Los malos tiempos arderán - Indymedia Barcelona

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Los malos tiempos arderán
per Manifiesto colectivo Correu-e: lafelguera ARROBA nodo50.org (no verificat!)	02 des 2005
Consideraciones sobre los recientes acontecimientos de Francia, y el brillante porvenir del que son heraldos. Manifiesto colectivo
LOS MALOS TIEMPOS ARDERÃ?N Consideraciones sobre los recientes acontecimientos de Francia, y el brillante porvenir del que son heraldos. I. Lo que vamos a decir lo decimos sin ninguna ilusiÃ³n ni tampoco esperanza, ni sobre su utilidad ni sobre la verdad Ãºltima de nuestros argumentos. Estamos demasiado lejos de los acontecimientos, tanto fÃsica como temporalmente, demasiado lejos, demasiado tarde, como para pretender tener ninguna influencia sobre ellos. Estamos lejos, ademÃ¡s, de su propia negaciÃ³n, pues a pesar de que efectivamente compartimos una miseria anÃ¡loga que se debe a las mismas causas, no es sin embargo igual, ni tiene su misma intensidad. Pero nos animan al menos dos deseos: contribuir, junto con los propios actos y a la luz de los mismos, al esclarecimiento del mundo en el que sobrevivimos, y salir en su defensa, allÃ donde su acciÃ³n por muchas razones ejemplar merece ser defendida, contra todas las calumnias y mentiras que se han levantado y se levantarÃ¡n por los enemigos de afuera y los de adentro, y no porque los insurrectos de Francia necesiten esa defensa, sino porque la necesitamos nosotros, los otros proletarios de tez â��blancaâ�? y conciencia desteÃ±ida, para desenmaraÃ±ar el tejido de ficciones que nos encadena paralizando nuestra propia ira y nuestra propia revuelta. No pretendemos tampoco idealizar ni glorificar nada, porque nada debe ser ensalzado en el terreno de la guerra social. Tan mÃsera es nuestra condiciÃ³n, que el mÃ¡s mÃnimo triunfalismo es otro clavo mÃ¡s sobre el ataÃºd material y virtual que nos encierra en la vida diferida. Pero por eso mismo, deseamos seguir permaneciendo a la escucha de cualquier signo que venga de cualquier parte manifestando que ese estado catatÃ³nico empieza a romperse. Incluso aun cuando despuÃ©s, aparentemente, el silencio vuelva a reinar en Europa: especialmente en este Ãºltimo caso. II Los barrios perifÃ©ricos de los centros urbanos y econÃ³micos franceses han sido los protagonistas de una revuelta que ha puesto en cuestiÃ³n la razÃ³n y la legitimidad de los estamentos y la oligarquÃa europea. La periferia convertida en lugar de almacenaje, no sÃ³lo de mercancÃas ruinosas sino de seres humanos no menos averiados, ha rebasado la mera condiciÃ³n separada de problema urbanÃstico. Los revoltosos, con la quema de edificios y coches, expresan lo que es ya un hecho indudable: su imposibilidad de gestionar su propia vida y de controlar su destino, porque su vida se desarrolla en la periferia de todo. La violencia de los revoltosos, de aquellos que juegan al escondite con las fuerzas del orden y cuyo signo distintivo es su rostro cubierto bajo las capuchas, demostrÃ³ contra quÃ© o quienes se dirigÃa su rechazo. Tras los ataques contra la policÃa (que presenciÃ³ cÃ³mo las paredes comenzaban a hablar bajo la frase de â��policÃa de mierdaâ�?) rÃ¡pidamente se dio paso a la destrucciÃ³n de todo aquello que los situaba, inexorablemente, frente a su realidad como grupo social. Es por esta razÃ³n por la que los sociÃ³logos no debieran necesitar mayor investigaciÃ³n que la observaciÃ³n de los restos de la violencia y su resultado. El paisaje de guerra del que tanto hablan los medios no es otra cosa que el programa de la revuelta y las exigencias de los protagonistas, que parecen absurdos e incomprensibles sÃ³lo al que se niega a comprender, o ha comprendido demasiado bien (hasta el lavado de cerebro o el colaboracionismo) los razonamientos del poder. Basta con oÃr a estos chicos que supuestamente no saben ni pensar ni hablar. AsÃ se expresan, por ejemplo, tres jÃ³venes del barrio 112 de Aubervilliers: â��es una desgracia pero no tenemos elecciÃ³n, estamos dispuestos a sacrificarlo todo porque no tenemos nada (â�¦) si un dÃa nos organizamos, tendremos granadas, explosivos, KalÃ¡shnikovsâ�¦nos daremos cita en la Bastilla y serÃ¡ la guerraâ�?. Pero esto es lo Ãºltimo que espera la dominaciÃ³n, y por eso se empeÃ±a en emborronar un discurso que sin embargo es muy claro: se trata de que, bajo ningÃºn concepto, pueda tambiÃ©n llegar a ser contagioso. III. Supermercados y centros comerciales no son sino los indicadores de la opresiÃ³n econÃ³mica y la falta de expectativas por acceder a las cuotas de bienestar anunciadas por republicanos y socialistas. Ante su presencia obscena estalla la constataciÃ³n diaria de la escasez, del inalcanzable estado de cobertura de necesidades bÃ¡sicas para familias de cinco o seis miembros y un solo sueldo, de tal forma que, ante esta verdad inocultable que se vive radicalmente, la propaganda economicista se declara en quiebra y se hunde cualquier ilusiÃ³n posibilista de lograr â��una vida normalâ�? que ya no existe ni existirÃ¡ para nadie, igual que no se encuentran alimentos sanos o agua pura. AsÃ, la destrucciÃ³n de los grandes complejos comerciales y de consumo se transforma en la Ã©tica y la estÃ©tica del rechazo, ya que niega el confort anunciado y, mÃ¡s aÃºn, niega todo un modelo de vida falsificada. Por eso el pueblo