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Anàlisi :: guerra
¡Que verguenza!
28 ago 2006
Esta guerra no se vencerá en ninguna batalla en Oriente Medio, ni en los suburbios de Beirut, ni en los campos de amapolas de Afganistán, ni en Etiopía, ni en Haití. Esta batalla debe ganarse en el corazón del Imperio. En las calles y plazas de New York, Londres, París, Berlín, Tel-Aviv, Buenos Aires o Madrid.
¡QUE VERGUENZA!

(Reflexiones sobre la nueva guerra en el Líbano)

    La imagen es elocuente. Más que mil palabras. En nada cambiaría si a pie de imagen se especificara la identidad del hombre que sostiene en brazos el cadáver del niño. Podría ser cristiano-libanés, o musulmán-libanés, o israelita, o árabe-israelita, o jordano, o palestino, o sirio, o iraní-chiíta, o irakí-sunní, o... estadounidense. Ninguna sociedad puede desembarazarse de la tristeza, de la rabia y de la impotencia cuando hechos de esta naturaleza nos alcanzan. En realidad, los sentimientos humanos no tienen patria ni fronteras. Ni raza, ni confesión religiosa, ni doctrina ideológica...
    Tampoco ninguna sociedad humana puede desembarazarse de los idénticos y comunes anhelos de prosperidad y de paz; de parecidos deseos de querer vivir y trabajar para la vida; de estrechar lazos amistosos y colaboradores con nuestros vecinos; de poder satisfacer con nuestro trabajo nuestras necesidades más perentorias; de ver crecer sanos y buenos a nuestros hijos; de enorgullecernos de que nuestros jóvenes tomen en sus manos con alegría el relevo generacional en la tarea de la continuidad de la vida; de que nuestros ancianos se sientan honrados y protegidos; de sentirnos satisfechos de haber convertido los desiertos en vergeles, nuestros pequeños habitáculos en confortables viviendas, nuestros pesados y arduos trabajos, en sencillas tareas cada vez realizadas con más facilidad y eficiencia; de haber transformado nuestros viejos instrumentos de labor en sofisticadas herramientas; de haber podido vencer enfermedades antes incurables; de acercarnos con suma facilidad a otros confines y percatarnos que "los otros" que creíamos diferentes tienen también nuestras mismas aspiraciones. ¡Cuan parecida es en todo el mundo la sonrisa de los niños, el desvelo para con ellos de sus padres y la mirada complaciente de sus abuelos!
    A pesar de que todo parece confirmar, para algunos, que las sociedades se han arrodillado al apabullante triunfo de la sociedad del dinero, en lo más profundo de las entrañas de cualquier colectivo humano perviven las ansias de progreso y de libertad, los deseos de rebeldía frente a la opresión y los anhelos de vida y de supervivencia frente a la destrucción. A pesar de la enorme presión cultural, religiosa o ideológica imperante sobre el pensamiento social, este arraigado impulso favorable a la vida permanece vivo en cualquier colectivo. Basta ojear en profundidad cualquier sociedad, especialmente en los sectores más jóvenes, para confirmar estas ansias. ¡Los seres humanos no estamos dispuestos a permanecer impasibles esperando nuestra aniquilación!
    En el camino hacia una nueva forma de organización de esta aldea global, los analistas e intelectuales deberían comprender y subrayar tanto la importancia de estos lazos comunes que son en definitiva los que unirán irreversiblemente a los seres humanos, como la inevitable necesidad de derrotar a la sociedad del Capital para superar los periodos de crisis y de barbarie en los que nos encontramos. Estos lazos comunes, de esencia plenamente biológica (de especie viva) y el neodarwinismo-social del "sálvese quien pueda" o "solo los más fuertes sobrevivirán" son incompatibles.
    La supervivencia de la sociedad del Capital hace impensable que nuestros anhelos, compartidos en cualquier confín del globo, se puedan hacer realidad. Es más, nuevos actos inusitados de barbarie, de guerra e interminables batallas entre pueblos (incomprensiblemente separados y enfrentados sin que el paso de la Historia haya hecho variar un ápice los conflictos del pasado más lejano) se sucederán sin apenas momentos de interrupción, si no conseguimos superarla. Los hechos así lo demuestran. El Líbano es un nuevo escenario de una misma guerra que como fantasmagórico circo ambulante, va desplazándose a otros lugares del Planeta. Cambiará de escenario, pero su representación será la misma: asesinato de inocentes, éxodos, refugiados, miseria y destrucción. Así exactamente lo expresé cuando empezaron los primeros bombardeos de Afganistán. (Ver en la Web "Guerra II").
    Son ilusos los que les causa estupor y extrañeza, observar la manera cómo las clases dirigentes mundiales han decidido la manera de cómo debe resolverse la crisis de este sistema social caduco. Tras el derrumbe del muro de Berlín, las guerras por el dominio del mundo (por la apropiación privada de los recursos): Yugoslavia, Afganistán, Irak, Palestina, Líbano... no pueden dejar ninguna duda. El Imperio solo puede sobrevivir, si hace retroceder al resto del mundo a estrictas sociedades sometidas, sumisas y saqueadas. Detrás de la guerra emprendida contra el terrorismo no hay más que la mano ejecutoria de unos gobiernos, que a modo de sicarios, actúan para postergar la crisis de un sistema, que como otros anteriores en su momento de decadencia, no tienen más posibilidad de supervivencia que la que le otorga el uso indiscriminado y sin escrúpulos de la fuerza para el saqueo y el pillaje. Sus guerras son estrictamente minuciosas campañas militares de saqueo. Su proyecto de organización social global ha fracasado, cuando la sociedad humana ha alcanzado sobradamente los medios necesarios para hacerla ya posible. Su etapa destructora es el signo más preclaro de su inviabilidad como sistema.
    Es ingenuo pensar que la continuidad de un sistema caduco pueda resolverse de otra manera. Es ilusorio pensar que la inhumanidad y criminalidad de la corte y la nobleza feudal no fueran también los efectos inevitables del final del feudalismo. Es de cobardes pensar, que esto puede cambiar si la sociedad en su conjunto no se enfrenta de cara con las auténticas causas de esta situación.
    En todo caso, si los problemas que se planean deben resolverse a favor o en contra de la Humanidad, dependerá solo de la respuesta colectiva de la sociedad para que se haga de una u de otra manera. O abrir un periodo de cambio favorable o adentrarnos en un periodo de esclavitud sin parangón alguno en nuestra Historia pasada.
    Algunos analistas, como Oswald Spengler (autor de "La Decadencia de Occidente", editada por primera vez en España en 1923), concluyeron que a los periodos de crisis social advienen siempre periodos de Imperio y de cesarismo. Periodos de un gran oscurantismo. Spengler anticipó con bastante acierto la subida al poder de Hitler ante la quiebra, ya entonces, de la dictadura del dinero y de su arma política: la democracia.
    Que la profunda crisis económica capitalista a partir del 29, se resolviera con las dos guerras mundiales (un gran periodo destructivo) no es decir nada de nuevo. Aunque la Segunda Guerra lo fuera con el triunfo de lo que reconocemos por democracias occidentales frente al Tercer Reich (también de la dictadura estalinista), no significa que una nueva tentativa "cesarista", en este nuevo periodo de crisis capitalista, no está planteada en todo su apogeo. Pero ya entonces, en muchas democracias occidentales vencedoras -aún en los EEUU- el pensamiento fascista impregnó profundamente como forma de superar la crisis económica. Este planteamiento corresponde perfectamente a la idea de cómo la fuerza y el terror (y la eliminación de los sobrantes) constituye el único instrumento del poder para el sostenimiento de un orden social caduco en donde la paz, los derechos humanos, la democracia o las leyes internacionales quedan relegadas, en los momentos de crisis, a cínicos actos teatrales, a puro simbolismo. La única política vigente hoy de las clases dirigentes es la de cómo justificar las actuales y las futuras campañas militares y cómo mantener a sus poblaciones sumisas y calladas frente a la destrucción que están provocando.

