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Los cronopios nunca mueren: 90 años de vida para Julio Cortázar
27 ago 2004
CORTAZAR.jpg
Algunos hombres no necesitamos creer en dioses ni vestirnos con mitos nuevos o añejos para sentirnos vivos siempre.

Algunos hombres llevamos muy dentro de nosotros, muy cerca de nuestras manos el sabor de todo aquello que amamos...

Tampoco nos importa hablar y crecer dentro de los sueños, de esos delirios que pueden ser compartidos cada vez que algún niño puede reir, puede jugar con entera libertad.

90 años lleva vivo Julio, el cronopio que no necesita inventarse códigos ni mitos para poder sentirse entero y ajeno a todas las vanidades humanas.

AMS

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Re: Los cronopios nunca mueren: 90 años de vida para Julio Cortázar
27 ago 2004
Los 90 de Cortázar






Por Leandro Despouy (*)

Hace exactamente 90 años que Julio Cortázar nació en Bruselas. Yo lo conocí justo allí cuando él tenía 60, en enero del ’75. Era miembro del Tribunal Russell, que era el único tribunal de los pueblos que se había creado para entonces y ya gozaba de un gran prestigio, sobre todo a raíz de las contundentes denuncias sobre las atrocidades cometidas en Vietnam y por lo que estaba sucediendo en América Latina. Además, se lo identificaba con el nombre de su fundador, el célebre filósofo y matemático británico y Premio Nobel de la paz Bertrand Russell.

Pocos días antes yo había llegado a París como exiliado. Allí recibí el apoyo de un grupo de intelectuales y artistas latinoamericanos –entre los cuales recuerdo a Julio Le Parc, Antonio Seguí, Ricardo Carpani, Graciela Martínez, Jorge Perié–, quienes de inmediato me propusieron que presentase mi testimonio ante el Tribunal. Habían formado un comité de solidaridad con la Argentina y antes habían combatido duramente las dictaduras de Juan Carlos Onganía, Roberto Marcelo Levingston y Alejandro Lanusse. Cuando los vi por primera vez se estaban organizado para denunciar la campaña de intimidación y los crímenes de la Triple A, la Alianza Anticomunista Argentina que dirigía José López Rega. Yo había sido víctima de un atentado suyo.

Cortázar me recibió con afecto, junto con Gabriel García Márquez, logró que el presidente del tribunal, Lelio Basso, incluyera a la Argentina en el temario. Cuando terminé mi relato, Cortázar se levantó de su banca de juez, descendió de la tribuna y desde el micrófono destinado a las preguntas del público dijo, compungido, que hacía suyo el testimonio que acababa de escuchar. Después lanzó una dramática advertencia a la opinión pública internacional, “frente a las tétricas perspectivas que ensombrecían el futuro inmediato de mi patria�.

Cortázar era entonces uno de los escritores latinoamericanos más famosos. Nos encandilaba su prosa urbana. Rayuela envolvía la íntima ceremonia de nuestros encuentros amorosos.

Su compromiso como hombre, sumado a esa peculiar expresión de eterna juventud que traducía su semblante, lo transformaban en una personalidad sumamente atractiva para la prensa internacional. Por esta razón mi testimonio tuvo un impacto superior al esperado, al extremo de que el jurado pidió su ampliación para el día siguiente. Ello posibilitó un mayor acercamiento a Julio que, junto a las intérpretes del Tribunal, cubrieron mis gastos de alojamiento.

Cortázar sentía por Argentina un afecto inmenso, sólo comparable a la nostalgia que le provocaban sus largos años de exilio, voluntario al comienzo, forzado después. Recuerdo la pena con que contaba el frustrado intento de encontrarse con su madre en Brasil y las amenazas que lo obligaron a abandonar ese país pocas horas después de su llegada. Le encantaba hablar con sus compatriotas, pedía que le contaran cómo estaba Banfield, Avellaneda, el Parque Lezama.

Aquella noche, mientras caminábamos por la Grand Place me iba contando la historia de algunos de sus bares que habían sido frecuentados Marx, Engels y otros personajes del siglo XIX. Pero cuando nos disponíamos a tomar una de las pequeñas calles peatonales que circundan la plaza escuchamos un grito, no muy lejos de nosotros, que en forma aparatosa reiteraba la palabra “perdido�.

