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Anàlisi :: antifeixisme
El infierno existe... está aquí
09 abr 2007
Los humanos tememos a la muerte, al más allá, al dolor, a la soledad y a la angustia, también tememos a hacienda y a nuestra propia estupidez, pero la iglesia católica se ocupó durante siglos en buscar solución a los dos primeros miedos.
Para ellos tenía una serie de opciones, al tenor de las buenas acciones de los católicos, la figura del diablo era una, el infierno era la otra y la tercera, la más grandiosa invención en promesas de futuro, el pase final a la vida eterna. Este esquema es sencillo, pero eficaz, también les funciona muy bien a los Islámicos. Aunque su cielo es algo más terrenal, jardines perfumados, palacios cubiertos de oro y salones donde la abundancia en comidas y bellas mujeres, mueven a los suicidas a cualquier tipo de sacrificio, con tal de entrar. Los cielos son los mejores inventos de las religiones, es una vuelta de tuerca al viejo concepto del recurso de la zanahoria, pero además si se complementa con la figura del infierno, eso ya es la rehostia. Si eres bueno, o lo que es lo mismo, si fuiste malo toda tu vida y al final te arrepentiste, iras al cielo, que es un sitio estupendo y además te librarás de ir al infierno con Pedro botero, donde están los que fueron buenos toda su vida, pero al final dudaron, o tuvieron relaciones con condón, o dieron rosquillas en vez de obleas.

Joseph Alois Ratzinger, que salvo peor opinión, pasará a la historia como el artífice de unos de los periodos más oscuro de la iglesia católica, acaba de dar una vuelta al tornillo de la maquinaria de las astucias manipuladoras, que caracterizan su gestión. Todo empezó por culpa de Karol Wojtyla, aquel papa polaco de pocas luces, pero buenas intenciones, que cometió uno de los peores errores, que un líder religioso puede cometer. Wojtyla abolió de un plumazo una de lo principales causas, para que los católicos, acepten plenamente su responsabilidad, en aquellos actos llamados pecaminosos. Un buen día, Wojtyla horrorizado, por quién sabe cuál de los muchos excesos escandalosos de alguno de los miembros de la clase sacerdotal o de sus feligreses, por los casos de pederastia o por el insultante enriquecimiento de los clanes católicos, expulsó al diablo de la vida terrenal. Así de fácil, con un decretazo espiritual, el diañu, Belcebú, Satanas, Asmodeo, Bafomet, Belfegor, el maligno, Luzbel, la más bella luz, aquel ángel primigenio al que dios dotó de belleza y dones peculiares, pasó a formar parte de la irrealidad, de lo inexistente. El mundo católico se conmocionó. Pasó de estar tentado por Satán, a estar tentado por Madonna.

Aunque los católicos respiraron tranquilos por un tiempo, algunos se dieron cuenta de que aquella desaparición era un regalo con trampa. Si el diablo desapareció, quién es entonces el responsable de nuestros pecados nefandos, quién tienta en los seminarios para cometer sodomía, quién susurra al oído para que forniques con adolescentes, quién manda invadir países y matar a inocentes, quién sugiere acumular tanta riqueza compulsivamente, a costa de hipotecar el futuro de los demás. La respuesta es clara, somos nosotros mismos. Desde la desaparición del diablo, todos somos guardianes de nuestros actos y no podemos acusar, ni descargar nuestras conciencias en el maligno.

Años después, cuando hubo cambio de poderes en el Vaticano, aquello no escapó a la mirada astuta, de los fríos ojos azules de Ratzinger. Aquel que había sido miembro de los "jóvenes de Hitler" y luego soldado nazi, metido ahora a censor de la iglesia y a martillo de herejes y de teólogos de la liberación. Para él, la desaparición del Daemonium, era un terrible contratiempo. Dejar al infierno sin gestor, era un atropello a la razón. Un infierno bien diseñado, productivo, que no tenga demasiada inflación, requiere de una gestión impecable. A él no le preocupaba mucho, que un lugar, donde entran al día, cientos de miles de almas, se gestionase sólo. Bien se podría poner al frente, controlando todo, a uno de los buenos, uno que tuviera un master en gestión empresarial, o bien el sumo hacedor podría conceder algunas licencias autogestivas celestiales, que son como franquicias divinas. Estrategia bastante exitosa, si tomamos en cuenta la cantidad de almas condenadas, entre las que se hallan astutos socialistas, comunista, marxistas y leninistas ordenados, gays, lesbianas y travestidos organizados, o lectores del evangelio de la Magdalena ecuánimes, analistas sesudos de El País, curas comprometidos con los pobres, esos que dan misa en pantalones vaqueros, cualquiera de ellos, bien podría administrar el infierno, sin falta del diablo, asignar los castigos y repartir las llamas y las calderas equitativamente, siguiendo el manual de operaciones de la franquicia. Pero no era aquello; lo que preocupaba a Ratzinger, lo que cae en el terreno de lo especulativo, a él como líder de la iglesia católica no le atraía, lo que le ocupaba despierto, dando vueltas por los largos pasillos del Vaticano, era lo de aquí y ahora, no lo de allá y después. Pensó astutamente Ratzinguer, que podría el diablo dejar de existir por orden de polaco, pero eso no anulaba la consistencia, eficiencia y utilidad de su reino, el infierno, y ni corto ni perezoso lanzó una proclama a todo el mundo católico para que no cayesen en el error, el infierno existe. Y lo descubrió leyendo los diarios de su predecesor en el puesto. El papa viajero había hecho anotaciones de sus viajes por los cinco continentes y había descubierto en su viaje a México, el infierno en un barrio marginal de Ciudad Netza, en una mísera favela de Río, donde las balas silban por el laberinto de las calles, en una chabola de cartón y plástico de Eritrea, de Somalia o de Burundi, atestadas de moscas y de enfermedades.

Así fue como Ratzinger comprendió que el infierno existía y que estaba aquí, eso sí más allá de los impolutos salones del Vaticano. No necesitaba viajar para conocerlo, todo estaba apuntado en las agendas de Wojtyla.

Y el infierno, fue la gran aportación de Ratzinger, pero no era un infierno lejano, intangible, casi virtual, no, el infierno de Ratzinger es real, está aquí y es muy tangible, se puede tocar, es el infierno de los pobres, de los marginados, de los desposeídos, es el infierno de los habitantes del Barrio de Borromeo. Para ellos si hay un infierno aquí, sin necesidad de morirse, lo administra, un nuevo y flamante gestor llamado Rouco Valera.

Font: Serikame / Asturiasopinion.com

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