnez era un estado policial represor en qué la información estaba controlada estrictamente y la mayoría de gente no se atrevía a criticar los líderes en voz alta. El Egipto era una dictadura militar que consentía cierta cantidad de libertad de expresioń, mientras no tuviera consecuencias políticas: podías criticar al presidente, pero no podías lanzar una campaña para derrocarlo. En Túnez, una familia presidencial rapaz se llenaba los bolsillos robando a todas las clases sociales. En Egipto, la mayoría de las elites se beneficiaba de la estabilidad garantizada por el régimen, y aunque la corrupción fuera endémica, no se identificaba generalmente con una sóla familia.

Pero había también importantes parecidos. En años recientes, la legitimidad de ambos régimenes empezó a declinar; en ambos países los gobernantes estuvieron en el poder por tanto tiempo que la mitad de la población no tiene ninguna memoria de quién había antes – más de 23 años en el caso de Ben-Ali, casi 30 en el caso de Hosni Mubarak. La población no tenía certidumbres para el futuro. Ambos regimenes habían vaciado de significado la política formal, prohibiendo cualquier partido que tuviera apoyo popular y restringiendo los otros al estatus de oposición leal, así eliminando los intermediarios entre el estado y los ciudadanos que podrían haber negociado un fin para la crisis. La supuesta estabilidad de ambos regimenes dependía de las relaciones estratégicas con Occidente. Túnez gozaba de una relación provilegiada y calurosa con París: tenía una función tranquilizadora para los franceses, preocupados por la creciente visibilidad de su minoría musulmana, porque podían mirar con aprovación a un país musulmán que defendía en voz alta su laicidad, como una señal que aunque fuera una dictadura, era ilustrada y progresista. Por lo que atañe Egipto, aunque Anthony Eden había descrito Nasser como “Hitler en el Nilo”, después de los acuerdos de Camp David de 1978 este país se había convertido en un pilar de los intereses americanos en Oriente Medio y – a través de su retirada del conflicto árabo-israelí – un involuntario aliado del expansionismo del estado sionista.

Pero sobretodo, Túnez y Egipto eran los últimos países en que la mayoría de personas – sean expertos o ciudadanos cualquiera – se hubieran esperado ver unos levantamientos como los de las últimas semanas. La tarde del 27 de enero estaba en un hotel en Túnez, con los ojos pegados a Twitter para las noticias de lo que estaba pasando en Egipto. Había llegado la semana anterior para escribir sobre la revolución tunisina, que el 14 de enero había obligado a Ben-Ali a la huida. El estado de ánimo en Túnez era exhilarante, ls situación parecía llena de posibilidades. No reconocía el país que conocía: un pueblo que pensaba aterrorizada por años de sutil terror psicológico, practicado por uno de los regimenes policiales más sofisticados del mundo árabe, había cambiado de un día al otro. En mi última visita en Túnez, en 2003, la gente parecía en el borde del ataque de nervios, y de alguna manera – aunque sea cruel decir esto – cómplices a través de sus predicamentos. Ahora los tunisinos están disfrutando de la libertad no sólo de expresarse, sino también de imaginar la forma futura que su país podrá tomar.

Poco antes de las doce de la noche, empecé a recibir llamadas del Cairo diciéndome que ya no funcionaba internet. Pocos días más tarde me enteré que la Seguridad del Estado había estado monitoreando y controlando el flujo de voces y comunicación desde el primer día de la protesta, durante la cual habían cerrado o disminuido la capacidad de las torres de telefonía móvil en las áreas en dónde los manifestantes se estaban reuniendo. Era el primer signo de pánico del régimen. Cómo me dijo un amigo, “era como si nos hubieramos dormido en Egipto, y despertamos en Corea del Norte”.

Yo viví en Egipto por 11 años. Internet nunca estuvo censurada. La prensa privada ha florecido y ha conseguido cubrir las noticias de la forma crítica que faltaba en los medios de comunicación controlados por el estado. Había una limitada libertad de asociacioón; el régimen de vez en cuando reprimía las protestas, especialmente si había islamistas involucrados, pero normalmente tenía bastante tolerancia con las protestas. Se había apropiado, aunque de forma poco convincente, del discurso de la oposición sobre las reformas, pero moviéndolo hacia una modalidad neo-autoritaria. Egipto es un país profundamente globalizado, que depende de las inversiones estranjeras y del dinero del turismo, cuyas relaciones publicas subrayan siempre su naturaleza “moderada” y la abertura de sus poblacioón. Pero no habrá vuelta atrás después de los eventos recientes: esto está aún más claro después del cierre de internet, de los enfrentamientos violentos entre los antidisturbios de la policía y los manifestantes, y de la manipulación cínica de la seguridad por un régimen en punto de muerte.

