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Notícies :: @rtivisme : un altre món és aquí : globalització neoliberal : laboral
Carta de un desocupado
24 gen 2006
Partiendo de la realidad dramática del paro, se proponen algunas estrategias para afrontar de otra manera -más creativa- los efectos devastadores de la crisis de subjetividad que produce.
Carta de un desocupado

Desde la más tierna edad, nos educaron en la valoración del trabajo, exaltando las virtudes del esfuerzo, de la laboriosidad, del progreso. Tras algunas décadas de crisis desigual pero extendida a nivel mundial, esa educación generalizada se ha visto cuestionada por varios motivos. En primer lugar, porque muchas personas no conocen realmente lo que significa trabajar, y no por una cuestión de principios o disposiciones, sino porque jamás han podido acceder a un mercado laboral cada vez más depreciado y restrictivo. Si se tiene en cuenta que muchos de los sujetos económicamente activos o bien carecen de trabajo o bien están subempleados (según el país de que se trate), de ello se deriva que mal se puede valorar con precisión aquello que no se conoce. Por supuesto, eso no impide la valoración misma (por más “sobredimensionada� o “incorrecta� que sea) y, sobre todo, un profundo sentimiento de frustración que genera desear lo que no se tiene. En segundo lugar, porque la cultura del trabajo que nos atraviesa conduce a conclusiones por demás de indeseables, sobre todo, cuando uno debe experimentar la dura realidad de estar “parado� (como dicen en España). Si el trabajo dignifica, es salud, ascenso, realización, ¿qué significa entonces estar “desocupado�? ¿Seremos indignos, enfermos, sumergidos, fracasados? Acaso así lo hacen sentir aquellos que acceden al sistema actual de trabajo, pero es posible que ellos mismos sean expulsados a su momento y deban o bien cuestionar los fundamentos mismos de su labor o bien hundirse en las conclusiones más pesimistas.
Los engaños de la exaltación de una cultura del trabajo son múltiples: pone en el mérito del individuo lo que es más bien una resultante de diversos factores: nuestra posición de clase, las condiciones económico-sociales amplias, el período histórico y el lugar donde nacimos. ¿Acaso los desocupados merecen lo que tienen? Apenas es preciso afirmar con rotundidad que la «meritocracia» es la ideología de los individuos que este sistema construye como “exitosos�. Su refutación más radical está ligada al hecho de que, objetivamente, no todos los sujetos están en igualdad de condiciones para acceder a dicho “éxito�, con independencia a las cualificaciones subjetivas (que, por lo demás, también están condicionadas). Por si fuera poco, esta cultura sobredimensiona el valor-del-trabajo, y así, priva tanto a trabajadores como a no-trabajadores de las posibilidades de una cultura orientada a la comunicación y al desarrollo multifacético del ser humano. (Alcanza con recordar la reducción actual del «trabajo» al “empleo� como “ocupación rentada�, en la que la referencia a la dimensión antropológica del trabajo se pierde de vista por completo).
Así pues, cuanto más se exalta el “empleo� (no sólo hay problemas de desocupación sino también de sobre-ocupación), más se estigmatiza a quienes están privados del mismo. El correlato negativo de las “virtudes del trabajo� lo padece el desocupado, depositario de marcas negativas diversas: la vagancia, la delincuencia, la indignidad, la pereza, las adicciones... Si el trabajo se plantea como “esencia humana� (y así queda establecido por la fórmula homo-faber), el no-trabajo, por implicación, aparece como una privación radical de lo específicamente humano, esto es, como carencia esencial de humanidad.
Sin dudas, estas conclusiones son inaceptables. Su despropósito se hace patente por el nivel de desocupación existente en el capitalismo actual: millones de parados no pueden simplemente ser estigmatizados bajo alguna fórmula deshumanizante. Pero sin llegar a tales límites -¿quién diría abiertamente que un desocupado no es humano?-, a menudo las premisas antedichas operan como presupuestos de la acción de las mayorías, con los efectos graves que supone. En tanto sentido implícito (no-consciente), la hegemonía del trabajo como centro de identidad estructura el vínculo con los desocupados, con los padecimientos psíquicos y corporales que ello conlleva (piénsese, por ejemplo, en el nivel de impotencia sexual elevado que existe entre los desocupados -por estrés emocional- o en el crecimiento de la irritabilidad y violencia doméstica). El “paro� es un estigma social: hasta la des-ocupación señala una condición por carencia, siendo la pérdida lo que define la identidad.