francÃ©s, bajo un supuesto proyecto y destino comÃºn, se levantÃ³ el dÃa 27 de octubre con los monstruos que crearon treinta aÃ±os de polÃticas de exclusiÃ³n social, polÃtica y econÃ³mica. En este sentido, la democracia francesa (y el resto de democracias con ella) no estÃ¡ en crisis sino que ha sido negada de facto y por la fuerza de la violencia, y no por la violencia juvenil precisamente, sino por la que se ejerce en su nombre y bajo su coartada todos los dÃas, en todas las dimensiones de la vida, y prÃ¡cticamente sobre casi toda la poblaciÃ³n. SÃ³lo cuando tal violencia es devuelta por el espejo de la contestaciÃ³n social, es cuando preocupa al poder y por tanto a la opiniÃ³n pÃºblica. Cuando Sarkozy dice que â��por supuesto que hay miseria, racismo, desempleoâ�¦pero nada puede justificar la violencia gratuitaâ�?, es que para el aprendiz de Thiers, sus congÃ©neres y todos aquellos que todavÃa le creen, cualquier violencia que se levante contra el racismo, la pobreza, etc, etcâ�¦es y serÃ¡ siempre gratuita. Porque el escÃ¡ndalo no lo provoca el espectÃ¡culo de la pobreza, sino el estallido de los que la sufren, que inmediatamente se intenta pasar por espectacular para asÃ desacreditarla hasta ante sus posibles cÃ³mplices. De esta manera el estado de excepciÃ³n y emergencia vuelve a retirar el velo democrÃ¡tico de su polÃtica hacia los inmigrantes al viejo estilo colonial, como cuando administrÃ³ con mano de hierro Argelia y sus colonias. En este sentido, hoy, igual que ayer, estamos con los que llamaban a la insumisiÃ³n frente al gobierno francÃ©s, pero concretÃ¡ndolo en lo que ya es asunto de salud pÃºblica: el ataque contra el proyecto social francÃ©s, contra el proyecto social europeo. IV. No puede sino considerarse bajo la misma lÃnea la deliberada y obstinada acciÃ³n destructora contra los centros educativos. Si los coches de segunda mano, los supermercados mal (o bien, segÃºn se mire) provistos de comida basura y quincallerÃa barata, y los equipamientos miserables del Estado de bienestar residual son los espejismos parÃ³dicos de la abundancia y la prosperidad, los colegios y los institutos son la parodia desencarnada de la igualdad de oportunidades y de la posibilidad de ascenso social que la economÃa predica para no cumplir. Y el fuego que ha devorado a unos y a otros es la previsible respuesta desencantada y furiosa del que despierta de su encantamiento. â��Los chavales de 15 aÃ±os ven que los que tienen 25 y fueron buenos estudiantes siguen en el paro, viviendo en casa de sus padres y sin futuroâ�?, razonaba uno de esos â��irracionalesâ�? del barrio de Blanc-Mesnil de Saint-Denis, y en sus palabras encontraremos todas las razones de esa furia sin que haga falta que ningÃºn experto aÃ±ada ni una sola banalidad de mÃ¡s. AsÃ, negado el futuro a los hijos de los franceses, de los inmigrantes ya legalmente franceses, ante los pasmados rostros de sus mayores, esa poblaciÃ³n potencialmente escolar que ahora ama la gasolina desprecia el sistema educativo por la misma razÃ³n que desprecia al propio Estado francÃ©s. Ellos, los bÃ¡rbaros del proyecto de la â��vieja Europaâ�?, han sido estigmatizados como la racaille, es decir, la chusma, la gentuza canalla, y han aceptado ese estigma con el tradicional orgullo de los proscritos: como los â��mendigos del marâ�? en la Holanda rebelde del siglo XVI, como los enragÃ©s de 1793 o del Mayo 68, como los punks londinenses de 1977. Ellos, los revoltosos, han recogido el testigo y han declarado que, una vez perdido el miedo a salir a la calle, han decidido pelear hasta el final. â��Ha venido todo un representante de la RepÃºblica y nos ha llamado escoria, y lo que nosotros estamos haciendo ahora es exactamente eso, actuar como escoria. Hemos comprendido que es la forma de que nos presten atenciÃ³nâ�?, dice un chaval de 15 aÃ±os de Saint-Denis; â��nos ha lanzado un reto y nosotros lo hemos aceptadoâ�?, contesta otro de la misma ciudad. â��Puesto que somos escoria, vamos a dar trabajo en la limpieza a este racista. Las palabras hacen mÃ¡s daÃ±o que los golpesâ�?, se oye en el barrio 112 de Aubervilliers. Por todas partes, la causa estÃ¡ entendida, todo estÃ¡ dicho y todo estÃ¡ por hacer. V. Con un exceso de modestia o coqueterÃa, algunos rebeldes de Aubervilliers concedÃan que â��no tenemos palabras para explicar lo que sentimos. SÃ³lo sabemos hablar prendiendo fuegoâ�?. Hay que decir cuando menos que tal lenguaje es elocuente y eficaz, y nadie puede pretender que no lo escucha. Sirve ademÃ¡s para poner sobre la mesa las cuestiones molestas que nadie se atreve a hacer. Por ejemplo, los disturbios han supuesto la propaganda por el acto del urbanismo capitalista, cuya monstruosidad inhumana ya nadie puede negar, hasta el punto de que por toda Francia se estÃ¡n derribando esas torres de tortura de 14 pisos donde la vida sÃ³lo podÃa asarse a fuego lento. Nadie negarÃ¡ tampoco su eficacia, no sÃ³lo como campos de concentraciÃ³n diseÃ±ados para aislar a las personas de sÃ mismas y de los demÃ¡s, sino sobre todo en su funciÃ³n de cÃ¡rceles invisibles de las que sus presidiarios no se atreven a salir, incluso cuando se han amotinado: la aparente falta de decisiÃ³n de los rebeldes de llevar los disturbios a los centros de las ciudades, allÃ donde mÃ¡s impÃºdicos se exhiben los sÃmbolos de la felicidad capitalista, y mÃ¡s