La imposición de regímenes punitivos en el ámbito de la propiedad intelectual supone un asalto corporativo a la cultura pública. La conexión entre capitalismo y copyright nos ayuda a entender el porqué del asunto, al tiempo que la realidad de la ’autoría social’ nos ofrece una forma de abrir nuevas posibilidades para los creadores dentro de un sistema de copyrights transformado.
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El debate sobre el copyright se encuentra visiblemente polarizado, tal como muestra Sandy Starr en un reciente artículo en el debate sobre copyrights en openDemocracy. Esto refleja adecuadamente el estado de la cuestión, concretamente el conflicto de intereses entre las industrias culturales que ponen en el mercado palabras, sonidos e imágenes y los trabajadores y consumidores que las crean y las usan. Al igual que Richard Stallman, Siva Vaidhyanathan y otros, yo estoy con estos últimos. Pero me gustaría plantear el tema desde una perspectiva algo diferente.
El capitalismo cultural y el mito romántico
Mi punto de partida es que el copyright apareció y sigue evolucionando como una de las formas de propiedad. No sólo fue una respuesta a las nuevas tecnologías que posibilitaban la copia, sino también un nuevo orden económico de tipo capitalista. Por un lado la imprenta y sus descendientes (como la cinematografía y la grabación sonora) hicieron posible la producción masiva de productos culturales. Por otra parte las mismas tecnologías permitieron a terceros copiar y vender más barato la obra de los creadores. Usando la jerga económica, los artefactos culturales han llegado a tener el carácter de bien público, estando potencialmente disponible para todos a un coste marginal. Lo que hizo la legislación sobre copyrights en este contexto fue construir una forma de propiedad, un bien privado, en la obra. En esencia, la obra es algo que no puede ser copiado, al menos sin el permiso del propietario.
¿Pero quién es el propietario? Aunque en el origen el propietario es el autor, los derechos de autor sobre la obra siempre han sido transferibles a terceros. De hecho, los derechos que se originan con un creador deben venderse a algún promotor con tecnología y capital suficientes para explotarlos. No puedo estar, por esto, de acuerdo Richard Stallman cuando sugiere que hubo una época dorada en la que el copyright ’permitía a los autores poner restricciones a los editores por el bien del púbico general’. Esta es una visión idealizada de la historia. Desde el Statute of Anne hasta la Digital Millennium Copyright Act (DMCA), el capitalismo cultural ha guiado la expansión del copyright, siempre seduciendo a los creadores con la promesa de una retribución, al tiempo que concediendo cierto grado de ’fair use’ o ’uso libre’ al público con el fin de estimular la circulación de sus mercancías.
Así de simple, el copyright convierte en propiedad las distintas formas simbólicas, mientras que las condiciones de mercado aseguran su custodia y explotación por parte de las empresas. No puede decirse que esto sea muy del agrado de la opinión pública. Si el concepto de propiedad privada aplicado a bienes tangibles o inmuebles es algo profundamente arraigado en las sociedades occidentales, no parece que ocurra lo mismo con las obras de tipo simbólico. Existe un fuerte consenso, que surgió por primera vez en la Ilustración, que da por supuesto que la cultura debería circular libremente. El movimiento romántico introdujo la idea de que arte y negocio se oponen entre sí, de que el artista se encuentra en heroica oposición anta la búsqueda de beneficio.
Parece contradictorio, pues, que en la era moderna se apele a la figura del artista romántico para justificar el copyright -el verdadero pilar del comercio en la cultura. No obstante es esta mitología la que subyace en el fondo de la publicidad y de las distintas formas de presión política por parte de las industrias culturales. En un lugar destacado de la página web de la Recording Industry Association of America (RIAA), por ejemplo, podemos encontrar las siguientes palabras de Sheryl Crow:
"El copyright protege el proceso creativo... Las cosas están difíciles... No hay nada que inspire más la creatividad que la independencia, y ésta requiere protección. Si eres un artista capaz de hacer algo que nadie más sabe hacer, necesitas saber que tu trabajo no será adulterado ni producido en masa."
En mi opinión, los defensores de la cultura pública deberían asumir como tarea fundamental el desenmascaramiento de esta retórica. La contribución de Janis Ian ha sido verdaderamente útil a este respecto, mostrándonos lo poco que obtienen la mayoría de los artistas a cambio de estos derechos y, a la inversa, el grado hasta el cual el intercambio de archivos favorece las ventas de CDs para la gran mayoría de los que están fuera del palacio del superestrellato. Pero creo que todavía es necesario ir más allá en este desenmascaramiento. Desgraciadamente todavía necesitamos eliminar esta pátina romántica que los propietarios del contenido siguen aplicando a la mole herrumbrosa del copyright.