Los efectos radicales de esta cultura, enfatizada por una ética productivista avalada por el temor a la pérdida de trabajo, son reconocibles: depresión, ansiedad, vaciamiento existencial y, en general, síntomas de un malestar que puede llevar a una crisis real de identidad.
Ninguna estrategia subjetiva de los afectados puede desconocer de forma válida esta realidad objetiva, determinada por estructuras políticas, económicas y culturales radicalmente problemáticas. Nada justifica la injusticia de un capitalismo voraz, que no sólo declara un sobrante estructural de trabajadores –favorecido de forma inédita por la implantación masiva de nuevas tecnologías de la producción y por una relación de fuerzas absolutamente asimétrica-, sino que además hace pagar a los trabajadores intelectuales y manuales –por el mero hecho de trabajar- con una sobre-ocupación que no es más que explotación eufemizada bajo la forma de una “flexibilización�: «flexo-explotación» diríamos con Bourdieu. Nada nos exime de cuestionar estas condiciones objetivas negativas, tales como la infrarregulación de los mercados de trabajo, el deterioro sindical (que debilita la defensa de los trabajadores), las nuevas políticas de personas (distinciones simbólicas sin concesiones económicas, categorización de personal, flexibilización funcional y horaria), el declive de los salarios (garantizado por la existencia de un “ejército de reserva� como observara antaño K. Marx), por mencionar algunos casos. Finalmente, tampoco es válido desconocer las dificultades subjetivas para desplazarse de esos valores hegemónicos de nuestra cultura.
Siempre resultan pertinentes y necesarias las luchas político-sociales que reivindican como un derecho social y económico fundamental el acceso a un trabajo digno y bien remunerado. Sin embargo, el énfasis unilateral en el trabajo es peligroso para los mismos sujetos, especialmente cuando se está “parado�. No sólo es posible atemperar el malestar del paro, sino que además, puede ser un campo de auténtica liberación de las coacciones vitales que el trabajo en este sistema económico impone (como es el caso de las extensas jornadas a destajo que nos impiden el desarrollo de cualquier actividad alternativa). No hay nada de regresivo en buscar atemperar los efectos negativos del paro, sin dejar de luchar por la obtención de un trabajo profesional, ética y económicamente satisfactorio (lo que hoy día más bien parece improbable).
Por eso quisiera sugerir una forma de reinterpretar el “paro� como posibilidad radical y vertiginosa de auto-desarrollo subjetivo (moral, intelectual y político). No se trata de negar la real carencia económica que el paro ocasiona (de hecho, ese padecimiento antecede a toda estrategia de respuesta), pero en sociedades económicamente desarrolladas el problema principal del paro es de índole psicosocial y no económico. Si lo que aqueja fundamentalmente a los desocupados es el sentimiento de malestar, una parte de su problema puede resolverse apelando a la reinterpretación radical de lo que significa no trabajar. Puede significarse como una posibilidad para crecer, para hacer todo aquello que quisimos hacer y no pudimos por falta de tiempo. Se dirá que la gravitación de la carencia es tan fuerte que nadie puede despreocuparse y gozar en una situación difícil. Sin embargo, puesto que la preocupación ya está instalada, ningún intento será vano para desplazarse de la misma, para dar lugar a otro sentido ya no vivido como pura privación. Es cierto que un trabajador sin trabajo muchas veces no sabe qué hacer con su tiempo, pero la fuerza del hábito del paro tiende a compensar: puesto que el tiempo está disponible, en el mediano plazo, sin dudas, los mismos sujetos tienden a procurarse actividades alternativas con las que “pasar el tiempo�. Pero sin dudas, hay una diferencia radical entre pasar-el-tiempo y darse-el-tiempo, esto es, hacerse responsable activo de crear alternativas que resulten satisfactorias para la persona. Y la diferencia sustantiva no sólo está en la calidad y sentido