determinante es su destrucciÃ³n, dice mucho del Ã©xito psicogeogrÃ¡fico de las banlieus como sistemas de represiÃ³n y aislamiento autorregulados. Pero el concepto de banlieu como basurero humano no se entiende sin la basura que contiene en sus lÃmites fÃsicos, sociales y psicolÃ³gicos, y su estallido ha contribuido a derribar otro de los mitos favoritos de nuestro tiempo, repetido a veces muy imprudentemente por los que se consideran sus enemigos, a saber, que los inmigrantes â��son necesariosâ�? y hasta imprescindibles para asegurar el crecimiento econÃ³mico y enriquecer la aburrida cultura europea, dando esa pizca de color y alegrÃa que tanto gusta a los fanÃ¡ticos del turismo exÃ³tico y del abigarramiento multiculturalista. Pues bien, dejando a un lado la dimensiÃ³n cÃnicamente oportunista de tan miserable cÃ¡lculo, ya estamos viendo para quÃ© necesita el capitalismo a estos inmigrantes, a sus hijos y a sus nietos, quÃ© utilidad quiere dar la economÃa a estos franceses de tercera generaciÃ³n: ni siquiera se toma la molestia de explotarlos, ya que le salen mÃ¡s baratos sus hermanos de raza que malviven en Ã?frica o Asia, y el uso masivo de una tecnologÃa que arrasa tanto recursos naturales como biografÃas humanas. El Ãºnico enriquecimiento que el orden espera de ellos es el â��crecimientoâ�? a una escala cada vez mayor del famoso ejÃ©rcito de reserva de parados, y el â��desarrolloâ�? de la panoplia de terrores securitarios con los que atormentar a la poblaciÃ³n indÃgena que tambiÃ©n vive en la cuerda floja, para que se mantenga disciplinada y bajo las faldas del Estado policial. Esto es de lo que se dan cuenta los rebeldes de los suburbios: los â��treinta gloriososâ�? y los â��milagros econÃ³micosâ�? de la Europa de la segunda posguerra y sus espejismos de prosperidad, bienestar y justicia social nunca volverÃ¡n, no hay margen posible bajo el capitalismo bulÃmico y ecocida para las promesas reformistas de los polÃticos y de los arbitristas bienpensantes de la progresÃa. Como decÃa el joven antes citado del barrio de Blanc-Mesnil, â��la mala situaciÃ³n econÃ³mica hace que por primera vez haya franceses haciendo el trabajo que antes sÃ³lo hacÃamos los emigrantesâ�?. Por primeraâ�¦pero no por Ãºltima. Cuando vemos cÃ³mo por todo ese nuevo mundo feliz occidental cierran las fÃ¡bricas y se adelgazan las plantillas, cuando comprobamos cÃ³mo los escasos â��afortunadosâ�? que logran el ansiado empleo temporal trabajan 10 y 12 horas por todos aquellos que se quedan aparcados en el paro, entonces no queda mÃ¡s remedio que aceptar, y lo mejor para todos nosotros es hacerlo ya y sin excusas, que cuando el poder habla de modelos de integraciÃ³n de los inmigrantes, reinserciÃ³n social, reactivaciÃ³n de los barrios bajos, y cualquier otra patraÃ±a parecida, simplemente estÃ¡ volviendo a vender humo a nuestra costa. Y ese humo es infinitamente mÃ¡s irrespirable y nocivo que el que ha salido de las hogueras que se han prendido en los suburbios. AsÃ por ejemplo, un sociÃ³logo (y encima de origen argelino) cree encontrar la piedra filosofal asegurando que â��hay que eliminar los guetos y hacerlo sin complejos. No se trata de rehabilitar estos horribles edificios de hormigÃ³n, hay que derribarlos y tener la capacidad para convencer a la gente que vive en ellos de que su futuro serÃ¡ mejor fuera del gueto, dentro de la ciudad y lejos de los suburbios. Los guetos sÃ³lo desaparecen de una manera: fundiÃ©ndolos con la ciudadâ�?. Â¡Nada menos!, porque semejante reforma, que no serÃa tal sino ruptura revolucionaria con el mundo desfigurado del capital, exigirÃa la fundiciÃ³n del orden totalitario que diseÃ±a, construye y necesita esos guetos, por lo que podemos preguntarnos quiÃ©n es el ingenuo, si los crÃos obtusos y embrutecidos de la ciudad dormitorio, o el hÃ¡bil sociÃ³logo; sea como fuere, mientras que las autoridades deciden si hacen caso o no de tan brillantes perogrulladas, parece que cierta juventud ya estÃ¡ lo suficientemente convencida de que su futuro no estÃ¡ en el suburbio, y por eso ha empezado a destruirlo sin complejos. La lucidez, como la acciÃ³n, ha cambiado esta vez de bando: se trata ahora de constatar hasta quÃ© punto lo ha hecho y en quÃ© medida se ha transmitido a quienes, por ahora, no se han sumado al combate. VI. Pero si el bando que debe perder es capaz de mostrar alguna lucidez, aunque sea parcial, aunque se refiera mÃ¡s a lo que se odia que a lo que se desea, entonces hay que neutralizar sus razones y sus actos por todos los medios, anegÃ¡ndolos bajo el consabido tsunami de mentiras y bajezas. SÃ³lo nos ha sorprendido relativamente que algunas de esas infamias provengan de los asÃ llamados revolucionarios, que se rebajan difamando a los revoltosos tachÃ¡ndolos de quemacoches al servicio del Estado y sus estrategias policÃacas de provocaciÃ³n y miedo. Sin descender a tanta y tan obvia podredumbre, que parece contentarse con que el oprimido rumie en manso silencio su humillaciÃ³n cotidiana hasta que el lenin de turno (y de bolsillo) dÃ© permiso para iniciar el levantamiento, es necesario discutir otros lugares comunes que, por serlos, alcanzan a un nÃºmero mucho mayor de personas a las que la dominaciÃ³n desea quitar cualquier tentaciÃ³n de comprensiÃ³n o simpatÃa hacia los rebeldes. Es evidente que el espantajo de la violencia es el plato fuerte