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Notícies :: un altre món és aquí : criminalització i repressió : pobles i cultures vs poder i estats
El derecho de autodeterminación
27 feb 2009
Tras la publicación de mi libro Rumbo a la democracia, he tenido el placer de tener interesantes debates con algunos de mis lectores. Intercambios de opiniones sobre algunas cuestiones polémicas del libro. Una de ellas, lógicamente, es el reconocimiento del derecho a la autodeterminación. El desarrollo de la democracia, tema central del libro, implica, entre otras muchas cosas, la conquista de este derecho.
El tema de los nacionalismos, del derecho a la autodeterminación, es desde luego muy complejo y toda concisión es complicada y puede dar pie a malentendidos y posturas aparentemente intransigentes o simplistas. Es el precio a pagar por la excesiva concisión. Ésta hace que soltemos afirmaciones sin razonarlas suficientemente y esto puede provocar la sensación de que dichas afirmaciones son hechas a la ligera. En un tema tan complejo como éste (como en tantos otros), el problema se puede enfocar de distintas maneras, a veces igualmente válidas. Según cómo se enfoque, se llega a conclusiones distintas. Por consiguiente, a no ser que quede claro que un enfoque es más acertado que otro, conclusiones correspondientes a enfoques distintos pero igualmente válidos son igualmente válidas (aunque sean opuestas). Con esto quiero decir que el concepto de “erróneo” no es siempre absoluto. Lo que es “erróneo” para uno puede ser “correcto” para otro y viceversa. Esto no quita que si uno tiene la convicción de que el otro está equivocado, el primero intente hacerle ver su error al segundo. Realmente así es como se avanza en las ideas y en la resolución de los problemas. Pero también hay que tener claro que no siempre se llega a un acuerdo sobre qué enfoque es más correcto, de aquí surge el concepto de opinión. Hay que intentar convencer al prójimo de las ideas que uno defiende porque cree que son más válidas, pero siempre hay que tener presente que a lo mejor estamos equivocados, y por consiguiente, debemos estar abiertos a cambiar nuestra postura si el contrincante nos convence de que su enfoque es mejor. Dicho esto, a continuación expongo mis argumentos a favor del reconocimiento del derecho de autodeterminación, siendo consciente de que este tema se puede enfocar de distintas maneras. Pero antes de empezar, quisiera aclarar que defender el derecho de algo, no significa necesariamente que uno esté a favor de ejercerlo. Que yo defienda el derecho de autodeterminación no significa que esté a favor de la independencia, como tampoco a favor de la unión. Los razonamientos expresados en este trabajo no dependen de las preferencias personales del autor, no se trata de esto aquí. Pero por si acaso alguien se escuda en el simplista argumento de que el autor defiende dicho derecho porque está a favor de ejercerlo (de “romper” España, como dirían algunos), diré, a título anecdótico y personal, que yo desearía que las distintas regiones o nacionalidades de lo que llamamos hoy España permanecieran unidas, aunque tampoco es un tema que me preocupe en exceso. Para mí lo verdaderamente importante es que los ciudadanos (españoles, catalanes, vascos, andaluces, etc) vivamos en paz, justicia y libertad, y esto, en mi opinión, será posible en cuanto las sociedades sean capaces de organizarse mediante verdaderas democracias donde los derechos humanos se respeten escrupulosamente en la práctica. Pero como demócrata convencido que soy, defiendo el derecho que tienen las partes que componen España a que elijan libremente. Aunque yo piense que la conquista de la verdadera democracia no se conseguirá necesariamente con los separatismos, sin embargo, el hecho de reconocer un derecho que aumenta el grado de libertad de los seres humanos es un paso importante hacia un mundo más libre y justo. Y en mi opinión, una España compuesta de partes que decidan libremente permanecer unidas, resultaría en un Estado más unido realmente. Una unión sustentada en la libertad es una unión natural, con más futuro. El reconocimiento del derecho de autodeterminación de las partes que componen España posibilitaría, tras cierto tiempo, zanjar definitivamente el eterno debate del “Ser de España”. Aunque también es cierto que existe el riesgo de que España se desuna. Pero posponer continuamente los problemas nacionalistas no es tampoco la solución, ni la posible desunión de un país es tan dramática como algunos nos quieren hacer ver. El problema de que la cuestión nacionalista no se zanje, es que impide que los verdaderos problemas de los ciudadanos protagonicen la agenda política. La cuestión de los nacionalismos le viene muy bien a un sistema que no desea que se hable de otras cuestiones, como la posibilidad de desarrollar la democracia para que el pueblo (ya sea vasco, catalán, madrileño, … o español) tenga el verdadero poder, o como la posibilidad de que el sistema económico cambie radicalmente para combatir sus males crónicos (como el paro), etc. La “prueba del algodón” de un demócrata es saber respetar aquellas ideas opuestas a las propias, es defender el derecho legítimo del contrincante. Como decía Voltaire, en lo que puede resumirse como el principio de la libertad de expresión, No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero defendería hasta la muerte su derecho a decirlo.

