Foucault creció en el seno de una familia acomodada. Su abuelo era psiquiatra y su padre cirujano. Estudió en un colegio jesuita, durante la ocupación alemana de Francia. Después de la guerra, se licenció primero en filosofía y luego en psicología.
Entonces era enorme la influencia del Partido Comunista francés, que capitalizaba el prestigio adquirido por la URSS, por su papel en la derrota del nazismo. Como gran parte de los jóvenes inquietos y rebeldes, y siguiendo al filósofo comunista oficial Louis Althusser, Foucault fue miembro del PC entre1950 y 1953.
Por el estalinismo rompió con el marxismo
La dictadura brutal que la burocracia encabezada por Stalin imponía en la URSS era defendida por la militancia comunista con todo tipo de argumentos, o simplemente con el silencio sumiso. Hubo un escándalo célebre, porque la Academia de Ciencias de la URSS, con Trofim Lysenko como héroe, y el Comité Central del PCUS votaron que no existían los genes, que la genética era una “ciencia burguesa”. Se prohibió su desarrollo en la Unión Soviética y fueron encarcelados los genetistas. El justo rechazo de Foucault a estas monstruosidades lo llevó a su definitiva ruptura con el marxismo. Era el camino que emprendían la mayor parte de los intelectuales y académicos que ponían un signo igual entre estalinismo y el marxismo. Desde la década del 30, sólo una ínfima minoría, prácticamente insignificante, se mantenía en la defensa del marxismo revolucionario, encarnado en la oposición trotskista, como fue el caso por ejemplo del sociólogo Pierre Naville. O reivindicaba al marxismo desde una posición antiestalinista.
Las críticas de Foucault a los dirigentes e intelectuales del PC describían una realidad. Señalaba que el Partido Comunista era parte de la institución universitaria y el establishment político, que se limitaba a acompañar los mismos temas y enfoques de la academia, que, por entonces, por ejemplo, dejaban afuera la psiquiatría y el funcionamiento político de la medicina. Además, criticaba el cerrado dogmatismo, “la repetición temerosa de lo ya dicho” (*). Y un tercer elemento, decisivo, fue la utilización en la URSS de los hospitales psiquiátricos para encerrar a los opositores del régimen estalinista, que Foucault comenzó a denunciar a mediados de los cincuenta.
Buscando una sociedad más abierta que la francesa ante su opción homosexual, se trasladó a Uppsala (Suecia). Luego vivió en Varsovia y Hamburgo. Volvió a Francia en 1960 y publicó en 1961 su tesis de doctorado “Historia de la locura en la época clásica”. Fue un impacto, e instaló el debate entre los especialistas sobre el papel de los manicomios, las fronteras entre razón y sinrazón y su tratamiento.
Un intelectual rebelde
Meses después de la revolución de mayo de 1968, Foucault se radicó definitivamente en Francia. Junto a otros intelectuales, como Jean Paul Sartre, era solidario con las luchas y reclamos de los distintos sectores que se movilizaban. Se había hecho conocer más ampliamente por sus libros “Las palabras y las cosas” (1966) y “La arqueología del saber” (1969). Desde 1970 ocupó la cátedra de Historia de los sistemas de pensamiento en el Collège de France.
En 1971 ayudó a fundar el "Groupe d'Information sur les Prisons" (GIP) que se propuso dar una voz propia a los prisioneros, que no prosperó. En 1975 publicó una de sus obras más difundidas, “Vigilar y castigar”. Su último trabajo, “La historia de la sexualidad”, quedó inconclusa. El primer tomo, “La voluntad de saber”, fue publicado en 1976. El segundo volumen, así como el tercero, aparecieron ocho años después, y los tomos prometidos sobre la época moderna no alcanzó a hacerlos. Foucault murió de SIDA a los 58 años en París, en 1984.
(*) "Microfísica del poder". Ediciones La Piqueta. “Verdad y poder”. Entrevista con M. Fontana.
Un antimarxismo alimentado por el fracaso de los partidos comunistas
La influencia de Foucault es muy importante actualmente en las corrientes neoanarquistas, autonomistas y horizontales antipartido. Estas fueron creciendo luego del Mayo Francés, cuando se hizo evidente la traición del PC y que se salvaba una vez más el capitalismo. El desprestigio creciente del “marxismo oficial” y del “socialismo real” impuestos por más de medio siglo por esas burocracias, dio paso a que en los 70 se fueran instalando corrientes idealistas y cada vez más irracionales en la intelectualidad francesa y al rechazo al materialismo histórico (*).
