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Notícies :: criminalització i repressió
"Podemos poner fin a esta barbarie"
20 nov 2004
Un túnel en el que no existe la luz, ni tiempo ni vida, sólo terror. Así define Gaizka Larrinaga los cinco días pasados en los calabozos de la Guardia Civil. Todo un descenso a los infiernos, del que Larrinaga salió para contarlo. La juez de la Audiencia Nacional decidió, al final, que no había pruebas contra él. Esta es una narración íntegra del compendio de sensaciones de esos cinco días y noches.
«PODR�AS SER TÚ MISMO»

Gaizka Larrinaga

Guardia civil: ¿Te gusta la música? Guardia civil: ¿Conoces La Polla Records?
Guardia civil: ¿Sabes cuál es la canción de la tortura? «Te han llevado por la
noche indefenso, te han llevado sin que nadie lo sepa, aquí empezará tu viaje.
Vas a conocer un nuevo mundo profundo pues tu humillación jamás tocará fondo.
Conocerás un dolor que nunca hubieras imaginado, aprenderás lo que es gritar.
Luego tendrás que esperar el tiempo suficiente para que desaparezcan las
marcas; si algo queda, te lo has hecho tú. Sabes que no existe la tortura, es
tu locura. Te has imaginado la bañera y electrodos, las hostias, la bolsa en
la cabeza, y si eres mujer la violación. Para acabar bien tu historia, si lo
denuncias serás denunciado por calumniador».

Da igual que respondas que sí, que digas que no, o incluso que permanezcas
callado. Suceder, va a suceder igual. Ahí fuera lo saben tus amigos y familia,
ahí dentro lo saben los que te custodian, tanto dentro como fuera lo saben los
que lo permiten. Y, en última instancia, lo sabes tú también. Desde tiempos
inmemoriales se ha torturado, hoy en día se sigue torturando, y a pesar de que
no has hecho más que llegar, el hedor que desprende todo cuanto te rodea
golpea brutalmente en lo más profundo de tu ser para dejarte inmóvil,
asustado, desesperado, humillado, de rodillas ante un tenebroso viaje que no
quieres emprender. ¡No!, te gritas a ti mismo. ¡No!, le gritas al mundo, pero
una mano por detrás te arroja al precipicio de la locura, de los miedos, de la
indefensión, de la muerte, pues eres consciente de que más de uno no ha vuelto
de semejante travesía.

«¿Dónde estoy?, ¿qué son esos gritos?, ¿por qué esta oscuridad?, ¿quién me ha
puesto este antifaz en los ojos? No me puede estar sucediendo a mí, tiene que
ser un mal sueño» Pero es verdad, ya lo dijo Bertolt Brecht. Primero irán a
por ellos, luego a por los otros, después a por el vecino, y finalmente a por
ti. Y ahora todo resulta demasiado tarde para hacer nada, no pretendas
despertar del letargo, ni osar a poner el grito en el cielo, no quieras
quejarte, protestar, manifestar, denunciar. Es sencillo de entender; no puedes
hacerlo, ya que no estás en el sofá de casa, no tienes teléfono, no existe la
calle. Simple y llanamente, para ti sólo hay oscuridad oscura.

Paso a paso, agarrotado por la angustia, te adentras por un túnel ceñido a tu
medida y todo se torna negro a tu alrededor, incluso el verde aceituna de la
Guardia Civil. Si eres alto, el túnel es de altura; si eres ancho, el túnel se
ensancha; si tienes miedo, las paredes tiemblan; si tienes hambre, el suelo y
tus tripas crujen a la vez; si sudas, la atmós- fera es húmeda; si te mareas,
el techo adquiere color bilis; y si se te ocurre hablar, tus palabras se las
llevará una gélida brisa por recónditos pasadizos. Es un túnel extraño,
atípico, ajustado a tu persona. No es un túnel como los demás a pesar de tener
final, éste no tiene eco, no habrá oídos ajenos, no acudirán testigos,
solamente te hallarás tú, en primera persona, único testigo de tus
circunstancias y de tu realidad. Y es eternamente pronto para poder saber algo
acerca de tu realidad, no sabes qué está ocurriendo, no puedes imaginarte
siquiera el por qué estas ahí, todo es debido a un error, a una confusión, a
un equívoco. «Atenderán a razones», te repites una y otra vez. «Todo se
solucionará en breve», no paras de pensar.

