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Notícies :: antifeixisme : guerra
Atomico Arte
23 jun 2004
Cincuenta años desde la primera explosión atómica, Nuevo México el 16 de julio de 1945.En Hiroshima, veinte días más tarde, murieron unas cien mil personas bajo el estallido de Fat Man.
La imágen del hongo arraigó desde ese momento en el imaginario universal y no dejó de crecer gracias a diversas filmaciones hechas públicas de ensayos atómicos...
Dog Nevada 1951 Atomic Bomb.jpg
El próximo año se cumplirán cincuenta años desde la primera explosión atómica, que tuvo lugar en Nuevo México el 16 de julio de 1945. A la detonación de Trinity, con sus 21 kilotones de potencia destructiva, tan sólo asistieron 164 testigos. En Hiroshima, veinte días más tarde, murieron unas cien mil personas bajo el estallido de Fat Man. En las imágenes tomadas de la ciudad nipona se observa una enorme columna de humo que surge de un mar de nubes. Una estampa que en absoluto da una idea del horror generado. La imágen del hongo arraigó desde ese momento en el imaginario universal y no dejó de crecer gracias a diversas filmaciones hechas públicas de ensayos atómicos, llevados a cabo en el desierto de Nevada y en varios atolones del Pacífico.

La Unión Soviética probó su primera bomba atómica en agosto de 1949, dando comienzo a una carrera armamentística que llegaría a su cénit en 1986, con más de 63.000 armas nucleares almacenadas entre las dos superpotencias. Aunque la bomba se ha utilizado tan sólo dos veces en combate, se han producido más de 2.500 explosiones nucleares en ensayos de todo tipo. El hongo atómico fue visible tan sólo en 433 ocasiones, ya que desde 1963 todas las pruebas (américanas y soviéticas) se han realizado bajo tierra.

El impacto de la bomba, en cualquier caso, se cimentó a partir de unas imágenes grandilocuentes sin información alguna sobre las radiaciones ni imágenes reales de la devastación de que era capaz. El hongo inició así una doble vida simbólica: como arma disuasoria y metáfora del crecimiento económico de la posguerra. Proliferaron entonces las canciones de amor atómico así como los juguetes y superhéroes atómicos. El diseño gráfico se llenó de referencias al átomo y en Bruselas se construyó un edificio, el Atomium, para homenajear al minúsculo árbrito de la paz mundial. Hasta Dalí señaló al átomo como su musa favorita. La crisis de los misiles, en 1962, permitió escenificar un pulso sobreactuado con cuenta atrás incluída de gran efecto sobre la vulnerable aldea global.

La bomba era la excusa de todo lo que se hacía y lo que no se hacía en política internacional. Cuando en 1964 se estrenaron Dr Strangelove or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb (Kubrick) y Fail Safe (Lumet), ambas películas con el mismo argumento pero planteadas desde distintos géneros (comedia/drama), la gente no dudó en empatizar con la visión de Kubrik: había que reirse de la bomba, porque simbolizaba todo lo absurdo que puede resultar de la ambición humana. Esta capacidad abstracta para representar lo peor en nosotros quedó también clara en Kiss me Deadly (Aldrich, 1955), un singular film noir en el que todos matan y mueren por una caja que contiene algo “que no puede dividirse�. Al final, el último villano, mujer para más señas, abre la caja y descubre su tesoro: un gran destello de luz que deja la pantalla en blanco. Sin más explicación. Desde entonces el hongo atómico ha representado indistintamente el fulgor capitalista, la panacea tecnológica, el infierno comunista, la pasión sin límite y el apocalipsis contemporáneo. El hongo se convirtió para muchos, como Kubrik, en el punto final de nuestra historia. Pero sobre estas interpretaciones, o quizás reuniendo a todas ellas, el hongo atómico impuso una realmente perturbadora: en su belleza plástica, estas explosiones no simbolizan la destrucción, sino el principio de algo. Como una chispa divina, o una gota de leche abriéndose paso en un vaso de agua, capaces de simbolizar en su modestia el big bang o la primera inseminación.

La energía atómica ha acercado el hombre a los dioses. Por la potencia desatada, la escala, la luz y las formas que genera, tan vinculadas a las estructuras fractales que ordenan secretamente la naturaleza. No es de extrañar que el calor y la luz que desprenden las bombas se midan a veces en soles, ni que algunas de las bombas tengan nombres de inspiración bíblica: Trinity o Diablo, por ejemplo. En las espectaculares explosiones realizadas en el atolón de Bikini, en 1954, la escala de las mismas obligaba a alejarse tanto que resultaba imposible no percibir la explosión como una formación mágica de nubes. Esta coreografía artificial de luz y vapor, con más potencia de la empleada en las dos guerras mundiales juntas, sólo podía verse bien desde la perspectiva divina. Los daños permanentes en el biosistema, isleños y marineros, resultan minúsculos desde esas alturas.

Temor y fascinación
El poder atómico concreta así la paradoja a la que Truffaut no deseaba enfrentarse: ¿Cómo hacer una película anti-bélica cuando tantas cosas en la guerra resultan fascinantes a través de la cámara? El hongo ha cultivado un imaginario propio en el que se conjugan el temor, la reverencia y la fascinación. Hay que reconocerle, además, un increíble poder intimidatorio. La imagen de una nube expandiéndose logró lo que miles de fotografías explícitas sobre la crudeza de la guerra no habían conseguido. Cuanto más abstracto es el enemigo, mayor es el miedo que genera.

El fín de la guerra fría desactivó este miedo colectivo. Las armas siguen ahí, pero el aparato propagandístico está ocupado en otras cosas (como abstraer el rostro y las razones de nuevos enemigos para garantizar un miedo instrumentalizable). La bomba ya no nutre pesadillas, sino artistas.

Kevin Rafferty abrió la veda a la nostalgia de culto con su documental Atomic Café (1982), en el que reunía y remontaba todo tipo de PSA's (Anuncios de Servicio Público) y películas propagandísticas referidas a la era atómica. Las amenazas apocalípticas de tres décadas son ahora sustancia para la comedia.

Los antiguos campos de pruebas nucleares son visitados como si fueran las ruinas de una antigua civilización. Richard Misrach los fotografió para sus Desert Cantos y Peter Kuran dedicó un documental al delirante turismo que están generando.

Dejando aparte las numerosas obras dedicadas a denunciar los excesos que el gobierno norteamericano cometió en nombre de la seguridad, el hongo atómico demuestra su vigencia simbólica en galerías de arte, ensayos y libros fotográficos. Joy Garnett, Robert Longo, Jim Sanborn, Gregory Green, Cai Guo Qiang, �ñigo Manglano-Ovalle o Jane y Louise Wilson son sólo algunos de los artistas que han incluído representaciones del hongo en sus obras. El hongo atómico aparece en sus obras como la última pantalla, un punto de luz sobre el que fijar la vista y olvidar el horror. Una ilusión perfecta.

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