Para mí, el derecho de autodeterminación (de individuos o colectivos) es algo así como un derecho de elección de convivencia (es en esta faceta en la que me voy a centrar, por ejemplo, también implica el derecho a que nadie interfiera desde el exterior en mis propios asuntos). Cuando digo que tengo derecho de autodeterminación, digo que tengo derecho a elegir convivir con alguien (o con otro colectivo) o no. Este derecho se puede ejercer tanto para iniciar una convivencia, como para finalizarla. En un mundo ideal donde impera la libertad (cierto grado importante de libertad, ésta nunca es infinita), una persona elige libremente asociarse a otra (matrimonio o cualquier otra forma de convivencia), una nación elige libremente asociarse (con cierto grado de asociación) a otras naciones (federación, confederación, etc). A lo largo de la historia, desgraciadamente, dichas convivencias no han surgido normalmente de forma libre sino que por la imposición. Hasta hace muy poco, muchas personas se casaban a la fuerza (incluso hoy en día muchas lo siguen haciendo) y las naciones o Estados se han formado normalmente por la fuerza, en el mejor de los casos mediante acuerdos entre los dirigentes de las partes, aunque sin consultar a sus ciudadanos. Pero aunque esto último ya sería un argumento más que suficiente para deslegitimar cualquier forma de convivencia actual (casi todos los Estados modernos) y por tanto para reivindicar deshacer el mal hecho, es decir, para reivindicar el derecho de autodeterminación, en lo que resta, voy a su poner el caso mejor, es decir, voy a suponer que una convivencia se ha creado legítimamente, con plena libertad por ambas partes (por parte de un Estado y por parte de una región o pueblo determinado). ¿Es que podemos afirmar, como hacen algunos, que los Estados se han formado con el consenso de las partes, con la participación democrática de los ciudadanos de a pie? La interpretación que hacen algunos de la creación de nuestro país es muy discutible, pero aun así supongamos que tienen razón y España se formó “libremente” y por “consenso”. Intento hacer un razonamiento general, válido para cualquier caso, es decir, para cualquier Estado o país del mundo. El derecho de autodeterminación es el derecho a elegir con quién convivo, es el derecho a asociarme con otro por libre y mutuo acuerdo de TODAS las partes, es el derecho a romper dicha asociación libremente en cuanto una de las partes lo desee y es el derecho a no convivir con ninguno otro. Yo debería ser libre para convivir o no con quien quiera. La convivencia sólo es realmente posible si ambas partes están de acuerdo en establecerla y siempre que se respeten ciertas normas de convivencia. Si la convivencia es forzada o no se cumplen sus normas o éstas no han sido elegidas por mutuo acuerdo democráticamente, entonces se producen inevitablemente problemas que pueden ser más o menos agudos y que en ciertos casos, como el de nuestro país, derivan en violencia. De paso, aprovecho para condenar, como demócrata y pacifista convencido que soy, cualquier forma de violencia, física o psicológica. La idea central que quiero expresar es que la convivencia sólo es verdaderamente posible de mutuo acuerdo. Es posible una “convivencia” más o menos forzada (de hecho es y ha sido bastante habitual), pero cuando no es el resultado de la libre elección de las partes, entonces la convivencia es inestable, es demasiado problemática, tiende a romperse, o simplemente es aparente o superficial, “cara a la galería”. Y por supuesto la felicidad se vuelve inalcanzable. Es imposible ser feliz sin un mínimo de libertad (y esto es tanto más cierto cuanto más se piense, cuanto más consciente sea uno). Por ejemplo, un matrimonio forzado tiende a traducirse en infidelidades habituales, en discusiones permanentes, en mutua ignorancia, o simplemente, en cuanto hay la mínima opción, en ruptura. Si ya es difícil la convivencia cuando ésta se establece libremente, no digamos ya cuando esto no es así. Cuanta más libertad haya al iniciarse una convivencia, mayor probabilidad de que ésta perdure en el tiempo y menor probabilidad de que sea problemática, y por supuesto, mayor probabilidad de que las partes que conviven sean felices. Y esto es válido tanto si hablamos de individuos como si hablamos de colectivos. Evidentemente la vida en sociedad impone ciertas restricciones a la libertad del individuo, pero hay que distinguir entre el “antes” de la elección de convivir y el “después”. Una vez que elijo libremente convivir con alguien, entonces asumo las normas de convivencia y me someto a ellas, limitando con ello voluntariamente mi libertad personal. Pero si me obligan a convivir entonces es difícil que pueda asumir unas normas impuestas y entonces tengo tendencia a saltármelas (éste quizás sea uno de los principales problemas de las sociedades modernas). En una sociedad ideal (que no la actual), se llega a un equilibrio entre el individuo y la sociedad, maximizando hasta el límite posible la libertad del primero. Si queremos tender hacia una sociedad más libre, entonces debemos asumir conceptualmente el derecho de autodeterminación (tanto de colectivos como de individuos). En la actualidad, es mucho más difícil conseguir en la práctica el reconocimiento del derecho de autodeterminación del individuo que el de colectivos porque partimos de una situación de excesiva “agregación”, de una situación donde se da prioridad al colectivo (aunque curiosamente éste está sometido a ciertas minorías que lo alienan) frente al individuo. Si bien es cierto que el individuo tiene cierto derecho de autodeterminación respecto de otros individuos (por ejemplo el derecho al divorcio), también es cierto que el individuo de las sociedades actuales no tiene prácticamente ningún derecho de autodeterminación respecto de ciertos colectivos. Un individuo está siempre obligado a someterse a un Estado, podrá elegir (más o menos) a qué Estado, pero nunca podrá vivir con plena independencia. La imagen romántica de personas que viven aisladas de la sociedad moderna, por ejemplo en comunión con la naturaleza, con sus propias reglas, ha pasado a la historia, salvo contadas excepciones (es el caso de tribus primitivas que han conseguido permanecer aisladas del resto del mundo en ciertas zonas inaccesibles de nuestro planeta). Por consiguiente, el reconocimiento del derecho de autodeterminación de los colectivos es más factible a corto/medio plazo que el del individuo. Por esto el reconocimiento del primero supone un avance hacia la sociedad ideal donde el derecho de autodeterminación existe para grupos e individuos. Esto ahora mismo es una utopía, pero como tal, hay que ir aproximándose a ella poco a poco.