El significado de la revolución tunisina fue de demonstrar que un cambio es posible en el mundo árabe; fue una mecha que enconntró combustible ya preparado en Egipto y en otros sitios. El alcance de los eventos en Egipto es diferente: la legitimidad de los regimenes republicanos apoyados por el ejército de los 50 y 60 se ha esfumado, pero ellos también están aprendiendo del ejemplo tunisino y no pararan delante de nada para mantener su posición. La cuestión no es tanto si Mubarak sobrevivirá como presidente de Egipto, sino si el régimen que representa – su generación de oficiales militares eran los directos sucesores de los que participaron en el golpe de estado que derrocó la monarquía – será capaz de continuar.

El hecho que Mubarak indicara a su jefe de inteligencia y confidente de siempre, Omar Suleiman, como vicepresidente (y de hecho, apariente heredero) el 29 de enero, y el discurso que dió el 2 de febrero anunciando que renunciará al cargo en septiembre, cuando están previstas las elecciones presidenciales, testimonia la lealdad que este ex-piloto de las fuerzas aéreas tiene hacia la institución que moldeó su vida: el ejército. Ya que la vida normal ha parado en el país, y que la policía y las fuerzas de seguridad han desaparecido en muchas ciudades, el ejército es ahora la única institución que puede preservar la legitimidad a los ojos de los manifestantes, que al principio dio la bienvenida con flores a los soldados. Pero, como aprendí en Túnez, el estado de ánimo popular puede cambiar rápidamente, y después del triste espectáculo de los soldados mirando como los pro-Mubarak atacaban a los manifestantes en plaza Tahrir con espadas, barras de metal y cokteles molotov, la esperanza de una transición gradual y negociada hacia la democracia es prácticamente nula. O el ejército seguirá mirando y dejando que la multitud crecida por el régimen acabe con las protestas, o se girarán en contra de él, con los jóvenes oficiales reemplazando (?) a Mubarak y Suleiman y a la generación de ancianos que son el estado egipcio “profundo”. Esta última posibilidad, desafortunadamente, no parece probable.

Que el ejército se encuentre en esta posición representa un gran fracaso: en primer lugar, del complejo estado policial que ha establecido en las últimas décadas precisamente para distanciarse, como institución, de la represión cotidiana que mantenía el régimen en su sitio y que aseguraba que no emergiera ningun plausible líder de la oposición. Desde los acuerdos de Camp David de 1978, el ejército se aprovechó de su papel en el conflicto árabe-israelí. El ejército egipcio regular, con más de 460.000 hombres, 4000 tanques y cientos de aviones de combate, con su servicio militar de tres años (usado en gran parte para proveer de trabajo gratuito a las granjas y fábricas del ejército que trabajan productos lácteos, carne, agua embotellada y un sinnúmero de otros bienes), sus lujuosos servicios sanitarios y círculos de oficiales, nunca ha tenido que justificar su existencia o el peso que representa sobre el gasto del estado.

Al mismo tiempo, unos servicios secretos en los cuales se considera que haya un par de millones de empleados, incluyendo a los informadores, formaba un gobierno paralelo que desactivaba las protestas localmente. Era el personal de los servicios secretos, no los ministros del gobierno, que negociaron con los trabajadores en huelga y contuvieron las manifestaciones anti-Mubarak que explotaron después de 2005 en reacción del deseo apariente del presidente de mantenerse en el cargo para toda la vida y asegurar la sucesión de su hijo Gamal. Los egipcios con algun peso público – políticos, hombres de negocios, periodistas – tenían unos encargados de seguridad, unas relaciones que servían para intimidar, premiar, guiar. El resultado era un ecosistema político con mucha más flexibilidad del que había en Túnez bajo Ben-Ali; pero esta flexibilidad tenía sus límites, y el sistema se demostró sorprendentemente incapaz de adaptarse cuando se encontró delante de un movimiento de protesta sin líderes. Resultó que la mayor debilidad de la oposición egipcia, su incapacidad en generar un líder carismatico con un fuerte apoyo popular, también fue su fuerza.