de las actividades (después de todo, hay mucha distancia entre pasársela mirando TV, bebiendo cerveza y emprender un auténtico viaje hacia uno mismo) sino también en la actitud con que se vive la privación. No se trata de simple optimismo, sino de tomar un tiempo que para la mayoría es “tiempo muerto� (a la espera de un nuevo trabajo) como “tiempo de crecimiento�. ¿Cuántas veces postergamos lo deseado por las obligaciones? Los desocupados a menudo apenas son conscientes del valor de lo que disponen, que es su tiempo. ¿Qué mejor oportunidad para avanzar en los proyectos más personales o incluso en la invención de otros? Los guardianes del sistema no se cansan de llamar a la productividad económica de los trabajadores. Y, efectivamente, la mayoría de los trabajadores no vacilan en dar su tiempo de vida a su empleador a cambio de un salario generalmente indigno. ¿Por qué entonces no darse el tiempo para sí mismos, en vez de “dejar que las horas pasen�? ¿Qué más desafiante que darle a nuestro tiempo una "productividad" (extra-económica), que liberar nuestro reservorio de potencial creativo e incluso que canalizar nuestro malestar en la movilización de nuestras voluntades? ¿Qué mejor que desplegar una astucia de homo sapiens-sapiens?
Nos machacan desde chicos que si uno no tiene trabajo es un inútil. Eso es una estupidez. La mayor parte de las vivencias valiosas no tienen nada que ver con el trabajo. Si así fuera, hablaría mal de nuestras prioridades vitales, de nuestra escala de valores. Toda dominación asienta y se apoya en lo simbólico, en la producción de sentidos que fijan a los humanos a lugares subalternos. Hacer lo imprevisible, liberarnos de la propia imagen estigmatizada, es el primer paso para desplegar una resistencia subjetiva necesaria. Mucho mejor todavía es liberarse de las "presiones sociales", de la mirada piadosa que los otros tienen para con los desocupados, sin hacer demasiado para cambiar realmente la situación. Si en el plano político es legítimo aunarse a partir de lo que nos falta (y lo mismo vale para fines terapéuticos), pierde plausibilidad cuando se convierte en una etiqueta esgrimida. Además de desocupados, podemos ser deportistas, padres, hijos, amigos, amantes, luchadores, intelectuales..., agitadores, o lo que fuera.
La desocupación es una realidad traumática. Pero un desarrollo imaginativo puede convertirla también en una recreación, una oportunidad para hacer dentro de los márgenes de acción que nos sean posibles (hacer tiene un costo). Hasta la pereza puede ser interesante si se la inscribe en el marco de una revalorización del propio tiempo de vida (algo que, por cierto, no es funcional a los dominadores). Más de uno estaría sorprendido de verse haciendo exactamente lo que quería. Antes que el lamento, entonces, hay una clave emancipatoria en el sentido que se le da al "intervalo forzado� (y siempre “consuela� pensar que nuestra situación es temporaria). Puede tomarse como ocasión para avanzar en lo que uno posterga habitualmente, transformando lo que nos falta en algo posibilitante.
Se puede hacer algo con la disconformidad, desplazándose de la queja autopasivizante. El tiempo del desocupado no es tiempo libre sino cuando se libera de los estigmas que porta en su ser y, sobre todo, cuando se reafirma a sí mismo contra los valores dominantes que le hacen sentir absolutamente prescindible. Resistirse a eso es apostar por nosotros mismos, por nuestro desarrollo, por los vínculos humanos que nos potencian en nuestra individualidad. Antes que una revolución individualista, lo que se anuncia ahí es la reconquista del tiempo vital por parte de los sujetos subordinados (nunca meros trabajadores) y, sobre todo, la reconquista del propio cuerpo y de la propia potencialidad. Visto así, el drama de ser un desocupado puede ser el umbral para una alegría sin precedentes, para un privilegio no-buscado, más allá de la culpabilidad inducida: ser aquellos que aprendieron a gozar del tiempo irreversible.


A.B.

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