Imaginemos ahora que, independientemente de si la convivencia surgió legítimamente (es decir, libremente) o no, en un momento dado, una de las partes decide romperla. En el caso de individuos estaríamos hablando de un divorcio (concepto que por cierto en nuestro país es muy reciente). De la misma manera que ahora es una idea aceptada y que nos parece totalmente legítima para el caso del individuo (cualquiera tiene derecho a casarse con quien quiera y a separarse en cualquier momento), también debería serlo para el caso de colectivos. Y esto no es así ahora mismo. Aún no hemos entrado en la cuestión de cómo realizar la separación de forma justa, y mucha gente ya no estaría de acuerdo ni siquiera con el hecho de reconocer el derecho a un grupo de personas de separarse de otro. De hecho, algunos desdeñan el derecho de autodeterminación de cierto colectivo porque consideran que éste tiene algo que pertenece a otro colectivo de mayor ámbito geográfico, algo que sólo puede pertenecer a éste último o que en todo caso es “común” a ambos. E incluso algunos aprovechan las “dificultades técnicas” de la forma de implementar la separación de una región respecto de un Estado para rechazar el derecho de autodeterminación. Esto sería algo así como rechazar el derecho al divorcio por las dificultades de realizar la separación matrimonial. En el caso del divorcio de individuos, éste se produce repartiendo lo que es de propiedad común y quedándose cada uno con la parte que es indiscutiblemente suya (mención aparte merece la custodia de los posibles hijos). Ya sería un gran avance el reconocer a los grupos su derecho a separarse y pasar a investigar cómo debería producirse dicha separación, cómo repartir lo que es “común”, si es que hay algo que pueda considerarse “común”. Pero la decisión de que se produzca la separación no debe ser de ambas partes, en cuanto una de las dos partes decide separarse entonces la separación debería poder producirse (en un grupo humano sería en cuanto la mayoría de los componentes de una de las partes lo decidiese democráticamente). Resumiendo este segundo punto, así como el individuo tiene derecho a romper su convivencia con otro individuo por decisión PROPIA, lo mismo puede decirse de los grupos humanos, una de las partes tiene siempre derecho a romper la convivencia con las otras sin necesitar el permiso de éstas. Esto es cierto si dicha convivencia se inició legítimamente, pero más aún cuando se inició por la fuerza. Y esto es independiente de cualquier otra consideración. De la misma manera que yo tengo derecho a separarme de mi cónyuge independientemente del tiempo que haya durado mi relación con él o ella, o independientemente de la afinidad o no que tenga, un colectivo tiene también derecho a separarse de otro aunque su relación sea muy antigua o aunque tengan muchos elementos culturales en común. La historia o la afinidad cultural no es un argumento contra el derecho de autodeterminación, puede ser un argumento contra la separación, pero no contra el DERECHO a ejercerla. En este punto, algunos argumentan, no sin cierta parte de razón, que el divorcio, para llevarse a cabo, puede necesitar de la intervención de un juez. Esto depende de la legislación de cada país. A este respecto, debo decir que, primero, cuando se habla de ética, los argumentos legalistas sobran (la ley no es siempre ética), y segundo, que la ley puede poner trabas a realizar la separación de forma oficial, cara al resto de la sociedad, pero una pareja donde uno de los dos cónyuges ha decidido separarse del otro, ha dejado de ser, de facto (aunque quizás no formalmente todavía) pareja. La convivencia ha muerto, aunque esta muerte no sea oficializada por la ley. De hecho, muchos matrimonios viven separados aunque no estén legalmente divorciados. En cualquier caso, cualquiera de las partes tiene el derecho MORAL a separarse de la otra por decisión propia, si dicho derecho no se traduce legalmente es porque la ley tiene algo que falla (no sería la primera vez, ni mucho menos, que la ley va contra la lógica, la moral o el sentido común).

Una vez asumido el derecho a romper cualquier convivencia por cualquiera de las partes sin necesidad de que las otras intervengan en dicha decisión, se trataría de saber cómo implementar dicha separación de la forma más justa, eficaz y legítima posible (aunque la convivencia se haya iniciado ilegítimamente hay que aspirar a romperla legítimamente, no se trata de arreglar un mal con otro mal). En este punto en el que estamos, ya hemos reconocido el derecho de autodeterminación de los pueblos, pero nos falta saber cómo llevarlo a la práctica. Imaginemos que una región se separa de un Estado. A diferencia de un divorcio, donde la legislación especifica más o menos claramente cómo realizar la separación, no hay ninguna legislación en el caso de grupos de personas (lógicamente puesto que este derecho no se reconoce a los grupos en la actualidad, lo cual es a su vez fácilmente comprensible porque los Estados, que son los que legislan, no van a legislar en contra de sus intereses). Si existiera un contrato de asociación entre dos grupos humanos entonces probablemente bastaría con cumplir lo estipulado en dicho contrato, siempre que en éste se describiera cómo romper la relación. Pero desgraciadamente éste no es el caso, la inmensa mayoría de Estados modernos no se han creado por contratos libres y democráticos entre las partes, en el mejor de los casos se pudieron crear por acuerdos entre los dirigentes de distintos territorios (por ejemplo por alianzas matrimoniales de sus monarquías). Pero por supuesto, los ciudadanos de las respectivas partes no han tenido casi nunca ni voz ni voto. Por tanto aquí sólo podemos elucubrar sobre esta cuestión. Y aquí entramos aún más en el terreno de lo opinable, de las ideas “frescas”. ¿Qué pertenece en una región al Estado?. Una región tendría un “continente” (aquellas partes que no dependen del ser humano, es decir, el territorio, la naturaleza) y un “contenido” (personas, infraestructuras, etc., es decir, todo aquello que tiene que ver con los seres humanos). Esto es lo que habría en un momento dado, pero si añadimos el factor tiempo, entonces se podría decir que existen unas inversiones en dinero que realizó el Estado en la región y a su vez un dinero que la región dio al Estado a lo largo del tiempo. Vayamos por partes. Si la región se separa, haciendo un símil con el divorcio entre personas, ¿cómo se reparten los bienes comunes?, ¿hay bienes comunes?. El “continente” es evidente que no puede repartirse, si las fronteras de la región secesionista, dentro del Estado del que se separa, son claras, entonces esto no debería suponer un problema. Y en todo caso, si hubiera problemas de fronteras, éstos deberían resolverse aplicando la misma metodología, es decir, la democracia y el principio de autodeterminación. Aquellas zonas “dudosas” deberían ser consultadas para que sus habitantes decidan libremente su futuro. Vayamos al “contenido”. En el caso de la separación, las personas sólo pueden pertenecer a la región (al nuevo Estado) o al Estado (antiguo), si la primera se separa (por libre decisión mayoritaria de todas las personas de la región, y aquellas que aún no viviendo en su momento en la misma, tuvieron que huir de ella en el pasado por acoso político o cultural por parte de los separatistas, y esto lo expreso claramente en mi libro) entonces aquellas personas que decidan quedarse en la región pasarán a depender exclusivamente de ésta y aquellas que decidan irse al Estado dependerán de éste. Esto produjo en su día migraciones (por ejemplo entre India y Pakistán). Respecto de las infraestructuras, dado que físicamente están situadas en la región, no hay manera de que el Estado las recupere, por tanto no cabe duda que deben pasar a la región secesionista. En todo caso, se produciría un movimiento de servicios, de instituciones, de empresas hacia o desde el Estado, pero las carreteras, los edificios, etc., no se pueden mover. Finalmente, respecto del dinero intercambiado a lo largo de la historia entre el Estado y la región, la solución ideal sería evidentemente “hacer cuentas” para repartirlo. ¿Pero alguien se imagina lo que significaría escudriñar en las contabilidades de ambas partes?. ¿Hasta dónde deberíamos remontarnos en el tiempo?. Es fácil llegar a la conclusión de que, a diferencia de la separación entre personas (donde estos problemas “técnicos” son a mucho menor “escala” y en cierto grado abarcables), la separación entre grupos de personas (donde hablamos de “muchas” personas y donde los “entes” que se separan pueden tener una larga historia) es mucho más complicada, en realidad imposible, si la queremos hacer de acuerdo con criterios de reparto de “bienes comunes”. Por ejemplo, un argumento muy empleado en su día por las potencias europeas para combatir la idea de los independentismos de los territorios coloniales era que la metrópolis había invertido en ellos, que los había modernizado (aunque desde luego no por razones altruistas). Pero si incluso con territorios anexionados recientemente en la historia no se aplicó ni se planteó ningún criterio de “reparto de bienes” cuando dichos territorios recuperaron su independencia, ¿cómo podría aplicarse cuando hablamos de una convivencia mucho más antigua?. Si consideramos el factor tiempo para justificar la existencia de un Estado en base a su antigüedad, ¿dónde está el límite?. Si admitimos que un país invadido hace, pongamos por caso, 40 años tiene derecho a independizarse, ¿no lo tiene también uno que lo fue hace 200 años?. ¿Cuántos años deben pasar para legitimar una situación que nació ilegítimamente?. ¿El paso del tiempo legitima una situación inicialmente ilegítima?. Recurrir a la antigüedad de un Estado para justificarlo, y lo que es peor, para negar el derecho de autodeterminación de sus partes componentes, es un argumento muy pobre, tan pobre como legitimar por ejemplo una “democracia” como la actual, o un sistema económico como el capitalismo, por su presunta antigüedad. ¿Podía justificarse la esclavitud o el apartheid por el hecho de que llevaba mucho tiempo funcionando?. En definitiva, recurrir a la historia para justificar (o denunciar) situaciones actuales en base a una presunta legitimidad (o ilegitimidad) histórica conduce a un absurdo laberinto sin salida. Por esto también, el derecho de autodeterminación debe ser reconocido tanto si la convivencia de que se trate es legítima como si no. En resumen, cuando hablamos de la separación de un grupo de personas de otro, no tiene sentido plantear la “división de bienes” cuando dichos grupos están asentados en territorios claramente determinados. Cuando el grupo humano del que hablamos tiene una referencia territorial, el territorio marca dicha división, no puede ser de otra manera.