de cualquier menÃº que se prepare para tales menesteres de intoxicaciÃ³n ideolÃ³gica y miedo social. Violencia que, sin embargo, los pocos observadores honestos han reconocido como mucho menos salvaje e indiscriminada de lo que se ha dicho, y ejercida ademÃ¡s, en general, con plena conciencia de la gravedad y consecuencias de la misma: â��es una desgraciaâ�?, admitÃan los jÃ³venes de Aubervilliers, y como ellos muchos otros, sin rastro de exhibicionismo o crueldad. Nada tiene que ver por otro lado una violencia colectiva y espontÃ¡nea que se levanta contra la opresiÃ³n cotidiana que un buen dÃa ya no se soporta mÃ¡s, por muy lamentables y arbitrarios que sean sus daÃ±os colaterales, y la violencia sistemÃ¡tica, hobbesiana y gangsteril de las bandas neofeudales y misÃ³ginas toleradas (y alentadas) por el poder. MÃ¡s bien todo lo contrario, pues lo que ha sucedido no es el despliegue habitual de anomia afectiva, sensibilidad descompuesta, agresividad tribal, matonismo chulesco y aburrimiento letal que coexisten junto con otras realidades muy distintas en los suburbios (serÃa asombroso que en un mundo en ruinas aquellos que sobreviven bajo los mÃ¡s hondos cascotes se mantuvieran absolutamente puros, para mayor sosiego espiritual de los que todavÃa vegetan en los estratos superiores), miserias que han sido metabolizadas (y banalizadas) como una desgracia natural inevitable por los mismos que tanto se escandalizan ahora, sino el intento de su aboliciÃ³n por la vÃa prÃ¡ctica del enfrentamiento a cara de perro con el sistema que ha engendrado esas lacras (de las que por cierto nadie estÃ¡ exento) y todas las demÃ¡s. Es por esta razÃ³n que esa violencia, antes tan llevadera, tan irrelevante para los jerarcas de la dominaciÃ³n que no suelen vivir allÃ (y algo menos para los que la sufren como propina adicional del terror que les administra el Estado y la economÃa), se revela de repente como intolerable. Por eso el espectÃ¡culo se ha regodeado con las imÃ¡genes, a veces dolorosas, a veces miserabilistas, de colegios y guarderÃas quemadas, buscando la empatÃa fÃ¡cil y el reflejo condicionado contra los rebeldes, pero se ha cuidado muy mucho de hablar, por ejemplo, de las sucursales bancarias que tambiÃ©n han ardido (si no lo han hecho mÃ¡s, es porque hasta los bancos desertan de las banlieus). Por otra parte, no deja de tener cierto interÃ©s que los Ãºltimos informes judiciales ofrezcan un retrato sociolÃ³gico de la revuelta en las antÃpodas de los clichÃ©s que se nos quieren vender: entre los primeros encarcelados, hay 562 adultos por 577 menores, y â��la mayor parte de estos menores no tenÃan ningÃºn tipo de ficha policial, estaban escolarizados en centros de formaciÃ³n profesional o incluso realizaban estancias de aprendizaje y no procedÃan de familias especialmente desestructuradas, ni tampoco polÃgamas, como se apuntÃ³ desde un miembro del gobiernoâ�? (El PaÃs, 27-11-2005). SegÃºn estos datos, si clases peligrosas ha habido en esta revuelta, han sido las de siempre, lo que no impide (ni nos da ni frÃo ni calor), por supuesto, que aquellos que el poder llama â��delincuentes juvenilesâ�? aportaran su granito de arena. Pero da la impresiÃ³n de que aquellas bandas que en efecto atormentan la vida cotidiana de los habitantes de los suburbios (especialmente de las mujeres, bajo el fuego cruzado del integrismo islÃ¡mico y de la violencia sexual neomachista), no son las que mÃ¡s se han destacado precisamente: quizÃ¡s porque son antes bien los socios de la policÃa que sus enemigos. Da lo mismo. â��No somos vÃ¡ndalos, somos rebeldesâ�?, intentaban aclarar los de Aubervilliers. Nadie les harÃ¡ caso: para su desgracia o no, ser rebelde hoy pasa necesariamente por ser tambiÃ©n vÃ¡ndalo. VII. Como era de esperar en una sociedad que adula a la juventud por su â��rebeldÃaâ�? siempre que la consuma virtualmente y no pretenda experimentarla en la realidad, el origen juvenil y adolescente de los protagonistas de la revuelta tambiÃ©n estÃ¡ siendo utilizado para desacreditarla. Se insiste asÃ en su infantilismo, expresado no sÃ³lo en el absurdo aparente de la destrucciÃ³n indiscriminada, sino tambiÃ©n en el carÃ¡cter de juego inconsciente y emulaciÃ³n compulsiva que demuestra. A continuaciÃ³n se habla de los juegos de ordenador, de la realidad virtual, de la â��generaciÃ³n game-boyâ�?, de los â��pobres chavalesâ�? autistas que reflejan en su violencia ciega los mecanismos de deshumanizaciÃ³n y competitividad que han aprendido de la misma sociedad que les aniquila, porque todo lo explica y a plena satisfacciÃ³n la playstation maldita, como si sÃ³lo los cabecitas negras del arrabal jugaran con esos chismes, o fueran los Ãºnicos afectados por su radiaciÃ³n venenosa. Se utilizan de paso las propias palabras de los jÃ³venes suburbiales, que se quieren entender Ãºnica y exclusivamente en el sentido que mÃ¡s conviene, cerrando el paso a cualquier otra interpretaciÃ³n que matice o corrija la versiÃ³n interesada. Pues si es cierto que en estos comportamientos puede haber mucho de la herencia maldita del vacÃo encarnado en la irresponsabilidad de mercado y en la adicciÃ³n enfermiza a la ultraviolencia, igual que pueden dar pie a su recuperaciÃ³n bajo la forma mediÃ¡tica y comercializable de nuevos y excitantes deportes de riesgo, no lo es menos que se deben tambiÃ©n a otras instancias, y