Es el principio de tu caminar cansino hacia el tenebroso y lúgubre túnel el
que te alienta y anima, convirtiéndote en un grandísimo inocente iluso
ignorante, y te permite pensar en errores y equívocos. Pero el espectro de la
tortura no viste ropajes de ningún tipo ni hace distinciones. Necesitas
saberlo, la palabra «tortura» se pronuncia mo- viendo los labios superiores e
inferiores. Existe, es real, no es broma. Mientras 50.000 espectadores en el
estadio celebran con júbilo el gol de su equipo, tú con tan solo un único
grito sórdido arrancado por los jinetes de la tortura podrías enmudecer en
cuestión de instantes a todos ellos. Has de ser consciente de frente a quien
te encuentras. Es la tortura. Si no la conocías, pronto va a llamar a tu
puerta. Que nadie le abra la puerta, por favor, que nadie la deje entrar.

No tienes a dónde ir y el optimismo inicial se lo ha ingerido de un solo
bocado el primer golpe recibido. No puedes pensar con lógica, cordura y
sentido. Miras a tus lados y rápidamente reconoces a tus compañeros de
viaje:terror, pánico, miedo, horror, congoja, dolor, sufrimiento. Y tales
fatales acompañantes de odisea no dudan en ocupar una posición privilegiada en
tu cerebro. «¿De quién es esa foto que veo en mi mente?, ¿de quién es ese
rostro deforme? No hay derecho. ¿Qué demonios le hicieron?, ¿cómo se llamaba?
Unai Romano, sí». Y te acuerdas de que muchos no volvieron, en múltiples
ocasiones les dejó de latir el corazón paralizado por la tortura. Zabaltza fue
arrojado a un río para simular su muerte, y Anuk cayó ventana abajo. ¡Cuántas
amatxus, durante el resto de la vida, mantienen humillados y agrietados sus
corazones por aquellos días interminables en los que la tortura envolvió con
sus mantos de pobredumbre la sonrisa de sus hijas e hijos! No pienses más, no
te dejes llevar por la cruda realidad de la tortura. No es el camino, tienes
que salir, sacude tus miedos, si puedes.

No sabes en qué lugar concreto fijar la mirada de la pared blanquecina que se
haya frente a ti. No sabes si son 48, 72 ó 3 las horas que llevas frente a
ella. De pie, inerte, posición de firmes, con las manos atrás, no pudiendo
mover un solo músculo del cuerpo sin que te griten, te amenacen o te golpeen.
Estás en una celda de reducidas dimensiones, con la luz constantemente
encendida, de pie y con un colchón a un costado. Para ti no existe el día ni
la noche, pero sí el cansancio y el sueño. Sin embargo, tienes prohibido
terminantemente sentarte en el colchón, no digamos ya recostarte. No lo puedes
comprender, o mejor dicho, no lo quieres entender, estás destrozado,
reventado, sin fuerzas, sin alegría y sin ilusiones. Tus esperanzas horas
atrás quedaron atrapadas en aquella terrorífica bolsa que te impedía respirar
y que se te ajustaba a la cabeza hasta la asfixia. Sin embargo, ahora no
tienes una bolsa en la cabeza, no recibes golpes en testículos, cuerpo y
cabeza, no estás haciendo flexiones hasta la inconsciencia, y el tormento
sigue siendo igual o mayor. «¿Por qué?, ¿qué me ocurre? Me duele cuando me
pegan y cuando no también». Es lógico, la tortura es una humillación constante
de palabra y obra, y mientras en esa mezquina celda tratas de no caer
derrumbado al suelo, sólo puedes pensar que en la próxima a ello se le sumará
la materialidad de todas las barbaridades, amenazas, chantajes que has
escuchado en la última sesión.

Te tiemblan las piernas de pánico, pero de dolor también, son muchos días de
pie, sin moverte, sin dormir, sin comer, sin apenas beber agua. Te duele con
rabia todo el cuerpo, y según te han asegurado horas atrás, no sabes si van a
violar a tus seres mas queridos, si están detenidos o si los están deteniendo.
Te duele descomunalmente el cuerpo y tu dignidad sangra a borbotones. Te duele
ahí dentro, en tu interior, en tu intimidad, en tus sentimientos, en lo mas
recóndito de tu ser. «A ellos no los toquéis, ya me tenéis a mí, dejadles en
paz». Confusión y pánico.