Llegados a este punto en el que hemos reconocido el derecho de autodeterminación y hemos visto (someramente) cómo podría llevarse a cabo, el siguiente argumento que emplean algunos en su contra es recurrir al miedo o peligro de sus posibles consecuencias, lo cual evidencia su postura contradictoria porque si se reconoce que cierto derecho es lógico, ético y posible (a pesar de indudables e inevitables “dificultades técnicas”), ¿cómo puede temerse su aplicación?. Lo que afirman algunos de que mejor no reconocer el derecho de autodeterminación porque sino todo el mundo se independizará y volveremos atrás es equivalente a afirmar que no reconozcamos el derecho al divorcio porque sino todo el mundo se divorciará. ¿Anulamos por tanto el derecho al divorcio también?. Por otro lado, volver hacia atrás en el tiempo no tiene por qué ser necesariamente malo. Por ejemplo, ciertas tribus primitivas tenían unas sociedades mucho más igualitarias y solidarias que las actuales. ¿Por qué ha habido tanta resistencia de muchas sociedades “primitivas” a la “civilización”?. ¿Realmente somos más felices los hombres modernos con nuestra “civilización” que el hombre “primitivo”?. Muchas sociedades “primitivas” eran mucho más democráticas que la actual (sociedades donde existía democracia más o menos directa). ¿Es que Europa estaba peor en la época de las ciudades-comunas independientes de la época medieval o del renacimiento, época de gran esplendor cultural y científico?. Una cosa es luchar contra la separación de forma democrática (lo cual es por supuesto legítimo) y otra es coartarla no reconociendo el derecho a la misma (lo cual es ilegítimo porque niega la libertad de asociación). ¿No se empleaba el mismo argumento contra el voto femenino cuando se afirmaba que su reconocimiento conduciría al desastre?. Este tipo de argumentaciones, en realidad, denotan cierto miedo a la libertad, o dicho de otra manera, suponen en el fondo cierta “auto-represión” por conquistar más libertad. Denotan miedo a que la gente no sepa emplearla adecuadamente. Denotan en el fondo la vía de la represión para luchar contra ciertas tendencias con las que no se está de acuerdo. Hay que dar la máxima libertad posible, hay que seguir conquistando mayores cotas de libertad y, simultáneamente, hay que educar a la población para usar la libertad responsablemente (nunca seremos verdaderamente libres si no sabemos usar la libertad con responsabilidad, sin tutelajes, sin “corsés”). Aumentar la libertad de una sociedad no es ir marcha atrás, muy al contrario. ¿Qué es peor un país desunido y “forzado” o un conjunto de países independientes pero libres?. ¿Es peor un matrimonio mal avenido unido a la fuerza o dos personas separadas libres con posibilidades de volver a intentarlo con otras personas?. ¿Es realmente posible la prosperidad, la felicidad, sin libertad o con una libertad coartada?. La verdadera unión debe ser construida en base a la libre decisión de las partes. Una unión sustentada en la libertad es una unión natural, no artificial, estable y con más posibilidades de futuro.

Por tanto, y a modo de resumen:

1) El derecho de autodeterminación es un derecho de elección de convivencia (a elegir si deseo convivir con alguien o no y a elegir con quien). Esto es válido tanto para individuos como para colectivos.

2) Todo individuo o grupo tiene derecho a establecer una relación de convivencia o no con quien quiera, así como a romperla en cualquier momento sin necesidad del beneplácito de la otra parte. Sólo es posible la convivencia entre dos partes si AMBAS lo deciden así, en cuanto una no la desee, no tiene sentido. Cualquiera de las partes tiene derecho a romper dicha relación unilateralmente.

3) Si al establecerse dicha relación se estipuló la forma de deshacerla, entonces no hay más que cumplir con lo que se estipuló en su día para CÓMO implementar la separación. Cuando no fue así y se trata de grupos humanos definidos por territorios, el único criterio posible para hacer el reparto de lo “común” es el propio territorio de la parte que decide separarse. El territorio debe pertenecer sólo a aquellos que habitan en él. Sólo éstos deben decidir a qué centro de decisión, a qué Estado, se someten.

4) El reconocimiento del DERECHO de autodeterminación de los pueblos (de los colectivos) es un avance importante hacia una sociedad más libre cuyo objetivo a largo plazo debe ser también el reconocimiento del derecho de autodeterminación del individuo mismo. El objetivo es maximizar la libertad del individuo, la libertad del colectivo al que pertenezca y compatibilizar ambas libertades.