–No te des vuelta –me dijo–, seguramente se trata de algún argentino que me ha reconocido.
Seguimos caminando rumbo al restaurante donde nos esperaban cuando volvimos a escuchar el alarido, esta vez precedido de un insulto. Intrigados, nos dimos vuelta y vimos con sorpresa a un muchacho de unos 25 años que en forma desesperada trataba de incultos a los belgas por no hablar el español y por no socorrer a una persona extraviada.

–Mirá, mirá bien, sólo uno de los nuestros puede hacer semejante papelón –dijo Julio–. Y lo peor es que no lo vive así. Directamente no le importa... Ay, Leandro, los argentinos sorprendemos al mundo por la facilidad con que pasamos de lo sublime a lo grotesco.

Se acercó un mozo español:

–Oye chaval, si te comportas así te van a tomar por un loco. Deja ya de gritar y dime en qué tour has llegado.
Nos acercamos; el muchacho era, curiosamente, de Avellaneda y de inmediato entabló con Julio un intenso diálogo que se mantuvo hasta que el español regresó y le dijo que su hotel estaba a sólo dos cuadras de allí. Decidimos acompañarlo. Cuando llegamos, en la planta baja del hotel estaban reunidos todos los integrantes del tour que ya habían pasado más de una hora de espera, inquietos y fastidiados, sin poder salir a cenar. Lo vieron entrar y de inmediato el guía se abalanzó sobre él. Serenamente, nuestro “encontrado� dio unos pasos hasta instalarse en medio de la concurrencia y con soberana dignidad los interpeló: “¡Oigan!�. Y les contó con quién estaba. Esa noche Julio firmó una treintena de autógrafos.

Estaba contento. Recuerdo aún que al irnos me dijo con resignación y un dejo de complicidad: –Qué duda te cabe de que somos argentinos.

(*) Presidente de la Auditoría General de la Nación.

Fuente: Página/12

Gentileza de Cercle Obert de Benicalap
Iniciativas Sociales y Culturales de Futuro
Re: Los cronopios nunca mueren: 90 años de vida para Julio Cortázar
27 ago 2004
Homenaje a Julio Cortázar
Antonio Marín Segovia
Rebelión


Abandonada como un silencio interminable todas las noches te encuentro... y no puedo dejar de mirarte para comprobar si mis manos pueden sentirte, pueden dibujarte cuando tu desnudez me besa, me llena de sueños ligeramente tibios...

Y es verdad. Sí, es verdad. No hay miedo en mis ojos cuando te encuentro entera, despierta gracias al sueño que tus abrazos regalan... y podemos, ahora y siempre, andar y recorrer las calles juntos. Son las avenidas, los callejones, las plazas, las calles esos nuevos bosques, esos nuevos oceános, esos desiertos donde la velocidad, el ruido, la indiferencia y el cemento conviven gracias a nuestra creciente incapacidad para ser dueños de nuestros palabras. Somos tan huecos, tan incapaces de poder expresar nuestros deseos más sencillos, simples... Tantas palabras, tantas cosas, tantos olvidos y seguimos sin saber vivir enteros, unidos a nuestra piel...

Hoy, he descubierto, al verte de nuevo, que soy todavía muy niño para ser tu amigo... Necesitamos, niña mía, bañarnos de fiestas y de anhelos... Necesitamos vestirnos de misterios desordenados y futuros; es bueno perdernos ahora y siempre dentro de una naranja, dentro del aroma de un cafe matinal o de un abrazo inesperado...

A pesar de mis temores, voy a seguir escribiéndote y enviándote a escondidas (con los envoltorios más imposibles) mis pequeños divertimentos, mis disparates precipitados, coronados de nubes y sol estival... Es una forma de sentirme igual, tan risueño como el sol a las 9 de la mañana: rotundamente joven, preparado para contemplarte sin prisas, preparado para huir en busca de cien Troyas y quinientas Itacas...

Es posible que mis palabras se rompan sin querer o no te encuentren... También puede que mis pobres y tercas palabras (que no puedes ver escritas ahora en los muros de nuestra ciudad), las sientas siempre dentro, muy dentro. Uno, al escribir o al amar debe procurar producir el mismo efecto benéfico que las medicinas milagrosas inventadas por aquellos nativos, por los hechiceros de antaño, por las mujeres de mirada brumosa y que no tienen sombra ni pasado... Necesitamos sanar y repartir gratuitamente nuestra alegría, nuestro bienestar a todo lo que nos rodea... Esa es la misión del hacedor de belleza, del aventurero... Esa es la misión de un escribidor, de un anónimo paseante que aspira a convertirse en Cronopio, eternamente disfrazado de noche, risas, asombro y veranos feroces...