Permaneces de pie presa de infinidad de dolores corporales, daño físico que se
va agudizando más y más. Hombros, cuello, cintura, espalda, cabeza, piernas,
pies, plantas de pie. Notas movimiento, no sabes si eres tú el que se mueve o
si es la celda la que se balancea. Los ojos abiertos no ven nada y, sin
embargo, cerrados se colman de visiones extrañas. Objetos que no existen
adquieren forma y movimiento, zas, abres los ojos de pronto y a treinta
centímetros de tu vista no eres capaz de visualizar el fondo de la pared, los
objetos desaparecen uno a uno, ya no sabes si estas despierto o dormido de
pie. De todas maneras, el intenso dolor te recuerda una y otra vez cuál es tu
situación, aunque no te dé ninguna pista sobre tu futuro.

Tú o la celda continúa balanceándose, tu cabeza se ha convertido en una olla a
presión a punto de estallar, el sudor frío aparece, los ojos se desorbitan y
los vómitos te sobrevienen, arcadas llenas de vacío estómago sin cesar, una
detrás de otra, como si por la boca en forma de bilis quisieran escapar todos
los golpes y humillaciones recibidas hasta el momento. Oyes voces y crees
volver a la realidad, pero no son nada alentadoras. «¡¡No te apoyes en la
pared!!», «¡¡como te caigas te vas a comer tus propias potas!!», «¡nenaza,
maricona, mierda!», «¡ojalá te mueras!». Por tu parte, más inconsciencia y más
vómitos, seguir de pie, sin moverte, no dormir, desear morir ahí mismo. Nada
que ver con esa sensibilidad que caracteriza al ser humano, que lo hace
diferente al animal. «¿Quién me custodia, alimañas o personas?». Hace tiempo
que has perdido la noción del espacio y del tiempo. Tanto el estómago como la
garganta son volcanes en erupción, desconoces si llevas una, dos o tres horas
vomitando. A nadie le importa ni le interesa, es más, recuerdas cómo alguien
te ha deseado que murieras ahogado en tus propios vómitos. Desde tu posición
de firmes no das crédito al montículo de bilis que yace a tus pies, te
impresiona y te asustas, pero el cuerpo sigue temblando, destemplado, y los
vómitos no cesan.

Al rato se abre la puerta, y la asistencia médica que esperas con anhelo se
difumina ipso facto al sentir el aliento putrefacto de la tortura. Otra vez
más vienen a por ti, sin ningún tipo de piedad ni lástima, te encuentras
encapuchado avanzando en dirección a los gritos espantosos. La mano
traicionera de la tortura te conduce por los pasillos, avanzas hacia el
delirio, ellos te esperan. Ruidos inesperados te asaltan, te envuelve un olor
rancio a caramelo de garganta forzada. Inmensos golpes sobre una chapa
metálica colocada a escasos centímetros de tu oído te recuerdan que se ha
iniciado un capítulo más en tu interminable pesadilla. «No más bolsa, no, no
más golpes, no más amenazas, no más humillaciones, no más gritos, no más
vejaciones, dejadme en paz, no más flexiones, no más insultos, dadme mi ropa,
dejadme beber, comer, respirarSsólo quiero vivir, no me matéis».

Te ahogas, no puedes respirar, te falta aire, te vas, te vas poco a poco, la
asfixia te adormece mortalmente, los golpes sobre el cuerpo no paran, pero
apenas los sientes. Es el final, te mueres, el plástico de la bolsa
aprisionada en la cabeza y que se ciñe a tu boca y nariz será tu último
contacto con el mundo. «Mis manos, mis brazos, no los puedo mover, ¿qué me han
puesto? Estoy encerrado en una trampa de goma-espuma y cartón». Son ellos, son
los fantasmas, y se autodenominan así porque no existen, porque ante cualquier
desgracia no tienen que dar cuentas a nadie, son impunes, tienen carta blanca.
Tú no tienes derechos, nadie te los ha leído. Y no porque no te los hayan
leído dejas de tenerlos, sino por que es verídico que no te asiste ningún tipo
de derecho. La asfixia permanente a la que te someten te lo recuerda en cada
instante. Cruel y despiadada tortura que te llena de golpes, que te pone la
bolsa una y otra vez, que te flexiona hasta la extenuación, que te grita, te
insulta, te veja, te humillaS