que entroncan con otros Ã¡rboles genealÃ³gicos. En efecto, los desafÃos entre las bandas rebeldes para ver quien ofrece los fuegos artificiales mÃ¡s fastuosos a sus vecinos, quemando los trofeos de la riqueza y del poder, pueden venir tanto de la contaminaciÃ³n mediÃ¡tica como ser la gozosa reactualizaciÃ³n de la instituciÃ³n del potlach, y, si salvajes son, que se les conceda al menos el derecho de regresiÃ³n a las viejas y buenas costumbres de los pueblos primitivos, sin ponerles bajo la perpetua sospecha de cretinismo multimedia. Pero fue Fourier quien mejor explicÃ³ las virtudes de la sana emulaciÃ³n entre los grupos revolucionarios que se retan en el juego de la subversiÃ³n, y por una vez que no ha sido la economÃa quien ha recuperado sus teorÃas (y poco importa si a Fourier se le lee o no en el gueto: las buenas ideas, si los son, siempre acaban encontrando a quien las confirma en la prÃ¡ctica), no vamos a escandalizarnosâ�¦De la misma manera, los expertos aprovechan un comentario de los revoltosos acerca de que prefieren quemar coches en vez de contenedores â��porque hacen mucho mÃ¡s ruidoâ�?, para reÃrse de esos jovenzuelos que confunden la realidad prosaica con los efectos especiales de la consola, cuando el principio bÃ¡sico de toda guerrilla que se precie es hacer el mayor daÃ±o posible, llamar la mÃ¡xima atenciÃ³n, con el menor coste en los medios utilizados. En todo caso, y como se ha sugerido ya, no es tan malo que ciertas quimeras del inconsciente colectivo, que a veces se cuelan por la pantalla aparentemente mÃ¡s banal en la forma del rap o de la mitologÃa degradada de Matrix, empiecen a materializarse en la calle, especialmente si se trata de los fantasmas de la subversiÃ³n. Â¿Acaso lo imaginario no era lo que tendÃa a ser real? VIII. Sin duda es mucho mÃ¡s perniciosa esa mala reputaciÃ³n que acusa a los jÃ³venes de estar separados de sus padres y de las generaciones adultas, y a todos los negros y magrebÃes de estarlo respecto a sus vecinos blancos. Respecto a lo primero, se ha puesto en primer plano la angustia de la joven madre soltera ante la guarderÃa quemada, o la del trabajador ante el utilitario abrasado, imprescindible para su supervivencia. Hay que entender tal angustia y tal desesperaciÃ³n en unas gentes que los golpes han moldeado demasiado bien, y que por una intuiciÃ³n muchas veces acertada sÃ³lo esperan del acontecimiento nuevo lo malo de siempre. Pero teniendo razones, la razÃ³n decisiva no estÃ¡ de su lado sino de sus hijos, pues aunque dolor cause, pretende terminar con el dolor y con sus causas. En este sentido, como en la Intifada palestina de los aÃ±os 80 o el levantamiento antirracista del Soweto de 1976, la revuelta lo ha sido tanto contra los padres como contra el Estado, el racismo y la economÃa, en cuanto que los adolescentes rabiosos han hecho lo que las generaciones anteriores, en su gran mayorÃa, no se atrevieron o no pudieron hacer. AsÃ, cuando se habla del dÃ©ficit de autoridad de los cabezas de familia â��porque no llevan un sueldo a casaâ�?, no se cita otro tipo de respeto, tan importante o mÃ¡s que el anterior: el que nace de la resistencia cotidiana a la opresiÃ³n, que, aun desde la derrota, se transmite a los hijos como el mejor ejemplo que se puede dar en la vida. Hay aquÃ un desgarro generacional que no puede satisfacernos, puesto que su mantenimiento y exacerbaciÃ³n conviene, sobre todo, al sistema que lo ha hecho nacer; pero es un desgarro del que en Ãºltimo tÃ©rmino estos adolescentes no tienen la culpa, mÃ¡s bien son su producto y, tal vez, su soluciÃ³n, a poco que tal brecha se colme y la ira con ella. Por otro lado, serÃa verdaderamente sorprendente que los medios de comunicaciÃ³n dieran voz a los vecinos que sÃ puedan estar de acuerdo, en mayor o menor grado, con la revuelta de sus hijos; al contrario, siempre enfocarÃ¡n al que se queja y no comprende tanta furia desatada. Sin embargo, como en todas las revueltas de este tipo, esas complicidades existen, y no hay mejor ejemplo que la ridÃcula concentraciÃ³n â��por el fin de la violencia y la discriminaciÃ³nâ�? convocada el dÃa 11 de octubre por Banlieues Respects, â��un colectivo de 165 asociaciones sociales de los barrios de las periferias de las grandes ciudades francesasâ�?. Como un periÃ³dico tuvo que admitir con desgana, tal demostraciÃ³n de fuerza de la mayorÃa silenciosa, adulta y reformista de las banlieu atrajo aâ�¦â�?no mÃ¡s de 300 personas, de los cuales una buena parte eran miembros de los medios de comunicaciÃ³n, y pocos los que habÃan viajado desde las zonas que han sufrido la violencia de estas dos Ãºltimas semanasâ�?. La anunciada Marcha de la Paz que debÃa seguir a esta concentraciÃ³n â��fue anuladaâ�?. Sobran los comentarios. IX. PodrÃamos decir algo parecido respecto a los que rebuznan que esta revuelta sÃ³lo es la expresiÃ³n de las tribus negras y Ã¡rabes, sin relaciÃ³n posible con los proletarios franceses de pura cepa y sus â��luchasâ�?, y que por lo tanto estÃ¡ aislada y no puede tener trascendencia alguna. En realidad, como en la rebeliÃ³n de Los Ã?ngeles de 1992, o en los disturbios de Brixton de 1981, los jÃ³venes blancos perdedores se han sumado a la rebeliÃ³n con tanto Ãmpetu como sus hermanos de otro color, mal que les pese a Le Pen, a los islamistas y al Estado, que medran por igual de las separaciones