(...)"Hubo un tiempo en el que el dinero triunfó bajo la forma de democracia. Él sólo, o casi solo, hacía la política. Su instrumento: el partido pagado (...) Pero tan pronto como se ha ido destruyendo los viejos órdenes de su cultura, surge, como el caos, una magnitud nueva y prepotente que ahonda sus raíces hasta el fondo de cualquier situación: el hombre de cuño cesáreo (...) Desde que despierta la época Imperial, no hay más problemas políticos (...) Las luchas para realizar las grandes verdades de la democracia y de los derechos sin los cuales la vida no parecía valiosa o digna, desaparecieron y los descendientes decidieron no emplear, ni siquiera bajo amenaza, los derechos conquistados (...) Como Nerón que no pudo obligar a los caballeros a que vivieron a Roma para ejercitar sus derechos (...) Como en la época de César en donde la población distinguida casi no tomaba parte de las elecciones (...) Pues la Paz Mundial -que ha existido muchas veces- significa, en realidad, la renuncia privada de la enorme mayoría a la guerra; por lo cual, ésta mayoría -aunque no lo declare- está a dispuesta a ser el botín de los que no renuncian a ella. Así comienza todo, con este deseo de paz y de reconciliación universal entre los Estados. Y termina no moviendo nadie el dedo cuando la desgracia cae sobre el vecino (...) Con el Estado Mayor ejecutor y vigilante "a punto" de esta Paz Mundial, la alta Historia se echa a dormir. El hombre vuelve de nuevo a ser vegetal, siervo de la gleba, obtuso y estancado. En la aldea "fuera de la historia-tiempo" el eterno siervo reaparece, engendrando hijos y sembrando trigo en la madre tierra, enjambre trabajador sobre el que pasa, como viento de tormenta, el torrente de los soldados imperiales. En medio del campo, yacen las viejas ciudades mundiales, vacíos habitáculos de un alma apagada en los que lentamente anida una Humanidad sin Historia. Se vive al día, con una felicidad mezquina y una gran sumisión. Los conquistadores que buscan botín y poder, en ese mundo, pisotean a las masas; pero los supervivientes llenan rápidamente los vacíos con una fecundidad primitiva... y siguen aguantando" (O. Spengler. Extractos del capítulo "El Estado y la Historia" Tomo II).