El hombre al centro de este fracaso es Habib al-Adly, el ministro del interior de Mubarak desde noviembre de 1997. A pesar de los escándalos sobre la generalización de las torturas, del declive de la calidad del trabajo policial (los fiscales egipcios muchas veces dejan los casos porque los abogados de la defensa pueden probar plausiblemente, y casi siempre verídicamente, que la confesión de su cliente fue extraída bajo tortura), tres grandes ataques terroristas en el Sinai y varios accidentes menores en el Cairo, y el resentimiento creciente por la intrusión de los servicios secretos en las vidas de las personas, al-Adly se afirmó como uno de los hombres fuertes de la era final de Mubarak.

Fue el primero de la nueva generación de servicios secretos que se convirtió en ministro de interior. En los 90 fue entrenado por el FBI y trajo algunos de sus métodos, especialmente después de que la guerra de Irak aumentó las dimensiones y alcance del movimiento anti-Mubarak. Controlaba la Seguridad de Estado, un cuerpo que ha sido utilizado por mucho tiempo para cortar la oposición interna (antes se centraba en los comunistas, luego en los islamistas) y en la última década ha manipulado a los políticos de la oposición, ha intentado reducir las inquietudes de los trabajadores, y sirvió como corredor electoral. Se percebía como la primera línea de defensa de la familia de Mubarak, en su intento de imponer Gamal como sucesor de Mubarak.

La desaparición de al-Adly después de los eventos del 28 de enero – desapareció de la vista pública a partir del día siguiente, cuanto el ejército cogió el edificio del Ministerio de Interior – es central para entender correctamente lo que ha estado sucediendo en Egipto. La victoria apariente del movimiento de protesta contra los antidisturbios de la policía, el viernes 28 de enero, obligó al régimen a hacer lo que sólo se hizo dos veces desde la guerra de 1973: a desplegar los militares. Cuando Sadat hizo lo mismo en respuesta a las protestas para el pan en 1977, el ejército consintió a la intervención sólo a condición que el precio del pan bajara. En 1986 la policía antidisturbios – hecha principalmente de reclutas rurales y analfabetas – protestó contra la extensión de su periodo de reclutamiento: los helicópteros de ataque dispararon contra ellos mientras salían de sus cuarteles cerca de las pirámidas y se dirigían hacia el centro del Cairo. Desde entonces, Mubarak mantuvo el ejército fuera de la vida pública: la identidad de los oficiales superiores – nombres muy conocidos durante las guerras con Israel – es desconocida a la mayoría de los egipcios.

Según las noticias que circulan en la prensa egipcia, al-Adly fue avisado por Mubarak mismo a las 5 de la tarde del 28 de enero que el ejército estaba a punto de llegar al centro del Cairo. Las mismas noticias sugieren que al-Adly, frustrado, decidió retirar toda la policía del centro y de desplegar los baltagiya – matones pagados por la policía para pegar a los manifestantes – con ordenes de robar y provocar el caos (en internet ha aparecido un documento del Ministerio de Interior que parece confirmar esto). Más tarde, el mismo día, se dejó escapar a prisioneros de las principales prisiones de Egipto y algunos prisioneros políticos fueron ejecutados (noticias aún sin confirmar). En sitios que se sabe que son utilizados por las fuerzas de seguridad, se han hecho agujeros en qué enterrar y quemar documentos, grabaciones en cintas y CD. Pandillas de ladrones, a algunos de los cuales luego se le encontraron targetas de identificación de los servicios de seguirdad, robaban en supermercados de las afueras de la ciudad.

El día siguiente los robatorios y la violencia eran en todos lados. Se organizaron grupos de vigilancia en los barrios que organizaron puestos de control con una seriedad casi cómica, controlando los documentos de los transeuntes más inocuos. Los tanques bloquean los cruces más importantes, especialmente cerca del centro, y los helicópteros vuelan arriba. Todo el despliegue militar parece orquestado intencionalmente para crear alarma: la mayoría de personas nunca han vivido nada como esto – El Cairo se ha convertido, en pocos días, de una de las capitales más seguras del mundo, en una especie de Sarajevo o Bagdad.