Esto es lo que se puede concluir desde el punto de vista estrictamente moral, desde la razón. Otra cosa es la realidad, donde lo que impera son los intereses, aunque éstos se camuflen con argumentos “éticos”. Si razonamos en términos de intereses, entonces podemos afirmar que todos los intereses son legítimos. Un Estado tiene el legítimo interés de mantener unidas a sus regiones (especialmente las ricas), una región rica tiene el legítimo interés de aspirar a independizarse y una región pobre tiene el legítimo interés de permanecer unida al Estado (y de que éste no se desintegre). Cada uno mira por sus intereses, lo que defiende lo hace porque le beneficia económicamente. Siempre es legítimo aspirar a mejorar las condiciones de vida (al margen de si uno está equivocado o no con el camino elegido para ello). Esto es la realidad. Ahora bien, en cuanto hablamos de intereses, la palabra solidaridad sobra, ésta “no se lleva bien” con aquéllos. Aquellos que recurren a defender su postura en base a la solidaridad interterritorial, en realidad están defendiendo sus intereses hipócritamente (no es raro que la mayor defensa de la unidad de nuestro país viniera de los presidentes de las comunidades autónomas que más reciben del Estado). Y en todo caso, la solidaridad nunca debe ser forzada, debe ser siempre voluntaria, debe salir de aquel o aquellos que la deciden ejercer, y en esto entra mucho la educación, la manera de pensar general de una sociedad, etc. Es muy gracioso ver cómo aquellos que recurren hipócritamente a la solidaridad para camuflar los simples intereses se delatan cuando les toca a ellos ser solidarios y es muy gracioso ver cómo una sociedad (o sus pretendidos representantes) basada en las desigualdades, sustentada en la insolidaridad, en el individualismo (imprescindible para que la clase trabajadora no esté unida), recurre a la solidaridad cuando le interesa justificar la represión de la libertad. Por otro lado, una solidaridad mal entendida, ilimitada en el tiempo, sólo consigue perpetuar la situación de pobreza de una región o colectivo. La solidaridad debe ser temporal para que no se convierta en dependencia. Una región pobre debe recibir la ayuda de una región rica para “despegar”, para aprender a no depender de otros, para desarrollarse por sus propios medios. Una solidaridad convertida en caridad eterna no es buena para nadie (sobre todo para el que la recibe). Lo importante es que aquellas regiones que son pobres dejen de serlo porque aprendan a buscarse la vida, aunque inicialmente reciban cierto empujón. La pobreza en el mundo no se va a resolver con una solidaridad que en realidad se traduce en dependencia cada vez mayor de unas zonas respecto de otras (“solidaridad” que en verdad es el disfraz de la explotación, la deuda externa de los países del Tercer Mundo los condena a una pobreza cada vez mayor). Se resolverá cuando las zonas pobres aprendan a desarrollarse como hicieron las ricas (mucho más útil es la transmisión de conocimientos, de técnicas o tecnologías que el simple aporte monetario), cuando se erradiquen las desigualdades, cuando exista un comercio justo, un mercado verdaderamente libre en el que todos puedan competir en igualdad de condiciones, cuando el sistema económico mundial cambie radicalmente, etc. Un mundo realmente justo y equilibrado dependerá muy poco de la solidaridad. Ésta debería ser excepcional, sólo debería surgir en circunstancias extraordinarias (como desastres naturales o guerras). Un mundo que necesita de la solidaridad sistemática es un mundo mal construido, aun admitiendo que dicha solidaridad sea auténtica. Un mundo donde grandes colectivos dependen de la solidaridad es un mundo donde algo falla. La solidaridad sistemática, así como la caridad, son las compañeras de la desigualdad. Para combatir la pobreza hay que atacar las causas de fondo de la misma, no basta con actos simbólicos de caridad, que en realidad no son más que parches que sirven sobre todo para tranquilizar las conciencias de los que la ejercen. En un mundo justo donde no haya grandes desigualdades, no será necesaria la solidaridad. Aquellos que combaten la idea del derecho de autodeterminación en nombre de la solidaridad, más deberían preocuparse por que ésta no sea necesaria.

Por consiguiente, tanto si razonamos en términos “éticos” como si razonamos en términos de “intereses”, el derecho de autodeterminación es un derecho legítimo tanto para individuos como para colectivos o pueblos. Y al ser legítimo, una sociedad que aspire a avanzar, que aspire a mejorar, que aspire a mayores cotas de libertad, debe reconocerlo. El desarrollo de la democracia implica, entre otras muchas cosas (como explico en mi libro), el reconocimiento del derecho de autodeterminación de los colectivos y de los individuos. El derecho de autodeterminación es en teoría posible, se enfrenta en la práctica a la resistencia de Estados que se han formado por la fuerza y que no quieren renunciar al status obtenido. Es en realidad un conflicto de intereses donde los Estados intentan imponer sus intereses, como siempre han hecho, y donde las regiones aspiran a defender los suyos, como siempre han hecho también. Pero cualquier conflicto, para evitar que degenere en violencia, debe resolverse con el diálogo, con la democracia, reconociendo derechos legítimos. La conquista del derecho de autodeterminación, asumido hasta las últimas consecuencias, en mi opinión, sería un gran paso hacia un mundo más libre y pacífico. No hay que tener miedo al reconocimiento de dicho derecho. El reconocimiento del divorcio tampoco acabó con la institución matrimonial ni por supuesto con la convivencia. Somos seres sociales y necesitamos de la convivencia pero para que ésta sea auténtica, para que funcione de verdad, necesita que sea libre. Aunque inicialmente pudieran producirse ciertos movimientos independentistas, quizás una vez conquistada la libertad de elección, los pueblos elegirían poco a poco asociarse, como consecuencia de un mundo cada vez más globalizado. Quizás tendamos hacia un Estado planetario formado, no por Estados “forzados”, sino que por pueblos que eligen asociarse por propia voluntad. De esto hablo más extensamente en mi libro Rumbo a la democracia en el capítulo Los errores de la izquierda. Y si no es así, tampoco sería tan desastroso siempre que se respete dicho derecho, y esto implica necesariamente la renuncia a la fuerza (lo realmente desastroso es el uso de la fuerza). A lo largo de la historia, la mayor parte de los conflictos armados han sido por causas nacionalistas, que en realidad camuflaban los intereses económicos de distintos colectivos que querían imponerse unos sobre otros. El territorialismo, la dominación de unos territorios sobre otros, es una herencia del territorialismo del “macho dominante” que aún tenemos en nuestros genes. La conquista del derecho de autodeterminación, del principio de autonomía como dicen los anarquistas, supondría un paso importante hacia nuestra liberación del instinto animal de dominación.