    El triunfo del advenimiento de un periodo de guerra y de destrucción como nueva salida a la crisis necesita primero conseguir una gran derrota de la Humanidad: Nuestro silencio, nuestra sumisión, el acatamiento sin rechistar de sus planes de terror, de sus campañas militares, de sus bombardeos indiscriminados sobre poblaciones indefensas, de la destrucción de infraestructuras vitales, de la eliminación de los sobrantes por el simple genocidio... bajo la coartada de que nosotros los occidentales (vencedores sobre los “pueblos bárbarosâ€?) podemos seguir permaneciendo en la barcaza de los supervivientes. Solo es preciso no ver, no escuchar, no saber, no hablar, no tomar partido... y creer a ciegas en nuestros dirigentes salvadores que nos seguirán hablando de paz y de democracia, de terrorismo, de Estado de Derecho, de leyes internacionales o de resoluciones de la ONU mientras dure la masacre. Luego, cuando termine, nos hablarán de negociaciones, de reconciliación, de reconstrucción y de ayuda humanitaria. De esta manera, los gobernantes, coincidirán siempre en la labor para la que han estado asignados por el Imperio: no hacer nada mientras la campaña militar se esté llevando a cabo minuciosamente, hasta sus últimas consecuencias. Y así de nuevo, hasta la próxima.

    Solo queda que la soldadesca de las colonias releve a las legiones de Roma y asegure los éxitos militares de su última campaña. A este infame cometido ha devenido el papel de la Organización de las Naciones Unidas.
    No hay más guerras entre naciones, no hay más guerras entre razas, no hay más guerras entre religiones. Hay una guerra. Es entre el Capital y la Humanidad.
¡Que nadie se confunda! No existe ninguna posibilidad de paz entre los contendientes, como piensan algunos ingenuos y pacifistas. Habrá un ganador y un perdedor.
    Los ciudadanos palestinos, israelitas, jordanos, sirios, libaneses,... deben vivir juntos y trabajar juntos en favor de sus vidas. Deben ir diluyendo sus identidades al tiempo que diluyen los colores de sus banderas y de sus viejos estandartes. Deben hacerlo de la única manera que sabemos hacerlo los seres humanos: aunando nuestros esfuerzos para satisfacer nuestras necesidades más perentorias; trabajando en común y en colaboración; aprovechando, de la manera más racional y eficiente, los recursos y los conocimientos que disponemos; uniéndonos en las relaciones normales y cotidianas de la vida como siempre hemos estado dispuestos a hacerlo; estrechando nuestros lazos de parentesco familiares entre comunidades distintas; sustituyendo el ruido de los tambores de guerra por el sonido armonioso de nuestras canciones y músicas populares; cambiando armas de guerra por libros de saber; libros de brujería por enciclopedias de Ciencia; convirtiendo áridos desiertos en fértiles vergeles; apartando a nuestros jóvenes de sacerdotes, rabinos e imanes (tanto los del "Partido de Dios" como los de la "Casa de Sión") que solo siembran cizaña de odios e intentan perpetuar en nuestras sociedades situaciones de privilegio y estructuras sociales de sumisión; situando a la mujer en plena igualdad; expulsando a gobernantes criminales y parásitos; tendiendo la mano de esperanza a otros pueblos del mundo para que sus ciudadanos también emprendan este camino y especialmente para que obliguen a sus gobiernos a deponer sus actitudes belicosas contra la Humanidad y en favor del Capital.
    Esta guerra no se vencerá en ninguna batalla en Oriente Medio, ni en los suburbios de Beirut, ni en los campos de amapolas de Afganistán, ni en Etiopía, ni en Haití. Esta batalla debe ganarse en el corazón del Imperio. En las calles y plazas de New York, Londres, París, Berlín, Tel-Aviv, Buenos Aires o Madrid.

    ¡Qué vergüenza si los ciudadanos giramos nuestra mirada hacia otra parte!

Josep Agosto 2006

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