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Reinventando el espacio
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per Begoña Pernas
Historiadora. Colectivo de Mujeres Urbanistas. |
13 oct 2004
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Madrid (España), julio de 1998
Artículo publicado en el número 30 de la Revista 8 de Marzo, editada por la Dirección General de la Mujer de la CAM. |
El espacio parece no suscitar muchas preguntas y menos preguntas políticas. Nos es dado como lugar de la objetividad, un escenario, un escenario para la acción, indiferente al sexo de los individuos que en él se mueven; pero es el escenario el que determina las acciones posibles, las acciones legítimas.
Como toda construcción cultural está definido y atravesado por líneas de poder que lo crean y lo interpretan. Zonas abiertas o prohibidas, libertad de movimientos o confinamiento, un entorno y sus usos; todo ello es percibido y empleado de forma diferente por hombres y mujeres.
Pero partiendo de la supuesta neutralidad espacial de una sociedad secularizada y funcional, la ciudad se construye ignorando el comportamiento o las necesidades específicas de las mujeres. La ciudad y su configuración proyecta un tipo de ciudadano, independiente, motorizado, con trabajo. Que necesita, por lo tanto, supermercados abiertos 24 horas, vías de acceso rápidas, una ciudad funcional para un tipo de vida determinado. Los habitantes de la ciudad, atrapados por el espacio urbano, comienzan a comportarse como ese ciudadano modelo, con mayor o menor acierto, y éste se esfuerza, destruyendo las bases materiales e imaginarias de otros posibles comportamientos. Así las metáforas acaban siendo reales y, sin saber cómo, la ciudad se ha transformado y no hay retorno posible.
El hecho de que la mayor parte de las mujeres tengan una experiencia y unas necesidades muy diferentes es ignorado en nombre de una igualdad preupuesta y, de esta forma, se cierra el círculo de la inexistencia femenina.
Dualidad público-privado
Sin embargo, la relación de la mujer con la ciudad no ha sido una relación neutra, sino cargada de significado, y, sobre todo, se ha expresado en una dicotomía que ha dominado el mundo urbano desde el triunfo del orden burgués. Se trata de la dualidad público-privado, un tándem muy complejo e íntimamente relacionado con la historia de las mujeres de los últimos dos siglos. El hecho de que se trate de un orden en crisis no resta valor a su análisis, sino que permite situar a las mujeres como sujeto de la ciudad precisamente cuando ésta se desmorona.
¿Qué significado tiene la separación de lo privado y lo público y su desigual distribución? Desde un punto de vista político, la ruptura en dos esferas permite la autonomía individual frente a la comunidad. El individuo deja de estar unido por vínculos económicos, familiares, jurídicos, a la comunidad en la que nace, y adquiere un estatus propio desde el que desarrollar sus posibilidades vitales. Tiene obligaciones para con la sociedad, pero reguladas por su condición de ciudadano, es decir, por la relación con el Estado.
Esta mediación entre individuo y sociedad a través del Estado hace que aquél participe en la determinación de esas obligaciones, mediante el sufragio, y que éstas tengan un carácter legal y no natural. El ciudadano tiene la obligación de hacer la guerra y pagar impuestos, pero la comunidad no puede obligarle a trabajar gratuitamente, a entregar su propiedad, a elegir una u otra profesión, a casarse contra su voluntad, etc.
Pero en el corazón de esa imagen existe una contradicción insalvable, una nueva escisión entre lo público y lo privado que tiene un sentido muy diferente: la que separa el mercado y la familia, la producción y la reproducción.
La existencia de un mercado que rige las relaciones económicas y el intercambio se detiene en el umbral de la casa, donde las normas que gobiernan la existencia no son legales, sino leyes de la naturaleza o vínculos morales. La familia se constituye como el último reducto contra la invasión de la racionalidad económica y la igualdad política, un mundo que debe ser preservado fuera del contrato social.
La sociedad burguesa, desde el siglo XIX, diferencia el mundo profesional, exterior, a través del cual el individuo interviene en lo social: producir y participar. Y el mundo interior, de la reproducción, en que se cumplen las obligaciones con la especie y con la comunidad: tener hijos, mantenerlos, cubrir las necesidades biológicas, cuidar de los ancianos, enterrar a los muertos, ocuparse de todo aquello que el mercado no puede realizar al tratarse de actividades que no son divisibles, cuantificables ni rentables.