Pero para liberarnos de nuestras peores herencias del animal que llevamos dentro, lo primero de todo, es que renunciemos al peor de nuestros instintos: la violencia. Como decía Gandhi, El fin está contenido en los medios como el árbol en su semilla; de un medio injusto no puede resultar un fin justo. La lucha por alcanzar la verdadera democracia (siendo la conquista del reconocimiento del derecho de autodeterminación uno de sus hitos) debe ser democrática y pacífica. No se puede justificar medios ilegítimos para deshacer situaciones consideradas ilegítimas. La forma de combatir contra la ilegitimidad es con legitimidad. Y la lucha violenta innecesaria es siempre ilegítima (además de perjudicial para la causa defendida). Tampoco es legítimo, en nombre del derecho de autodeterminación, el acoso hacia aquellos que no comulgan con las ideas propias. Además es contradictorio. Si estamos luchando por que todos (individuos y colectivos) sean libres, no es coherente coartar la libertad de aquellos que piensan de forma distinta. La lucha por la libertad debe ser para que TODOS los individuos que componen la sociedad sean libres. La libertad debe ser compartida por todos en igualdad de condiciones. Así como algunos unionistas combaten la idea de los separatismos negando la libertad de los que no piensan como ellos y recurriendo hipócritamente a una falsa solidaridad, cuando no al miedo, algunos separatistas recurren a la violencia física y psicológica coartando la libertad (y el derecho fundamental a la vida) de sus enemigos. ¿Cómo podemos reivindicar libertad cuando al mismo tiempo no respetamos el derecho básico a la vida?. Luchar por una causa justa de forma injusta es el peor favor que se puede hacer a dicha causa y es el mejor favor que se puede hacer al enemigo porque éste pasa de ser verdugo a víctima, porque se le da alas. Aquellos que matan a víctimas inocentes en nombre de la libertad, matan también a la propia libertad, matan cualquier posibilidad real de alcanzarla. Quizás podrían alcanzar en algún momento su ansiada autodeterminación (quizás por hastío del Estado que combaten, de su población, e incluso de la población que dicen representar), aunque es muy poco probable (sus métodos desvirtúan tanto su causa ante la comunidad internacional que es casi imposible que ésta pudiera reconocer un nuevo Estado surgido con dichos métodos, y no olvidemos que cualquier Estado nuevo necesita imperiosamente el reconocimiento internacional), pero por la forma de obtenerla (en el hipotético e improbable caso de que la obtuvieran así), no sólo no conseguirían el reconocimiento de dicho derecho sino que lo anularían, se convertirían ellos mismos en los Estados contra los que luchan. Cuando se combate al enemigo asumiendo sus métodos (aunque bajo otras formas), asumiendo su filosofía, uno se convierte en él. Un Estado nacido por la imposición de los separatistas no se diferenciaría en esencia de un Estado nacido por la imposición de los unionistas. En ambos casos el Estado nace por la fuerza. El reconocimiento del derecho de autodeterminación implica la posibilidad de que cualquier grupo pueda separase de otro pero también de que pueda permanecer unido, la clave está en que dicha decisión sea tomada libremente, la clave está en respetar la decisión DEMOCRÁTICA de la población que deba decidir sobre dicha cuestión. Tan poco democráticos son aquellos que en nombre del Estado de derecho se cargan éste (porque no admiten la posibilidad de que cierto grupo humano se separe por su propia decisión o porque conculcan ciertos derechos básicos) como aquellos que, pistola en mano, matan a aquellos que defienden la idea de permanecer unidos. Aunque en este último caso, además de antidemocráticos, se convierten en criminales, en bárbaros, en inhumanos. La auténtica DEMOCRACIA es la única que puede solucionar los conflictos nacionalistas (en general todos los conflictos). Cualquier otra “solución” significa simplemente posponer el problema, aplazar su solución definitiva o simplemente sustituir una injusticia por otra. Democracia es diálogo, es respeto (especialmente al contrincante), es usar la fuerza de la razón y no la razón de la fuerza, es debate, es dar una importancia prioritaria a las formas y es sobre todo una apuesta clara por la LIBERTAD (propia y especialmente ajena). Este problema que tenemos en España no se solucionará con más represión, ni con más Estado policial, ni con más terrorismo, se solucionará con más democracia. Y para ello, aquellos que usan medios ilegítimos y bárbaros deben renunciar UNILATERALMENTE a éstos, independientemente de lo que haga el enemigo. Debemos denunciar tanto el terrorismo de ETA como la represión antidemocrática del Estado, debemos denunciar tanto los asesinatos como las torturas, debemos denunciar tanto el silencio cómplice como su uso como excusa para reprimir ideas, debemos denunciar los comportamientos antidemocráticos de ambos bandos. La llamada izquierda abertzale debería denunciar claramente la violencia y distanciarse de ella definitivamente. Sería el mejor favor que podría hacerse a sí misma, su causa probablemente ganaría más adeptos y más simpatía tanto en el País Vasco, como en el Estado español (aunque será necesario mucho tiempo para quitarse el lastre de su complicidad con el terrorismo), como en el extranjero. Porque aunque la democracia en España sea muy escasa y muy mejorable, a pesar de todo, el movimiento independentista vasco tiene la posibilidad de defender sus ideas públicamente hasta el punto de tener un peso importante en las instituciones “democráticas”, como así fue en el pasado reciente. Ya les gustaría a muchos movimientos sociales o políticos marginales tener la posibilidad que tiene el movimiento independentista vasco de propagar sus ideas. Dicho movimiento debe liberarse del lastre de ETA. Porque ésta es, en las condiciones actuales, el principal obstáculo para la paz, para la resolución del conflicto vasco y para la tan deseada (por el movimiento abertzale) independencia. La izquierda abertzale tendría que preguntarse qué ha hecho más daño al Estado español, si el goteo continuo de muertes o si el intento del lehendakari Ibarretxe de hacer una consulta popular (aunque no fuera vinculante). El Estado español puede sobrevivir al goteo de muertes, como ha hecho hasta ahora, y en cierta medida, el terrorismo le beneficia por la asociación interesada que hace entre el fin y los métodos, porque le permite desvirtuar fácilmente aquél por éstos, porque le permite convertirse en víctima, porque le permite autoerigirse en “defensor de la democracia” (no hay nada más fácil que convertirse en “demócrata” cuando uno se compara con asesinos que no respetan el derecho más elemental, como es el derecho a la vida). El plan Ibarretxe, sin entrar en consideraciones acerca de su posible oportunismo o no, de su posible falta de sinceridad o no, de hecho, ha puesto mucho más en evidencia al Estado “democrático” español y su Constitución, que todas las muertes inútiles y crueles del terrorismo etarra. Ese es el camino que debería emprender el independentismo vasco, el camino de la denuncia legal, institucional, de la lucha