Una vez más, la puerta que yace a tu espalda se abre, y con ella el terror y
el horror se despuntan. En la misma posición que estás, para ti no es más que
rutina, te colocan unos fríos y mojados antifaces, unas manos te sujetan por
los hombros y ­con la cabeza siempre apuntando hacia el lugar que la tortura
te reserva como final, el suelo­ inicias un desplazamiento a lo largo de ese
oscuro sitio en el que te mantienen encerrado. El miedo te asola, el terror a
lo desconocido suele ser demoledor, pero cuando sabes lo que te espera, la
angustia mete en la misma mochila todos los horrores, pánicos, sufrimientos,
temblores y demás, y te la carga a la espalda.

Ya estás otra vez inmóvil, continúas con los antifaces puestos, con la cabeza
mirando hacia abajo y en algún lugar de lo que crees ser una habitación más
amplia. La diferencia con la celda es que ahora a ellos los notas
(respiraciones, alientos, voces, ruidosS) y los sientes dentro de la
habitación, y te parece que son muchos. Todo empieza otra vez, una vuelta más,
suma y sigueS

La furia indómita de la tortura ejercida por seres humanos, por sombras verdes
que se proyectan sobre todo tu espacio físico y psicológico. La tortura
pernocta en sus mentes y en tu cuerpo habita su desgracia, su consecuencia
directa. En nombre de la vida de sus compañeros de trabajo, de esa vida que
les deben salvar, tratan de abrirse camino por tu ano objetos impulsados por
los torturadores. Acoso y derribo constante. Ruidos eléctricos forman parte de
la atmósfera, un líquido frío y helado corretea a lo largo y ancho de tu
espalda, se desliza ayudado por unos dedos ajenos a través de tu columna
vertebral. Cables y objetos irreconocibles te tocan el cuerpo, te los sitúan
en los dedos. El cuerpo permanece agarrotado a la espera del primer chispazo
que nunca llega. Sólo de pensarlo se te electrocuta la desesperación. Es
cuestión de tiempo, tarde o temprano maldecirás tu mala suerte. Ellos lo
saben, te lo hacen saber, y te lo repiten una y otra vez. «Nunca saldrás vivo
de aquí, y no serás ni el primero ni el último, tenemos un maletero muy grande
en el coche, también te puedes fugar, tú mismo, solamente has de saber que
nosotros a cada hora que pase seguiremos subiendo el pistón, no tienes nada
que hacer».

Y la bolsa que no cesa, no sabes cuántas veces, sin pedirte permiso, te ha
desgarrado las costuras de la resistencia. Sin más te encuentras de rodillas,
desnudo, rodeado de tortura, sucumbido ante un mundo de psicópatas, pisoteado
de cuerpo y alma, sabes que no puedes vivir sin respirar y esa maldita bolsa
cada vez se aprieta más y más. Eres sospechoso, todo a tu alrededor es
sospechoso, conocer a alguien es sinónimo de conspiración y vivir en Euskal
Herria es la evidencia directa de tu esencia terrorista.

No hay paz ni descanso para ti, lo sabes. Sientes fuego en las piernas,
escuchas cómo una a una las fibras musculares se te van desgarrando, pero
sigues subiendo y bajando, sin pausa, el pánico no te deja detenerte. Esta vez
la tortura ha visitado la celda que ocupas. Cerca de dos horas subiendo y
bajando al ritmo que las piernas te permiten, con una sombra maligna a tus
espaldas que vigila cada uno de tus movimientos y asegura que no te detengas.
Pero el cuerpo humano tiene un límite, ese límite perverso que la tortura no
hace más que buscar y buscar. Lo han hallado, han dado con él. Sin embargo,
insisten en que continúes con algo que de antemano sabes que es imposible.
Tantas veces como te caes te ponen de pie para que prosigas. Los gritos y
golpes en la cabeza se te entremezclan, ya no sabes si te están pegando o
gritando. No das crédito, no se conforman con reventarte en la infinidad de
interrogatorios ilegales a los que te han sometido. En la propia celda también
están dispuestos a que protagonices la peor de las pesadillas.