Ã©tnicas artificiales y sÃ³lo temen que puedan disolverse primero para disolver despuÃ©s el chantaje econÃ³mico. Y asÃ a veces, las buenas noticias son tan buenas que ni el espectÃ¡culo puede ocultarlas por completo. â��El perfil sociolÃ³gico de los detenidos corresponde a la poblaciÃ³n de los suburbios: abundan los jÃ³venes hijos de emigrantes, pero tambiÃ©n los apellidos estrictamente franceses, los cabellos rubios y los ojos clarosâ�?, reconocÃa con no menos desgana el mismo periÃ³dico. No es otra cosa la que se escucha en los arrabales. â��Los alborotadores son magrebÃes y subsaharianos, pero tambiÃ©n franceses de toda la vida que, hartos de tanta injusticia, salen a la calle; en este barrio todos sufrimos la injusticiaâ�?, se dice en la banlieu de Toulouse, como se podrÃa decir en cualquier otra parte donde reine la miseria pero todavÃa no la resignaciÃ³n. Lo mismo valdrÃa para la tan cacareada inspiraciÃ³n islamista de los disturbios: ninguna prueba lo confirma, y los insurrectos se han cansado de desmentirlo con sus palabras (â��nadie nos controla, ni los caids de la droga ni los imanes islamistasâ�?) y con sus actos (no haciendo ningÃºn caso de los llamamientos a la calma de las mezquitas y sus fatuas adormecedoras al mejor estilo de los estalinistas de antaÃ±o). Pero lo que importa es negar la evidencia y, mejor aÃºn, suprimir las palabras del suburbio y su sentido: Ã©stos que son invisibles, que no importan, tampoco tienen por quÃ© hablar y mucho menos ser oÃdos. Ni entendidos. X. Al mismo tiempo que los modernos proletarios de Europa jugaban con fuego y â��se quemabanâ�?, en Asturias varios mineros se encerraban en protesta por sus condiciones laborales y de vida. Estos hechos visualizan la evoluciÃ³n del concepto de clase y de la conciencia de la explotaciÃ³n por parte de los derrotados. Vieja y nueva clase toman su relevo y adelantan lo que serÃ¡ una realidad en unos cuantos aÃ±os en todo el continente. Pero en este baile, los bailarines se mezclan formÃ¡ndose parejas inesperadas y prometedoras: si ponemos en relaciÃ³n la negatividad de los motines que nos es vendida como suicida, nihilista y enloquecida, con otros conflictos sociales que sÃ³lo merecen ese nombre porque comparten la misma desesperaciÃ³n, empezaremos a ver mÃ¡s claro. En efecto, mÃ¡s allÃ¡ de que provengan de una misma opresiÃ³n, no tiene mucho sentido relacionar las actuales revueltas con las huelgas generales de aquÃ o de allÃ¡, las marchas de parados o las performances reivindicativas de los tunos de Bellas Artes: mejor hacerlo con conflictos como el de la fÃ¡brica de Cellatex en julio de 2000, donde los trabajadores amenazados de despido amenazaron a su vez con volar la fÃ¡brica y los productos quÃmicos que albergaba si no se les daba una salida mÃnimamente digna, arrojando al rÃo un poco de sosa cÃ¡ustica y de Ã¡cido sulfÃºrico para demostrar que la pantomima no era su fuerte, excelente ejemplo que fue seguido por los obreros de la Moulinex de Cormelles (que incendiaron parte de las instalaciones) o los de la fÃ¡brica de cerveza alsaciana de Adelshoffen (que se aprovisionaron de bombonas de gas por si acaso), por no citar sino los conflictos mÃ¡s famosos de una reacciÃ³n en cadena de â��terrorismo socialâ�? (como lo llama el siniestro European Foundation for the Improvement of Living and Working Conditions, ellos saben por quÃ©) animada por el â��sÃndrome Cellatexâ�? en el verano de 2000, y que se prolongarÃ¡ al aÃ±o siguiente en las factorÃas textiles de la firma Mossley con la quema de mÃ¡quinas, mercancÃas y oficinas. TambiÃ©n los periÃ³dicos (y los ecologistas orgÃ¡nicos y los revolucionarios del RÃ©gimen) hablaron en estos casos de suicidio, nihilismo, locura, como lo hacen siempre que se encuentran con lo incontrolable que hoy, por desgracia, tiene que presentarse con tan oscuros tÃtulos para serlo de verdad. Las mismas acusaciones se lanzan, por ahora en Francia o Inglaterra y muy pronto por todas partes, contra esos nuevos obreros salidos de los suburbios, malos estudiantes ayer y peores trabajadores ahora, que no contentos con escaquearse todo lo que pueden escuchando y bailando mÃºsica, bebiendo vino o hablando por el mÃ³vil, saltan sin previo aviso e â��irracionalmenteâ�? a la mÃnima provocaciÃ³n de sus capataces, sin dudar en recurrir a la violencia y sin pararse a pensar en las obvias consecuencias de despido y, si las cosas han ido demasiado lejos, cÃ¡rcel (1). No discutiremos que tal negatividad sea a su vez reflejo de la negaciÃ³n de la vida que practica el capitalismo, y que en sÃ es insuficiente. Pero nos interesa seÃ±alar que existe, y que existe fuera de todo cÃ¡lculo y de toda razÃ³n, especialmente de la RazÃ³n de Estado (2), y que es en esa existencia y no en otra parte donde podrÃ¡n encontrarse, si lo hacen, las diferentes revueltas, los verdaderos deseos, las nuevas utopÃas. Por nuestra parte, y para empezar, sÃ³lo podemos volver a decir que no serÃ¡ el miedo a caer en la ingenuidad el que nos haga bajar tales banderas. XI. La cantinela mediÃ¡tica gusta tambiÃ©n de mostrar un hipÃ³crita asombro ante la destrucciÃ³n â��gratuitaâ�? (Â¿ahora tambiÃ©n hay que pagar para participar en un levantamiento?) de los mismos barrios y propiedades de los alborotadores, calamidad incomprensible propia de estos tiempos desnortados. Se dice ademÃ¡s que esta