pacífica en la calle, en los organismos internacionales. Y por otro lado, la ley de partidos, sustentada en la criminalización de organizaciones por el simple hecho de usar el democrático (aunque reprobable moralmente) derecho de permanecer calladas ante la barbarie terrorista, debería ser derogada. Hay que combatir comportamientos democráticos con el Estado de derecho, de forma democrática. Otra cosa muy distinta es ilegalizar organizaciones que colaboren directamente con organizaciones criminales como ETA. No es lo mismo, desde el punto de vista legal, desde el Estado de derecho, la apología del terrorismo o la colaboración con banda armada, que el silencio a la hora de condenar atentados (aunque esto sea, y en mi opinión lo es, reprobable moralmente). Al aplicar métodos condenables y poco democráticos, el Estado español, también le hace un favor al enemigo porque le convierte en víctima. Si España quiere combatir los separatismos, más debería preocuparse de que todos los españoles se sientan a gusto en su Estado (por ejemplo democratizándolo) y más debería preocuparse de hacer cumplir la ley respecto a cuestiones culturales como el bilingüismo. España puede, por ahora, estar ganando aparentemente la guerra contra los separatismos con el simple método de la represión, puede estar ganando la batalla legal, pero está perdiendo la batalla cultural. Un sistema democrático (ley electoral), diseñado para dar excesivo protagonismo a fuerzas nacionalistas con tal de restar fuerza a la izquierda transformadora del Estado, hipotecado a las fuerzas de las burguesías nacionalistas de Cataluña o el País Vasco, ha provocado la claudicación ante dichos nacionalismos (siempre menos perjudiciales que ideologías que pongan en peligro los pilares básicos del sistema económico). Quiénes están “rompiendo” España no son aquellos que desean que se mantenga unida sin recurrir a la represión de derechos elementales, sino aquellos que han antepuesto su status político-económico ante cualquier otra consideración. Prefieren “romper” España a arriesgarse a perder sus privilegios, derivados de un sistema injusto. Lo que les da más miedo no son los separatismos (aunque usen los sentimientos nacionalistas para cerrar filas y desviar la atención), lo que les da más miedo es la verdadera democracia, es que el pueblo pueda ser dueño de su propio destino, es que éste pueda tomar decisiones que perjudiquen a las clases dirigentes o privilegiadas. El Estado español debe iniciar una profunda democratización que facilite la resolución de este conflicto, y a su vez, los terroristas deben renunciar de inmediato e INDEFINIDAMENTE a la lucha armada (y para esto es muy importante que la izquierda abertzale, en la que cada vez más se afianza la idea de que es posible defender sus ideas pacíficamente, en la que la violencia se ve como innecesaria y contraproducente para la causa, presione a la banda terrorista para su autodisolución). Pero esto debe hacerlo cada bando por propia iniciativa sin esperar a que el otro dé el primer paso. En mi opinión, sólo así será posible desbloquear la situación. El Estado debe reconocer el derecho de autodeterminación de los pueblos que componen España (incluso aunque sea el primer Estado en el mundo en hacerlo, el que no lo haya hecho nadie hasta ahora no legitima su negación, la historia está llena de casos en los que alguien tuvo que dar el primer paso hacia una sociedad más libre), pero los separatistas deben reconocer también el derecho que tienen aquellos ciudadanos vascos, que acosados por el nacionalismo, han tenido que huir del País Vasco para poder sobrevivir. El día que se dé un referéndum para que el pueblo vasco pueda elegir libremente su destino, esto deberá hacerse dando voz a TODOS los vascos (tanto a los que residan en ese momento en el País Vasco como a los que tuvieron que huir de él en el pasado reciente por el acoso sufrido) y deberá hacerse de tal manera que ambas opciones (la unionista y la separatista) puedan ser defendidas en igualdad de condiciones y con plena libertad. No es tampoco legítimo ni democrático hacer una “limpieza étnica” del electorado para conseguir con el tiempo que éste piense como uno desea. Pero a su vez, aquellos que defienden el reconocimiento del derecho de autodeterminación para conseguir su ansiada separación, deberán reconocer también el derecho de autodeterminación de todas las partes que componen su territorio. Yo estoy a favor del derecho de autodeterminación del País Vasco, pero también reivindico dicho derecho para Álava, para Guipúzcoa o para Vizcaya. También hay que defender el derecho a que Navarra o las regiones del País Vasco francés decidan por sí mismas si desean unirse a Euskal Herría o permanecer en el Estado en el que están o incluso ser independientes. Recordemos que el derecho de autodeterminación debe ser independiente de cualquier otra consideración (incluida la afinidad cultural). Si admitimos que el País Vasco tiene derecho a ser independiente, al margen de las indudables afinidades culturales e históricas que tiene con España (mal que les pese a algunos), sin tampoco desdeñar sus indudables peculiaridades culturales e históricas (mal que les pese a otros), entonces, para ser coherentes, debemos admitir también el derecho que tiene cualquiera de sus provincias, al margen de las afinidades culturales o históricas, a ser independientes a su vez del País Vasco. Y esto mismo puede decirse también para Cataluña o para cualquier otra comunidad. Este derecho (como cualquier otro) debe ser reconocido por igual para todo el mundo. Pero no hay que confundir el estar a favor del reconocimiento del derecho de autodeterminación con estar a favor de la separación (o de la unión). Uno puede tener sus preferencias pero no se trata de eso, se trata de considerar el hecho de que las preferencias de uno no tienen por que coincidir con las de otro, se trata de respetar las ideas opuestas. Al igual que tampoco hay que confundir el derecho al divorcio con el hecho de estar a favor de aplicarlo. Yo reconozco el derecho que tiene mi cónyuge al divorcio, pero procuraré por todos los medios (siempre que no coarten su libertad), mientras piense que merece la pena seguir conviviendo juntos, que no se lleve a cabo. Aunque yo luche por evitar la separación, debo respetar siempre el derecho que tiene mi cónyuge a separase si así lo decide. No es lo mismo convencer que imponer. La imposición no casa con la libertad ni con su “hermana gemela” la democracia. El objetivo es el reconocimiento del derecho de autodeterminación de todos los colectivos y de todos los individuos. El reconocimiento de dicho derecho para los pueblos es sólo un paso más hacia un mundo más libre. El problema del llamado por algunos conflicto vasco y por otros problema terrorista, es que NINGUNA de las partes es realmente democrática. Ni el Estado español (que tanto proclama la palabra democracia) cree realmente en la democracia, ni los presuntos luchadores por la libertad de su pueblo creen realmente en la libertad. Este conflicto es un ejemplo más de la imperiosa necesidad de desarrollar la democracia para que la humanidad sea capaz de sobrevivir a sí misma.