Sí. Es cierto todo lo que piensas ahora; es cierto todo lo que no puedes olvidar. Siempre es verdad lo que no dices y lo que sientes dentro, muy dentro. Puede que el amor y la pasión siempre necesiten del juego y de los encuentros inesperados para sentirnos nuevos y limpios... eternamente necesitamos ser fiesta que vuela y se abraza en los besos desnudos de un sueño, de un sueño lleno de niños grandes...

Abandonada como un silencio interminable todas las noches te encuentro... y soy un niño que vuela en tu desnudez al abrazarte en tus besos: y no necesito de la eternidad ni de las palabras... no quiero ángeles ni plegarias para verte entera...
Re: Los cronopios nunca mueren: 90 años de vida para Julio Cortázar
27 ago 2004
Me sumo al homenaje a Cortázar. En mi vida también hay un antes y un después de haber leído Rayuela.
Re: Los cronopios nunca mueren: 90 años de vida para Julio Cortázar
27 ago 2004
LA CRUZ DEL SUR

Letra de Julio Cortázar
Musica de Edgardo Cantón



Vos ves la Cruz del Sur
y respirás el verano con su olor a duraznos
y caminás de noche mi pequeño fantasma silencioso
por ese Buenos Aires, por ese siempre mismo Buenos Aires.
Extraño la Cruz del Sur
cuando la sed me hace alzar la cabeza
para beber tu vino negro, rnedianoche.
Y extraño las esquinas con almacenes dormilones
donde el perfumo de la yerba
tiemble en la pied del aire.
Extraño tu voz,
tu caminar conmigo por la ciudad.
Comprender que eso está siempre allá
como un bolsillo donde a cada rato
la mano busca una moneda, el peine, llaves,
la mano infatigable de una oscura memoria
que recuenta sus muertos.
La Cruz del Sur, el mate amargo
y las voces de amigos
usándose con otros.
Me duele un tiempo amargo
Ileno de perros y desgracia
la agazapada convicción de que volver es vano.
Comprender que un mar es más que un mar,
que la muerte se viste de distancia
para llegar de a poco, lenta, interminable,
como una melodía que se resuelve al fin
en humo de silencio.
Extraño ese callejón
que se perdía en el campo y el cielo
con sauces y caballos y algo como un sueño.
Y me duelen los nombres de que cada cosa
que hoy me falta,
como me duele estar tan lejos
de tu caricias y de tus labios.
Extraño tu voz
tu caminar
conmigo por la ciudad.




http://www.canciones.pescadores.net/letras/tanguitos/l/LA%20CRUZ%20DEL%2
Re: Los cronopios nunca mueren: 90 años de vida para Julio Cortázar
27 ago 2004
Los 90 de Cortázar


"...los argentinos sorprendemos al mundo por la facilidad con que pasamos de lo sublime a lo grotesco."

Julio Cortázar




Por Leandro Despouy (*)

Hace exactamente 90 años que Julio Cortázar nació en Bruselas. Yo lo conocí justo allí cuando él tenía 60, en enero del ’75. Era miembro del Tribunal Russell, que era el único tribunal de los pueblos que se había creado para entonces y ya gozaba de un gran prestigio, sobre todo a raíz de las contundentes denuncias sobre las atrocidades cometidas en Vietnam y por lo que estaba sucediendo en América Latina. Además, se lo identificaba con el nombre de su fundador, el célebre filósofo y matemático británico y Premio Nobel de la paz Bertrand Russell.

Pocos días antes yo había llegado a París como exiliado. Allí recibí el apoyo de un grupo de intelectuales y artistas latinoamericanos –entre los cuales recuerdo a Julio Le Parc, Antonio Seguí, Ricardo Carpani, Graciela Martínez, Jorge Perié–, quienes de inmediato me propusieron que presentase mi testimonio ante el Tribunal. Habían formado un comité de solidaridad con la Argentina y antes habían combatido duramente las dictaduras de Juan Carlos Onganía, Roberto Marcelo Levingston y Alejandro Lanusse. Cuando los vi por primera vez se estaban organizado para denunciar la campaña de intimidación y los crímenes de la Triple A, la Alianza Anticomunista Argentina que dirigía José López Rega. Yo había sido víctima de un atentado suyo.