Pero tu ya no puedes más, el oxígeno de la celda se ha vuelto anhídrido
carbónico, tu cabeza ha explotado, el corazón se ha desbocado, la vista se ha
nublado, el dolor te desorienta, te caes encima del gran charco de sudor que
ocupa todo el suelo de la celda, patinas, resbalas, las piernas fallan, el
torturador trata de reincorporarte, te caes y golpeas primero con la cabeza en
la pared y después con el hombro en la base del camastro. Unas manos vuelven a
colocar en posición de flexión a la piltrafa que representas, pero no
respondes, jadeas, te ahogas, las piernas fallan una vez más y te desplomas
sobre el sucio suelo. La respiración entrecortada y acelerada delata tu
situación crítica, téc- nicamente estás hiperventilando, pero para ti estás
ante tu holocausto final. Notas que el torturador se asusta y eso te asusta a
ti aún más. Con la sensación de no querer morir, te abandonan tal cual en el
regazo de la señora tortura. Pronto volverán y te exigirán que hagas más y más
flexiones, evidentemente no has muerto, no te ha acontecido dicha suerte.

Tu desnudez refleja la indefensión que sientes en todo momento. El sudor
empapa de arriba abajo todos los rincones de tu cuerpo. El dolor y el miedo
continúan de la mano para ti. La cabeza te va a estallar de tanto golpe, según
subes sientes un manotazo de descomunal fuerza en los testículos, mientras
bajas la cabeza una vez más es golpeada.

La bolsa se vuelve apretar hasta la asfixia, vomitas sobre ella, objetos
rondan tu ano en amagos de inserción, el tímpano vibra ante los gritos
aterradores. Te marcan un sitio determinado en la columna vertebral por el que
te aseguran que serás infiltrado tras el primer desvanecimiento. Tu futuro es
una silla de ruedas, el sida, la muerteS Te asfixias, te caes, te vuelves a
asfixiar, pierdes la noción de todo, no acaba nunca. Te han asegurado que hoy
tocan dieciocho horas seguidas, pero eso ya te da igual, tu cuerpo desnudo y
extenuado ha dejado de ser tu cuerpo.

Sabes que la bañera está acechante en alguna esquina próxima, no la puedes ver
pero sí presentir. El grado de locura que te han trasmitido es de tal magnitud
que en ningún momento dudas de que ése es tu siguiente destino: bañera,
electrodos y vuelta a empezar. Deseas que todo se acabe ya, que te metan en
esa mugrienta bañera llena de orines, vómitos, mierda, escupitajos y agua
sucia, y que como tal, como mierda que te hacen sentir, desaparezcas por el
desagüe antes de morir asfixiado.

No ves nada, crees no sentir nada, no sabes diferenciar si vives o yaces
muerto, se te ha derrumbado el mundo, nadie te conoce, no conoces a nadie, no
eres nada, sólo dolor en su pura esencia, eres sufrimiento, generas
desesperación interna, no necesitas que haya nada entre tú y lo que seaS

De repente luz, fuerza, no sabes qué o quién es, pero se encuentra dentro de
ti, en tu interior, tú lo generas, lo produces, es tuyo, cógelo, agárralo, no
lo dejes escapar, arrópate, aunque sea, contigo mismo. Y si no te llega,
espéralo, no desesperes, tarde o temprano llegará, porque todas y todos lo
llevamos dentro. No desesperes, existe salida. Entre todos y todas po- demos
poner fin a esta barbarie. Recuerda que es un túnel atípico, extraño, que se
amolda a ti, pero que tiene final. Arrópate y hazle saber al forense todo lo
que te esta ocurriendo. Quiérete y no declares contra ti mismo en la
declaración policial. Cuidate y cuéntale al juez todo cuanto te haya sucedido
y grítale bien alto que ¡¡NO!!.

Perdí la cuenta de las flexiones, de los golpes, de las bolsas, de las
amenazas, de los insultos, vejaciones y humillaciones, de las veces que me
visitó la torturaS pero no perdí la cuenta de ti.

Firmado: Gaizka Larrinaga, torturado por la Guardia Civil en su dirección
general de Madrid desde el 2 hasta el 6 de noviembre del 2004.

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