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Doña Luz o las formas del amor
23 feb 2008
Testimonio de la soledad de los hijos frente a la crisis del matrimonio y la familia de nuestro tiempo
Atravesar la orfandad
Doña Luz o las formas del amor

Ernesto Patraca Maldonado


“Cuando el más grandecito nació pesó casi dos kilos. El pobrecito por poco y se nos muere; afortunadamente, pudo salir adelante. Luego el de en medio: el psicólogo me dijo que si terminaba la primaria iba a ser mucho, porque tenía un pequeño retraso. Al más pequeño una vez le dio sarampión, y se le complicó con otra infección, y también por poco se nos muere. Y todo esto sin contar las veces que se me cayeron o que les daba alguna infección intestinal por comer algo inadecuado, lo que también los ponía al borde de la muerte. Al de en medio en dos ocasiones se le reventó una úlcera; pero yo estuve con él para atenderlo, como atendí siempre a los otros. Por eso quiero tanto a mis hijos, porque me ha costado mucho sacarlos adelante�. Este era el discurso de mi madre, siempre el discurso sufrido y abnegado, obviamente acompañado de una buena dosis de llanto. Siempre me fue difícil entender su amor; entender ese cariño que ella decía profesar por nosotros. El período más álgido de nuestra relación se dio cuando iba yo a la secundaria, adolescente en plena efervescencia, topando diariamente con aquel muro que se autonombraba amor. Fue en esa etapa cuando creo que maté a mi madre; cuando la eliminé y no quise saber más de ella, fue cuando me quedé desmadrado.
    Fue esa la razón principal por la cual quise salirme de mi casa desde muy joven, apenas cumplidos los 15 años. La explicación que yo me daba era por analogía con el proceso de maduración de una fruta, el mango, porque esa era la fruta que en ese tiempo comíamos como si fuera la única, y lo hacíamos en todas sus presentaciones y todas sus variedades: desde el sabroso chongolongo, con su rara forma jorobada y exquisito sa-bor, hasta el magnifico manila; obviamente sin olvidar el rosita o el criollo, que verdes saben deliciosos. El mango, al madurar se desprende del árbol; de lo contrario termina por pudrirse. Podrirme en la rama de su amor: eso era lo que quería evitar. Recuerdo que en ese entonces en el patio de la casa había un palo de mango, de tamaño relativa-mente pequeño. Durante la madrugada los frutos ya maduros caían al piso y nosotros los recogíamos en la mañana. Mi madre hacía con ellos yogurt, agua, gelatinas y otras golo-sinas durante la temporada. La verdad, aunque no con certeza sino con intuición, yo ya la sabía: yo no tenía madre. De ahí la férrea decisión de salirme de mi casa: no quería sufrir mi orfandad con mi madre presente, con mi madre y su amor.
    La relación con mi padre era distinta. Una relación llena de muchas cosas. Mi padre durante mucho tiempo fue mi ídolo, mi héroe, mi ideal a seguir. Claro que no ha-bía tal: mi padre es humano, es mortal y con una cauda de errores bastante considerable, pero unas posibilidades de amor casi infinitas. “Borracho, mujeriego, trovador de ve-rasâ€?... El flaco Lara describe eso muy bien.
    Las posibilidades amorosas de mi madre, en cambio, se limitaban a cuidarnos mientras enfermábamos, a cuidarnos mientras moríamos. Pero tal vez no deba utilizar el plural. Tal vez no sea lo más correcto: mis hermanos tendrán sus propias verdades.
    Cuando mi madre decide separarse definitivamente de nosotros y nos deja su muerte en nuestras conciencias y espaldas, con todo el odio que ese acto puede encerrar, la orfandad se hace patente. No latente, porque eso se sabía de antaño; esa orfandad que durante casi cuarenta años he vivido, sufrido. Esa orfandad que me ha condicionado y me ha dictado en gran medida las formas de vivir y de amar o de decir amar.
    Atravesar la orfandad, dicta el analista. Seguramente el pendejo, el muy puto, lo dice desde la soberbia que el saber que se tiene una madre le da; o a lo mejor no, a lo mejor lo dice porque probablemente esa sea la única salida para vivir, gozar y abrir las posibilidades del amor, del verdadero amor. No ese que conocemos y practicamos y que nos lleva a atarnos a seres que decimos amar, cuando realmente lo que buscamos es otra cosa. Atravesar la orfandad dicta el analista, y los ojos se me llenan de lágrimas, y el alma se me deshace por el dolor. Lo que es un hecho es que no sé como hacerlo, no sé como lograrlo. Por otro lado, si la atravieso seguramente del otro lado existe algo; algo que desconozco y que me aterra. Lo único seguro es lo que tengo y lo que he “logradoâ€? con mi orfandad. ¿Valdrá la pena atravesar esa orfandad, después de todo amada? Y en términos utilitarios: ¿tendrá alguna finalidad? ¿Debería tener alguna utilidad?

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