Cortázar me recibió con afecto, junto con Gabriel García Márquez, logró que el presidente del tribunal, Lelio Basso, incluyera a la Argentina en el temario. Cuando terminé mi relato, Cortázar se levantó de su banca de juez, descendió de la tribuna y desde el micrófono destinado a las preguntas del público dijo, compungido, que hacía suyo el testimonio que acababa de escuchar. Después lanzó una dramática advertencia a la opinión pública internacional, “frente a las tétricas perspectivas que ensombrecían el futuro inmediato de mi patria�.

Cortázar era entonces uno de los escritores latinoamericanos más famosos. Nos encandilaba su prosa urbana. Rayuela envolvía la íntima ceremonia de nuestros encuentros amorosos.

Su compromiso como hombre, sumado a esa peculiar expresión de eterna juventud que traducía su semblante, lo transformaban en una personalidad sumamente atractiva para la prensa internacional. Por esta razón mi testimonio tuvo un impacto superior al esperado, al extremo de que el jurado pidió su ampliación para el día siguiente. Ello posibilitó un mayor acercamiento a Julio que, junto a las intérpretes del Tribunal, cubrieron mis gastos de alojamiento.

Cortázar sentía por Argentina un afecto inmenso, sólo comparable a la nostalgia que le provocaban sus largos años de exilio, voluntario al comienzo, forzado después. Recuerdo la pena con que contaba el frustrado intento de encontrarse con su madre en Brasil y las amenazas que lo obligaron a abandonar ese país pocas horas después de su llegada. Le encantaba hablar con sus compatriotas, pedía que le contaran cómo estaba Banfield, Avellaneda, el Parque Lezama.

Aquella noche, mientras caminábamos por la Grand Place me iba contando la historia de algunos de sus bares que habían sido frecuentados Marx, Engels y otros personajes del siglo XIX. Pero cuando nos disponíamos a tomar una de las pequeñas calles peatonales que circundan la plaza escuchamos un grito, no muy lejos de nosotros, que en forma aparatosa reiteraba la palabra “perdido�.

–No te des vuelta –me dijo–, seguramente se trata de algún argentino que me ha reconocido.
Seguimos caminando rumbo al restaurante donde nos esperaban cuando volvimos a escuchar el alarido, esta vez precedido de un insulto. Intrigados, nos dimos vuelta y vimos con sorpresa a un muchacho de unos 25 años que en forma desesperada trataba de incultos a los belgas por no hablar el español y por no socorrer a una persona extraviada.

–Mirá, mirá bien, sólo uno de los nuestros puede hacer semejante papelón –dijo Julio–. Y lo peor es que no lo vive así. Directamente no le importa... Ay, Leandro, los argentinos sorprendemos al mundo por la facilidad con que pasamos de lo sublime a lo grotesco.

Se acercó un mozo español:

–Oye chaval, si te comportas así te van a tomar por un loco. Deja ya de gritar y dime en qué tour has llegado.
Nos acercamos; el muchacho era, curiosamente, de Avellaneda y de inmediato entabló con Julio un intenso diálogo que se mantuvo hasta que el español regresó y le dijo que su hotel estaba a sólo dos cuadras de allí. Decidimos acompañarlo. Cuando llegamos, en la planta baja del hotel estaban reunidos todos los integrantes del tour que ya habían pasado más de una hora de espera, inquietos y fastidiados, sin poder salir a cenar. Lo vieron entrar y de inmediato el guía se abalanzó sobre él. Serenamente, nuestro “encontrado� dio unos pasos hasta instalarse en medio de la concurrencia y con soberana dignidad los interpeló: “¡Oigan!�. Y les contó con quién estaba. Esa noche Julio firmó una treintena de autógrafos.
Estaba contento. Recuerdo aún que al irnos me dijo con resignación y un dejo de complicidad: –Qué duda te cabe de que somos argentinos.

(*) Presidente de la Auditoría General de la Nación.