La ciudad es el espacio en que se hace posible diferenciar esas esferas que en el mundo rural están confundidas. Es un espacio de producción que responde a las necesidades del capitalismo mercantil e industrial. Es, por definición, el espacio de la política: la política como esfera autónoma, separada de la fuerza y de la riqueza, surge en la ciudad, y u metáfora es la ciudad. La ciudad es el lugar del pacto entre iguales, donde la autonomía individual tanto económica como política es posible y el hombre escapa al yugo de la comunidad.
Espacio privado:
refugio para el hombre / destino para la mujer
Esta larga introducción tiene por objeto situar a las mujeres como sujeto en la ciudad. No es cierto que se trate de un espacio neutro aunque no esté autoritariamente definido. Y esto se debe a que la dualidad público-privado es desigualmente aplicada a hombres y mujeres. De hecho, el siglo XIX repartirá los dos espacios, teorizará sobre ellos y confinará a las mujeres, sobre todo a las de clase media, a un espacio preciso y unas funciones precisas, en un modelo que durante el siglo XX se extiende a las otras clases.
En el reparto espacial, la mujer es asociada hasta tiempos recientes con el hogar en un gran confinamiento que produce una figura histórica nueva: el ama de casa. Lo femenino se asimila a lo privado, pero lo privado tiene un sentido muy distinto para hombres y mujeres: para los hombres es un refugio y una posibilidad de creación, ocio, expansión individual. Para las mujeres se convertirá en un destino.
Los dos espacio no conviven casualmente sino que están férreamente opuestos. El hogar debe ser todo aquello que no es la calle. Si la esfera privada es la de los intereses egoístas, existe un espacio en que esta regla no funciona, una isla donde la entrega y la abnegación son posibles: el hogar.
Si el hombre puede lograr su autonomía frente a la comunidad, es porque alguien se hace cargo de los aspecto comunitarios. Si se pueden separar ambas esferas es porque no se separan para todos. La abnegación femenina permite así la individualidad masculina, su proyección al mundo, su universalidad.
Al mismo tiempo, el hogar, que es espacio de privacidad para el hombre, no lo es para la mujer. Ésta es desposeída de su tiempo, de sus actividades o deseos individuales en favor de la pequeña comunidad de la familia. Hasta el punto de que el libro de Virginia Wolf, Una habitación propia, se convierte en el arquetipo de la emancipación.
De manera que el orden burgués crea para las mujeres una doble exclusión: es excluida como individuo de la casa y como ciudadana de la calle.
Al mismo tiempo los valores asociados al hogar se definen como innatos y se exige de las mujeres que completen todo aquello que el nuevo mundo deja de lado. Así e acptará que la sociedad sea "incoherente, desconocida, odiada y hostil" a condición de que el hogar no lo sea. Se admite la dureza de los valores de una sociedad capitalista mientras exista un espacio donde esos valores no gobiernen. De ahí la necesidad de definir lo femenino como algo opuesto a lo masculino, de manera que la mujer cargue con todos los valores que han dejado de serlo, pero resultan imprescindibles en el hogar, contrapartida de los que rigen realmente en el mundo social.
Transformación de las esferas
espacio común / espacio privado
Todos los procesos del último medio siglo han ido minando las fronteras rígidas entre lo público y lo privado. No es evidente que sigan existiendo la calle y la casa como esferas opuestas, incluso puede empezar a dudarse que exista la calle en sus funcione de sociabilidad clásicas, y, en todo caso, como espacios simbólicos han perdido gran parte de su fuerza. Al mismo tiempo, resulta cada vez más insostenible cualquier reparto de estas esferas en función del género.
El hogar no es un reducto a salvo del mercado sino que es penetrado por éste, a través de los medios de comunicación y por sus múltiples funciones: desde el hogar se puede producir, se puede consumir, se puede incluso participar.
Al mismo tiempo, el pacto político, el ideal democrático también ha penetrado en la familia: la decisión conjunta, el diálogo, se imponen como modelo de convivencia familiar.
Paralelamente, el espacio público común va siendo privatizado. Un nuevo sentido de la dicotomía público-privado, exclusivamente económico, se impone sobre sus otros significados. La diferencia relevante parece ser la que separa lo gestionado por el Estado o dejado a la iniciativa privada. O más generalmente, lo que se considera espacio común, propio de la colectividad, y espacio privado, intercambiable según las reglas del mercado.