Hay una razón por la cual los manifestantes empezaron la protesta el 25 de enero: es el día en qué, en 1952, las tropas británicas masacraron a agentes de la policia en Ismailiya, una ciudad a medio camino por el Canal de Súez. En la era de Mubarak se conoció como el Día de la Policía y se celebraba con marchas y demonstraciones organizadas por el Ministerio de Interior: su punto álgido en el Cairo era una procesión de lanchas por el Nilo. La televisión de estado generalmente marcaba la ocasioón con una intervista en hora de máxima audiencia con el Ministro de Interior, durante el cual el entrevistador (en los últimos años, un adulador del régimen más conocido por su jadeo y por el asombroso peinado de su pelo sucio de nicotina) aplaudía las proezas de las fuerzas de vigilancia del Ministro. Toda esta pompa aumentó notablemente en la última década, una señal de la creciente confianza de Mubarak en la represión. En 2009 anunció que el Día de la Policía sería fiesta nacional: esto significó (providencialmente) que el 25 de enero los manifestantes tenían el día libre. La dimensión de la protesta – sólo en el Cairo se calcula que unas 20.000 personas participaron en la marcha: aunque al-Jazeera y otros exageraron, pretendiendo que eran más de 100.000 – sorprendió a los participantes mismos. Lo que pasó luego, que culminó en la “marcha del millón” el 1 de febrero, no tenía precedentes. Lo más impresionante fue la falta de miedo entre los manifestantes, la mayoría de los cuales estaban participando en un evento político por primera vez.

Por la tarde y noche del 28 de enero, resultó claro para todo que estaba a punto de llegar una batalla campal. (La asociación egipcia de fútbol anunció el día anterior que suspendría el partido entre el equipo más popular de Egipto, al-Ahly, el Nacional, y el-Shorta, la Policía.) Al mediodía, los manifestantes habían combatido por todo el país contra los antidisturbios armados con balas de goma, rifles de pelotas de goma, gas lacrimógeno y vehículos blindados. Combatieron con gran valor, saltando encima de los blindados, rodeando los cañones de agua y sacudiéndolos hasta derribarlos. Los adolescentes corrían hacia los botes de gas lacrimógeno cuando caían, los cogían y los tiraban otra vez hacia las tropas. Algunas veces, los manifestantes que habían venido preparados con mascarillas médicas y toallas impregnadas de vinagre para neutralizar el gas, incluso asistían a los soldados heridos.

El mejor momento de las protestas fue el que luego se conoció como la Batalla del Puente Qasr al-Nil, durante el cual empujaron hacia atrás a las tropas antidisturbios a través de un puente que conecta plaza Tahrir con el barrio alto Zamalek. Los blindados corrían detrás de los manifestantes, y atropellaron a muchos, hasta ser ellos mismos bloqueados e incendiados. Algunos manifestantes intentaron – sin éxito – levantar un camión de la policía arriba de la valla del puente y tirarlo en el Nilo. Noticias parecidas llegaban también de otras ciudades, en particular de Súez e Ismailiya, sugiriendo que allí estaban habiendo enfrentamiento aún más fuertes.

Más tarde ese día, unas 100.000 personas furiosas se reunió otra vez en la plaza Tahrir del Cairo – jóvenes moviéndose alrededor aturdidos por la adrenalina, sin camisetas en el frío de enero, sus pechos y espaldas marcadas por los golpes de las pelotas y balas de goma. Algunos paraban los coches y les sacaban la gasolina para hacer cócteles molotov; otros pegaban fuego a los coches de policía que habían capturadod. La gasolina se usó también para pegarle fuego a los cuarteles del Partido Nacional Democrático, en el poder, justo al lado de la plaza: el incendio tardó tres días en apagarse y llegó peligrosamente cerca del Museo Egipcio, dónde está la colección Tutankhamon. En el medio del caos, algunos manifestantes se pusieron de guardia en la entrada del museo, protegiéndolo de los robatorios. Algunos ladrones consiguieron entrar, pero robaron básicamente de la tienda de regalos, aunque algunas estatuitas fueron encontradas el día siguiente rotas en el suelo, sin duda porque los ladrones se decepcionaron al ver que no eran de oro.