destrucciÃ³n ciega es inÃ©dita en la historia, que nada parecido habÃa pasado antes en ninguna revuelta, y menos en una revoluciÃ³n; y que este dato vuelve a demostrar el carÃ¡cter alienado y alienante de estos desenfrenos de furia baldÃa, buena para nadie, si no lo es para la dominaciÃ³n que en Ãºltima instancia, quiÃ©n si no, ha teledirigido los acontecimientos. Dejando a un lado las consideraciones que ya hemos apuntado sobre el valor de uso real de esos barrios y esas propiedades, asÃ como del problema de la violencia que el poder llama irracional porque no es suya, habrÃa que preguntarse ahora dÃ³nde estÃ¡ esa supuesta novedad histÃ³rica en el comportamiento de estos nuevos bÃ¡rbaros, novedad que les descalificarÃa irremisiblemente ante el recuerdo de otros bÃ¡rbaros que, si lo eran, eran bÃ¡rbaros ilustrados, homologados, dirÃamos que de pata negra para esos buenos conoisseurs universitarios aficionados a la Historia Social que se deleitan con las luchas pasadas para aborrecer las actuales y, sobre todo, las futuras. Porque, Â¿cÃ³mo se comportaban acaso los rebeldes de Los Ã?ngeles de 1992? Â¿Y los de Brixton, Toxteth, Lyon o Marsella en 1981? Â¿Y los vecinos rabiosos del barrio de Watts de L. A. en 1965? Â¿Y los de los guetos del Johannesburgo de los tiempos del apartheid? Â¿Y las mil y una batallas de la guerra civil perpetua que se libra en las villas miserias, favelas y bidonvilles de todo el tercer mundo, del caracazo de 1989 al estallido de la Argentina de diciembre de 2001? Â¿Y las mismas sufragistas de principios del siglo XX, burguesas que destruÃan escaparates y mercancÃas burguesas en nombre de unos derechos â��que fueran limitados es otra cuestiÃ³n- que la burguesÃa patriarcal no querÃa reconocer? Y esto por no hablar de otros movimientos que tenÃan las ideas mÃ¡s claras, la sangre mÃ¡s caliente y los puÃ±os mÃ¡s prontos. No hay nada nuevo en estos furores: los marginados suelen empezar por destruir el decorado deprimente e insoportable de su marginaciÃ³n, iniciando de paso la reapropiaciÃ³n urgente de los bienes de primera necesidad por la vÃa del saqueo y del pillaje, lo que siempre es muy bueno, aunque no acierten despuÃ©s a destruir todo lo demÃ¡s, lo que serÃa mucho mejor. XII. Lo que dice esta gente tampoco resulta desconocido. â��No queremos dialogar con el gobierno; nuestros padres, nuestras familias ya han recibido demasiados abusos tras sus discursos. El diÃ¡logo se ha roto definitivamente, no pensÃ©is en adormecernos. No podrÃ©is manipularnos, a pesar de la utilizaciÃ³n de imanes y portavoces que empujÃ¡is a que hagan llamamientos a la calma (...) La sociedad nos ha creado, lo que prueba que esta civilizaciÃ³n corre a su pÃ©rdida. No tenemos nada que perder, preferimos morir rodeados de sangre que de mierdaâ�?, aclaraba un panfleto firmado por unos â��Combatientes de la revuelta del 93â�?, y esas palabras se han pronunciado en otras bocas y en otros tiempos y lugares (3): por ejemplo y para no ser reiterativos, este mismo aÃ±o en Nueva OrleÃ¡ns, donde otra â��canallaâ�?, por razones distintas pero no tanto, tambiÃ©n saqueÃ³. No vamos a caer en la adulaciÃ³n y en la tentaciÃ³n de afirmar que estas palabras y estos actos constituyan el Ãºnico programa revolucionario posible. Todo lo contrario: quizÃ¡s sea el que mÃ¡s se equivoca, precisamente por ser el mÃ¡s radical. Pero es que la guerra social hoy es asÃ: fea, vulgar, equÃvoca, tan convulsiva como episÃ³dica, lastrada por mil adulteraciones del abyecto espÃritu de la Ã©poca, y seguramente condenada al fracaso, una y otra vez. Sin embargo, mÃ¡s allÃ¡ de cualquier aprobaciÃ³n o condena teÃ³rica, prÃ¡ctica, moral, estÃ©tica o pret-a-porter, es la guerra social que nos ha tocado vivir en el peor de los mundos posibles, porque es el que menos opciones da y darÃ¡ para su hipotÃ©tica superaciÃ³n. Negar una revuelta que pasarÃ¡ a la historia como la primera gran toma de conciencia en Europa por parte de sus nuevos explotados, que ha obligado al Estado a tomar medidas de excepciÃ³n que no se adoptaron ni en el mayo 68 (decisiÃ³n que, no lo dudemos, nunca agrada al poder en cuanto que permite atisbar que no estÃ¡ tan seguro de sÃ mismo y que le castaÃ±ean los dientes al primer atisbo de enfrentamiento serio), que se ha contagiado a otros paÃses, que no va a desaparecer tan fÃ¡cilmente de la memoria de los insurrectos por mucho que se empeÃ±e el espectÃ¡culo, y que ni siquiera ha terminado sino que se ha transformado en una revuelta de baja intensidad, negar su cualidad radical porque hay platos rotos, o porque falta programa, programa, programa, o porque no se aprecian sus frutos inmediatos, o porque tenga efectos â��contraproducentesâ�? cuando lo verdaderamente contraproducente es que se extinga la idea misma y la prÃ¡ctica real de la revuelta, es falsificar el problema en vez de ayudar a su resoluciÃ³n. La revuelta ha llegado, y lo ha hecho para quedarse. Los inmigrantes, y con ellos todos los proletarios que a base de sangre, sudor y lÃ¡grimas reaprenden que lo son, han pasado de dar las gracias a exigir su derecho a vivir. Por todos los medios necesarios. El dilema es bien sencillo y ya se planteÃ³ en 1977: Â¿Te haces con la situaciÃ³n o acatas Ã³rdenes? Â¿Vas hacia atrÃ¡s o vas hacia delante? Noviembre 2005 Grupo Surrealista de Madrid Colectivo de Trabajadores Culturales La Felguera (Madrid-Tenerife) OxÃgeno (LogroÃ±o) Las malas compaÃ±Ãas de Durruti (LogroÃ±o-Zaragoza) Fahrenheit 451 (Madrid) NOTAS 1. Hasta tal punto ha llegado la â��falta de respetoâ�? y la ingobernabilidad de estos trabajadores sauvageons (salvajes, insociables) salidos de las banlieus, que se ha propagado una ola de depresiones y bajas laborales entre los jefes de personal y de recursos (in)humanos. El sÃndrome de la enfermedad vergonzosa, la llaman, porque ningÃºn directivo quiere reconocer que ahora, por una vez y para que sirva de precedente, es Ã©l el maltratado en vez del maltratador. Un detallado anÃ¡lisis de tan delicioso fenÃ³meno puede ser leÃdo en Echanges nÂº 99, invierno 2001-2002: Cuando las empresas buscaban asalariados â��honestos y manejablesâ�?, H. S. 2. DeberÃa ser innecesario contestar a los reprimidos y a los tristes que sÃ³lo ven en las revueltas Ãºnica y exclusivamente las maniobras del poder, que se servirÃa de ellas para dirimir rencillas dentro del gobierno francÃ©s, facilitar el control parapolicial de mafias y mullahs, o incluso hasta para lanzar un Plan Renove mÃ¡s grosero de lo habitual. Maniobras hay, y para todos los gustos. Pero tambiÃ©n acciÃ³n autÃ³noma de los resentidos con causa, porque de ninguna manera toda reacciÃ³n popular estÃ¡ ya prevista y descontada por el poder. Tal apriorismo significarÃa, como decÃa el Grupo Surrealista de Chicago ante parecidas acusaciones en los dÃas del levantamiento de Los Ã?ngeles, â��reducir a las masas al estado de meros objetos de la historia, vÃctimas inevitables de una autoridad omnipotenteâ�? (Tres dÃas que estremecieron el nuevo orden mundial, 1992). Puede que asÃ lo sean a veces, pero no siempre, ni totalmente. Por eso se rebelan: ese es el Ãºnico sentido de la historia que todavÃa les queda, y es que, en materia de rebeliÃ³n, ninguno de ellos necesita antepasados. No es poco: si a los insurrectos les falta tal vez teorÃa revolucionaria (y a quiÃ©n no), les sobra en cambio, como a sus camaradas de Los Ã?ngeles, una nueva conciencia radical que no admite recuperaciÃ³n posible. 3. â��Para el poder y los que piensan como Ã©l, los saqueadores del 1 de diciembre no se oponÃan a nada, puesto que nada reivindicaban (â�¦) Y en efecto, si no han rechazado nada en particular es porque rechazan todo lo que emana del pÃºtrido orden mercantil, amo y seÃ±or de todo lo que existe. Los amotinados habÃan abandonado toda consigna particular y plasmaron en la fachada del edificio saqueado el programa que habÃan esbozado sobre el terreno: â��Muerte al Kapitalâ�? (Defensa incondicional de los vÃ¡ndalos del 1 de diciembre, diciembre de 1988, Unos CanÃbales). â��Algunos imbÃ©ciles afirman que la juventud de hoy no tiene que rebelarse, sino integrarse. Â¿Integrarse a quÃ©? Â¿A un barco que ha naufragado? Â¿Al comercio polucionante que llamamos economÃa? Â¿A esta pelÃcula inconsistente donde el aburrimiento lujoso de una minorÃa prospera sobre la opresiÃ³n real de la mayorÃa de la humanidad que llamamos sociedad moderna? En esto consiste el equilibrio: en la domesticaciÃ³n de los seres humanosâ�? (VolcÃ¡n de otoÃ±o, diciembre de 1986, Marie-Jeanne). â��Provocadores, anarquistas, comunistas, punks, rojos, heavys, mods, rockers, macarras y sinvergÃ¼enzas, toda esa fauna nos concentramos allÃ, no sÃ³lo por reivindicaciones estudiantiles, sino porque tambiÃ©n estamos hartos del paro, de la mili, de la democracia burguesa, de la represiÃ³n policial, de las cÃ¡rceles (â�¦) Y es que estÃ¡ muy claro: no hay futuro para nosotros. La violencia estatal genera violencia en la calle. Si se desata nuestra violencia es porque tenemos que sufrir la violencia social dÃa a dÃa. No se extraÃ±en, pues, del vandalismo de los jÃ³venes. CabrÃa preguntarse quien es el mÃ¡s vÃ¡ndalo aquÃ, si nosotros o el sistema en el que, por desgracia, nos ha tocado vivir. Que no digan que la violencia nunca estÃ¡ justificada, porque en nuestro ambiente la violencia es obligadaâ�? (declaraciones de un joven â��provocadorâ�? a El PaÃs, citado por Miguel AmorÃ³s en Informe sobre el movimiento estudiantil, 1987). â��No tenemos ningÃºn porvenir que pueda calmarnos. Nos quieren carne de fÃ¡brica o carne de prisiÃ³n: y no queremos ser ni la una ni la otra. Escandalizamos, porque no tenemos ningÃºn fin positivo cuya satisfacciÃ³n pudieran administrar nuestros enemigos. Somos totalmente negativos, y ahÃ reside nuestra fuerzaâ�? (ExpediciÃ³n sin retorno, otoÃ±o de 1981, Les fossoyeurs du viex monde). Releyendo estas declaraciones, tan similares a las de hoy, que se escribieron y dijeron en otras Ã©pocas y respecto a otros conflictos (un motÃn en Zaragoza que desbordÃ³ la campaÃ±a de preparaciÃ³n de la huelga general del 14-D de 1988, las manifestaciones estudiantiles francesas de 1986 y espaÃ±olas del aÃ±o siguiente, las revueltas inglesas y francesas de 1981), hay que reconocer que los insurrectos de 2005 no viven completamente sumergidos en el vacÃo de la memoria histÃ³rica del que se ha hablado (y que en efecto existe), ni han olvidado las viejas verdades antipolÃticas de la guerra social: al menos, saben recordarlas por intuiciÃ³n, o las redescubren en la calle por necesidad. Los dos procesos suelen actuar unidos.
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Comentaris

Ellos lo llamán delicuencia, nosotros rebelión
per Yomango	03 des 2005