La función política de las ciudades decae, y en cierta medida su función económica, y la sociabilidad tradicional, vecinal, cede ante el avance del uso privado del espacio público, una tendencia imparable en la vivienda, el transporte, la seguridad, etc.
El espacio abstracto del mercado uniformiza e iguala toda diferencia, toda marca de la historia, tendiendo a crear una extensión sin historia, un eterno presente en que la ciudad desaparece, convertida en decorado de la producción y el consumo. En la sociedad del espectáculo descrita por Guy Debord, lo esfuerzos de todo poder por controlar la calle, donde la gente está peligrosamente junta, han culminado en la voluntad de detruir la calle, [Debord , 1992 ]. Se trata de aislar a las personas en una ciudad que estalla e invade el campo circundante; de aislarlas juntas, es decir, en edificios y casas iguales, repetidos, sin historia, sin relaciones sociales directas. En la ciudad actual las diferencias de clase, las relaciones sociales y las relaciones de producción resultan invisibles, cada vez más abstractas y sin contacto, lo que nos convierte en nuevos campesinos, esperando la mejora de las condiciones de un cielo que ahora llamamos sistema, sobre el que carecemos de control.
De esta manera, podría decirse que las mujeres ocupan la calle cuando ésta degenera, o que su acceso a la ciudad es libre precisamente cuando la ciudad ha dejado de ser el centro de la decisión y de la acción. Al igual que accede en condiciones de igualdad al mercado de trabajo cuando el mercado de trabajo se fragmenta y segrega.
Mujer y ciudad
Pero la posibilidad de autonomía no debe despreciarse ni debemos descartar una libertad porque esté desvalorizada. El hecho de haber convertido la vida privada o pública en una elección y no un destino; la posibilidad de acceder a todas las esferas y a todos los espacios con libertad es una victoria que se enmarca evidentemente en una realidad donde la libertad parece neutralizarse en las falsas opciones del mejor de los mundos posibles.
Al mismo tiempo, la decadencia del espacio urbano afecta especialmente a las mujeres. Porque la supremacía del interés privado sobre el público es aprovechada en menor medida por éstas -basta comprobar el uso del vehículo- y, además, porque se quiera o no las mujeres siguen haciéndose cargo de lo comunitario, es decir, de aquellas necesidades que el mercado desprecia y de todas las que dependen de otra persona, niños pequeños, personas mayores, enfermos, etc.
De una forma que no está alejada del proceso que hemos descrito, se carga en las mujeres la integración que la sociedad no procura, consiguiéndose la autonomía de unos en detrimento de otros.
Hemos visto que la reclusión femenina ha servido de puente entre el individuo y la comunidad, de mediación entre el mundo del intercambio y el mundo de los compromisos morales. Si se rompe esa peculiar especialización femenina -compensar la "maldad" del capitalismo y permitir que los hermosos frutos románticos de la desigualdad florezcan al menos en un espacio- alguien tendrá que tomar el relevo y hacerse cargo de las necesidades personales, biológicas y sentimentales, a menos de aceptar una sociedad definitivamente inhabitable.
No parece que el Etado pueda asumir esa maternal función cuando hasta sus funciones paternales se ponen en duda. Por lo tanto, se trata de definir qué tipo de ciudad se busca; de qué manera pueden invertirse las tendencias a la fragmentación y desintegración social sin negar los avances de la autonomía individual ni mitificar la comunidad, que cuando existió fue la base del sometimiento femenino.
Entre un hogar invadido por el mundo de la producción y un espacio público que está dejando de serlo, las mujeres pueden colaborar con la definición de un espacio común que devuelva a la ciudad su viejo carácter histórico asociado con todo poder y con toda liberación.
Referencias bibliográficas
Debord, Guy (1992). La société du Spectacle. (Gallimard, París.)
Ehrenreich, Barbara y English, Deirdre (1990). Por su propio bien, 150 años de consejos de expertos a las mujeres. (Taurus Humanidades, Madrid.)
Valcárcel, Amelia Sexo y filosofía. (Antropos.) |
Mira també:
http://www.nodo50.org/mujeresurbanistas/Articulos/BPernas_reinventando.html |
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