Fuente: Página/12


Gentileza de Cercle Obert de Benicalap
Iniciativas Sociales y Culturales de Futuro
Re: Los cronopios nunca mueren: 90 años de vida para Julio Cortázar
28 ago 2004
Julio Cortázar, la maravillosa condición humana



Lisandro Otero

Lo vi por última vez en Nicaragua. Charlábamos en largas tertulias de sobremesa. Tenía muy subrayados su ademán pausado, su lenta elocución, que indicaban al animal herido. La noticia de su muerte no nos sorprendió: la esperábamos desde hacía tiempo pero seguimos y seguiremos escuchando su voz.

Con su aire de eterno adolescente, con una inocencia natural, como un Rip Van Winkle recién emergido de su prolongado letargo, Julio Cortázar cuestionaba, preguntaba, debatía.

Sus años de intensa dedicación a la literatura en Francia, su alejamiento de las cosas de su tierra, lo habían distanciado del mundo concreto en el año en que lo conocí, exactamente en 1963.

Rehuía dar asesoramiento, como si esa asistencia pudiese extraerlo de su modestia, de su reservado decoro, de su tímido recato; no deseaba convertirse en un maestro, en un pontífice doctrinario.

Siempre advertí en él un cierto desasimiento de su contexto, una curiosidad inacabable, un tierno candor pueril unido a un apasionado interés por la justicia.

En carta fechada en 1967 confesaba autocríticamente que era un intelectual que había permanecido dieciséis años fuera de Latinoamérica, escribiendo con el solo fin de su regocijo personal.

Cortázar, efectivamente, emigró en 1951 de la Argentina, su patria, (había nacido en Bruselas, en 1914), y cortó sus vínculos con su continente hasta que triunfó la Revolución cubana.

Le ocurrió lo mismo que a Carpentier en la década del treinta, quien después de haber quemado sus naves descubrió su gran vocación de latinoamericano. Ambos pudieron ver desde una óptica supranacional, prescindiendo del nativismo y del color local, los problemas y contornos reales de su continente. Se convirtió en un hombre 'para quien los libros debían culminar en la realidad'.

Cortázar había creído que Paul Valery era el más alto exponente de la cultura occidental: un intelectual que transcurrió una vida consagrada a la meditación y a la creación, ignorando los desastres de la circunstancia humana.

Y súbitamente tomó conciencia de que el verdadero camino de un escritor era enfrentar a lo que él llamó 'su pobre y maravillosa condición de hombre entre hombres', es decir, ser testigo de su tiempo, aceptar su responsabilidad de participar en el destino histórico inmediato del ser humano.

Alto y magro, sumamente delicado y gentil, parecía un eterno adolescente, cualquiera diría que no iba a morir nunca. Estaba dotado de una inocencia natural que lo hacía preguntar con candor: poseía una curiosidad inagotable por cuanto le rodeaba.

El contacto con él dejaba una impresión determinante: se trataba de un ser profundamente ético, obsesivamente perseguido por la razón moral de su comportamiento.

Por ello escribió, como involuntario testamento, las palabras siguientes: 'En lo más gratuito que pueda yo escribir asomará siempre una voluntad de contacto con el presente histórico del hombre, una participación en su larga marcha hacia lo mejor de sí mismo como colectividad y humanidad.

Estoy convencido de que solo la obra de aquellos intelectuales que respondan a esa pulsión y a esa rebeldía se encarnará en la conciencia de los pueblos y justificará con su acción presente y futura este oficio de escribir para el que hemos nacido.'

En todas sus obras la sobriedad de su estilo va acompañada de un gran ingenio verbal, de una desbordante fantasía, de una firme voluntad de evadir lugares comunes, frases trilladas, de buscar siempre la frescura de su expresión, la novedad de cada vocablo electo.

Nos vimos en París, en la Maison de l'Amerique Latine, en junio de 1983, su penúltimo año de vida, durante una lectura que realizó de algunos de sus más recientes relatos. Lo vi por última vez en Nicaragua. Charlábamos en largas tertulias de sobremesa.

Tenía muy subrayados su ademán pausado, su lenta elocución, que indicaban al animal herido. La noticia de su muerte no nos sorprendió: la esperábamos desde hacía tiempo pero seguimos y seguiremos escuchando su voz.

Terminó su concierto con dignidad, como Madame Trepat, solo que esta vez ninguno distribuirá caramelos tras el cierre del telón.
Sindicato Sindicat