Los manifestantes no pertenecían a ningun partido politico, grupo social, tendencia ideológica o clase social. Algunos venían del profundo Alto Egipto – que generalmente ha vivido menos agitación – y otros de Alexandria. Un hombre que conocí que ha dormido en la calle durante días, me dijo que no se irá hasta que se vaya Mubarak, o él también morirá. Una pareja de clase media, de media edad, emocionados por estar participando en una acción política por la primera vez desde sus días en la universidad en los 70, llevában un papel que decía sencillamente “Vete y deja vivir”. Puede que haya un núcleo de activistas que se habían estado preparando para todo esto, pero son muchísimos más los que están allí sólo porque están hartos.

Una nueva realidad políticas ha tomado forma en Egipto, y supera la complicidad con el poder de larga duración por parte de los partidos de oposición legal : la Hermandad Musulmana, que se unió a las protestas tarde y a regañadientes; y los grupos y figuras de la sociedad civil – Mohammed ElBaradei, por ejemplo – que han intentado, poco convincentemente, tomar el liderazgo del movimiento. A lo mejor hará falta un líder: pero los evento de los últimos días sugieren que el régimen – que ya dividió la oposición formal sobre el tema de las dimisiones inmediatas de Mubarak, es decir la demanda única e innegociables de los manifestantes – no tiene ninguna intención de negociar.

Se ha generado un movimiento pro-Mubarak, pero mucho sospechan que sus miembros son agentes de paisanos y los matones al sueldo de siempre. Tristemente, es posible que esto también incluye a cuadros de bajo nivel del partido en el poder, y egipcios cualquiera manipulados por la propaganda transmitida durante todo el día por el régimen en los 10 canales de televisión de estado (los que miran la mayoría de egipcios), así como en algunos canales satelitares privados. Allí he escuchado decir que la agencia por la cual yo trabajaba, el International Crisis Group, conspiraba en contra de Egipto; el comentarista presentaba como prueba el hecho que el Crisis Group sacó un comunicado sobre la situación en Egipto, y que sus comunicados publicados anteriormente sobre Sudan y Kosovo habían provocado tensiones en estos países. Se decía que George Soros, uno de los financiadores principales de este grupo, era la mente que había detrás de este plan (un sinnúmero de otros Glenn Becks egipcios repetirían la acusación de muamara – 'conspiración' – contra la nación, organizada por “manos extranjeras”). Se intervistaba a jóvenes pro-Mubarak y se les permitía decir que los manifestantes anti-Mubarak eran todos extranjeros y judíos. Una mujer cuyas voces y cara estaban modificadas para esconder su identidad, dijo que había sido una activista anti-Mubarak y que había recibido formación para la subversión por Israel y EEUU.

El régimen está explotando los miedos de una población mayoritariamente pobre e inculta, que sólo pocos días antes se había demostrado capaz de grande solidaridad, y echando al movimiento la culpa de la inseguridad que él mismo ha provocado. Las concesiones hechas hasta ahora – el anuncio de cese de Mubarak, la voluntad de negociar la reforma de la constitución y otras reformas – sólo iban en la dirección de conseguir dos cosas. Primero, de parar las presiones exteriores – y especialmente de EEUU – sobre el régimen. Segundo, de hacer creer que un movimiento de protesta que seguía insistiendo para que Mubarak marchara inmediatamente no estaba siendo razonable. Este argumento convenció a muchas personas que necesitan desesperadamente que las cosas vuelvan a la normalidad.

Cuando Ben-Ali huyó de Túnez, creó un vacío en la cima del estado que fue rellenado de forma imperfecta pero rápida. El gobierno de transición no gusta a muchos, pero un sentido de deber cívico parece haber estabilizado la situación sin recurrir al autoritarismo. Mubarak, por otro lado, creó un vacío de seguridad expresamente para sembrar el pánico. Consintiendo en dimitir, intentó asegurarse de que el régimen sobrevivirá. Egipto no es Túnez, por lo menos aún no.


4 February
Mira també:
http://www.lrb.co.uk/2011/02/05/issandr-elamrani/why-tunis-why-cairo
http://www.arabist.net

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Comentaris

Re: "¿Porqué Túnez? ¿Porqué el Cairo?" por Issandr El Amrani
07 feb 2011
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