Sin embargo, a pesar de sus particularidades y de su intensidad, el problema de los nacionalismos no es exclusivo de nuestro país. Es una de las cuestiones más candentes a nivel internacional. El reconocimiento del derecho de autodeterminación es un problema, que lejos de estar zanjado, está muy presente en las instituciones mundiales. Este principio del derecho a la autodeterminación está recogido actualmente en algunos de los documentos internacionales más importantes como la Carta de Naciones Unidas o los Pactos Internacionales de Derechos Humanos. También numerosas resoluciones de la Asamblea General de la ONU hacen referencia a este principio y lo desarrollan. Pero a pesar de todas estas referencias en el derecho internacional, esta cuestión no está ni mucho menos resulta. Dicho derecho no está aún incluido en el principal documento como es la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que además no es vinculante, no es de obligado cumplimiento, y para colmo, el derecho de autodeterminación se limita al ambiguo concepto de “pueblo”. Este derecho no se reconoce a cualquier grupo humano sino que sólo a los “pueblos”. Y aquí es donde surgen los problemas. ¿Qué se entiende por “pueblos”?. Esto lleva a discusiones sin fin que no llevan a ningún lado y que provocan, como tantas veces con las leyes confusas, interpretaciones interesadas, fruto en realidad de las negociaciones, del mercadeo de intereses. Es imprescindible desarrollar la Declaración Universal de los Derechos Humanos para completarla y para evitar en la medida de lo posible ambigüedades, pero además, dicha declaración debe considerarse de obligado cumplimiento para que no se quede en papel mojado. El problema con el derecho de autodeterminación, la principal razón por la que se quiere limitar, es que su reconocimiento universal sin límites podría provocar la infinita divisibilidad del territorio y de la población, como consecuencia de su aplicación recurrente. Según la llamada teoría de la infinita divisibilidad, el reconocimiento ilimitado de dicho principio de libre determinación provocaría un fenómeno conocido como “tribalismo postmoderno” que podría ir en detrimento de la protección de los derechos humanos y la preservación de la paz y la seguridad. Sin embargo, en primer lugar, es discutible que se produjera una reacción en cadena inacabable de secesionismos, aunque tampoco puede descartarse. En segundo lugar, es discutible que eso sea perjudicial, puesto que en el fondo podría suponer una progresiva descentralización de la sociedad. Los centros de decisión estarían cada vez más próximos al ciudadano de a pie, en realidad, esto podría suponer la progresiva implantación de modelos de democracia donde los ciudadanos tendrían más peso (democracia directa), y esto podría suponer el fin de una sociedad controlada por ciertas élites como la sociedad actual, basada en una democracia representativa bajo mínimos, basada en una excesiva concentración del poder. Ésta sea quizás una de las principales causas por las que se quiere evitar el reconocimiento universal del derecho de autodeterminación (quizás por esto mismo no figure aún en la declaración UNIVERSAL de los derechos humanos), porque podría suponer el fin del monopolio de los Estados para organizar a los seres humanos. Podría significar, con el tiempo, la desaparición de los Estados nacionales y su sustitución por las comunas/municipios. En definitiva, el reconocimiento del derecho de autodeterminación universal (como dicta la razón, la moral y el sentido común) podría significar el fin del modelo de sociedad actual, podría implicar el paso del centralismo al federalismo (sería un paso hacia una sociedad anarquista). Y en tercer lugar, el posible riesgo de que los derechos humanos peligraran podría evitarse haciendo que la Declaración Universal de los Derechos Humanos sea vinculante, el posible riesgo de conflictos armados podría disminuirse haciendo que la ONU sea realmente democrática y potenciando su papel de árbitro efectivo en los conflictos internacionales. ¿Es que no se incumplen ya en la mayoría de países los derechos humanos, en mayor o menor medida?. Si tendiéramos, como ya expliqué antes, hacia un mundo organizado en base a Estados (ya sean los actuales, ya sean “micro-Estados”, o incluso comunas o municipios) supeditados todos ellos en cuestiones básicas (como los derechos humanos) a UN Estado mundial (la ONU podría ser su precursor), entonces no sólo los derechos humanos no peligrarían, sino que, muy al contrario, se aplicarían en la realidad por igual para todos los habitantes del planeta. Evidentemente, todo esto no son más que elucubraciones, pero lo que no tiene sentido es reconocer un derecho sólo para ciertos colectivos aplicando un “filtro” ambiguo. Esto no soluciona los problemas, simplemente los pospone. El objetivo debe ser el reconocimiento del derecho de autodeterminación de cualquier individuo y de cualquier colectivo. Debe ser un derecho universal. Los únicos límites de dicho derecho deben ser los propios derechos humanos. El derecho de autodeterminación debe ser reconocido como un derecho humano más que no entre en conflicto con el resto de derechos. Si admitimos la universalidad de los derechos humanos, entonces cualquier grupo humano debería regirse por unas normas de convivencia que los cumplan. Las teorías que defienden el universalismo de los derechos humanos se suelen contraponer al relativismo cultural, que afirma la validez de todos los sistemas culturales y la imposibilidad de cualquier valoración absoluta desde un marco externo, que en este caso serían los derechos humanos. Admitir o no la validez de la universalidad y atemporalidad de los derechos humanos es un debate que excede el objetivo de este trabajo (aunque está relacionado con el tema que tratamos aquí), simplemente aquí se ha hecho referencia al tema de los derechos humanos para rebatir a aquellos que los usan como argumento contra el reconocimiento del derecho de autodeterminación sin “filtros”.

Una sociedad que aspire a ser libre, que pretenda llamarse democrática, debe tender a que lo ético, lo lógico, sea legal. Escudarse en laberintos legales para ocultar lo que nos dicta la razón, el sentido común, es convertir a la ley en un fin en sí mismo. La ley debe servir para llevar a la práctica el concepto de justicia, pero nunca debe sustituir dicho concepto. Los legalismos no son nunca argumentos para razonar sobre cuestiones de la ética. La ley no siempre es justa, demasiadas veces ha servido para enmascarar la injusticia.

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Comentaris

Re: El derecho de autodeterminación
27 feb 2009
Ni de conya em llegire aquest text amic, pero el dia 7/III a Brussels hi falta gent.
Re: El derecho de autodeterminación
28 feb 2009
a Brusel·les tu?? a veure si t'hi quedes i no tornes nazi
Sindicato Sindicat