La autoría social: colaboración, combinación, acumulación
Podríamos comenzar mostrando cómo la autoría no es de ningún modo una cuestión de heroica creación individual, sino que más bien se trata de un proceso social. Esto presenta tres aspectos. En primer lugar hay colaboración, pues los actos creativos dependen de redes de interacción que que van más allá del creador ’primario’, ya sea compositor, novelista o director, para incluir a los intermediarios y empresarios, técnicos y quienes ponen el té. Las audiencias son también parte de la red creativa, en tanto ejercen el rol de editor rechazando algunas obras o tendencias y afirmando otras.
En segundo lugar, la autoría es social en tanto implica la recombinación de materiales simbólicos procedentes de una reserva común históricamente depositada. Estos abarcan desde convenciones como la forma novelística, la edición ’campo-contracampo’ en cine o el código máquina en software, hasta la obras de tipo simbólico ya realizadas, como pueden ser Guerra y Paz, la escena inicial de Alien o Word 2. El punto clave es que existe un continuum práctico entre lo que la ley de copyright mantiene como categorías separadas: la idea (susceptible de ser empleada libremente por todos) y la expresión (la obra poseída de forma privada). Los creadores de símbolos de todo tipo están reutilizando constantemente materiales con distintas mezclas de estos elementos.
Un rasgo significativo de la cultura contemporánea es que el orden idea-expresión está siendo invertido. El muestreo digital, el arte apropiacionista y el cine de ensayo (que utiliza material de archivo ya existente) emplean la estructura de obras preexistentes para representar nuevas ideas y emociones, reduciendo así al absurdo cualquier fundamentalismo del copyright.
El tercer aspecto de la autoría social es su carácter incremental. Una buena parte de las nuevas creaciones son el resultado de un sinnúmero de pequeñas innovaciones, en lugar de serlo de grandes avances llevados a cabo por creadores individuales. Por consiguiente, no podemos decir que Charlie Parker fuese el responsable del jazz moderno, ni que 4 Hero inventasen el estilo musical conocido como drum and bass: los denominados ’grandes’ se habrían dedicado a sintetizar un trabajo conjunto de investigación y desarrollo que habría venido realizándose a lo largo del tiempo. Esto nos recuerda la cuestión planteada por Richard Stallman acerca del papel de la modificación continua en el diseño de software. Simplemente añadiré que el cambio incremental no se limita exclusivamente al software, sino que es un principio general que se verifica en todos los procesos de creación simbólica.
Así, en cualquiera de los tres aspectos la práctica de la autoría social pone en entredicho buena parte de las bases que sustentan el copyright, en especial aquella que afirma que la creatividad es una cuestión que tiene que ver con una forma de expresión individual y autosuficiente, y que la autoría debería ser atribuída de acuerdo con este principio. ¿Qué podemos hacer con este argumento?
El asalto empresarial a la cultura pública
En la actualidad nos enfrentamos a una seria ofensiva del copyright. Al igual que los propietarios de contenidos lucharon por la extensión de los derechos de propiedad cuando las tempranas tecnologías facilitaron el acceso a las formas culturales existentes (la televisión, la radiodifusión y el vídeo son los casos más relevantes en la historia reciente), las industrias culturales del presente están peleando intensamente para mercantilizar el nuevo sistema de comunicación de internet. Con internet, la diferencia es el enorme incremento del poder monopolista del capitalismo cultural. Una breve lección de historia sirve para ilustrarlo.
A comienzos de los años 40 la industria de la radio luchó con los editores musicales de los EE.UU. para romper estos monopolios sobre el suministro de canciones para la radiodifusión. Las cadenas instalaron sus propias agencias de edición, boicotearon a la ASCAP (la organización de los editores ya establecidos) y finalmente obligaron a reducir las tarifas de emisión de forma generalizada. Un decreto del Departamento de Justicia consolidó el nuevo entorno competitivo. En efecto, el conflicto sobre copyrights entre dos sectores corporativos posibilitó el acceso público a la música en la radio, así como a nuevas formas de música - R&B, country y, después, al rock’n’roll.
No podemos esperar que un proceso semejante se produzca ahora. Los propietarios de contenidos son más poderosos y están más concienzudamente integrados. También gozan de la atención de los gobiernos que, mediante leyes y tratados internacionales, están imponiendo un regimen de propiedad intelectual cada vez más punitivo en todo el mundo - así como para el ’libre comercio’. En lo que respecta a la publicación de contenidos en internet, tal como señala Brian Zisk, la nueva legislación extiende los derechos de reproducción fonográfica al dominio digital. Las compañías de radiodifusión en los EE.UU. nunca tuvieron que pagar a las compañías discográficas para poner sus discos. Ahora se impone una carga añadida a quienes difunden contenidos en la red, muchos de los cuales se verán así obligados a abandonar el negocio.
Lo cierto es que la lista de restricciones y medidas coercitivas propuestas aumenta cada semana. En una situación como esta, el principal objetivo debe ser el de elaborar estrategia frente a aquellas planteadas desde la Motion Picture Association (MPAA) y la RIAA. Por eso estoy completamente de acuerdo con Siva Vaidhynathan cuando propone por la creación de una coalición y ’un conjunto de consignas políticas y de principios que puedan resultar atractivos para la gran mayoría’. Es una cuestión de resistir ante unos intereses poderosos y extremadamente bien organizados. La alternativa libertaria -simplemente seguir hackeando- no va a funcionar. Tal como Vaidhynathan señala, el problema es que una combinación de leyes estrechamente enfocadas, sancions duras y (previsiblemente) cibersabotaje amparado legalmente por parte de las empresas, significa que sólo un puñado de dedicados entusiastas será capaz de seguir compartiendo archivos.