Foucault consideró equivocada la concepción marxista de la existencia de las clases sociales, determinadas por la propiedad privada de los medios de producción, que dan lugar a un poder económico y político dominante (de la burguesía), que se ejerce sobre la gran mayoría, las clases y sectores explotados y oprimidos, en primer lugar sobre la clase obrera. Que existen instituciones y creencias o ideologías (falsas) construidas a lo largo de siglos por las clases dominantes, y que el Estado burgués (asentado en el monopolio de las fuerzas represivas) es el centro institucional de ese dominio sobre el conjunto de la sociedad.
Horrorizado por el régimen totalitario de la burocracia de Stalin, Foucault lo interpretó como la continuidad de la revolución obrera, con lo cual se cuestionó si era “deseable” la revolución y rechazó definitivamente al marxismo y toda política. En su concepción, existen redes de poder a partir de relaciones entre individuos, que interactúan en todos los niveles de la sociedad, dando lugar a sistemas más o menos verticales, más o menos centralizados y represivos, independientemente de los vínculos e intereses materiales de las personas agrupadas en clases determinadas por su ubicación económica y política, como sostiene el marxismo.
Su prólogo de 1972 a “El Antiedipo”, de Deleuze y Guattari, fue muy bien recibido por la militancia anarquista, antimarxista y antipartido. Allí satiriza (tomando bastante de la realidad) a los militantes comunistas, calificándolos de “tristes”, “burócratas de la revolución”, “funcionarios de la Verdad”. Y declara que el mayor enemigo de la humanidad es el fascismo. Pero no sólo el de Hitler y Mussolini, sino fundamentalmente el “fascista” que anida dentro de cada ser humano individual. Proclama entonces una “ética” para no volverse fascista, dirigida principalmente a quienes pretenden ser militantes revolucionarios: rechazar toda centralización, toda jerarquía, toda unidad totalizante, toda representación, y, más que nada, “no se enamore del poder”.
Con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la posterior disolución de la Unión Soviética, al calor de esas revoluciones políticas antiburocráticas, las corrientes antipartido y movimientistas se fortalecieron. Foucault, fallecido en 1984, fue una creciente inspiración. Muchas de sus elaboraciones fueron tomadas por las corrientes que sostienen que cambió el capitalismo imperialista, que ya no va más la ubicación que en algún momento le dio Marx a la clase obrera (que habría desaparecido o cambiado totalmente su papel), que la tarea de la rebelión anticapitalista pasa por el desarrollo de los movimientos sociales (campesinos, indígenas, de genero, de trabajadores y desocupados, etcétera), sin jerarquías ni organizaciones políticas partidarias (que serían de por sí aparatos burocráticos y verticalistas), y sin la perspectiva de luchar por la toma del poder y la revolución socialista.
Uno de los referentes más conocidos de estas concepciones, surgido en 1994, es el Subcomandante Marcos, que encabezó el zapatismo y que hace años que se ha silenciado. En lo académico, podemos nombrar al inglés radicado en México, John Holloway. En la Argentina, tenemos como ejemplo los movimientos de desocupados que se fortalecieron luego del 2001 -los MTD- y muchas de las agrupaciones independientes que existen en las universidades de todo el país.
Lo paradójico es que Foucault fue un rebelde, un luchador hasta que se murió, mientras que la amplia mayoría de los intelectuales argentinos “foucaultianos” son lo opuesto. Un caso relevante es Thomas Abraham, el más conocido de ellos, que apoya a la derecha de Mauricio Macri. Foucault tenía concepciones equivocadas, pero reconocemos su permanente solidaridad con las causas justas. Muchos de sus seguidores son incapaces siquiera de firmar una mínima solicitada contra una represión.
Por nuestra parte, sin desmerecer los aportes que este autor haya hecho en el estudio de las prisiones o de la sexualidad, consideramos que la realidad sigue confirmando al marxismo. Sigue mostrando la centralidad de la clase obrera. Que el poder es de clase, está en manos de la burguesía, y que de todos sus aparatos, el más importante es el Estado. Por último, estamos convencidos de que las monstruosidad del estalinismo fueron lo opuesto del pensamiento y el programa de Marx. Lamentablemente, aquel joven francés brillante e inquieto a comienzos de los años cincuenta no lo vio así.
(*) Véanse, por ejemplo, "Tras las huellas del materialismo histórico", Siglo XXI, 1986, de Perry Anderson, y "Contra el posmodernismo (una crítica marxista)", El Ancora, Bogotá, 1993, de Alex Callinicos.
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