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Anàlisi :: amèrica llatina
Los pueblos crucificados
05 abr 2007
Jon Sobrino
En el décimo aniversario del asesinato de Ignacio Ellacuría y otros jesuitas. Noviembre de 1999. (Fragmento)

El hecho fundamental: cómo está el mundo

Antes de hablar de mártires hay que hablar de cómo está el mundo. Pues bien, nuestro mundo es un mundo de víctimas. Pasaron Auschwitz, Hiroshima, el Gulag, pero millones de seres humanos siguen sufriendo masiva, injusta e inocentemente muertes violentas en represión, guerras y masacres. Y muchos millones más sufren una muerte lenta por causa de la pobreza, sobre todo mujeres y niños, y sufren también la muerte de su dignidad y de sus culturas. La llamada globalización no ha cambiado las cosas, sino que ha hecho aumentar el número de los «excluidos» de la vida.

Hace unos años UNICEF denunció que 500.000 niños y niñas habían muerto en Iraq, tras la primera guerra, por falta de medicinas por el bloqueo impuesto. En la República Democrática del Congo, en los últimos años han muerto alrededor de tres millones de seres humanos en una guerra provocada por los poderosos para conseguir el control del coltán. Las enfermedades diarreicas, producidas por falta de agua potable y de sistemas de saneamiento, han producido en la última década la muerte de más niños que el número de personas fallecidas en todos los conflictos armados desde la Segunda Guerra Mundial. Se repite que 1.300 millones tienen que vivir con menos de un dólar al día, y unos 50 millones mueren anualmente de hambre o de enfermedades relacionadas con el hambre.

Y nuestro mundo es un mundo de victimarios. La inmensa mayoría de esas muertes tienen causas históricas. Por acción, infligidas por personas e instituciones y estructuras; y por omisión, cuando no son eliminadas, siendo hay posible hacerlo. Este recordatorio es importante. Hoy no es políticamente correcto hablar de víctimas, pero menos lo es hablar de victimarios. Muchas veces se les encubre y hasta se les presenta como bienhechores de la humanidad, líderes de la libertad y de la democracia.

Pero hay también compasión, personas que, ante las víctimas, reaccionan y las defienden. A veces, hasta el final. Entonces son también violentamente privadas de sus vidas. La compasión lleva al amor mayor de dar la vida por los hermanos.

Ante algunas muertes existen culturas y religiones que otorgan «dignidad y excelencia» a quienes mueren por causa de la compasión, y se habla de «mártires», «caídos» y «héroes». Pero no ocurre lo mismo con las víctimas masivas de la barbarie, que suelen quedar sin nombre. Es una aberración mayor en la historia de los humanos.

Las víctimas en el Tercer Mundo

En el Tercer Mundo, ciertamente en América latina, en los últimos cuarenta años, muchos hombres y mujeres han sufrido una muerte violenta, y no por dar testimonio de su fe, sino por su compasión consecuente: en la Iglesia, desde obispos y religiosas hasta catequistas i celebradores de la palabra; en la sociedad civil, desde campesinos e indígenas hasta estudiantes, abogados y periodistas. Todos ellos han desenmascarado la mentira que oculta la muerte del pobre, y han luchado contra la injusticia que la produce. Han buscado construir el reino de Dios y han luchado contra el antirreino. Han sido gente de compasión hasta el final. Y les han dado muerte.

Pero hay un hecho más clamoroso. Cientos de miles de seres humanos, con frecuencia niños, mujeres y ancianos, han sido asesinados inocente e indefensamente, en grandes masacres, sin libertad para poder huir siquiera. Son las poblaciones campesinas de El Mozote, las poblaciones indígenas en el Quiché.

Es también novedoso que, en América latina, los verdugos son, en su mayoría, cristianos: oligarcas, miembros de gobiernos y fuerzas armadas. Y las estructuras que dan muerte han sido creadas y son mantenidas, en buena medida, por un Occidente que se tiene por democrático y, a veces, por cristiano. Y esta macabra novedad no acaba de ser tenida en cuenta.

Los hechos son claros, pero existe una gran paradoja: no ha habido nombre, ni en las iglesias ni en las teologías, tampoco en las progresistas, para nombrar a estas víctimas y reconocerles, al menos en la muerte, dignidad. Ha sido un gran logro de las iglesias y las teologías del Tercer Mundo, y en concreto aquí en El Salvador, el ponerles nombre. A las personas asesinadas por defender las víctimas se les ha llamado «mártires». Y a las mayorías asesinadas lenta o violentamente se les ha llamado el «pueblo crucificado».

Por lo que toca a lo primero, el pueblo en seguida llamó «mártires» a quienes fueron asesinados por defender la justicia —cosa muy nueva. Pero no sólo el pueblo. Don Pedro Casaldàliga desde el principio llamó a monseñor Romero «pastor y mártir nuestro». Y también lo hizo en vida monseñor Romero: «Para mí que son verdaderos mártires en el sentido popular… son verdaderos hombres que han ido a los límites peligrosos, donde la Unión Guerrera Blanca amenaza, donde se puede señalar a alguien y se termina matando como mataron a Cristo.» Con el término «mártir» se quiere expresar la fidelidad en cumplir la voluntad de Dios hasta la entrega de la vida.

Por lo que toca a lo segundo, la creatividad ha sido todavía mayor, y en mi opinión de forma desconocida. Los masacrados violentamente (o los que pierden lentamente su vida, su dignidad, su cultura) no tienen nombre específico ni en la sociedad ni en la Iglesia. Monseñor Romero sí les puso nombre: «el Cristo traspasado». Ignacio Ellacuría los llamó «el pueblo crucificado». Y don Pedro Casaldàliga, ante la desaparición de tribus aborígenes en Brasil, los llama «los indios crucificados». Este nombre es excelso —incluso más que el de mártir—, pues expresa que las víctimas rehacen históricamente la realidad misma de Jesucristo.

Pero también se les aplicó otro nombre, el de «siervo sufriente de Yahvé». «Este pueblo crucificado es la continuación histórica del siervo de Yahvé, al que el pecado del mundo sigue quitando toda figura humana, al que los poderes de este mundo siguen despojando de todo, le siguen arrebatando la vida, sobre todo la vida.» Los innumerables muertos por represión, desaparición, masacres, hambre, desnutrición, tiene ya, por lo menos, nombre, y ese nombre expresa el amor que Dios les tiene, Y no es pequeña cosa.

(…)

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