Quizás lo más preocupante de todo es la creciente integración de software, hardware y contenidos. La puesta en marcha de tecnología ’de confianza’ (trusted) basada en protocolos acordados entre estos sectores en rápida convergencia podría suponer el fin del ordenador personal y del internet, tal como los conocemos. ¿Cuál sería el nuevo aparato? Un sistema de entregas monitorizado concienzudamente para el comercio electrónico, en el que sólo cabrían aquellos archivos que hayan sido certificados por unos agentes ’de confianza’ capaces de moverse por la red y, lo que es peor, por el propio PC. En este tan probable escenario, la codificación y el copyright coercitivo serían ubicuos.
Restringir el copyright, reavivar la creatividad
Aquí es donde entra en juego el argumento de la autoría social. De manera simple, debemos conseguir el apoyo de todo tipo de creadores en una campaña para la apertura del acceso a la cultura. Pero necesitamos hacerlo de tal forma que quede reflejada la realidad de su papel como colaboradores y remezcladores. Aunque esto podría ir contra la imagen romántica que algunos tienen de sí mismos, en última instancia sería beneficioso para la mayoría de artistas, tanto en términos económicos como creativos.
La elevada proporción de ventas que alcanzan unas pocas estrellas significa que, durante la mayor parte del tiempo, la gran mayoría de los creadores ganan poco. Es evidente que aquí entran en juego los factores de la demanda -la gente quiere estrellas-, pero no hay duda de que el actual sistema de copyrights también favorece la institución del estrellato encauzando las remuneraciones hacia la minoría más intensamente promocionada, y proporcionando un incentivo artificial para mantener el éxito a lo largo del tiempo. La larga duración de los derechos de autor alienta a la industria cultural a lanzar al mercado superestrellas para el largo plazo. Una forma de allanar los mercados culturales, de aumentar la innovación y de reconocer la naturaleza social de la autoría sería reducir de forma radical la duración. Michael Fraase propone una interesante solución en cuatro fases que incluye una propuesta de catorce años. Habría incluso razones para reducir la duración.
Además de la citada reducción, un sistema de copyright reformado debería incluir un sistema de gestión de los derechos digitales (digital rights management, DRM) más exhaustivo. Por el momento, la distribución de las remuneraciones por derechos es extremadamente desigual. Por ejemplo, las cuotas de reproducción pagadas por los medios de difusión sólo las reciben un reducido número de creadores de éxitos en cantidades desproporcionadas porque los rudimentarios métodos de muestreo usados en la actualidad son simplemente incapaces de registrar las canciones que menos se emiten. Así, el DRM no sólo permitiría una recaudación más eficiente, sino también un modelo de distribución mucho más justo.
La equidad del sistema aún podría mejorarse haciendo los derechos no-alienables. Con los copyrights en sus manos, los autores e intérpretes recibirían una proporción mucho mayor de ingresos por sus derechos. Tal cambio también podría ser una buena oportunidad para renovar y extender sociedades mutuas de recaudación. En lugar de la existencia de titulares corporativos de los derechos que organicen la recaudación y gestión de los ingresos, esta labor se realizaría por cooperativas de autores e intérpretes.
Por supuesto, estas reformas cambiarían de forma radical el perfil de las industrias culturales invirtiendo el equilibrio de poder entre los creadores y las empresas. No creo que esto venga a suponer ningún problema.
Permítaseme hacer un par de puntualizaciones. Al igual que Michael Fraase, yo defendería la abolición de la DMCA (en otros países eso supondría la prevención ante un tipo de legislación equivalente). Necesitamos un modelo de copyrights más justo, y eso supone mantener los copyrights al margen de internet y de la copia digital sin ánimo de lucro, puesto que son, respectivamente, un espacio público y una actividad honrada que goza de buena base. En cuanto a la reutilización creativa de materiales, en todos los sectores deberían crearse tribunales especializados en los derechos de reproducción para garantizar así que los trabajadores culturales pueden acceder de forma rápida y barata al repertorio de obras existentes. Sin duda queremos más sampling, citas, y parodia.
Ante estas propuestas algunos exclamarán ’¡regulación injustificada!’ , a lo cual cabría responder: si se desea ver cómo es el control partisano de la cultura por parte del Estado sólo hay que ir a la correspondiente cámara legislativa local en la que en estos precisos momentos se estarán redactando nuevas medidas coercitivas en lo relativo a la propiedad intelectual.
El artículo original en inglés puede leerse en las páginas de Opendemocracy.
Traducción: Patricia de la Fuente, Eleazar Rodríguez
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